Disclaimer: Severus Snape, así como el resto de los personajes que aquí aparecen, no me pertenecen. Todos son propiedad de JK Rowling.
Capítulo I: Golpes
Severus no es feliz.
Tiene cinco años, y ya está harto de ver a su madre con el cuerpo plagado de moratones y arañazos, de ver las lágrimas correr por sus mejillas, sin ser capaz de consolarla.
-¡Es todo por tu culpa, Eileen! –Se oye a través de la puerta; ya están otra vez. Sev oye como un objeto de vidrio golpea el suelo, partiéndose en mil pedazos. También oye como su madre solloza, sabiendo la que se avecina. La mujer ha vivido demasiadas veces aquello como para tener la esperanza de que se detenga.
El niño está en su cuarto. Sabe que su madre lo ha cerrado con magia, sin usar la varita, como hace cada noche, para asegurarse de que "él" no puede entrar. Lo único que quiere Eileen es proteger a su hijo, aunque su vida se vea amenazada por ello. Si Tobías se enterase de que ella ha hecho magia…
Severus se estremece al pensarlo. No se siente seguro, en absoluto. Si su madre faltara… ¿Quien se ocuparía de él?
Se levanta, tratando de espantar esos horribles sentimientos. Abraza el osito de peluche que le regaló su madre cuando cumplió cuatro años; el día que supo que era un mago. Se mete en el pequeño armario de la habitación y cierra la puerta.
Desde ese lugar apenas se oyen los gritos.
Ahoga sus sollozos contra el osito; no logra dormir en toda la noche. Tiene frío, porque su padre se niega en arreglar las humedades que llenan el minúsculo cuarto, hambre, porque Tobías no le ha permitido comer desde el día anterior, y demasiado miedo como para soportarlo, porque sabe que cualquier día su padre puede calcular mal la fuerza de los golpes, aunque Eileen no haya hecho nada fuera de lo común. Y, si eso pasa, ya no tendrá quien lo proteja.
Oye más cosas rompiéndose, y a grave voz de su padre; aunque los ruidos llegan lejanos, como si no fuesen del todo reales, y eso le ayuda a aislarse un mínimo de todo, aunque sigue sin lograr ignorar la pelea.
Entonces, como casi todas las noches, un golpe seco y mucho más fuerte que el resto llega hasta los oídos de Severus. Después, el silencio vuelve; un silencio tenso, cargado de emociones demasiado complejas como para que el niño pueda entenderlas completamente, a pesar de que si es capaz de sentirlas.
Es así cada noche. Severus sabe que dentro de poco oirá como su madre se lava la sangre de la cara, y, luego, le visitará para darle las buenas noches.
El pequeño sale del armario, el peluche apretado sobre su pecho, y nunca el camino hasta su cama se le había hecho tan largo.
Se cubre con las sabanas, y solloza.
Cierra los ojos, deseando ser feliz. Desea tener una familia de verdad; un padre cariñoso y una madre que no destile miedo e inseguridad en cada uno de sus movimientos.
Y cuando su madre retira el hechizo de la puerta y se tumba junto a él, abrazándole y susurrándole palabras de aliento, magullada, pero, aparentemente, feliz, Severus quiere creer que su infantil deseo se hará realidad.
Hasta que, a la mañana siguiente, son los gritos y los golpes los que hacen de despertador.
