Renuncia: si IT fuese mío Eddie y Stan continuarían con vida, todo de Stephen King.
n.a: aunque se especifica que Los Perdedores nunca volvieron a estar juntos hasta 1985 yo haré caso omiso de ello aquí y en todo sUE ME
n.a2: mírenme llorar por esta ship jdshfjsdgjhfgdsjhgjfs son mi otp de la novela
Richie pensaba que en cualquier otra ocasión, quizás cuando su vida no pendiera de un
(zarpazo de hombre lobo adolescente, que claramente perdió el rumbo a París)
hilo, todo aquello le habría parecido surreal, y si lo hubiese escuchado de alguien más, habría soltado unas buenas risadas, como solía decirles.
Oh, porque no había nada mejor que reír después de enfrentar a la muerte para confirmarte a ti mismo que sigues con vida, comentaban algunos vecinos cuando creían que eran ignorados. Richie no los ignoraba, no señor, él los escuchaba atento, más por precaución que por gusto, pero siempre atento desde que todo acabó para ellos. Desde que Eso murió. Si es que lo hizo.
Usualmente se veía meditando al respecto cuando no tenía nada que hacer con los otros.
Algo nos juntó, algo
(La Tortuga)
con su caparazón y su verde verde verde—
quiso que uniéramos fuerzas para acabar con aquella... cosa, y eso hicimos. Ahora somos libres, sí, siempre libres, como el viento.
Entonces la misma sensación, la de verse cara a cara con la bestia peluda de la casa 29 de Neibolt Street, volvía con más ímpetu que antes. Veía una y otra vez al Gran Bill disparándole inútilmente al hombre lobo, para luego subir por el carbón y echar a correr con él, después de lanzarle polvo para estornudar porque parecía razonable duh y salir huyendo de allí. Con el corazón en la boca, sangrando, y las lágrimas de sal arremolinándose en sus ojos y quemando sus heridas invisibles.
Si estuviesen escapando de Henry, Victor o Belch las cosas hubieran sido distintas, se aseguraba Richie a sí mismo. Quizás, en lugar de terror habría sentido gracia, una gracia extraña pero gracia a final de cuentas. Quizás no se habría sujetado con fuerza a la cintura de Bill. No, en cualquier otra situación nunca lo hubiera hecho. Quizás nunca habrían llorado los dos, a plena luz del día, abrazados cerca de Witcham Street, en la intersección de Neibolt con la carretera 2.
Pero así había sucedido y aunque Eso ya no estuviera más, aunque Henry y sus compinches ya no estuvieran más, aquel episodio no desaparecería por las buenas. En realidad, siempre estaría ahí. En los confines de su memoria—
Flotando.
Tal vez Richie no quería que se fuera, estaba contento con las cosas tal cual eran, pues hasta ese momento no había notado lo ancha que era la espalda del Gran Bill, la fuerza de sus hombros, y cómo volaba su cabello contra el viento, tan rojo que el mismo fuego le podría tener envidia.
Resultaba que.
A veces Richie oía parlotear a las chicas sobre sus amores soñados. Y aunque todas estaban de acuerdo en que la tartamudez de Bill le quitaba puntos extras a una escala que a Richie le importaba un pepino, sus compañeras lo consideraban guapo en general. Bev se juntaba con ellas, una que otra vez y usualmente para dedicarles miradas escépticas de ¿pero en serio pensáis así?, y hasta donde él sabía —pese a que Bev lo negaba— ella compartía la misma opinión respecto a Bill.
Que es encantador, que sus ojos son más azules que el mar «y cuánto me gustaría ahogarme en ellos», que sus cabellos son más ardientes que la calefacción de la biblioteca pública de Derry, que esto, que lo otro.
Antes de que todo ese lío comenzara, allá por principios de marzo, cuando George vivía y ellos no conocían más que de vista a los que formarían su grupo, Richie se había animado a preguntarle a Bill por qué no aceptaba los disque-sentimientos de Greta Bowie, quién terminadas las clases de ese día le había dado una carta perfumada en la entrada al colegio.
— Es sólo otra niña m-m-malcriada —repuso él, mirándolo con cara de ¿Qué no es obvio?
No había maldad alguna en sus palabras, Bill era bueno, tampoco enojo por la terquedad de Greta, sólo resignación a que no sería la primera vez que rechazaría a alguien y era mejor ir practicando, acostumbrándose a la idea.
Richie quiso preguntar más, pero Georgie llegó y con él, todo interés sobre niñas se evaporó de Bill.
Aún ahora, la duda persistía.
Pues con la llegada de Bev cualquiera afirmaría que Bill y ella estaban destinados a terminar juntos, o al menos así lo veía el resto de Los Perdedores, incluido él.
