Primero que nada, ¡Feliz cumpleaños Nitta! Me enteré apenas, así que disculpa la enorme demora, y también que no esté terminado el fic. Hace falta un capítulo.

Espero que te la hayas pasado genial, te mando un enorme abrazo de sempai (?).

Del mismo modo, ojala te guste. Aunque ya sabes como soy en este aspecto. De cualquier forma lo hice con cariño para ti.

Los personajes pertenecen a Furudate, yo no lucro con esta historia.


CREADOR DE MUNDOS

La primera palabra fue "sueño".


—Pequeño Tobio, no llores.

En medio del prado cubierto de hierba verde y húmeda, la voz de su abuela pareció mecerse sobre las copas de los árboles, e impregnarse con la fragancia de las pequeñas florecillas rojas. Oscurecía rápidamente, pero en el oeste aún podía percibirse el Sol, y las nubes rojizas y lilas que comenzaban a enfriarse, para dar paso a la Luna.

Tobio, miró con los ojos anegados en lágrimas la figura rolliza de la mujer, el cabello blanco se ondulaba suavemente con el viento tibio, despejando su rostro lleno de arrugas, pero con unos impresionantes ojos azules, iguales a los suyos. De un tono intenso que lo hacía pensar en el cielo nocturno, inclusive, si se esforzaba, podría ver la luz de las estrellas brillando en el fondo.

—Deja que te cuente un secreto — empezó la mujer, sentándose lentamente sobre la hierba, con la pomposa falda café aplastándose bajo ella. Tobio, inmediatamente se acercó. — ¡tus ojos, querido mío, son una bendición! ¿Sabes por qué?

Tobio negó con la cabeza, incapaz de hablar sin sentir que simplemente se limitaría a balbucear. Con doce años de edad, la idea de llorar porque los demás se burlan de él, le parece simplemente una niñería. Quiere creer que es más maduro que eso, y que ellos. Pero su llanto lo delata, por eso su abuela está ahí, con él. Enfriándose en el medio de un prado, arruinando su bonita falda, y sabiendo que en la noche sus viejos huesos le dolerán. Pero ella no dice nada de eso, se limita a mantener una sonrisa de dientes blancos y a mirar directamente hacia el cielo. Extiende un brazo, y Tobio se acurruca junto a ella, buscando su calor o brindarle el que él pueda.

—Bueno, eso es porque puedes ver más allá de lo que ninguno de esos niños podrá. Es porque puedes ver el mundo. Y ese mundo te pertenece ¿comprendes? Si tú lo miras, entonces existe. Así que no llores pequeño Tobio, ¡eres un creador de mundos!

Entonces, como si ella pudiera leerle la mente, conociendo las dudas que alberga porque ha aprendido a ser algo desconfiado — a ella le parece una crueldad que en un niño como él, haya perdido esa parte de la infancia. La confianza ciega en sus mayores, la fe en el mundo entero. — cierra los ojos, e imagina el viento quieto, que las flores parecen cantar con mayor fuerza para que los débiles oídos humanos puedan escucharlas, visualiza el cielo oscuro como telón para las estrellas que titilan furiosamente desde el firmamento, y también imagina los dragones que su abuela le enseñó. Seres majestuosos que dominan el cielo, igual que los reyes desde su palacio dominan esas tierras sobre las que ellos están. El batir de las alas no desvanece el canto sutil de las flores, cuya melodía suave crea el efecto perfecto para que aquello, sea igual que un sueño.

Un buen sueño.

Cuando ella abre los ojos, Tobio puede ver todo también. Escucharlo, olerlo, incluso sentirlo. Ahí, entre los brazos fuertes de su abuela, todo parece ser una mera ilusión.

— ¿Puedes verlo pequeño Tobio? Un mundo sólo para ti. Y si eres lo suficientemente fuerte, podrás hacerlo realidad.

—Sí abuela.

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Oikawa Tooru, se echó desganadamente sobre el sofá, arrugando su traje carísimo que no le importa en lo más absoluto. Tiene el ceño fruncido y la boca torcida, acaba de dar el mejor concierto de toda su corta vida. Ha creado una decena de melodías, todas ellas con el fin de liberar a la gente, de hacerla soñar, de enamorarse un poco más de la vida y del mundo. De la belleza que aún los rodea.

