PIEL Y ACERO

En las Raíces del Mundo

Por NK R. Angaindo

Para Hanji, mi Hanji,

en cuyos ojos veo,

Y recuerdo,

que Dios es bueno.

Parte Primera: Eugenesia

I. Adviento

La visión de la ciudad de Mitras bajo el sol de medio día es soberbia y abrumadora.

En un mundo decadente, oprimido por la voraz mano de los titanes come carne, Mitras, con sus bellos edificios adornados de mármol blanco, sus altas torres con fieros militares apostados sobre las murallas y sus amplias plazas adoquinadas, repletas de coches tirados por bien alimentados caballos, casi es una burla a la manera de vida andrajosa y llena de carencias del resto de la humanidad superviviente, encerrada tras sus Murallas como una manada de corderos moribundos, esperando ser el siguiente plato en la mesa.

Mitras es el paraíso perdido, oculto en el corazón de la Muralla Sina, donde el miedo a los titanes es solamente un complejo distante, algo de lo que se ha oído nombrar y jamás se ha experimentado en carne propia. Aun los soldados, los elementos de la Policía Militar, encargados de cuidar del rey y de la bien acomodada población de Mitras están muy lejos de sentir el peligro imperante de la mordida asesina de los titanes.

En una bella plaza de la ciudad de Mitras, llamada la Plaza del Pastor, especialmente frecuentada por adornadas señoras de bellos vestidos, decorosos guantes y diminutos paraguas de finos materiales destinados a proteger sus blancas pieles de los rayos inclementes del sol, donde niños pequeños corretean felices, chapoteando en el agua de las fuentes que canturrea a la par de sus risitas; se eleva orgullosa, como un desafío contra el cielo despiadado que conjuró el hado negro de una humanidad condenada, la Catedral de Mitras del Culto a las Sagradas Paredes.

De lejos, pareciera estar formada por tres altas agujas de blanco y plata. Sus imponentes torres, coronan el santuario principal, al que se accesa desde un pasillo techado, atravesando un florido y pacifico jardín rodeado de altas y decorados muros. Los grabados que las adornan parecen contar de manera simbólica y artística la historia antigua de un pasado lleno de penurias y dolor para la humanidad. El largo viacrucis de la raza humana, rematado por el martirio que fue colmo de males: la llegada de los titanes devoradores de hombres. Pero la escena pictórica del grabado se ilumina de esperanza cuando, como venidos del cielo, los Sacros Muros sirvieron de escudo a los hombres, quienes se refugiaron tras sus rostros de piedra blanca.

Maria, Rose y Sina son los santos nombres de las salvadoras de la humanidad. Escritos entre mil florituras y adornados con los rostros de preciosas vírgenes, los escudos de cada muralla están colocados sobre aquella pared del jardín del templo en dirección de tres de los cuatro puntos cardinales. La arquitectura entera de la catedral es un símbolo, es de manera mística y esotérica, la representación de los muros y su seguridad, y al entrar por ella, los fieles escenifican a una desesperanzada humanidad que se escabulló de entre las fauces de la muerte, para ir a encontrar reposo entre las altas murallas de su salvación.

La voz clara del predicador de aquel día, resonaba potente en las hermosas paredes de engalanado barroco del interior de la nave, al tiempo que en las altas torres blancas el repicar de campanas de color argento llenaba la Plaza del Pastor y los edificios aledaños de una atmosfera sacra y casi piadosa…

Un par de ojos avispados y vivos, aunque colocados en un arrugado y ceñudo semblante escrutaban el paisaje que ofrecía la catedral en aquel medio día. Esos ojos pertenecían a un alto sacerdote, hombre de fe y gran jerarquía en el Culto de las Paredes. Pero ese hombre no estaba en el templo ese día, ni vestía su sotana ni su tocado ceremonial. Descansaba con la fuerte espalda encorvada sobre una delicada mesita de te, de la que se sostenía un parasol que proyectaba su grácil sobra sobre el piadoso hombre y el oscuro te que descansaba inmaculado en una tacita blanca.

—Su eminencia —apareció tras la puerta uno de los meseros del fastuoso café ubicado en el edificio frente a la catedral, donde el Cardenal solía pasar sus tardes bebiendo te.

Los ojos del anciano, enmarcados por un par de encanecidas cejas pobladas dirigieron su atención hacia el muchacho, que trago saliva resintiendo la intimidante mirada del religioso.