Mas no ocurría nada.
Tal vez el mundo vería mal que unos mocosos de apenas once años iniciaran una relación. O Bev aceptaba que Bill necesitaba su espacio, ya que se ponía a tartamudear más en su presencia desde que volvieron de las cloacas, ¿o fue cuándo vio, por accidente, el nacimiento de sus pequeños pechos al tener que darle su camisa?
Puede que fuese antes, mucho antes.
Siendo su mejor amigo las cosas que le pasaban a Bill estaban al alcance de su mano. No siempre resultaba agradable aquello. Al escuchar los cuchicheos de las niñas una punzada de algo que no podía definir
(celos, tengo celos,
y nuestra siguiente canción en la radio es para todos los que sufren por un amor no correspondido, chavales—)
se apoderaba de él y a Richie le daban ganas de abrir la boca y decir unas cuantas verdades, aunque lo mandaran después a Trabajo Social.
— ¿Pero qué pasaba por tu cabeza al burlarte de Sally Mueller? —chillaría su madre con los brazos en forma de jarra, ante la mirada desaprobatoria de la señora Douglas, antes de llevarlo a casa y castigarlo una semana, prohibiéndole ver la televisión.
Richie raramente sabía cuando era mejor callar, pero estaba seguro de que debía ignorarlas cuando las encontraba comentando esa clase de cuestiones, a las dichosas niñas. No sólo para ahorrarle otro dolor de cabeza a sus padres, sino porque finalizado el castigo Bill lo visitaría, querría obtener respuestas.
Y él no estaría listo para darlas.
¿Qué podría decir en su defensa?
Oh Gran Bill, la cuestión es que me sacaron de mis cabales con sus halagos vacíos dirigidos a ti. No tenía otra opción más que enfrentar al enemigo que intentaba robarme lo que más aprecio, ¿no crees?, ¿Wot-wot?
Oh diablos y con un carajo, por supuesto que no. Frases como esa sólo resaltarían lo obvio, que Bill era especial para él, muy especial, y que la mera idea de que lo reemplazara le asustaba tanto como la horrible estatua de Paul Bunyan.
Lo que también era absurdo, eso fue un sueño.
La diferencia entre el miedo hacia Paul y el cariño por Bill radicaba en que lo segundo era tangible, real. Y estaba siempre presente, ahí, reluciendo en cada oportunidad, cómo cuando se abrazaron en la esquina de Witcham, conscientes de que un conocido podría pasar por allí en cualquier segundo y malinterpretar la escena gritando
(¡Sois unos maricas, maricas!)
—y qué si lo soy, maldita sea.
a todo pulmón.
Eso también aterraba a Richie, ya que la idea en sí no resultaba tan desagradable después de un rato.
Recordaba que su madre solía bromear a menudo, aunque él se cuestionaba que tanto bromeaba, porque sus palabras parecían verídicas a su modo de ver, sobre lo fácil que serían las cosas si él fuese niña y no niño. Richie se fastidiaba al instante, alegando que le daría asco verse al espejo siquiera, que las cosas eran cómo eran por algo, y que debería dejar de ver aquellas telenovelas tan raras que pasaban por las tardes a menos que deseara que se enlistara para ir a combatir en una guerra inexistente, todo con su acento irlandés. Maggie Tozier reía, y el tema quedaba olvidado, de momento.
Sin embargo..., Richie no podía evitar mirar de reojo los aparadores de las tiendas donde yacían vestidos caros, preguntándose qué se sentiría ser una chica bonita que los usara. Preguntándose si Bill todavía sería su mejor amigo aun siendo del género opuesto. Entonces salía el dueño de la tienda corriendo a los maleantes juveniles que fumaban fuera y él escapaba entre ellos, dejando esos absurdos pensamientos plantados ahí, sin posibilidad alguna de seguirlo.
Porque era estúpido, muy estúpido, y se sentía raro al meterse de lleno en el tema.
Le gustaba ser chico, amaba serlo y el hecho de que a veces se imaginara con cabello largo, recogido en trenzas y ostentando un vestido de lunares ante un Bill algo sonrojado no significaba nada en absoluto. Le había afectado juntarse con su madre, sí. Bastaba una hora, tal vez dos, hojeando uno de los tantos ejemplares de Playboy que Wentworth Tozier creía mantener bien escondidos para que Richie volviera a ser el mismo de siempre.
Todo eso pasó por la mente de Richie en menos de cinco segundos al ir caminando hacia los Barrens ese día, para encontrarse con el resto de Los Perdedores y jugar y reír sin necesidad de temer a Eso.
