Las Estrategias Del Amor
Klein W. Stark les presenta humildemente esta nueva historia, espero que sea de su agrado, cualquier review es bien recibido.
Por favor den una oportunidad de salir de la rutina y para los lectores expertos que somos dejarse llevar por lo menos 15 minutos de algo distinto, y vivir miles de historias.
Esta Historia esta dedicada para ustedes: miguel y Deilys len.
Gracias por el apoyo que me han dado, a mi y a las historias con sus palabras muy amables, espero que te guste y les guste mucho.
Y como siempre antes de comenzar Frozen: una aventura congelada y algunos personajes de Disney no me pertenecen, los tome prestado con la mera intención de hacer una historia Elsa y Anna para ustedes.
Descripción:
Hoy también, Anna Summer se desplaza en tren a Londres. Ésta es una mañana fría igual a tantas otras mañanas frías, sólo que... esta vez su mirada se cruza con la de una mujer sorprendentemente hermosa que en un instante lo trastoca todo. Elsa Winter es arquitecta y vive en un depósito de agua reconvertido, lo cual dice mucho de su carácter. Anna y Elsa estaban condenadas a enamorarse.
¿Condenadas? Lo cierto es que se enamoran, intensa y profundamente, a pesar de que las circunstancias que rodean su relación no les facilitarán las cosas. Circunstancia primera: Anna tiene una hermana, Fiona, que está a punto de casarse...
Circunstancia segunda: Elsa tiene un pasado torturado que, sincera como es, no oculta a Isobelle, del que emerge un temible acosador cuya maléfica presencia se cierne permanentemente sobre las dos mujeres
Capítulo 1
Vive de tal modo, que nada de lo que hagas deba merecer el reproche o la condena de quienes te rodean. (Simone Weil)
Anna no sabía cuándo se había dado cuenta de que la observaban. Iba en el tren camino de Moorgate. El día era agradablemente fresco, pero con el intenso sol que la hacía sentirse cálida y amodorrada en el recinto del tren. Reinaba un silencio extraño en el vagón, roto sólo por el ocasional aleteo perezoso de las hojas de los periódicos. Aunque el tren se balanceaba mucho, parecía como si el compartimento hubiese entrado en el cómodo reino del semisueño y la semivigilia. En ese lánguido estado, Anna, mientras miraba con los ojos entrecerrados el imponente Alexandra Palace, se dio cuenta poco a poco de que los ojos de alguien se habían posado sobre ella.
No quería mirar, en parte porque disfrutaba de su letargo, pero también porque estaba segura de que se toparía con algún viajero examinándola con intención. En realidad, no la disgustaba ni la molestaba que mirasen, pues ella misma disfrutaba observando a la gente y la encantaba tejer historias con algunos de los pasajeros habituales de su ruta. Anna, entusiasta de la expresión poética, obtenía muchos de sus temas observando a los demás.
La poesía, pensó con aire soñador, era la única forma de describir su situación, y nada mejor que los versos de Laurie Lee en El nacimiento de abril:
Si alguna vez vi bendiciones en el aire, las veo ahora en este día aún prematuro en que el limonero en la vaporosa mañana gotea húmeda luz del sol en poder de mis ojos.
Pensar en ojos la situó de mala gana en la realidad. Seguía teniendo la sensación de que la observaban pero, curiosamente, le parecía que no era un examen ofensivo o degradante. No podía explicárselo, pero la intuición le indicaba que todo estaba bien y que no tenía por qué preocuparse. Sin embargo, la curiosidad empezaba a dominarla, apartando el manto soñoliento que la envolvía desde que había subido al tren en New Barnet.
Anna miró a los variopintos viajeros, la mayoría de los cuales estaban sumidos en sus propios mundos particulares de lectura o ensueño. En un primer momento le pareció que había localizado al culpable cuando sus ojos tropezaron con los de un joven ejecutivo, pero casi al instante se dio cuenta de que el hombre había alzado la vista de su periódico para orientarse sobre dónde estaba mientras volvía la página.