Y a la gente les ha gustado, todos ellos han aplaudido fervorosamente desde sus asientos de terciopelo, han agitado las joyas y alguna que otra mujer ha llorado de la pura emoción. Sin embargo, sus ojos siguen vacíos. Igual que las calles adoquinadas que rodean el teatro. Tooru sabe que en realidad ninguno de los aristocráticos hombres y mujeres que apenas han abandonado la estancia, ha comprendido lo que él quería.

Puede saborear aún las melodías, recordar el tacto de las teclas del piano bajo sus manos, y rememorar todo aquello que lo llevó a componerlas. En su cabeza todavía revolotea la imagen del dragón plateado que bate las alas grandes y toscas. Del niño lloroso que da brincos con las manos alzadas hacia el cielo, de sus increíbles ojos azules que brillan con luz propia, su cabello negro que es corto, y de la sonrisa extraordinariamente sincera que adorna su rostro pueril. Recuerda a la anciana de plata que permanece sentada, también tiene los ojos azules, aunque con menos brillo que el niño, pero es de ella todo lo que él también ve. Pese a que le lagrimean y escocen los ojos, a que está paralizado de la impresión. Y las estrellas, de las que secretamente está enamorado, que dan un espectáculo jamás visto. Incluso, en las noches de insomnio, puede recordar con total claridad la canción de las flores. Lo único que verdaderamente agradece de haberse perdido aquella ocasión. De haberse quedado dormido entre las flores rojas, y al abrir los ojos estar lo suficientemente cerca como para admirar el mágico escenario.

Aquel bello secreto azul, que vive y respira en el pequeño pueblo de Miyagi, el último sitio en que afortunadamente vacacionó con sus padres cuando tenía quince años. Justo antes de que los rumores sobre su virtuoso talento como pianista cobraran importancia, y dejaran de ser simplemente habladurías.

—Si pudiera componer algo para mi pequeño niño de ojos azules… quizás podría llamar tu atención. Quizás podría conocerte.

Desafortunadamente sabe que ninguna de sus composiciones va a lograr llevarlo hasta él. Y que a ese ritmo, terminará convirtiéndose en un sueño.

En todo aquello que ha amado y ha perdido.

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II

Kageyama Tobio, se cubrió la cabeza con ambos brazos; oculto bajo una vieja mesa de madera, en el medio de una cocina que amenaza con derrumbarse cada vez que bombardeaban el reino.

El rugir de cada uno de los motores de las naves aéreas del Reino del Este, se dejó de escuchar tras unos minutos en que todo su mundo se tambaleó. Y aunque dejó de caer polvillo de la construcción, él permaneció agazapado junto a su mejor amigo, Hinata Shouyo. Un chico pelirrojo, cuyas hebras rebeldes se retorcían sobre su cabeza como alambres, tenía la piel blanca y unos bonitos ojos avellana, era el más bajo de los chicos de su edad, delgado del tipo escuálido pero con poderosas piernas e increíbles reflejos.

El menor era quien más temblaba, sus delgados brazos tampoco eran el mejor de los refugios. De hecho, ningún lugar del Reino del Norte lo era.

¿Qué consuelo podía brindarles una mesa que no medía más de un metro? ¿O una casa de madera, construida junto al rio en las afueras de la capital?

Tobio, haciendo acopio de un valor que no creía existiera en él, comenzó a visualizar de la misma forma en que su abuela — que desgraciadamente lo había dejado hacía dos años — le enseñó. Pensó en todo aquello que pudiera ser agradable y al mismo tiempo brindarles seguridad. El resultado fue encerrarlos en una esfera de cristal, rodeados de pétalos de flores suspendidos a su alrededor. Del mismo modo en que parecía congelarse el tiempo y las cosas cuando ambos correteaban a campo abierto, cuando tenía trece años, compitiendo por el simple placer de hacerlo.

Hinata abrió los ojos al notar que ya nada temblaba, que las naves habían acallado sus enormes motores de vapor, esos ciempiés de metal cuyas patas eran en realidad alas, y su vientre un hervidero de destrucción y muerte. Le sorprendió gratamente la visión de los árboles floreciendo, del rosa pálido que flotaba a su alrededor, y el frío que caracterizaba la época. Salió de debajo de la mesa gateando, siendo observado por los ojos azules de Tobio, cogió un puñado de pétalos y regresó hasta situarse frente a su amigo.

—Gracias Kageyama — masculló avergonzadamente, con los ojos puestos en el rostro tenso del contrario, visiblemente sonrojado. Seguidamente le sopló lo que contenían sus manos. Kageyama frunció más el ceño, pero sus quejas murieron en sus pensamientos, sepultados por la risa contagiosa del taheño.

