Gracias por darle un click a esta historia. En serio tenia que reaccionar a los pasados nuevos capitulos de Bleach por que llevo defendiendo esto desde antes de que se volviese oficial en el manga (aunque ya fue oficial desde el musical en el 2010). Pero el español es mi idioma natal y queria indagar mucho más de lo que hago en ingles, por lo que hice esta historia creyendo que seria un one-shot largo pero terminó siendo dividido ya que se me complicó la vida personal y siguen saliendo capitulos de ellos dos.
Bueno pues disfrutenlo. Tendra tres capitulos.
Nada me pertenece.
La mañana pasó usual sin nada imprevisto. Hasta que llegó Unohana a su oficina. Kenpachi había estado escribiendo informes que se amontonaban en estibas de papel en ambos lados del escritorio cuando ella llamó a la puerta. Con un inesperado sobresalto, Kenpachi le instruyó a que pasara.
Cuando Unohana entró a la oficina, la única señal de que Kenpachi no se había congelado era en sus dedos, que jugaban nerviosamente con su bolígrafo de pluma. Tan pronto Unohana entró, con aquella gracia estática que siempre llevaba consigo, y le regaló una sonrisa. Con un triste gesto Kenpachi intentó devolvérsela. Cuando se le acercó al escritorio, Unohana le entabló una conversación igual a las demás, reportes de todos los hospitalizados en su escuadrón y otras cosas usuales entre capitanes. Sin embargo, el rostro de Kenpachi lucía incómodo, como tratando arduamente de verse firme y aburrido. A veces parecía como si estuviese manteniendo su vista frente al sol.
Aun al irse todavía parecía en un transe. Ken-chan actuó pensativo durante el resto del día y para Yachiru se le fue difícil atraerle la atención.
Para Kenpachi los días sosegaban lentos, y durante ellos, no había momento en el que el rostro de ella no se le borrara. Se incomodaba de sólo pensar en aquella.
Tantos años atrás cuando, andrajoso, pequeño, esquelético y sin nombre andaba errante por las calles, escarbando por oponentes en vez de comida. Una gran y larga espada cruzaba su espalda, con empuñadura de cobre y envuelta en los mismos harapos con los cuales apareció ante él.
Sin padres, nunca poseyó nombre. Sin techo, comida. Niño nómada que buscaba a quien usar de excusa para entretenerse. Cucarachas, aves, venados, rufianes, campesinos con orgullo, Shinigamis. A todos usó de blanco. Sin embargo, nunca aprendió el significado del miedo… hasta que la encontró.
Con ella aprendió a temerle a la muerte. Con ella aprendió a amar la pelea con la misma pasión que aquellos ojos azules le habían espetado ese día, el día en que lo quiso matar. Cuando la vio por primera vez, Yachiru Unohana.
Jamás se había fijado en algo similar: una mujer cuyos ojos inyectados de sangre apuñalaban a su presa, y aquella espada…Jamás se olvidaría de aquella espada. Veloz, aguda. Ni las manos que la sujetaban. Ni la pelea que se desató entre los dos. Los gritos que compartieron. La cicatrices que se pasaron, marcas, testigos de su transcendental encuentro.
No hubo día en el que no se olvidara de aquella mujer, y no fue hasta que arribó al Seireitei cuando fijó sus ojos en ella otra vez. Sin embargo, cambiada, Unohana ni le dirijo sus ojos. Èl sabia lo que estaba pensando cuando lo vio, por que el tambien sintio lo mismo. Ya no le caía su densa cabellera sobre su cuerpo. Sus ojos parecían el mar después de una tormenta. Y en donde una vez estuvo un pálido y liso pecho, ahora una trenza obstruía la vista, en cuyo espacio querido infligió él su marca en ella.
Yachiru. Cuanto había cambiado.
Pero al igual que ella, él había cambiado. Ahora era un hombre que se valía por si mismo. Era más fuerte. Ahora era uno de ellos.
A pesar de todo el cambio, fue como ver un fantasma de un dulce pasado, uno que le sopesó con un nuevo propósito.
