ACLARACION: la historia y los personajes no me pertenecen yo solo juego con ellos con fines de entretenimiento ( algún personajes son de Twilight que pertenece a Stephanie Meyer, la historia es de Candice Hern)

Sin mas aquí les dejo el capitulo que lo disfruten

Capitulo 1

Londres, marzo de 1813

— ¿Que en qué ocupé mi tiempo durante el invierno? — Dijo lady Hale con un brillo especial en sus ojos azules mientras se dirigía a las demás damas de la habitación—. En algo muy agradable, se lo aseguro. Un amante.

Un grito ahogado, seguido de un silencio sepulcral, se apoderó de la habitación. La primera reunión de la temporada del Fondo de las Viudas Benevolentes se vio así interrumpida ante semejante comentario. Ángela Weber, anfitriona de la reunión y presidenta del Fondo, vertió el té que estaba sirviendo y sus pómulos prominentes adquirieron un rosado tono de horror. Colocó rápidamente y con decisión la tetera en la bandeja y se cubrió la boca con la mano. A lady Platt, una atractiva pelirroja ya entrada en la treintena, los ojos parecieron salírsele de las órbitas y ni se molestó siquiera en esconder el gesto de asombro de sus labios boquiabiertos. Apretó con tal fuerza las tenacillas de plata que el terrón de azúcar que estas asían se deshizo en pedazos. La duquesa de Brandon, una mujer bien parecida de edad indeterminada y brillantes cabellos dorados, gentileza de la naturaleza (o quizá no), se mordió el labio inferior intentando con todas sus fuerzas no sonreír. Isabella Swan, la más joven de la reunión (veintinueve años), tan solo se la quedó mirando fijamente. Tan estupefacta había quedado por el anuncio de lady Hale que hasta una pluma podría haberle hecho perder el equilibrio. No era el tipo de temas sobre los que se charlaba animEdwardente a la hora del té. Ni, en el caso de Isabella, en cualquier otro momento. Y por supuesto no era un comentario que se esperara de un grupo de viudas respetables que dirigían una organización de beneficencia. Sus miembros eran viudas de buena posición económica que se movían en los círculos más altos de la sociedad; círculos en los que todas ellas, o casi todas, eran consideradas modelos de dignidad y decoro. Antes de disponerse a comenzar a planificar los bailes benéficos del año venidero, su primera reunión había comenzado con una animada conversación para ponerse al día de las últimas noticias y chismes. Habían hablado de las reuniones sociales y familiares, de las fiestas durante las vacaciones y de las cacerías, de los hijos y los amigos en común. Pero no de amantes. Lady Hale, una bella mujer de cerca de treinta años de edad con un halo de tirabuzones color rubio dorado, puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua.

—Oh, no me miren así. Cualquiera diría que he cometido un crimen, por el amor de Dios. No es ningún crimen tener un amante.

Isabella fue la primera en recuperarse de la impresión.

—Por supuesto que no, Rosalie. Simplemente nos ha sorprendido, eso es todo.

—Es un asunto privado —susurró tímidamente Ángela mientras limpiaba el té derramado—. No deberíamos hablar de tales cosas.

— ¿Entre amigas? —Rosalie frunció el ceño y el brillo de sus ojos se tornó en decepción—. No se trata de algo que quiero que sea objeto de comentarios en la ciudad, por supuesto, pero pensaba que al menos podría compartir mi felicidad con todas ustedes. Ardía en deseos de contárselo.

Isabella sintió lástima por su amiga. Le tendió la mano a Rosalie desde el otro lado de la mesa.

— Entonces debe contárnoslo todo acerca de él. Debe de ser un caballero muy especial para que esté dispuesta a renunciar a su independencia.

Rosalie frunció el ceño.

— ¿Mi independencia? ¿De qué está hablando, querida?

— ¿Acaso no decidimos —dijo Isabella— que la independencia financiera de que gozábamos como viudas era algo muy preciado que debíamos valorar? ¿Y que ninguna de nosotras (y mucho menos usted, Rosalie) deseaba renunciar a tener el control de nuestro dinero por casarnos con otro hombre? Pero, por supuesto, supongo que eso deja de importar cuando una está enamorada.

— ¿Quién ha dicho nada de un marido? — preguntó Rosalie—. ¿O de estar enamorada?

