Desde siempre se ha pensado que la
invención es algo innato en este mundo.
Sin embargo, nos olvidamos que solo fue explotada de verdad hace más de cien años
no antes de eso. Desde
entonces nos encontramos en un mundo lleno de magia
y fantasía creado por un hombre que nos enseñó que los sueños siempre se pueden hacer realidad.


Hormigas y abejorros

Aquí tenéis un hecho incuestionable: La naturaleza se amolda a los cambios.

Los ríos convergen en rutas más rápidas hacia el mar, la tierra seca vuelve a renacer después de la época de lluvias y los sedimentos en el suelo, del tamaño del polvo, se vuelven montañas gigantescas tras un par de milenios.

Los humanos, pobres de nosotros, nos ha costado más adaptarnos a estos cambios pero lo hemos hecho tras siglos de múltiples intentos. Los nómadas empezaban a encontrar bellotas en el suelo en vez de en la copa de los árboles, crearon la escritura para que la sabiduría nunca se perdiera con el paso de las generaciones (aunque cierto socrático no estuviera de acuerdo con esto), inventaron las matemáticas para hacer trueques con los bienes materiales y, con estos, construyen poblados, carreteras y castillos. Moldearon el vidrio para convertirlo en cristal y el metal para crear espadas y armaduras. Creyeron que el suelo que pisaban les pertenecía porque vendían y compraban parcelas como si tuvieran derecho a crear casas de madera recién cortada y plantaciones kilométricas para dar de comer a quienes pudieran pagarlas y se expandieron por todas partes, como un virus que no tenía ningún control.

Aquí tenéis otro hecho. La naturaleza se amolda a los cambios siempre, y busca a quien trata de protegerla como un árbol abre sus ramas para proteger a los parajillos de la tormenta. He aquí la parte de nuestra lección de historia que no conocéis.

Las llamáis brujas. Sabéis quiénes son, ¿no? Esas viejas vestidas de negro capaces de maldecirte con calvicie permanente y que solo salen durante las noches oscuras de luna nueva para encontrar las setas más venenosas del campo. Solo que no son realmente así.

Ellas se consideran protectoras de la Madre Naturaleza. «Pide y ella proveerá». Consiguieron sabiduría y gran entendimiento de las leyes de la vida antes de que los primeros griegos crearan a sus dioses del Olimpo. Pudieron amoldarse a la sociedad de los humanos tal y como la Naturaleza les pedía y así formar parte de su vida sin despuntar en exceso. Hablaban con el mar y el viento y ellos les contaban historias de barcos hundidos que todavía no se habían creado y bancos de peces del color del oro que iban de un lado al otro del mundo en menos de un día. Descubrieron las verdaderas Palabras, las que hacían que la Naturaleza siguiera funcionando y, tras generaciones, pudieron encontrar todas ellas bajo las rocas de los márgenes de los ríos y el envés de las horas muertas del otoño.

Y aquí viene lo divertido. La parte en la que las brujas hacían crecer bosques enteros de tierra yerma y creaban árboles frutales que jamás se secaban. Consiguieron la paz entre pueblos gracias a plantas de color bermellón y salvaron a muchos de la pobreza proviniendo una casa de acogida que había salido de la nada. Miles de antiguos esclavos acabaron allí para empezar una vida nueva y prosperar a lo largo del Imperio.

En resumen, empezaron a destacar entre la multitud. Y a ser un problema.

No era muy difícil saber qué estaba mal con ellas, el pueblo contaba con estas hechiceras mucho antes que con el Rey de turno. Curaban enfermedades imposibles y se alejaban del verdadero camino trazado por los poderosos para que todos los pueblerinos trabajaran de sol a sol mientras ellos tomaban un té de menta al calor del fuego.

Esta parte sí la conocéis. Se llama la Caza de Brujas.

Empezó el 1 de enero de 1116 en todas partes de la Antigua Europa al mismo tiempo. Jamás se supo si los soberanos de las distintas partes del continente más poderoso de la Alta Edad Media se pusieron de acuerdo o fue simple mala fortuna, pero aquello tuvo consecuencias funestas. Cientos, miles de mujeres, las conocedoras del verdadero vocabulario de la Naturaleza y se esforzaban por ayudar a que la humanidad viviera en paz con el bosque y el mar fueron quemadas en hogueras, ahogadas en ríos sagrados y congeladas en el fondo de la fortaleza más oscura sin agua ni abrigo.