Entonces fue como si hubiese revivido una ambición muerta. Después de tantos años de haberla buscado, tantos años rastreando su paradero, la encontró en un lugar así, tan controlado, limitado y rodeada de tanta gente débil, que no sabía si tenerle pena o estar desilusionado. Y lo que le fue más irónico fue el hecho de que trabajaba para la ley, cuando su único pecado y talento había sido el hecho de ser una asesina.
Pero, con todo y esas miles de preguntas que se hizo, no le importó nada. Lo único que le importaba era revivir aquellos apasionantes encuentros con ella, cuando todo se decía entre puños y espadas. Pero aquel uniforme no le había dado una ventaja en alcanzarla, por que tan pronto se convirtió en uno de ellos, de los shingamis, aprendió algo: de que el charco entre él y ella lo único que hizo fue convertirse en un océano. Ella era intocable.
Ningún oficial se le podía enfrentar a un capitán. Entonces se propuso el primer puesto de su escuadrón, que en aquel entonces lo ocupaba un shinigami sin mucho que decir. Grande y manso. Entonces entrenó. Y por si fuera poco nada más que el mismísimo General Capitán de las Trece Compañías de la Corte le ofreció entrenamiento. A Kenpachi le cayó la dicha aquel entonces, era como si su destino se estuviese entablando por si solo.
Fue triste el como acabó todo, no obstante, se dio de baja en el estúpido entrenamiento del viejo y, por si fuera poco, sólo le tomó un movimiento para acabar con la vida de su Capitán y sentarse cómodamente en el puesto.
Muchos lo vieron con desden, con miedo, con remordimiento durante un tiempo. Excepto ella, que cambió su nombre por tercera vez al de Retsu. Ella, quien apenas le dirigía la palabra, fue una de las primeras personas en aprenderse su nombre y el de su teniente.
Qué aventura se había tomado por enfrentársele a una persona que cambió, no sólo su nombre, sino su estilo de vida para ayudar a los débiles. Aquella nueva realidad le cayó como un puño en el estómago después de haber llegado tan lejos para estar cerca de ella. Su ídolo, ayudando a los débiles. La única mujer con la cual se sintió identificado, rebajarse a tal nivel frente a sus ojos lo dejó desilusionado, quebrantado y hasta enojado.
Nunca se dirigieron la palabra.
Nunca él había tenido más pesadillas.
Pasaron las décadas y uno que otro evento los obligó a cruzarse. En ese entonces fue como una introducción a alguien totalmente nuevo. Él nunca había hablado con Retsu Unohana y ella nunca con el Capitán Kenpachi Zaraki. Cuando empezaron a hablarse fue en una sala de emergencias, cuando él con grandes agujeros en su brazo y costillas y con complicadas fracturas en las piernas, las cuales doblaban su espinilla como si fuese una segunda rodilla, la miró los ojos y le dirigió un carismático:
-Hola.
Ella, tan ocupada tratando de enderezar el hueso de su pierna dentro de su piel, le devolvió con:
-Buenas tardes, Capitán.- sin mirarlo a los ojos.
Pero le fue suficiente para que después de ser enyesado, vendado y transportado a otra parte del hospital se sintiera confiado en iniciar un tema de conversación.
Nunca le habló de su pasado, ni por el hecho de que la cicatriz que bajaba por su rostro lo habían infligido aquellas mismas manos que ahora lo vendaban y le daban antibióticos.
La Capitana parecía enajenada, sin embargo, lo escuchó mientras él le habla sobre como su oponente lo había dejado así, quizás pensando en que ella lo querría escuchar.
Desde aquel día, no quedaron completamente alejados uno del otro. Habían ocasiones en que ella pasaba por el escuadrón buscando los heridos del entrenamiento y de una vez saludaba al Capitán, y en otros él le enviaba a Yachiru para que se pasara con ella.
Así la relación de ambos se amplió en silencio y sin mucho escándalo. Una amistad de profesión, sin nada que reflexionar o nada fuera de lo común. Una amistad compartida por marcas de lo sobreentendido. Apenas se acordaba de ella, y cuando lo hacía no se ponía tan pensativo como ahora. Ahora su recuerdo lo ponía inquieto y muy pensativo. Kenpachi no recordaba otra ocasión cuando el pensar en alguien lo pusiese así.
