Caminan en silencio, como dos siluetas que parecen confundirse entre las oscuras columnas del tercer piso. Ninguno habla, esperando que sea el otro el que rompa esa inquietante impasibilidad en el aire. Caminan con ese ritmo tan característico suyo, imperturbable, pero tenso. Cualquiera pensaría en una hermosa y pálida reina seguida de su leal vasallo.
Pero ellos no son cualquiera.
No.
Sólo un buen observador es capaz de leer el verdadero ritmo de sus pasos.
Sólo un buen observador es capaz de interpretar los centímetros que separan el roce de sus manos y la altura del cuerpo varonil acercándose a ella casi con desesperación.
Sí. Sólo un buen observador es capaz de ver, oír y hasta sentir como ella se cautiva con la profundidad de la voz grave, haciéndola estremecer bajo el vestido.
Y sí. Sólo un buen observador es capaz de contemplar en silencio como los ásperos labios se acercan hasta el pálido cuello para murmurar con voz grave y vibrante aquello que ella no escucha, pero que sabe que la deshace, la humedece y la activa.
Y porque un buen observador es capaz de vislumbrarlo que sigue sólo si ya ha observado antes, por eso Salazar Slytherin sabe que ella doblará en el siguiente pilar y que se convertirá en caricias, en un cuerpo que gime y en sudor evaporándose en el frío de la noche.
Y porque también sabe que no es él quien por quien se eleva, que no es él por quien se desvela. Es ese contacto invasivo y dominante que de sólo imaginarlo le hace apretar las manos hasta enterrarse las uñas y hacerlas sangrar. Es esa osadía y esa estúpida bravura que emergen casi con violencia del duelista las que le hacen perder la cabeza y olvidar cualquier acto de fría racionalidad y simplemente atacar como una serpiente. Siente y oye los sonidos del fuego y la traición, casi en un acto macabro de masoquismo. Y luego los vuelve a observar, caminando con cierta incertidumbre y lanzando miradas angustiadas, llenas de culpabilidad.
Y al igual que otras noches sabe que el león la dejará en la torre, que ella subirá las escaleras y que dejará caer sus ropas para extinguir el fuego que la quema viva para que su aliento gélido la arrastre a lo más profundo de un océano inmortal e impasible y así ahogar el dolor del recuerdo en aguas llenas de veneno.
Y al igual que otras noches, la serpiente subirá a la torre y como un buen observador recordará en silencio lo que observa, oye y siente.
Sobre todo, lo que siente.