Aturdido, palpó los bolsillos de su pantalón en busca de una cajetilla de cigarros, sólo para recordar que fumó el último un día antes y que había gastado toda su asignación de esa semana por lo que no podría probar uno a menos que Bev tuviese, lo que era improbable. Compraban los cigarrillos juntos, una costumbre recién adquirida. Resignado a la abstinencia de su querido tabaco Richie retomó su rumbo. Ignoraba que lo seguía y llamaba a gritos hasta que lo tuvo casi enfrente. Bill pedaleaba a toda velocidad en Silver.
Silver, quién les salvó la vida a ambos más de una vez con sus enormes ruedas y su pintura deslucida. Silver, quién convertía a Bill el Tarja Denbrough en el Llanero Solitario, su más grande héroe.
Y Bill no lo sabía, no obstante, para Richie él era el héroe.
Gotas de sudor típicas de esa época recorrían su amplia frente, acompañadas de jadeos suaves, pues tuvo que aumentar el ritmo al ver que Richie no le hacía caso. Transcurridos unos segundos logró controlar su respiración.
— Ha-haber si t-te mandas a revisar l-l-los oídos T-Tozier, llevo ll-llamándote d-d-desde ha-c-ce rato —dijo, mas no lucía molesto.
— ¡Mil perdones Gran Bill, mil perdones! —se disculpó Richie con exageración haciendo sus tan previsibles reverencias. Bill soltó una risada—. No le diga al Galán, pero entre nos, hacía una inspección en cubierta buscando pájaros para él —otra risada—, lamentablemente sólo he encontrado una lata de cerveza y cinco centavos, ¿a qué es terrible?
— Bip-bip, Richie —respondió Bill. Y rió, rió como sólo él podía, provocándole un leve rubor en las mejillas a Richie por la mera idea de pensar que aquella risa era hermosa como pocas cosas solían serlo.
Ha pescado la fiebre del verano, dirían los ancianos gruñones.
Pero no era fiebre, sabía lo que tenía, y no era de ninguna forma fiebre; sin embargo no quería admitirlo en voz alta. Temía admitirlo.
Incómodo de nueva cuenta por las malas pasadas de su mente Richie se balanceó de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, medio sonriendo. Esperaba que Bill siguiera su camino, ya se alcanzarían más tarde. Pero Bill no se iba y los nervios de Richie aumentaban.
¿Por qué no te largas, Gran Bill?, ¿Por qué no vas con Bev, una chica, a besarla y abrazarla, y decirle toda clase de cursilerías adolescentes?, ¿O con Greta Bowie, o Sally Mueller?, ¿Por qué no mejor te vas con todas ellas y empezáis una relación poliamorosa, joder?
— ¿Y b-b-bien? —inquirió Bill, tan desconcertado como él.
— ¿Y bien qué?
Bill frunció el entrecejo, apretando con más fuerza el manubrio, cómo si no fuese ya lo bastante claro.
No lo era.
— ¿N-n-no vas a su-b-bir? —y Richie pegó un brinco, sin una respuesta congruente para darle. Sintiendo como las estúpidas
(cuán estúpidas eran las malditas)
lágrimas se galopaban en sus ojos, nublando sus lentes de botella con el vaho. No quería llorar por supuesto, simplemente... no se lo esperó.
No esperó encontrarse a Bill antes de llegar con el resto, tampoco que le inquiriera si subía o no subía. No esperó estar cuestionándose cómo se sentiría ser niña. No esperó nada de eso. Pero no estaba a punto de llorar por esas nimiedades, no, lo que le acongojaba era la pregunta.
Aunque Eddie se acomodara alguna que otra ocasión en la canastilla trasera de Silver, muy raramente Bill invitaba a quienquiera que fuese a montarla con él e ir de paseo —en circunstancias que no implicaran huir de la muerte en forma de payaso siniestro y asesino—. Era como un tesoro personal. Pocos tenían el honor de subirse a su bicicleta, así como pocos eran los que montaban al caballo con el consentimiento del Llanero.
Y aún así— ahí estaban ellos, rompiendo esa ley no escrita.
Como cuando invitó a Bev a acompañarlo al cine en un impulso y recibió un comentario coqueto, Richie volvió a refugiarse en lo absurdo, cuestionándose sólo un segundo el por qué relacionaba a Bev con aquello.
— ¡Ah, bendito sea el señor!, ¡El Llanero Solitario me ha invitado en un paseo a caballo! Tendré que informarle a mi padre, el Sheriff, esperando que me conceda su bendición. Oh dios, oh dios, mi primera cita con tan galante caballero ¿qué vestido me pondré, qué zapatos, qué corsé, qué...?
Entonces.
Bill estalló en carcajadas, interrumpiendo el monólogo de su recién descubierta voz de damisela en apuros, por lo que Richie tuvo que parpadear un par de veces, sin saber si reír o llorar de vergüenza. Bill sujetaba con fuerza su estómago, otra vez con las mejillas incendiándose, aunque bien podría haberse sonrojado por su comentario, Richie quiso creer que sí.
