Diclaimer: Todos los lugares y personajes conocidos pertenecen a J.K. Rowling.
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Cuando Harry tenía seis o siete años, recibió un obsequio inesperado. En realidad, considerando que vivía con los Dursley, todo lo que pudiera recibir resultaba sorpresivo, y aún más si era dado con buena voluntad.
Así que cuando una vecina de Privet Drive tocó a la puerta días después de Navidad, y les ofreció, tanto a él como a Dudley, unos guantes que ella misma había tejido, se sintió muy feliz. Ni las muecas de tía Petunia o las rabietas de su primo por tener que recibir un obsequio similar opacaron su alegría.
Era la primera vez que tenía algo completamente suyo, que nadie había usado antes, y como si eso fuera poco, quien se lo dio parecía apreciarlo.
En su mente infantil, semejante prenda adquiría el mismo valor que los inmensos regalos de Dudley, y no había un solo juguete que le llamara más la atención.
Se contemplaba las manos, dándoles vuelta una y otra vez, ignorando las burlas de sus tíos. Ellos no podían comprender.
De alguna extraña forma, esos sencillos guantes de lana le otorgaron una identidad propia, una que apenas empezaba a aflorar.
Entre las ropas grandes y agujereadas, remendadas con descuido, y los juguetes desechados, esa prenda destacaba en su simpleza como un objeto resplandeciente. Era suyo, eran los guantes de Harry.
La amable mujer que se los dio, y quien se mudó pocos meses después, no pudo imaginar nunca el invaluable obsequio que le había hecho al pequeño vecino de cabello alborotado y ojos brillantes.