Pero como ya sabéis, la Naturaleza se amolda, cambia y habla en idiomas misteriosos que solo estas brujas conocían.

Por tradición, la Madre había otorgado este don a las mujeres porque por su condición mágica de dar vida eran las que más atraídas se encontraban a Ella. Sin embargo, tres siglos después de que la Caza de Brujas comenzara (y terminara, y aun así hubo más muertes de mujeres inocentes que no entendían por qué una multitud furiosa se acercaban a ellas con garrotes y dagas bien afiladas), nació la primera Bruja hombre.

Se llamaba Asahi Azumane y vivía en la antigua Japón, uno de los países más Orientales a toda la masacre y más respetuosos los árboles milenarios y los prados kilométricos llenos de margaritas, tulipanes y dientes de león. Desde que era niño Asahi la escuchaba. A Ella. Y embebía de sus enseñanzas como hacía su padre con la botella de sake, sin respirar y queriendo siempre tener más un trago más. Se pasaba semanas en silencio en lo alto de la colina de Shueji escuchando el viento y las libélulas volando a su alrededor. Aprendiendo a hacer crecer la hierba con las palmas de las manos y a absorber el oxígeno del agua con su piel sin tener que utilizar los pulmones.

—¿Por qué no te vas a jugar con tus hermanos? —preguntaba su madre cada vez que tenía oportunidad.

Asahi volteaba la cabeza y sonreía tristemente mientras seguía su camino hacia las montañas. Cómo iba a jugar con los otros niños si estaba descubriendo las leyes de la vida y la muerte de la Naturaleza misma. Y cómo explicárselo a la madre que lo quería más que nada en el mundo. Cómo explicárselo a nadie en general. Si apenas él mismo entendía que fuese él elegido y no otro con más experiencia o más fuerza de voluntad.

Pronto se expandió el rumor de que el niño Azumane estaba poseído. Pero cómo enfrentarse a un poder oscuro más grande que ellos y más viendo de primera mano la profundidad de los ojos del chico que parecía ser más insondable que el lago Jietju. Así que se alejaban de él. Poco a poco y sin llamar mucho la atención, la gente de pueblo de Riuji se fue alejando de su camino, demostrando su respeto (su miedo) ante un niño de doce años que hablaba solo, en susurros tenues y apagados, mientras paseaba por las calles centrales.

Y Asahi se fue haciendo a la idea de vivir solo. No era lo que él quería, claro, Ella le había dicho en innumerables ocasiones que tenía que relacionarse con los demás para así poder ayudarlos. Debía enseñarles la sabiduría que dormía en la Naturaleza en su continua forma, evolucionando con cada pasito de hormiga en búsqueda de los restos de pescado o cada gatito resfriado que estornudaba con su nariz diminuta. Pero cómo podía hacerlo si ya no sabía cómo interactuar con ellos sin ver la simplicidad de su vida ante un sistema de poleas (vívido y palpable) que era mucho más complejo.

Detestaba aquella situación y le entristecía ver que estaba fallando a su Maestra cada vez que trataba de enseñar a los niños de Riuji los caminos intrincados del agua bajo la tierra o las luces de las luciérnagas al atardecer, antes de que ellos salieran despavoridos en busca de sus madres.

Aquello era culpa suya. Completa y absolutamente culpa suya. Si hubiera entendido antes qué significaba tener toda aquella sabiduría, no se habría encerrado en un cascarón imperturbable con los años solo con el deseo de conocer más, saber más, cuéntame más, por favor, quiero conocer más.

Asahi contaba diecisiete años y medio cuando el chico llegó al poblado.

Nadie sabía quién era o de dónde había salido. Aunque hablaba a la perfección el dialecto del pueblo, todo el mundo se conocía entre sí y nadie entendía cómo o por qué el niño estaba deambulando de arriba abajo, por tabernas y casas señoriales como si todo aquello le perteneciera. Por la noche desaparecía por el camino del Norte pero siempre acaba apareciendo a la mañana siguiente ayudando al panadero a moler grano o simplemente sentado en el suelo mientras las lavanderas hacían su labor en el río.

Asahi se dio cuenta de su existencia cuando el niño llevaba cuatro días rondando por el pueblo.

