Nitor exoriens

Galatea gustaba de memorizar las voces de sus amantes, junto con el flujo de energía que manaba de ellas, como un río especial, cuya esencia nunca se repetía. Eso no fue hace tanto, claro que no, pero sin duda alguna data de antes de llamarse "Latea", usar el traje de una monja muerta y una sonrisa condescendiente que le enseñaron para las fachadas de la Organización. Una época de libertad, si puede llamarse a eso tener una correa floja al cuello. Huyó cuando el control se cernió contra su piel al punto de impedirle respirar.

Pero hablemos de esas tiernas, dulces voces que la apasionaban: Eran guardadas como en cajas de cedro barnizado, con fondos de fieltro rojo y si no las sellaba eternamente con llave, era para poder sacarlas por las noches solitarias, ponérselas sobre el cuerpo y festejar el viejo amor, con lágrimas en los ojos (luego fueron simbólicas). Pero con el tiempo, las voces tan preciadas perdieron color y nitidez. Se fundieron lentamente en una sola, que no acariciaba más que en ocasiones muy especiales, cuando en verdad necesitaba recordar quién fue. Para no creerse sus propias mentiras, aunque eso le significara una forma de redención. Si no la merecía, pensaba que no la quería. Las enseñanzas que repetía día a día para los niños, se grababan en sí misma. Daño colateral.

Está segura de que esa voz, la de la dueña de esas manos que le apartan el cabello de la cara y le miden las heridas, la ha oído en alguna parte. Que hubo una vez, a resguardo del sol, en la sombra de un viejo árbol, con los pájaros cantando como en arrullo, cuando esa persona le perteneció, admirada por sus poderes y que Galatea incluso durmió sobre su vientre, convencida de que nunca le olvidaría, aunque pasaran siglos y siglos, le cortaran la cabeza y su cuerpo se volviera polvo inútil. Su memoria perduraría. Pero no. El nombre se le escapa. Hace un esfuerzo por seguir respirando debajo de la lluvia, frustrada y agradecida.