Sus pasos hacían eco en la silenciosa sala. Intentaba hacer el menor ruido posible como sí el mero sonido de su respiración pudiera despertar fantasmas de otras épocas. Dirigió su mirada extasiada a los cuadros que descansaban por encima de los amplios ventanales. Figuras danzaban grácilmente. Si cerraba los ojos podía ver los bailar alrededor de la habitación. Se dirigió a la mesa que ocupaba un lateral. Restos de una fiesta amenazaban con perderse entre el vacío del olvido. Con la delicadeza de una madre, cogió un jarrón y, limpiándole el polvo, lo observó. Las intrincadas decoraciones en dorado sugerían riqueza. A su mente acudió un retazo de recuerdo. Sacudió la cabeza. Se miró en el roto espejo. Su opuesta le devolvió la mirada y, por un momento, creyó ver aquel magnífico palacio iluminado en su máximo esplendor. Pero allí sólo estaba ella. Ella y el silencio atronador. Ella y sus recuerdos rotos.

Suspiró. Continuó mirando por la sala y el eco de sus pasos formaba una melodía ya olvidada. Comenzó a canturrear hasta que la música surgió como agua que brota de una fuente.