Fue en el mercado. Asahi había comprado un puesto para tratar de conectar con sus vecinos al venderles hierbas medicinales y ungüentos mentolados que quitaban el mal aliento pero, a pesar de todo su esfuerzo, era incapaz de hablar a los pocos clientes que ya habían comprobado la eficacia de sus productos (ellos solo cogían lo que necesitaban y le daban las monedas sin ni siquiera mirar a Asahi). El chico miraba distraídamente los puestos de verduras que se encontraban enfrente de él, pero Asahi intentó no prestarle atención ninguna. Estaba ahí para hablar con sus congéneres, para conectar con ellos y el esfuerzo ya era suficiente como para encima mirar por vez primera al niño de pelo oscuro y kimono azul.

No fue sus ropajes lo que le llamó la atención ni la cuestión de no haberlo visto nunca antes en el pueblo, fue el hecho de que la Naturaleza se estremeció un segundo. Asahi conocía esa sensación, la había experimentado él mismo cuando curvaba sutilmente las leyes de la física a su favor a la hora de hacer crecer hierba de colores desconocidos o cuando trataba de calmar a los caballos desbocados en la carrera hacia un precipicio. Alzó la mirada y vio al niño comiéndose una manzana verde frente al puesto de manzanas rojas. El vendedor, señor Tomahani de pocas palabras y malas pulgas, parecía confuso al haber visto al pequeño forastero coger una manzana de su puesto pero al ver que el color no casaba con las manzanas que él tenía, gruñó por lo bajo.

—No, ahora te disculpas —se burló el niño señalando al señor Tomahani con la manzana mordisqueada—. No te vas a librar tan fácil de haberme llamado ladrón.

—Niñato maleducado…

—¿¡Qué me has llamado!? Ven aquí si tienes lo que hay que tener.

Asahi no perdió ni un instante. Saltó por encima de su puesto y avanzó hacia el puesto de fruta con una tranquilidad que en realidad no tenía.

—Yo me ocupo de él —articuló Asahi con muchísima dificultad (debido a la falta de práctica que tenía con la socialización de sus iguales). Cogió la manzana de la mano del chico y la escondió en su bolsillo. Por experiencia sabía que la transmutación del color solo duraba unos minutos—. No volverá a molestarte, señor Tomahani.

—¿Está contigo?

—¡No! —exclamó el niño tratando de deshacerse del agarre de Asahi.

—Sí, efectivamente. —Asahi le cogió más fuerte del hombro. Con un par de movimientos con la otra mano agarró el pequeño hilo de la realidad que lo conectaba al tenderete del frutero. Con un chasquido de dedos, hizo que el pequeño rasgón que había en la parte inferior del tenderete se volviera a colocar en su sitio y la manta que recubría sus cabezas ya no tenía un agujero ínfimo por donde pasaba el sol. Todo aquello había durado menos de un segundo pero lo suficiente como para que ese crío entendiera que él estaba de su lado y que debía guardar silencio—. El chico es mi nuevo aprendiz.

Él pareció entender qué pasaba porque en seguida cambió su postura a una mucho más relajada.

—Ajá, aprendiz, está claro —afirmó el aludido haciendo una reverencia burlona—. En otro momento me quedaría aquí para llamar las autoridades y exigir que me pida perdón pero tengo caballos a los que atender.

—Pócimas —lo corrigió Asahi con el corazón dándole saltos en la garganta.

—Eso, sí. Pócimas, cómo no. —Una nueva reverencia y un par de pasos hacia atrás más tarde, se despidió de la peor forma posible—. ¡Y la próxima vez exigiré más respeto!

—Por las molestias acaecidas —se disculpó Asahi entregándole un par de monedas con las que pagaría la manzana robada.

—Cuídate de ese jovenzuelo, Azumane —gruñó el tendero cogiendo las monedas a regañadientes—. No te va a dar más que problemas.

—Gracias por el aviso, señor Tomahani.

De hecho, él mismo ya lo veía venir.

—¿Quién eres? ¿Para qué intentas ayudarme? —exigió saber el niño de brazos cruzados y la nariz fruncida—. ¿Y cómo has hecho el movimiento convertido? ¿Cuánto tiempo eres bruj…?

—Aquí no —pidió Asahi recogiendo su tenderete de hierbas y pócimas.

