La noche eterna y sombría, la lluvia mojando su rubia cabellera, peleando contra el enemigo de toda su vida por la princesa que permanecía encerrada en el palacio de aquél maleante. Sus brazos ya dormidos del frío, su vista cansada de tanta sangre derramada en todas sus batallas, la pierna que apenas le respondía de las cortadas y apuñaladas, su propia vida resbalándole por el cuello, el pecho y el torso de su pequeño cuerpo, mareado, cansado. Ya no podía hacerlo más, pero esa hermosa valentía siempre debía permanecer. Nada iba a impedirle salvar al reino y la tierra que le dio vida.

Levantando la espada con agallas, trató de lanzarse hacia el enemigo pero este siempre respondía de una forma burlona y el pobre héroe terminaba caído, lastimándose las rodillas. La lluvia no cesaba, el piso era resbaloso y apenas podía ponerse de pie. Se recargó con su propia espada tratando de levantar la mirada, pero aquél maldito ya estaba a unos centímetros de él. Le dio un puñetazo en la cara, teniendo piedad, sin usar ni magia ni esa enorme espada que traía entre manos. Pobre imbécil, decía aquél con lástima al ver el joven héroe, caído entre sus pies. Era obvio que él intentó de nueva cuenta levantarse para darle algún golpe, pero era más que obvio que su enemigo estaba ganando la batalla. Patada tras patada, puñetazo tras puñetazo, el héroe permanecía quieto, intentaba levantarse, sin embargo ya no era posible.

Elevó su espada lo más alto posible mientras el joven muchacho perecía en el suelo y la sangre era lavada con la misma agua de una tierra perdida. Como si fuera un trozo de mantequilla, culminó con su dolor y agonía.

Recogió el cuerpo muerto del héroe, penetró lo más profundo de su palacio y se dirigió hacia las cenizas de su Señor. Con una cortada rápida derramó la sangre encima de estas y lanzó el cuerpo como si fuera un costal de carne podrida.

Y fue la resurrección de su Señor.