La vista del hombre regresó con toda naturalidad a la sección de deportes. «Dónde estás», preguntó Anna en silencio mientras su mirada recorría el vagón. Nadie la miraba directamente: tal vez hubieran apartado los ojos antes de que ella se diese cuenta. «En fin —suspiró para sí —, tal vez deba ser un poco más avispada.»
El tren estaba entrando en Finsbury Park, una estación de enlace, para los trenes elevados y subterráneos, con varios puntos de Londres y del West End. La gente empezó a moverse: guardaban los periódicos a toda prisa en los maletines, se abotonaban los abrigos, buscaban los guantes, deseando ser los primeros en salir y encaminarse al siguiente medio de transporte. Anna los miraba, pensando que era el final de la historia, cuando de nuevo volvió a sentir que la observaban. La desconcertó, momentáneamente, que fuese una mujer. Desde el punto de vista racional no había motivos para sorprenderse, puesto que las mujeres suelen detenerse a valorar a otras mujeres. Ella misma lo había hecho. Creía que las mujeres tendían a ser mucho más perceptivas, una idea que se había grabado en su mente después de una conversación con sus colegas masculinos que le confirmó que casi nunca observaban a otros hombres por miedo a ser acusados de cualquier cosa o a la violencia.
La mujer que estaba junto a las puertas mirándola la sorprendió porque era despampanante y destacaba entre los demás ocupantes del vagón. Era despampanante no sólo por su atractivo aspecto, sino también por su forma de vestir y su porte. Emanaba elegancia hasta tal punto que Anna pensó que, aunque vistiera con sencillez, las cabezas se volverían a su paso. Su ropa parecía cara y de calidad, aunque nada llamativa. Llevaba un abrigo largo de lana negra con un amplio cuello sobre los hombros, desabotonado en la parte delantera, que dejaba ver un traje sastre azul: un sencillo vestido de cuello redondo que llegaba a la altura de la pantorrilla, con una chaqueta larga. Completaba el conjunto un collar de perlas de una vuelta.
Anna, impresionada con el estilo de la mujer, se fijó en sus rasgos. Era alta, lo cual se veía subrayado por el largo abrigo que llevaba. Pero el abrigo cumplía otra misión, pues era del color ideal para resaltar sus cabellos rubio platinado naturales (según ella) y su piel fresca y cremosa. El pelo se recogía en un moño francés, algo que casi no lucía nadie, pero a Anna le pareció que en ella no desentonaba. Tenía los pómulos altos en un rostro de belleza clásica y sus labios eran de un rosa oscuro.
A Anna le dio la impresión de que había dedicado mucho tiempo a aquella inspección, aunque sabía que sólo habían pasado unos segundos. En ese momento Anna comprendió que la mujer se había dado cuenta de que la miraba, pues los labios rosa esbozaron una sonrisa preciosa y teñida de ironía. Y, aunque no podía verlos bien, tuvo la certeza de que los ojos de la mujer lanzaban traviesos destellos tras los cristales de las primorosas y modernas gafas. Anna desvió la vista, sintiendo de repente el calor del rubor que abrasaba sus mejillas.
El tren se detuvo en seco, y los viajeros se apresuraron a salir para dirigirse a su trabajo. Anna volvió a mirar y percibió el resplandor de los cabellos rubios de la mujer mientras la multitud la arrastraba hacia el vasto mar de Londres. Retuvo en su cabeza la imagen de ella con aquella traviesa sonrisa que parecía tan a juego con la gloriosa mañana. Pero por qué se había ruborizado, se preguntó a sí misma con cierta irritación. Al fin y al cabo, la mujer la había mirado primero y por eso había reaccionado ella.
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Cuídense mucho y nos veremos pronto.
Que La Fuerza Los Acompañe...