Su cabeza bullía con miles de ideas y millones de preguntas a las que no tenía respuesta. ¿De dónde había aparecido otra bruja como él? Si Ella misma le había explicado que estaban extintas. ¿Pero entonces cómo sabía hacer la transmutación de color? ¿Cuántos años llevaba trabajando con la Naturaleza? ¿Por qué había aparecido justo en ese instante en su mismo pueblo, cuando Asahi estaba más decaído con sus nulos progresos? Asahi solo estaba seguro que aquello no había sido una coincidencia, ya había aprendido que las casualidades no existían. Todo estaba hecho por una razón incluso cuando parecía que el suceso había sido tan aleatorio como la caída de una jarra de agua al suelo. Quizás en ese mismo suelo había un par de hormigas atrapadas en un túnel sin salida o un par de abejorros podían girar, atraídos por la humedad, antes de ser cazados por un gato montés. El niño tenía que estar ahí, en ese instante en el mercado porque Ella lo había querido. ¿Pero para qué?

Lo único que podía ser posible era que Ella le había susurrado al chico que Asahi necesitaba ayuda y él había ido en su búsqueda (con su aspecto de bravucón y su fanfarronería, sí, pero a lo mejor estaba ahí para ayudarle en su gesta). Sin embargo, por lo poco que había apreciado Asahi, el chico tampoco tenía unas habilidades sociales extraordinarias, así que no tenía mucho sentido que hubiera venido para enseñarle cómo socializar con sus iguales.

Llegaron al granero donde vivía Asahi cerca del mediodía. Durante varias horas, el niño no había vuelto a abrir la boca pero tampoco se había ofrecido a ayudarle a empaquetar los productos y devolverlos a sus cajas. Seguía con el gesto fruncido y aspecto aburrido, esperando impacientemente a que Asahi contestara a sus preguntas.

—Ya podemos hablar —aceptó Asahi cerrando la puerta con un golpe.

—¿Quién eres? ¿Para qué intentas ayudarme? ¿Y cómo has hecho el movimiento convertido? ¿Cuánto tiempo eres bruja? —El chico giró en redondo observando los altos pilares de madera, las paredes agujereadas por los carpinteros y el suelo de tierra y hierba que lo cubría todo. De hecho el chico parecía muy reticente a quitarse los zuecos—. ¿Y cómo vives aquí sin ponerte enfermo?

—Soy Asahi Azumane —se presentó él tras haber guardado sus provisiones en un pequeño armario de tela. Las especias necesitaban un sitio fresco y húmedo para que estuvieran en el estado más óptimo y sus propiedades fueran efectivas—. Te he ayudado porque el señor Tomahani estaba a dos palabras de echarse encima de ti con el garrote que tenía debajo de su puesto…

—Pff, que lo hubiera intentado —fanfarroneó el chico pateando un guijarro.

—Bueno, igualmente yo no me habría arriesgado —le aconsejó Asahi—. Y llevo siendo bruja desde que tengo memoria así que decidí vivir aquí porque nadie me molesta, puedo hacer los hechizos que me apetezca sin miedo a ser descubierto y estar rodeado de plantas me hace sentir más cerca de Ella.

—¿De quién?

—De la Naturaleza —se sorprendió Asahi. Durante un pequeño instante dudó si el chico era también bruja—. ¿No sabes quién es?

El chico dudó un segundo, el miedo en sus ojos y un pequeño temblor en el labio inferior fueron lo que le dijo a Asahi que había algo muy extraño en él. No era posible que fuera bruja sin escucharla a Ella, la Naturaleza era la Maestra, la Guía de todos los seres vivos en la Tierra.

—Bah, ya no le hago caso. —El chico volvió a girar en redondo con cara de intentar encontrarle algo interesante en aquel montón de espacio vacío y lleno de polvo—. Soy Noya, por cierto. Y gracias por ayudarme aunque no lo necesitaba. Me basto yo solo.

—¿Noya sin más?

—Ya lo vas pillando, grandullón.

Vale, quería mantener su identidad en secreto. Eso solo hacía que las sospechas de Asahi fueran un poco menos infundadas y así adquirían algo más de peso. Creó un escudo de protección a su alrededor por si acaso Noya acababa siendo una amenaza y lo ancló en su cuerpo para que fuera permanente durante todo el día.

—¿Qué haces en el pueblo? —inquirió Asahi sentándose en el sitio donde la hierba crecía más mullida. Con un par de chasquidos, conectó su ser con la porcelana de las tazas y preparó té negro desde la distancia mientras observaba a Noya cuidadosamente.

—Presumido —comentó Noya observando cómo el té se mezclaba con el agua caliente y se removía sin ayuda—. Solo pasaba por aquí, grandullón. No pienses cosas raras que el conocerte solo ha sido una coincidencia.