— ¡Oh! — dijo Isabella—. Pensaba…

—Solo porque lleve a un hombre a mi cama no significa que vaya a casarme con él. O que esté enamorada.

Ángela dejó escapar un gemido y sus elegantes facciones se tensaron hasta convertirse en una máscara de inquieta desazón.

— Rosalie, por favor.

Isabella no pudo evitar sonreír ante la turbación de Ángela. Como viuda de un prominente obispo, Ángela Weber era un ejemplo de casto decoro. La mera mención de las palabras «hombre» y «cama» en una misma oración le mortificaba más allá de lo imaginable. Rosalie chasqueó la lengua de nuevo.

—No sea tan mojigata, Ángela. Las mujeres tienen amantes de vez en cuando. —Otras mujeres —dijo Ángela—. No nosotras.

Isabella pensó lo mismo mientras observaba a las demás mujeres confortablemente sentadas alrededor de la mesa de té en el elegante salón de Ángela. Todas ellas eran respetadas y admiradas, y gozaban de una reputación intachable. Y entonces sus ojos se posaron en la duquesa, que se percató de que la estaba mirando. Las mejillas de Isabella se sonrojaron y apartó la mirada. La duquesa se aclaró la voz.

—Algunas de nosotras, sí —dijo. A Ángela se le escapó un pequeño chillido de angustia.

—Lo lamento, Alice. No pretendía…

—No me considera una de «nosotras». Lo entiendo perfectamente, querida.

—Oh, no. No era eso lo que quería decir. Por supuesto que la considero una de nosotras. Tan solo… lo había olvidado. La conversación de Rosalie me ha puesto nerviosa. No pretendía ofenderla.

La duquesa de Brandon era la única dama del Fondo de las Viudas Benevolentes que no era del todo respetable. Isabella sabía, al igual que toda la alta sociedad, que Alice Brandon había nacido Alice Jepp, hija de un humilde herrero. Sin embargo, solo su nombre y sus circunstancias eran humildes y ella estaba resuelta a que todo eso cambiara. Su increíble belleza la había llevado muy lejos, hasta llegar a contar con una serie de protectores entre los que se incluían miembros de las más altas esferas de la aristocracia, incluido, según se rumoreaba, el mismísimo príncipe de Gales. Su último y más querido protector, el duque de Brandon, la había amado de verdad. Cuando su mujer murió, contrajo esponsales con Alice, para escándalo de la sociedad. Si el duque de Devonshire podía casarse con su amante de toda la vida tras la muerte de la duquesa, Brandon también podía hacer lo mismo. O al menos eso era lo que Alice le había dicho una vez a Isabella. Brandon había fallecido, pero Alice todavía conservaba el título y su correspondiente fortuna. Era aceptada a regañadientes en las reuniones y celebraciones de la alta sociedad, pero algunas puertas, así como la corte, siempre permanecerían cerradas para ella. Cuando Ángela Weber ideó la creación del Fondo de las Viudas Benevolentes el año anterior, año en que los campos de batalla de la guerra de la Independencia española habían dejado a tantas viudas en la miseria, había mostrado una actitud muy abierta al invitar a la acaudalada duquesa viuda a que formara parte de la organización. Isabella y las demás habían acogido afectuosamente a Alice, no solo por su inmensa fortuna, sino porque le tenían mucho cariño. Todas adoraban su inteligencia y amabilidad, y su sofisticación fascinaba a Isabella.

—No se preocupe, Ángela —dijo la duquesa—. No me ha ofendido.

—Ángela tiene razón, no obstante —dijo lady Platt mientras recogía en un plato los pedacitos del terrón de azúcar—. Tener amantes no es el tipo de menesteres a los que nos dedicamos. Al menos yo no lo pienso así. —Alzó la vista —. ¿No es verdad?