—El Obispo Burdens está aquí para su entrevista. —cuando el mesero hubo dicho esta frase, los ojos agudos del cardenal se desviaron hacia la esfera horaria de una leontina que custodiaba en su mano derecha sobre su regazo.

—Que pase —exigió con voz firme y serena, pero llena de autoridad como si presidiera a voz en cuello un servicio.

El obispo apareció tras en ensombrecido umbral que daba al balcón donde el cardenal lo esperaba ya impaciente. La luz poderosa del sol hirió los ojos del obispo que ya no solían ser tan jóvenes como antes. No era un anciano, pero en presencia del cardenal, aun la figura del mas joven y fornido empequeñecía opacada por el porte autoritario de aquel hombre consagrado.

Los labios de Burdens se movieron intentando proferir un saludo que fue parado en seco antes de poder tomar forma.

—Ahórrese las formalidades, pase directamente a su reporte de actividades —ordenó el cardenal sin inmutarse.

¿Estaba molesto este hombre o era así de fuerte siempre su voz y su carácter? Se pregunto para sus adentros el obispo secándose la frente con un fino pañuelo para no ensuciar ni el cuello ni las mangas de su fina sotana clerical.

La mirada del cardenal se desvió de nuevo a la Plaza del Pastor, esperando que eso ayudara a su interlocutor a hablar estando menos intimidado, gesto que el obispo agradeció en su fuero interno.

—Hemos revisado los registros de nacimientos de todos y cada una de las ciudades del reino y al parecer, ningún sujeto corresponde con los criterios establecidos para la búsqueda… —comenzó a exponer de manera maquinal el obispo, tratando de no tartamudear.

—Criterios… —repitió la voz severa del cardenal —¿que criterios son esos?

—Yo… ehm… —tomado por sorpresa, el obispo comenzó a rebuscar entre sus mangas ansioso, evidenciando que el cuestionar ese detalle de su progreso no había sido previsto por el —Pues… ahm, de genero femenino, nacida en circunstancias peculiares o desconocidas, de notable desempeño o sobresalientes capacidades, de edad entre 12 y 4 años…

—Una niña… —Lo cortó en seco el cardenal al ver que el obispo intentaba recitar de memoria las características conforme le venían a la mente —Están buscando que el sujeto, sea una niña…

—Desde luego, su eminencia —se excuso de inmediato el obispo —que fuera una mujer es uno de los parámetros inamovibles de la búsqueda…

—Pero no menor a doce ni mayor de cuatro… —el tono del cardenal subía peligrosamente evidenciado el incremento de un evidente enojo. —¡Una niña!

—Pues… pues si…

—¿Y no han pensado que podía tratarse de una mujer adulta o… de una anciana tal vez? —Los meseros apretaron los ojos temerosos mientras que la voz del cardenal hacia empequeñecer cada vez mas a un atemorizado obispo en cuya mirada parecía estar reflejado el miedo de un ratón enfrentándose a un feroz tigre. —¡Por las Murallas! Con el tiempo que su búsqueda esta tomando seguramente será una anciana cuando la encuentren… si la encuentran.

Un sorbo al te, y la mirada del cardenal volvió a fijarse en la Catedral. El mundo volvió a estar firme sobre sus cimientos, tranquilo y apacible, a diferencia del caos trémulo en que parecía convertirse cuando el cardenal perdía los estribos.

—Es… es que… según nuestras suposiciones… —volvió a hablar el obispo. Grave error.

—Hechos. —Interrumpo el cardenal, y su gesto serio, sereno y de labios apretados parecía mas aterrador aun que cuando se exasperaba y alzaba la voz —Registros. Cálculos. No está apostando a los caballos, obispo, el destino de la humanidad depende de encontrar al sujeto. Sus suposiciones no valen un céntimo.

Otro sorbo al te, y el cardenal, imperturbable, comenzó a apurar el ultimo trago de la tacita.

El obispo sintió que el peligro había pasado, pero antes de poder pedir permiso para retirarse a la seguridad de el interior del edificio, cuando la voz clara y grave del cardenal añadió:

— No vuelva a hacerme perder mi tiempo de esta manera, obispo, o la próxima vez, su reporte aparecerá en el informe junto a su obituario.