—Comprendo —asintió él preguntándole si quería leche o azúcar. Noya respondió que quería grandes cantidades de ambas y su té se convirtió en un brebaje blanco y dulce. Asahi dudaba que las propiedades de la teína siguieran intactas—. Tu trasmutación del color ha sido bastante impresionante.

—¿A que sí? —se entusiasmó Noya terminándose su leche de un trago. Asahi volvió a llenar su taza en un movimiento de muñeca—. Normalmente solo tardo dos segundos pero esta vez, ¡buah! La magia corrió por mis dedos como si fuera un puto río, ¿sabes lo que te digo? Ha sido brutal.

—¿Qué más sabes hacer? —inquirió Asahi bebiendo su té en pequeños sorbos.

—No mucho más —admitió acariciando la hierba debajo de sus piernas—. Cambiar los distintos sonidos en el aire, hablar con las chinches para que no me muerdan por la noche y poco más. Lo que mejor se me da es todo lo que tenga que ver con la percepción, ¿sabes? El color, la forma, el tamaño… se me da muy bien modificar cómo los objetos absorben los rayos de sol y así poder reflejar lo que yo quiero que la gente vea. Una vez me convertí en el hombre invisible, fue super chulo. Aunque bastante difícil porque, claro, ya sabes que tenía que ordenar los rayos de sol según mi color de ojos, de cara, de pelo…

Asahi dejó que el chico hablara todo lo que quisiera y un poco más. Estaba embelesado al ver que, una vez que bajaba las barreras, Noya tenía una elocuencia magistral. Sabía cómo pasar de un tema a otro de forma fluida (algo caótica pero fluida igualmente) y sabía cómo hacer que Asahi prestara atención en todo momento. Así es cómo se dio cuenta de que Noya, efectivamente, estaba ahí para enseñarle a socializar.

Pero entonces el momento más temido de Asahi se hizo realidad. Noya cerró la boca y se hizo el silencio. Ese que le recorría la espina dorsal y hacía que le temblara la piel. Ese con el que Asahi boqueaba como un pez fuera del agua mientras su mente navegaba entre preguntas y los temas más comunes para hablar, descartándolos todos mientras pasaba el tiempo. ¿Su familia? Demasiado personal. ¿De dónde era? Estaba claro que no lo quería decir. ¿Sabía si había alguna bruja más en Japón? Dudaba que se lo dijera.

—¿Tú la escuchas ahora? —susurró Noya cuando Asahi estaba empezando a hiperventilar—. A la… naturaleza o lo que sea.

—Siempre —contestó Asahi aún un poco traspuesto por su ataque de pánico—. Está en todas partes.

—Yo no… —Noya se aclaró la voz y se terminó su sexta taza de leche azucarada—. Llevo un par de años sin escucharla, ¿sabes algo de eso?

—No, lo siento —se disculpó él sintiendo su pena como si fuera propia. No sabría qué habría hecho él si Ella le hubiera dejado de hablar de repente. Se habría sentido perdido y desdichado, con la mirada en el horizonte buscando algo vital en su vida que ya no estaba ahí—. Hasta hoy no sabía que había más brujas.

—He conocido a un par más en mis viajes —le informó Noya recuperando su buen humor al instante—. Pero no son tan amables como tú, son huraños y cascarrabias; apenas aguanté con ellos un par de horas.

—¿Dónde están? —preguntó Asahi entusiasmado de saber más sobre sus compañeros.

—Secreto profesional, camarada —suspiró Noya—. Es una de las reglas que hay en nuestro mundo.

—Oh. No lo sabía. —Parecía que había mucho más de su propio mundo que no conocía.

—Yo te enseño —saltó Noya—. Y a cambio tú me enseñas cómo hablar con la naturaleza esa, ¿trato?

Al ver la mano alzándose, Asahi comprendió por fin para qué había ocurrido todo aquello. Él no era ni una hormiga atascada en el suelo o un abejorro a punto de morir, eran ambas situaciones, al unísono, danzando juntas con una simbiosis perfecta.

—Mejor enséñame a socializar —propuso Asahi sin estrechar su mano—. Y ya, si hay tiempo, las reglas de las brujas.

—¿En serio? ¿Solo eso? —Noya rodó los ojos. Le cogió la mano y la estrechó con mucha fuerza—. Eso lo tienes más que hecho, Asa. Cuenta conmigo para hablar con pueblerinos y así expandir tu negocio.

Y ambos sellaron el trato con una nueva taza de leche azucarada. Con un fondo muy suave de té.