Ángela asintió con la cabeza con vehemencia. Isabella hizo lo mismo. Con toda sinceridad, jamás se le había pasado por la cabeza tener un amante. Una vez hubo logrado reponerse del dolor paralizante de la muerte de Jacob hacía dos años, se había acostumbrado a una viudez razonablemente satisfecha. Jamás había contemplado la posibilidad de otro matrimonio, y nunca lo haría. Y no era solo por la independencia de la que ella y sus amigas disfrutaban. Jacob había sido el gran amor de su vida. Jamás podría ser reemplazado, ni en su corazón ni en su vida, por lo que nunca se plantearía tener un segundo marido. Para Isabella era importante conservar su apellido como símbolo de todo lo que Jacob significaba para ella. Pero ¿un amante? Lo cierto era que jamás se había imaginado compartiendo su cama con otro hombre.

—Tenemos una reputación por la que velar —dijo Ángela—. Y también la del Fondo.

—Por el amor de Dios, Ángela, nadie más aparte de ustedes cuatro tienen por qué saber de mi pequeña indiscreción. No es alguien que vaya a aparecer por alguno de nuestros bailes.

— ¿Quién es él? —preguntó la duquesa. El rostro de Rosalie se suavizó y esbozó una sonrisa nostálgica.

—Era el hijo de uno de los invitados a la fiesta celebrada en Dumfries. Un joven muy apuesto de cabellos oscuros y una voz impregnada de poderosas vocales y un cierto deje en la pronunciación de las erres. En el mismo instante en que fijé mis ojos en él ya estaba perdida. No, Isabella. No me enamoré. Fue pura… lujuria.

Ángela respiró profundamente.

—Oh, Dios mío.

—Hacía años que no me sentía tan viva —dijo Rosalie—, desde los primeros días de mi matrimonio con Hale. Aquel joven fue como un tónico para mí. —Dejó escapar una risita—. Ese muchacho era un semental. Lo que hacía con sus manos, su lengua y su…, amigas mías, era verdaderamente pecaminoso. En mi vida había tenido unos clímax tan intensos.

¿Su lengua? ¿Clímax? Isabella sintió cómo se le enrojecían las mejillas. De repente, se sintió tan mojigata como Ángela. Jamás había oído a nadie hablar tan abiertamente de los detalles íntimos de sus relaciones sexuales. Le avergonzaba, pero al mismo tiempo también despertaba su interés. Su experiencia con Jacob, el hombre al que había amado más que a su vida, no se parecía en nada a lo que Rosalie parecía insinuar.

—Ya casi había olvidado —prosiguió Rosalie— lo que era sentirse amada, físicamente amada, por un hombre. Y les digo, queridas, que no deberíamos olvidarlo. Sí, todas hemos decidido que no permitiríamos que nuestra familia o amistades nos agobiaran para contraer matrimonio de nuevo. Ninguna de nosotras quiere sacrificar su libertad financiera. Pero ¿acaso eso significa que tengamos que sacrificar todo lo demás? ¿Debemos renunciar al placer físico durante el resto de nuestras vidas?

—Pero nuestras reputaciones —dijo Ángela— son nuestras posesiones más preciadas y jamás deberían ser sacrificadas.

Rosalie alzó los ojos al cielo.

—Eso era cierto cuando éramos más jóvenes, cuando nuestra virtud era un requisito para poder contraer matrimonio. Pero somos viudas, no vírgenes. Las aspiraciones no son las mismas. Y además hay una cosa llamada discreción. Estaría dispuesta a apostar que ningún invitado de la reunión social que tuvo lugar en Dumfries se enteró de lo mío con Emmett. Fuimos extremEdwardente cuidadosos para mantener nuestra aventura en privado. Aunque supongo que es posible que algunos de los invitados se preguntaran el porqué de ese brío en mi paso, del resplandor que parecía irradiar. Me sentía como si mi interior se hubiera prendido de vida.

—Está radiante, querida —dijo la duquesa y a continuación se echó a reír. Las demás se unieron a ella. Incluso Ángela reprimió una risita nerviosa. Era cierto. Isabella jamás había visto a Rosalie tan resplandeciente. Sus ojos, su piel, incluso sus cabellos, parecían brillar de felicidad. ¿De veras una aventura amorosa había hecho todo aquello, había provocado tal cambio en ella?

—Gracias, Alice —dijo Rosalie volviendo a sonreír—. Yo también me siento radiante. Joven. Viva. Fue algo tan maravilloso que quisiera compartirlo con todas ustedes, mis buenas amigas, y alentarlas para que hicieran lo mismo.

— ¡Qué! —exclamó lady Platt. La risa moduló su voz—. ¿Quiere que todas nosotras tengamos un amante?