—Esto va a terminar, ¿verdad Kageyama?

—Claro idiota, y aunque no fuera así… algún día tendremos el suficiente dinero para poder subir al tren. Entonces iremos a cualquier parte.

—Cualquier parte… — repitió Hinata, como si no se creyera que existiese algo más. Algo lejos del enorme pero asediado reino en el que viven, con sus continuas guerras que no han dejado que prospere como en antaño.

Kageya sí ve eso. Porque sus ojos son un don, y él puede hacer realidad lo que quiera si se esfuerza. Incluso la idea de llegar al andén del tren, detenerlo y subir junto a Hinata para poder huir, ha pasado por su cabeza en más de una ocasión. Sin embargo es el miedo el que lo retiene ahí, nunca ha probado su don con mucha gente, y tampoco sabe que le podrían hacer los altos mandos si supieran lo que puede hacer. Y ahondando más en su pequeño plan, sus poderes, o mejor dicho el alcance de estos, le es desconocido. Son demasiados puntos ciegos para alguien que puede ver mucho más.

—Pero ¿sabes que hace falta para que este momento sea mágico, Kageyama?

Hinata no espera una respuesta del moreno, quizás porque sabe de sobra que el chico en cuestión está demasiado concentrado en mantener la visión, o porque simplemente su propia cabeza es un lio de cables que, incluso para él, en ocasiones llegan a ser un total misterio. Tal y como supone, no recibe respuesta a su pregunta, que aunque de cierto modo retórica, sí esperaba una contestación.

— ¡Música!

Tobio, frunce el ceño. Incapaz de ocultar su disgusto, se ha esforzado por tranquilizar al idiota de Hinata, como para que este pida un poco más. Tampoco es que se trate de algo inalcanzable para él — un creador de mundos ¿comprendes? — pero, con total sinceridad la música no es lo suyo. Él no puede recrear el sonido de las flores, el canto del viento, las melodías del río, los coros de la hierba húmeda. Es incapaz de verlo y por lo tanto de crearlo. Así que tuerce la boca sin disimulo y contempla las mejillas rosas de Shouyo, algo sucias pero lozanas.

—No sé cómo hacer eso… — admite, visualizando rosas blancas y azules.

Hinata medita las palabras, él tampoco sabe cómo hacerlo. De pronto la alegría sube a sus ojos avellana, y entona jubiloso, lo que para él es la solución.

—Tenemos que ir al Teatro. Es tiempo de presentaciones, y hay un chico que es todo un prodigio. Deberías escucharlo, cuando toca es como si estuvieras en medio de un sueño, es como… visualizar. Así como tú. Pero lo suyo es con las manos… tiene un no sé qué, encantador.

—Está prohibido andar en el centro de la ciudad en la noche, y lo sabes.

—Sí, pero nunca dije que estaríamos fuera.

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El teatro era una enorme cúpula, cuyo techo se encontraba construido a base de vidrios, sostenidos por un armazón de cobre. Hacia abajo, se ubicaba un vitral que hablaba sobre el hombre dominando el fuego. Las paredes eran de concreto, con columnas repartidas cada tres metros. Se encontraba suspendida sobre una plataforma construida por cañería de diversos calibres, de cobre, entre los cuales circulaba el vapor de las enormes calderas subterráneas, que proveían la luz y la calefacción del establecimiento. La puerta principal consistía en un portón de madera oscura, que contrastaba con el blanco de los muros, tallada con intrincados diseños de espirales, combinando partes con cristal.

Se encontraba en la plaza principal, rodeada por un camino de adoquines rojizos y una farola de luz amarillenta a cada cinco metros, justo en la esquina en que empezaban pequeñas jardineras que simulaban rebanadas de pastel. Cada una de ellas sembrada con rosas blancas y rojas intercaladamente.

Más allá de lo que era conocido como El Ojo Blanco, empezaban las casas de las personas modestamente acomodadas en sociedad. Un conjunto de viejecitos blancos, delgados y altos, con sombreros rojos y puntiagudos, de ojos oscuros que miraban cansadamente hacia fuera.

De tal forma que la jerarquización dejaba a la clase proletaria en las afueras. Más que un puñado de casas en tonos sepias, hechas de madera, esparcidas sin ton ni son.

