Equilibrio.

No le importaba lo que dijera su madre. No necesitaba a una mejor amiga para conversar de hombres y de problemas típicos de su género. Y cuando Rumiko se lo reprochaba, directa o indirectamente, Rika optaba por marcharse antes de comenzar una nueva discusión.

A veces sentía curiosidad y se preguntaba qué se sentiría tener una fiel compañera, una cómplice, de esas inseparables amigas que podía observar cada día en su Instituto mientras merodeaba sola por los pasillos. No podía negar que en aquellos espacios de soledad contemplaba a los diversos grupos de amigas que paseaban por Tokyo y las envidiaba. No eran celos desmedidos, tan solo ganas de poder estar en su lugar al menos un día, únicamente para hablar de frivolidades y reír, y olvidarse así de cualquier problema.

Pero, afortunadamente, ese incómodo vacío duraba poco. Bastaba solo con recordarlos, con saber que estaban ahí.

Podría insultar la ingenuidad de Takato infinitamente, ¿pero qué sería sin él? Siempre estaba para ella. Incluso cuando Rika se desconectaba del mundo y desaparecía por un tiempo, él siempre se encargaba de ir a su casa, solo para ver cómo estaba, con recién horneados "panes de Renamon" como excusa. Y después de fingir que todo estaba bien, cansada de la insistencia de su amigo, ella le confesaría, por ejemplo, que las escasas noticias que recibía de Ryo la deprimían. Aceptaría sus brazos como refugio y escucharía sus consejos, ingenuos como él, que jamás llevaría a cabo, pero que servían para, de alguna forma inexplicable, hacerla sentir mejor.

Con Henry, en cambio, se veía menos. Ninguno de los dos buscaba excusas y sus encuentros siempre tenían un verdadero motivo detrás: dispositivos para reparar o datos que proporcionar. No obstante, para ella, escuchar las palabras tan dotadas de razón de él le regresaba la cordura cuando su intensidad la cegaba. Siempre le recomendaba conversar civilizadamente con su madre o no perder la paciencia con determinados profesores, ¿y cómo no seguir su consejo? La propiedad en su discurso convencía a cualquiera, incluso a una orgullosa y terca Rika. Verlo de vez en cuando bastaba para sentirse estable durante un considerable tiempo.

Entonces sonreía con suficiencia, se ponía los auriculares y subía el volumen al máximo. ¿Qué sabía su madre? No necesitaba a nadie más. No quería a nadie más. No había lugar para nadie más.

Ellos eran su más preciado y perfecto equilibrio.