Imposible, pensó Isabella. Rosalie no podía estar hablando en serio. ¿O sí?

—Por supuesto —dijo Rosalie—. ¿Por qué no? Estamos hablando de disfrutar de nuestra independencia, de nuestra libertad. —Miró a lady Platt—. Y, muy especialmente usted, Esme. Después de todo, fue quien alentó nuestro pequeño acuerdo de permanecer unidas frente a las presiones sociales y familiares para volver a contraer matrimonio. Ninguna de nosotras quería perder la libertad que habíamos logrado como viudas. Sin embargo, no nos hemos permitido ser libres en todos los aspectos — un entusiasmo febril iluminó los ojos de Rosalie mientras hablaba—. Hemos dejado que nos sumieran en el decoro, que nos cubrieran por completo con el manto de la viudez. Puede que nuestros maridos estén muertos, pero nosotras no. Estamos vivas. Nos quedan muchos años por delante, si Dios quiere. ¿Por qué el resto de nuestras vidas debería quedar desprovisto de placer solo porque hemos perdido a nuestros maridos? ¿Debemos someternos al yugo de un nuevo matrimonio para poder experimentar el placer sexual de nuevo? ¿O debemos sacrificar el placer sexual por la independencia económica de la que todas gozamos? Yo digo que no. ¡No! Podemos tener ambas cosas. ¡Podemos tenerlo todo!_

Nadie respondió a su extraordinario discurso. Isabella se preguntó si las demás estarían al igual que ella intrigadas, un tanto excitadas incluso, ante la sugerencia de Rosalie. ¿Realmente podrían disfrutar de ese tipo de libertad?

—Además —prosiguió Rosalie, sonriendo—, les haría mucho bien. Se lo garantizo. ¿No estoy en lo cierto, Alice? Usted sabe de lo que hablo.

La duquesa se rio entre dientes y negó con la cabeza.

—Creo que no debería hacer comentario alguno, si me lo permite. — Alcanzó un dulce y cogió un pedacito.

— ¿Y qué hay de usted, Isabella? —preguntó Rosalie—. Jacob era un hombre realmente apuesto y no albergo duda alguna de que la trataba muy bien. ¿No lo echa de menos? De esa forma, quiero decir. ¿No echa de menos que un hombre la estreche entre sus brazos por las noches?

Isabella echaba de menos a Jacob de todas las maneras posibles. El suyo había sido un matrimonio extraordinariamente feliz, a pesar de estar ya concertado desde que eran niños. Jacob había sido el mejor de los hombres, el mejor de los maridos. Pero después de que sufriera una serie de abortos, él había temido por la salud de Isabella y había dejado que sus relaciones sexuales, que siempre habían sido más tiernas y cariñosas que apasionadas, se redujeran a meras copulaciones ocasionales y cautas. La remota o nula posibilidad de tener hijos (Isabella estaba segura de que era incapaz de llevar un embarazo a buen término) era una más de las razones por las que nunca se había planteado casarse por segunda vez. La mayoría de los hombres querían un heredero. Jacob también, pero cuando ella no pudo dárselo, la había seguido queriendo igualmente. Nadie puede esperar que tal compasión, tal amor incondicional, se dé dos veces en la vida. Pero ¿un amante? Para ser sincera, no le veía el sentido. A pesar de que había disfrutado de la intimidad física con Jacob (al menos durante la mayor parte de su matrimonio), no era algo que deseara compartir con nadie más, y menos por un mero placer físico. Puesto que no deseaba revelar la naturaleza de sus relaciones con Jacob, Isabella se limitó a encogerse de hombros como respuesta a la cuestión de Rosalie. Se llevó la taza de té a los labios, tomó un delicado sorbo de té negro y rogó porque Rosalie no le insistiera.

— ¿Y qué hay de usted, Ángela? —dijo Rosalie desviando felizmente su atención de Isabella—. Aunque el obispo era mucho mayor que usted, y de lo más decoroso y recatado, debe de haber sido un viejo verde de lo más fervoroso en la cama, por lo que todas nosotras sabemos.