Pero no fue hasta que, noche tras noche, se la pasó desvelado cuando se dio cuenta de que algo andaba muy mal en él. Kenpachi, entonces recurrió a todo tipo de relajantes: incienso, música del mundo de los vivos, y tomando siestas bajo un árbol de cerezas creyendo que era el estrés del trabajo.
Pero no fue así. Kenpachi jamás se había sentido tan ansioso en resolverse, en al menos pegar un ojo en las noches que hasta se le esfumó el hambre.
Tenia que recoordinarse otra vez. Pelear era la clara solución, mas las peleas escaseaban más que el agua en el desierto.
Desafortunadamente para él, eran momentos de paz, y lo único que había para desafiar a su espada (o al menos usarlo como escusa para lucirla a la luz del sol) era usando a sus subordinados. Pero en el pasado aprendió, que eso solo le causaría más ansiedad; tan inútiles eran sus oficiales de alto rango que lo ponía de mal humor.
El primer día libre que tuvo, Kenpachi, miserable en ese entonces, enfermo por un mal que no conocía, se llevó a Yachiru a pasear por el Seireitei en el distrito mercantil. Allí Yachiru vio todo tipo de maravillas: dulces, comida, juguetes. Kenpachi sólo veía la misma chatarra, chatarra y chatarra que solo asfixiaban su bolsillo. No fue hasta que se topó con una tienda de flores cuando se paro en seco, cautivado por primera vez en días.
Un tulipán azul.
Los ojos de Unohana.
Por largos minutos sus ojos quedaron clavados en ese único tulipán, suave, redondo, zafiro…pero no veía un tulipán. Veía algo más. Veía a Yachiru Unohana. Veía a Kenpachi Unohana. Veía a Retsu Unohana.
Veía a aquella mujer que podía tanto sonreír con los ojos como matar.
Al irse de allí y regresar a las cinco paredes de su habitación, lo único que hizo fue hundir su cara en la almohada y darse cuenta de que sólo se sentía peor.
Yachiru. Necesitaba vencerla. Yachiru. Tenía que hacerlo. ¿Para qué más había llegado tan lejos? Emitiendo un gruñido amortiguado por la almohada se sintió como un completo hijo de puta. Tan lejos había llegado y, aun así, sabía que Yachiru no se dejaría guiar tan fácilmente a una batalla, por que había cambiado a la altura de una sonrisa. Una sonrisa era todo lo que le daba cuando ella se daba cuenta de que él la estudiaba con los ojos.
Desvelado, combatido de confusión se dio por vencido. Fue entonces cuando comprendió que su mal estaba más allá de incienso, música, siestas, peleas. Más allá que inclusive cualquier medicina. Fue entonces cuando pisó piso en el escuadrón cuatro, no muy seguro de lo que hacía, pero determinado a solucionar su incógnita.
Tan decidido había entrado que alterado regresó. A Yachiru nadie se le podía parar nadie al frente sin que a uno se le entraran los nervios. Estuvo allí, frente a él, inconciente de su presencia, mas allí, accesible, y no hizo nada. Fue como si le hubiesen arrebatado la habilidad de hablar.
Volvió a refugiarse en su habitación, aún infectado de un mal que no conocía.
II
Mientras los años pasaban, Kenpachi aprendió a vivir el momento. Aprendió a ignorar a Yachiru Unohana como aprendió a ignorar al moribundo por que ya no le era útil. También aprendió que Unohana no había desvainado su espada en un largo tiempo y no lo haría en otro más largo.
Numerosas emergencias surgieron, de cuando en cuando, y de vez en vez, y aun así Unohana ni mostraba su cara fuera del hospital.
Enorme fue su desasosiego y su distancia. Pero se preguntaba si la Yachiru que tanto había admirado y temido una vez aun existía.
Eso quería. Anhelaba volver a pelear con ella. Enseñarle todo lo que había aprendido y de lo que era capaz. Enseñarle que podía llegar a ser más poderoso que ella. Que podría hasta matarla si tuviese la oportunidad.
Por que la pelea ya no parecía tener sentido si ella ya no existía para sobrepasarle.
Quiso tanto esa pelea, que era como si el deseo se lo estuviese comiendo vivo.
Fue entonces cuando la tormenta llegó.
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