El Hueco

Despertó con el suave siseo de la brisa marina que ascendía por la rompiente; notó el aire fresco, salado, colarse por su cuerpo. Se levantó acomodándose la túnica, consciente de la nueva vibración; Majula estaba tan silencioso como siempre, pero había recibido a un nuevo huésped.

Recorrió las calles desiertas del pueblo, con esa triste sensación que surgía en su pecho cada vez que le tocaba recibir a los viajeros. La noche era fría y cerrada; se percibía en el aire ese aroma añejo y marchito tan característico de Drangleic.

Se detuvo frente al calor de la fogata; la miscerable figura alzó los ojos de las llamas y la enfrentó. Como en tantos otros, el recién llegado mostraba en su rostro rabioso y confuso los signos que implicaban la Maldición.

Ella estiró la mano hacia aquel cuerpo deforme y deslizó los dedos por la piel enfermiza; el Hueco pareció receloso al principio, pero luego no pudo impedir dejarse llevar. En aquel mar de furia que era su no-vida, ese simple gesto era la ambrosía. Casi sin pensarlo, aferró la mano que lo acariciaba.

Fue ese sencillo gesto lo más poderoso que ella había sentido de parte de un ser maldito; podía sentir, a través de esa carne podrida, un calor que iba más allá del que producía la fogata.

A la mañana siguiente, el Hueco partió. Ella lo vio adentrarse en aquel bosque de árboles impenetrables a cuál los gigantes habían adoptado como refugio y tumba. Marchó como infinitos antes que él, con una hoja oxidada, un yelmo abollado y un escudo de madera. Pero ella vio que portaba algo más, aunque a simple vista no pareciera suficiente.

...

La brisa marina la besó en su lecho; se alzó entre la bruma oscura, preparándose para recibir al nuevo viajero. Llegó hasta la humilde fogata, y al otro lado del fuego sus ojos la recibieron. Su espada estaba partida al medio; un trozo de tela ensangrentada cubría la zona de la cara en dónde antes había tenido un ojo; en su mano derecha, solo quedaban dos dedos. Pero ese calor, esa chispa, ahora impregnaba todo su cuerpo.

Shanallote acarició su piel cálida, áspera pero reconfortante. El joven hombre soltó la espada y deslizó su mano sana por los cabellos rojizos de la mujer. Probó su boca, y estuvieron unidos por largo tiempo.

En Majula, cálida lágrimas se derramaron.