Ángela soltó un grito y su rubor se oscureció hasta alcanzar un peligroso tono púrpura. Aquello era demasiado. La imagen del gran obispo Weber, extraordinario orador, defensor de los oprimidos, retozando en su dormitorio con su joven esposa hizo que a Isabella casi le diera un ataque de risa. Las otras damas estaban igual que ella, y la pobre Ángela tuvo que soportar varios minutos de risas incontroladas. Por último, tras enjugarse las lágrimas de la risa, Rosalie miró a lady Platt.

—Y usted, Esme. No puede decirme que Platt no le enseñó los placeres del lecho conyugal. Fue un conocido vividor en su juventud. Estoy segura de que echa de menos sus relaciones sexuales con él.

Esme respiró profundamente y su semblante se serenó.

—No es que sea de su incumbencia, Rosalie, pero sí lo echo de menos. Lo echo de menos a él. No echo de menos que un hombre dirija mi vida, por supuesto. Pero cuando no hacía que deseara estrangularlo, sentía mucho cariño por él y le confesaré que a menudo echo en falta la intimidad que compartíamos, la calidez. Simplemente jamás se me había pasado por la cabeza… —Se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Jamás se lo había planteado ninguna —dijo Rosalie—, a excepción de la sabia Alice. A decir verdad, tampoco yo me lo había planteado. Hasta lo de Dumfries. Y les digo que hemos sido estúpidas por ignorar ese aspecto de nuestras vidas. Podemos mantener nuestra independencia financiera como viudas y aun así sentirnos completas y realizadas como mujeres. Yo soy la prueba de que puede hacerse. Jamás me he sentido mejor en mi vida, y puedo prometerles que no volveré a ser tan rauda a la hora de rechazar las insinuaciones de un caballero. Y, porque son mis amigas y deseo su felicidad tanto como la mía, me veo en la obligación de animarlas a seguir mi ejemplo.

— ¿Quiere que todas nosotras tengamos un amante solo porque usted lo ha tenido? —Esme frunció el ceño mientras contemplaba la taza de té de la que parecía haberse olvidado. Alcanzó de nuevo las tenacillas de plata para servirse un terrón de azúcar—. ¿Acaso se sentiría mejor por lo que ha hecho si todas hiciéramos lo mismo?

Rosalie alzó orgullosa la barbilla.

—Le aseguro que no tengo sentimiento de culpabilidad que mitigar, ni albergo arrepentimiento alguno, si eso es lo que está sugiriendo. Tan solo las estoy animando a encontrar un amante porque sé que las hará felices. Se sentirán rejuvenecidas, llenas de energía, jóvenes de nuevo. ¿No quieren sentirse deseadas? ¿No desean que un hombre les haga sentirse bellas de nuevo? Sí, por supuesto, todas ustedes son bellísimas mujeres, pero ¿qué bien les hace escucharlo de mi boca? ¿Cuánto más satisfactorio es escuchar cómo se lo susurran al oído mientras las manos de un hombre acarician cada una de las bellísimas partes de su cuerpo?

— ¡Rosalie! —dijo Isabella, más intrigada que escandalizada—. Es usted incorregible.

— ¿Lo soy? ¿O solo estoy diciendo en voz alta lo que todas y cada una de ustedes ha pensado en algún momento? Todas somos amigas y, como amigas, deberíamos ser capaces de hablar abiertamente entre nosotras, incluso acerca de temas tan privados. Para serles sincera, necesitaba contarle a alguien mi aventura. No puedo guardar tal excitación en mi interior. Así que aquí estoy, confesando mi pequeño pecado sin el menor de los remordimientos y con la esperanza de poder repetirlo pronto. Y esperando lo mismo para cada una de ustedes. —Dio una palmada llena de júbilo—. Debemos encontrar amantes para todas nosotras. Incluso para Ángela. Especialmente para Ángela.

—Jamás podría hacer algo así —dijo Ángela, que se entretenía con un infusor mientras limpiaba el pitorro de la tetera—. Jamás.

—No esté tan segura —dijo la duquesa—. Si apareciera el hombre adecuado… Ángela se estremeció de forma manifiesta.

—Jamás.

Mantuvo la vista baja, sin mirar a ninguna de ellas, mientras llenaba la tetera con el agua caliente del recipiente que tenía a su lado.