El embarcadero de navíos pesqueros se ubicaba en el lado sur, donde el agua se conservaba azul y limpia. Mientras que los barcos comerciantes eran naves grandes y podían ir desde lo más lujoso hasta pequeñas carcasas de madera que con pura fuerza de la tripulación seguía a flote. Los mejores eran aquellos que contaban con grandes motores, un conjunto de tres hélices, con la bonita fachada en la parte de la popa, las molduras doradas enmarcando el espejo, la parte superior con el emblema del reino, la proa con el distintivo del nombre del navío.

Los globos aerostáticos, inmensas bolas de gas caliente, se apostaban cerca del palacio. Que, geográficamente se encontraba en la parte más alta de la capital, alejado del Centro. Y el cual tenía su propio andén de hormigón para el Tren.

La única vía de escape terrestre lo suficientemente económica para que la mayoría de la gente pudiera viajar en él. Con sus grandes vagones enfilados, impulsados por la locomotora. Las espesas volutas de humo que anuncian un viaje, saludando o despidiéndose, pero siempre corteses elevándose hacia el cielo no tan azul. Las vías formaban su propio camino entre las montañas. Altos montículos agrupados en una cordillera, del tipo de montañas escarpadas, frías y con su vegetación escalonada. De verdosos y sempiternos secretos, alejados de la manos del hombre, como una esmeralda, brillante y hermosa. Cumbres coronadas por algodón celestial, increíblemente blanco. Apenas acariciadas por los rayos del Sol. Olores frescos, puros. La clase de aire que invita a dar una gran inspiración y retener el oxígeno para después dejarlo escapar lentamente. Después los carriles del tren se perdían entre los difíciles caminos, a Tobio le gustaba pensar que llevaban a esos mundos que su abuela pintó para él.

Kageyama rara vez visitaba el Centro, pues la vida de los comerciantes lo agobiaba, y no había nada que el campo no le pudiera brindar para vivir bien. Con excepción de la ropa, la cual tampoco era mucha, pues era cara y él no trabajaba como tal.

Para aquellos lujos, Hinata y él cortaban flores de lo más extravagantes y olorosas que pudieran encontrar, bautizadas bajo sus propias ocurrencias: El Capricho de Kageyama, unos arbustos que daban las flores en ramos, de color azul; Mimoso Hinata, una florecilla peculiarmente globosa de color amarillo, que parecía ser muy sensitiva cuando la tocaron por vez primera; Días de Esperanza, de lo más extraña para ellos, una planta de bulbo globoso, pétalos blancos, que florecía en invierno; y una de sus favoritas, Sueño, una planta que más que bonita y fragante para hacer perfume, ellos usaban como medicina, pues era buena para quitar el dolor muscular, la tos cuando llegaban a enfermar y para conciliar el sueño cuando les era difícil, sólo bastaba ponerla bajo la almohada y cerrar los ojos. Era un árbol de mediano tamaño, de hojas largas y de color verde pálido, algo rasposas; de flores blancas con forma de campana, grandes y péndulas.

Las llevaban en una carreta de dos llantas traseras, jalada por la vieja bicicleta del taheño. Vendiéndolas en la calle, cerca de los puestos pomposos de fragancias. Las damas de sociedad siempre sucumbían a las risas contagiosas de Hinata, y a la belleza innegable de sus flores. Cuando tenían mucha suerte, alguno de los perfumistas se aventuraba a comprarles la carreta entera y más que eso. No rara vez, se encontraban con que sus flores ahora eran un perfume caro, en una pequeña botellita colorida y de cristal.

Pero todo aquello era bajo el sol caliente, con las calles repletas de gente, no en la noche. Cuando los guardias se apostaban bajo las luces de las farolas, con sus chalecos azules sobre una camisa blanca, pantalones del mismo color y botas largas de cuero, cafés. Con sus brazos metálicos, llenos de tuercas y tornillos y una bujía en el hombro y otro en el codo, un pequeño tubo por el que salían disparadas las balas.

A Tobio la perspectiva de recibir un impacto de esas cosas no le atraía en lo absoluto, y era totalmente legal si los atrapaban intentando entrar en El Ojo Blanco.

La noche era fría, desde ese punto en específico no se podía vislumbrar el cielo nocturno, y había cierto olor desagradable que los obligaba a frotarse la nariz constantemente. Llevaban sus mejores pantalones de algodón, las botas con la suela menos gastada, la camisa blanca planchada y sobre esta sus sacos ajustados con cuerdas de cuero cruzando su pecho, sobre las cuales llevaban un regalo de Hinata y un reloj de bolsillo de la abuela de Kageyama. Quizás ni con sus mejores ropas, podrían dejar de parecer meros vendedores callejeros, pero a Shouyo le había parecido de mala educación no intentar, por lo menos, verse medianamente presentables.

