Disclaimer: los siguientes personajes no me pertenecen, sólo la historia en si. Gray y Juvia son propiedad de Hiro Mashima, autor de Fairy Tail.
—¿Te suicidarías conmigo?
Ella, tan egoísta como siempre.
Sus ojos tan expresivos me miraban con diversión, con entusiasmo, sedienta por saber mi respuesta y por reírse en mi cara si obtenía un sí de mi parte.
Todo su cuerpo se encontraba sobre el sofá, mas sus piernas colgaban divertidas sobre uno de los brazos del mismo, balanceándose, incitándome a tomarlas, desafiándome como siempre lo hacían.
Su cabello azulado caía en forma de cascada sobre uno de los costados, moviéndose cada tanto con el vaivén del ventilador y sus brazos estaban tratando de alcanzar un techo inalcanzable, estirando sus manos hacia el cielo, como si de verdad pudiera alcanzar hasta las mismísimas nubes...
Sonrió.
—¿Te suicidarías conmigo?
Parecía un ángel vistiendo seda blanca... pero no era más que el mismísimo diablo. En un punto pudo haber merecido todo el cielo, pero de tantos golpes que le dio la vida, terminó reclamando el infierno.
Sabía que se preguntaba todos los días cómo había terminado así, esperando en la habitación de un burdel por hombres que no la valoraban, llorando por las noches —porque sabía de sobra que lo hacía— por no poder encontrar el verdadero amor.
Y ella me culpaba por eso.
Hace un tiempo, tenía todo el mundo a sus pies, menos a mí... Pero ahora no tenía nada, y yo reclamaba por una atención que ya no volvería ni merecía.
—¿Te suicidarías conmigo?
Fuimos a la misma escuela; ella me perseguía y yo la acusaba de ser sólo una molestia. Tenía todo, pero no necesitaba nada, sólo me necesitaba a mí y no podía alcanzarme.
Son cómicas las vueltas de la vida, ¿verdad?
Ahora yo la visitaba todas las semanas y nos limitábamos a tener simplemente charlas. Charlas en las que ella, con el cigarrillo en la mano y mirando por la ventana hacia el callejón, se replanteaba su existencia y odiaba en lo que se había convertido. No lo decía en voz alta, pero con sólo mirarla en sus momentos de debilidad, te dabas cuenta.
Yo era su sostén, al igual que su descanso. Era su fin de semana en una hora. No necesitaba decirme nada, no precisaba emitir sonido alguno, no era lo que quería ni tampoco era su estilo. Sólo un pequeño vaso de licor, el cigarro entre sus finos dedos índice y corazón y una mirada perdida en la mismísima nada... sólo eso y yo entendía todo.
—¿Te suicidarías conmigo?
En los últimos años había estado persiguiendo su espalda, tratando de alcanzarla mientras ella se burlaba de mi. Estiraba la mano con todas mis fuerzas; necesitaba tocar su hombro y darla vuelta para que me mire, para que hable, para que exprese lo que su corazón quería sacar a gritos... para que vuelva a ser la de antes. Y quizás era por miedo a ver esos ojos tan expresivos, o por no poder hablar al tenerla frente a mí, también quizás era por miedo a hacer algo que ella no quería... pero siempre que lograba alcanzarla, algo me incitaba a soltarla otra vez y dejarla correr. Y era un círculo vicioso del que ninguno de los dos podía salir.
—¿Te suicidarías conmigo?
Algunas veces era tan clara como el agua, y otras tan firme y fría como el hielo.
Una fiera llena de emociones que amenazaba con arrancarte el brazo si osabas acariciarle la cabeza con cariño.
Tan egoísta y cínica, burlándose constantemente del sentimiento ajeno. No la culpaba, la vida la había obligado a ser así... y yo había contribuido a aquello.
—¿Te suicidarías conmigo?
Ella era un ángel enviado al infierno. Y yo, siempre era su extra.
—¿Te suicidarías conmigo?
Me preguntó.
—No.