—Pobre Ángela —dijo Rosalie—. Ese estremecimiento habla por sí solo. El viejo obispo no era tan ferviente después de todo, ¿verdad? Las habilidades amatorias de un atractivo joven le harían mucho, pero que mucho bien. Pero veo que aún no está preparada para aflojar las ataduras que la constriñen, ni siquiera por un segundo, así que no la presionaré. ¿Qué hay del resto? ¿Isabella? ¿Esme?

— ¿Qué es exactamente lo que nos está pidiendo, querida Rosalie? —preguntó Esme—. ¿Que cada uno de nosotras prometa que buscará un amante?

— ¡Sí! —Rosalie dio un brinco con entusiasmo y batió las palmas—. ¡Un pacto! Un pacto de verdad esta vez. Un pacto secreto, solo entre nosotras cinco.

¿Un pacto secreto? ¿Tener un amante? Aquella idea turbaba y excitaba a Isabella a partes iguales. ¿Podría aceptar un pacto así? ¿Quería hacerlo?

—Yo no lo haré —dijo Ángela—. No esperen que tome parte de un acuerdo tan indecoroso.

—Sí, querida mía —dijo Rosalie señalándola con el dedo índice—. También usted. Nuestro pacto consistirá en darnos permiso para librarnos de las restricciones de una viudez decorosa, restricciones que nosotras mismas nos hemos impuesto, y vivir realmente como mujeres libres, teniendo el control de todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas. Y eso significa que si un hombre atractivo llama nuestra atención, seremos libres de actuar de acuerdo con nuestros impulsos. Por supuesto, de una forma discreta. En público. Pero entre nosotras, podremos ser tan indiscretas como queramos. Es más, opino que deberíamos exigirnos compartir cada deliciosa experiencia, tal como yo he hecho. Ningún detalle será considerado demasiado íntimo.

Se miraron las unas a las otras, excepto Alice, aparentemente tan estupefactas y fascinadas como Isabella ante lo que se les estaba sugiriendo. ¿Podrían hacerlo realmente? ¿Podrían ser tan sinceras respecto a temas de los que la gente jamás hablaba? Suponiendo que conocieran a alguien con quien iniciar una aventura. Isabella sintió un acceso de angustia, como si estuviera a punto de entrar en una sociedad secreta a la que no deseara unirse.

—Ya hicimos otra vez algo parecido a un pacto —continuó Rosalie— para apoyarnos las unas a las otras en caso de que nuestras familias intentaran presionarnos para contraer de nuevo matrimonio. Simplemente ampliemos el pacto con la promesa de no juzgar o censurar ni reprendernos por nuestros amantes, sino ofrecer nuestra comprensión y ánimos. Entre amigas. ¿Qué me dicen?

La desazón de Isabella amainó. Eso sí podía hacerlo. Nadie la estaba obligando a prometer que encontraría un amante, algo que no se imaginaba haciendo.

—Solo nos está pidiendo que no nos dejemos llevar por los prejuicios, entonces. Yo estoy dispuesta a hacerlo. Ángela, incluso usted podría prometerlo.

—Supongo que sí —dijo Ángela, a pesar de que el escepticismo fruncía su elegante ceño mientras servía de nuevo el té a todas ellas.

—Siempre y cuando lo mantengamos entre nosotras —dijo Esme—, estrictamente entre nosotras, tendrán también mi promesa.

—Y la mía, por supuesto —dijo la duquesa con una sonrisa pícara—. Podría resultar interesante.

Rosalie les sonrió abiertamente.

—Maravilloso. Pero las reto a dar un paso más allá. Les digo que deberíamos buscar, buscar activamente, un amante.

— ¿Qué? —exclamó Esme. Isabella negó con la cabeza.

—Ha ido demasiado lejos —dijo Ángela.

—Oh, no se preocupe, Ángela. Estoy suficientemente satisfecha con su promesa de no reprendernos a las demás cuando decidamos sumergirnos en las aguas de la sensualidad. Aunque me encantaría que lo hiciera, no espero que tenga un amante. Esme, ¿qué hay de usted? ¿Está dispuesta a aceptar el desafío? ¿Hacer un esfuerzo real por encontrar un amante? Esme se echó a reír.