Por un extraño reflejo, el cuerpo del obispo se estremeció al tiempo que se le helaba la sangre, comprendiendo que mientras mas rápido saliera de ese lugar, sería mejor, como si por el puro poder de su amenaza, el cardenal fuera capaz de arrancarle ahí mismo la vida.

Por un par de minutos, la terraza del café se mantuvo en un silencio casi reverencial, la tiempo que el cardenal, habiendo terminado su bebida, se limpió los labios con un fino pañuelo. Un mesero se acercó, recogió la taza, y se apartó nuevamente. Cualquier intento de ofrecerle más era mal recibido. El cardenal tomaba una sola taza de te negro en cada una de sus visitas, nunca más, nunca menos.

Tan pronto como el reloj marcó la hora y cuarto, un nuevo visitante fue anunciado y la puerta se abrió:

—El obispo Farland, su eminencia —dijo un mesero antes de volver a integrarse al mobiliario que formaba la decoración de la terraza y un hombre, vestido con ropa elegante, aunque común, con ningún atisbo de estilo o ceremoniosidad clerical apareció tras la puerta.

—Su eminencia… —saludó inclinándose el recién llegado.

—Su reporte, obispo —exigió el cardenal sin mirarlo, con la vista fija en la plaza.

—A la orden —comenzó entonces a recitar con presteza y sin titubear —los indicios encontrados en los antiguos textos del monasterio, así como los resultados arrojados por los últimos años de exploración en varias regiones, dentro y fuera de las murallas, nos han permitido determinar con un 68% de certeza que la ubicación de la zona cero que tanto hemos buscado, se encuentra en un punto al sureste entre la muralla María y la muralla Rose.

El cardenal no hizo un gesto, ni respondió nada como si de hecho no hubiera escuchado en absoluto las palabras del obispo.

—Puede encontrar el desglose de los hallazgos así como un trazado exacto de la zona propuesta en mi informe escrito —continuó hablando el obispo, mientras que de su chaqueta extraía un trozo de papel perfectamente doblado y atado con un listón.

Un mesero se acercó a el, ofreciéndole una bandeja de plata, donde el obispo colocó el papel. El mesero pronto lo llevó y coloco la bandeja sobre la mesa del cardenal que no desvió la vista ni para mirar el recién llegado documento.

—¿Cuál es su plan de acción, obispo?

—Usar nuestras influencias en la milicia, para enviar a un escuadrón de la Legión de Reconocimiento al sitio, disfrazada como una simple operación de guardia cerca de los muros.

—¿Podrá hacer que el escuadrón informe de sus hallazgos en el sitio sin que se note nuestro especial interés en el lugar en cuestión?

—Desde luego. No les diremos que están buscando. Les diremos solo que revisen la zona, y me encargaré de que el escuadrón elegido sea uno que esté bajo el mando de un hombre tan ridículamente escrupuloso, que no durará en dar detalles de la mas mínima señal de anomalía que pudiera tener las características de la zona cero. —en los ojos del obispo resplandeció un dejo de malicia como si tuviera en mente ya un candidato para la tarea.

—Entiende que la misión que esta proponiendo es una muerte segura para el escuadrón encomendado a ella ¿o no? —el cardenal volteó por primera vez a ver a su interlocutor. El obispo Farland, no era para nada un hombre de fe, ni un hombre consagrado. Era mas un matón mercenario que un sacerdote, pero eso lo volvía uno de los mas valiosos elementos a su servicio: no tenia el menor respeto por la vida humana ajena y casi parecía sentir cierto placer en enviar personas a su muerte.

—Eso ya fue considerado, y se decidió que el encontrar la zona cero era prioridad por encima de la vida de unos cuantos soldados.

—Bien, proceda con la operación —Concluyó el cardenal y se dispuso a finalmente a marcharse del café. La tarde no había sido una total perdida después de todo.

Apenas unas horas mas tarde, una carta escrita en código, describiendo las instrucciones precisas a seguir, sería despachada para el oficial militar pertinente, que a su vez, después de destruirla, procedería a su vez a dirigir una misiva ordenando a su subordinado, enviar un reporte para asignar una nueva misión a uno de los escuadrones de Reconocimiento.

Finalmente, antes del final del día, un pequeño grupo de soldados saldría del Cuartel General en Mitras cargando con el estandarte de la Policía Militar , llevando el reporte de misión con la respectiva documentación y ordenes especificas en una carta oficial firmada y dirigida expresamente a Erwin Smith.