Sí al estúpido amor adolescente, sí a Bill Denbrough, sí.
Pensó además que al recobrar la calma Bill le echaría en cara lo loco que estaba, reiría un poco más e intentaría preguntarle de nuevo, ya más serio. Usualmente así sería, el Bocazas chiflado era él, no su amigo.
Pero Bill volvió a sorprenderlo.
— E-el Sheriff y-y-ya me ha d-dado su ben-d-dición —alzó un sombrero de vaquero inexistente, en un gesto casi cortés, casi real y extendió su mano, esperando la suya a cambio—. ¿E-e-entonces, me c-concede este p-p-paseo, Tozier?
Oh dios, no.
— Joder, no soy una chica Billy —replicó más ruborizado que nunca, pero sonriendo, siempre sonriendo. La opción de irse corriendo le pareció atractiva, más no movió ni un solo músculo. Permaneció inmóvil, observando con gusto culpable la palma extendida hacia él.
Pensaba
oh, cuánto quisiera desaparecer, irme lejos, muy lejos. Si no lo hago no estoy seguro de cuánto aguantaré Bill, y voy a querer besarte y me odiaras, así como yo odio este sentimiento
que podría soportar eso si tan sólo tuviese a la mano un cigarrillo.
— T-t-tú empezaste —acusó.
— Lo sé, Gran Bill.
— ¿En-t-onces?
— No sé —no sabía.
— Yo-o sí —dijo Bill, y sin esperar una negativa de su parte lo cogió bruscamente, sentándolo por detrás, no en la canastilla, sino en el enorme asiento. Por la sorpresa Richie envolvió su cintura con sus brazos, inconscientemente—. S-sube, nos e-e-esperan.
— ¿Qué carajos...? No, aguarda Bill ¡Por Dios, que aguardes! —gritó Richie, todo esfuerzo resultó en vano. Tan pronto como el ¡Hai-oh Silver! ¡ARREEEE! taladró sus oídos y Silver se puso en marcha, dando tumbos por los que los tacharían de suicidas, cualquier oportunidad de huir se alejó con el viento en contra. Quiso chillar, enfadarse con él, saltar aún a costa de su salud, golpearlo, lo que fuese. En su lugar, Richie se aferró a su camiseta, soltando risas histéricas por momentos, aullando de alegría con el aire golpeándole los lentes y Bill riendo con él, pedaleando a toda velocidad.
Sin intención rememoró la huida de Neibolt Street, el hombre lobo, las lágrimas, todo— y afianzó su agarre mientras bajaban por la acera, directo a la cerca que los llevaría a los Barrens. Sintió a Bill tensarse por debajo, para luego relajarse y concentrarse de lleno en lo que hacía. Los latidos de su corazón aumentaron.
Porque Bill el Tarja era su héroe personal, aunque eso lo volviese
(la damisela en apuros)
alguien dependiente de él. Porque Bill era el tartamudo, el líder en quién todos confían, el futuro escritor, su mejor amigo.
Y lo quería —fraternalmente, amistosamente, amorosamente, qué más daba eso, si lo quería a final de cuentas— tanto que moriría con tal de verlo feliz. Dijera lo que dijera «Richie, p-p-pásame la sal» o «Richie, ti-tírate de e-se b-barranco» respondería con fuerte y claro Sí, Gran Bill, lo que tú digas pues lo quería de verdad. Así sin más. Tan sencillo como puede ser el amor para un niño, sin dobles intenciones o razones aparte. Sin necesidad de tallar su nombre en cada árbol a su alcance o recitarle poemas complejos que finalmente ninguno comprendería.
Al girar a la izquierda, todavía aferrado a Bill, Richie supo —de algún modo— que ese cariño no era incorrecto, que bastaba con que le hiciera dichoso. Que a lado de Bill todo estaría bien. Con monstruos o sin ellos, con prejuicios o sin ellos. Mientras estuviesen juntos, los dos.
— Ey Billy —Bill lo miró por encima de su hombro, separando él los labios para confesar todo aquello. Tan simple. Bill se mordió los labios, tragándose una sonrisa, y la vergüenza.
— ¿B-b-bromeando de nuevo, R-Richie?
Silver avanzó, pitando. Las primeras luces del atardecer en el horizonte salvaguardaron sus palabras. Y Richie se permitió el capricho de abrazarlo, con sinceridad.
— Sí señor, sólo bromeaba.
«Porque quizás no me molesta tanto la idea de ser la dama en apuros, no si tú estás ahí para socorrerme».
(...yo también te quiero, Rich).