—Desde luego que sería un desafío. Acompañar a mi sobrina Emily en su primera temporada es una empresa que requiere mucho tiempo. Les juro que tengo ocupadas las veladas de los próximos tres meses. Esa muchacha está decidida a encontrar esposo antes del verano. Y mis dos hijas están siempre detrás, impacientes por poder empezar a acudir a las fiestas de la alta sociedad. No puedo imaginarme cómo encontrar un hueco en mi agenda para una aventura.

—Pero ¿mantendrá una actitud receptiva y abierta? —la animó Rosalie—. ¿Mantendrá los ojos bien abiertos?

—Le prometo que haré lo que esté en mi mano —dijo Esme y a continuación suspiró melancólica—. Toda esta conversación sobre sementales, caricias y demás me han recordado a mi querido Platt y en lo que he perdido desde que él se fue. Estaría bien… Bueno, estaría bien.

—Excelente. ¿Y usted, Isabella?

Oh, Dios santo. ¿Qué podía decir? La conversación sobre sementales y demás no le hacía recordar a Jacob. Resultaba obvio que los matrimonios de Rosalie y Esme habían sido bastante distintos del suyo. A Isabella aquello le resultaba un tanto revelador; quizá la intimidad física que había compartido con su marido no había sido tan plena como debería haber sido. ¿Se habría perdido algo esencial, algo maravilloso? Se reprendió en silencio por tan desleal pensamiento.

—Estoy dispuesta a apoyarlas —dijo— si deciden tener un amante. No estoy segura de estar preparada para dar ese paso. Tengo la sensación de que sería… No sé. Como si traicionara la memoria de Jacob.

— ¿Se acostó con otros hombres mientras estaba vivo?

A Isabella se le escapó un grito ahogado de indignación.

—Por supuesto que no.

—Entonces no le ha traicionado —dijo Rosalie—. Escúcheme, Isabella. Todas hemos querido a nuestros maridos y jamás les fuimos infieles mientras estaban con vida. Pero se han ido. Ya no estamos atadas a ellos. En modo alguno siento que haya manchado el recuerdo de Hale por haber tenido un amante tres años después de su muerte. Y no creo que Jacob hubiese querido que languideciera en fría soledad el resto de su vida.

—Es demasiado joven para eso —dijo la duquesa. A pesar de la lógica de las palabras de Rosalie, a Isabella seguía sin entusiasmarle la idea. Todavía se sentía unida a Jacob. Siempre sería así. Pero jamás había tenido la intención de convertir su vida en un santuario para su memoria. Lo echaba de menos, lloraba su pérdida, pero estaba feliz de seguir viva. Tenía una vida rica y plena, llena de amigos, y de obras benéficas y acontecimientos sociales. Pero estaba dispuesta a admitir que quizá no era tan plena como podría ser. Observó el rostro radiante de Rosalie.

—Supongo que tienen razón —dijo—. Nunca lo había pensado antes. Todo es tan nuevo para mí. Deben darme algo más de tiempo para considerarlo. Además, no estoy tan segura de cómo acometer tal tarea.

La duquesa le sonrió.

—Debe encontrar al hombre adecuado.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —dijo Esme.

—Bueno, no solo debería limitarse a uno —dijo la duquesa. Sus ojos verdes brillaron divertidos—. Preste más atención a los caballeros en los bailes, por ejemplo. Cuando vea a un hombre atractivo, mírelo directamente a los ojos. Si él le devuelve la mirada de una forma que le haga estremecerse, entonces podría ser un buen candidato.

—Oh, Dios mío —dijo Ángela.

—Los candidatos más obvios —dijo Rosalie— son aquellos hombres conocidos por sus aventuras amorosas, los seductores más conocidos. Masen y Newton. —Sus brillantes ojos parecían poseídos de una alegre emoción—. ¿Quién de nosotras podrá tenerlos?

¿Edward Masen? Oh, no. Edward no. Era el amigo más querido de Isabella. A pesar de que había tenido numerosas amantes a lo largo de su vida, se le hacía raro y perturbador imaginárselo con Rosalie o Esme.

—Tenga cuidado, querida —dijo la duquesa—. Lord Newton es demasiado poco discreto con sus conquistas para mi gusto y no siempre se ha comportado de una manera honorable. Eso es lo que ha llegado a mis oídos, si bien también se dice que es bastante diestro en la cama.

A Isabella no le habría sorprendido enterarse de que Alice conociera de primera mano las habilidades amatorias de Newton.

—En mi opinión, Masen es un sujeto mucho más atractivo — prosiguió la duquesa.

Por Dios santo. ¿Habría estado Alice también con Edward? La imagen de las bellas manos de Edward posadas sobre ella, de los dedos desprovistos de alianza de la duquesa sobre los largos cabellos de su íntimo amigo, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Isabella.

—Sería un buen candidato para usted, Isabella —dijo la duquesa—. Es decir, si decide que quiere formar parte, claro.

La mera idea hizo reír a Isabella.

—Sí, está convenientemente situado en la casa contigua a la mía, pero también es un muy buen amigo mío. Jamás pondría en peligro nuestra amistad. Ni tampoco él.

Edward Masen y Jacob habían sido íntimos amigos, más bien casi como hermanos. Se habían comprado a la vez dos casas contiguas en Bruton Street, poco después de que Jacob contrajera matrimonio con Isabella. Los balcones del segundo piso estaban prácticamente pegados y los dos hombres habían adoptado la costumbre de saltar por las verjas cuando querían compartir una botella, o una partida de cartas, o simplemente tener una agradable conversación. Con los años, Edward se había convertido en un buen amigo de Isabella, y seguía siéndolo tras la muerte de Jacob. De hecho seguía saltando por el balcón del segundo piso para hacerle alguna visita en su sala de estar privada. Era como si aquella travesura de críos ayudara a Edward a mantener vivo el recuerdo de Jacob. No podía recordar la última vez que Edward había usado la puerta principal de la casa. Pero ¿tenerlo como amante? Imposible. Era un hombre extremadamente atractivo y sentía un gran afecto por él, pero había escuchado suficientes historias de sus conquistas amorosas como para saber que no era el tipo de mujer a la que Edward consideraría atractiva. Por no hablar del hecho de que para él era lo más parecido a una hermana. No, era un amigo demasiado bueno como para plantearse siquiera el tenerlo como amante.

—Bueno, si no está interesada en él —dijo Rosalie con una sonrisa de oreja a oreja—, estoy segura de que nos haría mucho bien a cualquiera de nosotras. Sin duda es el tipo de hombre que puede hacer estremecer a una mujer.

Dios mío. Sería de lo más embarazoso si una de las viudas del Fondo se llevara a Edward a su lecho. Isabella no deseaba en modo alguno escuchar de ellas detalles íntimos de las habilidades amatorias de Edward.

—Pero si cambia de opinión —dijo Rosalie—, y decide que los amigos son los mejores amantes, entonces deberá decírnoslo. No podemos cazar en el territorio de otra mujer. Esa debe ser una de nuestras reglas.

—Totalmente de acuerdo —dijo Esme—. Nada de caza furtiva. Pero hay muchos más hombres además de Edward Masen y lord Newton.

—Sir Tayler Crowley, por ejemplo.

—O lord Hopwood.

—Harry Shackleford.

—Lord Peter Bentham.

—Sir Arthur Denney.

—Trevor FitzCharlie.

—Lord Chenney.

La última sugerencia había salido de la boca de Ángela. Cuando todos los ojos se volvieron en su dirección, sus mejillas se encendieron y, avergonzada, esbozó una tímida sonrisa.

— ¿Podría empaparme del espíritu del juego sin tener que participar en él?

Las damas la miraron estupefactas durante un instante. Después rompieron a reír una tras otra.

— ¡Por supuesto que puede! —dijo Rosalie y tendió su mano desde el otro lado de la mesa para estrechar la de Ángela. Tras pedir la atención del resto del grupo, dijo—: ¿Ven? Sabía que sería una buena idea. ¿Por qué tienen que ser los hombres los que se lleven toda la diversión? Tenemos tanto derecho a disfrutar de las alegrías de la vida como ellos. Sí, eso es lo que seremos: las Viudas Alegres.

Rosalie se puso en pie y alzó su taza de té. Las demás, incluida Ángela, hicieron lo mismo.

— ¡Por las Viudas Alegres! —dijo.

Isabella y las demás brindaron al unísono con sus tazas de delicada porcelana. — ¡Por las Viudas Alegres! —respondió. Y así fue cómo comenzó todo.