Ellos aún se encontraban a un bloque de casas del Ojo Blanco, y podía ser una zona de gente que fácilmente podría pagar por una entrada, pero los guardias ya caminaban entre las calles haciendo sus rondas. Por decreto oficial, el rey había establecido desde 1297, tras el atentado Sol Naciente, en que bombardearon el Ojo Blanco — que en aquel entonces se conocía como la Cúpula del Cielo — y quemaron gran parte de los embarcaderos y parte del castillo. Que los civiles debían mantenerse en sus casas, concretamente en lo que eran los refugios subterráneos para evitar pérdidas bajo ataques enemigos.

Kageyama nunca supo, probablemente nunca lo sabría, qué fue lo que inició el conflicto con el otro reino. Pero fue bajo ese ataque que perdió a su abuela. Y cuando por vez primera usó sus propios dones de visualización.

—Bien, Kageyama. Ahora haz que todo salga de acuerdo al plan — musitó Hinata, mirándolo con determinación.

Su brillante y alocado plan, en realidad era correr hasta El Ojo, y luego crear una distracción para darles tiempo de escalar una de las columnas, entrar a través de los vitrales, y sentarse en una de las pesadas vigas de hierro. Nada complicado ni elaborado.

Aprovecharon cuando el grupo de soldaditos de plomo pasó su calle, dándoles la oportunidad de correr hasta donde empezaban las jardineras de rosas. Tuvieron que tirarse sobre ellas, y arrastrarse con cautela, lentamente para poder situarse lo más cerca posible a una de las lámparas del lado norte. Una que daba, afortunadamente a la parte posterior de la entrada. La suerte les sonreía, si lograban colarse estarían sobre las butacas de los asistentes y podrían ver de frente al pianista Creador de mundos.

Si fallaban… bueno, ni Hinata o Kageyama deseaba pensar en esa opción, demasiado aterradora para su propio bienestar.

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III

Olía a rosas silvestres y tabaco, hacía calor y la ropa lo tenía sudando sutilmente. Gracias al cielo, Kuroo Tetsuro había conseguido entradas en los palcos, alejándose de la multitud de vestidos pomposos de las damas, que se hallaban inquietamente esperando a que Oikawa Tooru hiciera acto de aparición.

Las pesadas cortinas negras se mantenían cerradas, cubriendo el escenario. La gente llenaba cada uno de los asientos, no había ni uno sólo vacío. Un jardín colorido pero no precisamente hermoso. A Kuroo todos aquellos tonos le daban un poco de nauseas.

—Kuroo, ¿Cómo dijiste que se llama el chico que venimos a ver?

El aludido dirigió su mirar oscuro hacia su acompañante; un hombre de veinticinco años, bajito y delgado, de hombros caídos, cabello negro y ojos dorados, semejantes (por no decir iguales) a los de un gato. Uno muy astuto, cabía destacar. Hablaba desganadamente, como si estuviera eternamente cansado. Sin embargo eso no significaba que no le importara. Las ventajas de que no hablara tanto, lo hacían un hombre sencillo, fácil de leer pero no de interpretar.

Kuroo se inclinó cuan largo era, con su metro ochenta y algo más que eso, los asientos siempre era más pequeños, algo incomodos, y en ese reducido espacio Kuroo hacía magia para no terminar tirando nada de los, delicados e innecesarios, detalles con los que daban más elegancia al palco. Su cabello negro y desordenado acarició la blanca mejilla de su mejor amigo, cuando se encontraba a la altura de su oído. Como confiándole el más íntimo de los secretos entre dos amantes.

—Se llama Oikawa Tooru, un prodigio en la música. Se dice que puede evocar los más bellos sentimientos en las personas, como el amor. Que puede hacerte soñar despierto. Muchos dicen que es un Creador de mundos.

— ¿Creador de mundos?

—Sí. Es algo así como una leyenda, un mito. Aquí en el Centro del Reino, hubo otra estirpe noble. No sé cómo se llamaban, ni quienes eran, sólo que todos tenían los ojos azules. No como en nuestro propio reino, que tienen los ojos de ese azul bobalicón del cielo en primavera. Sino un azul profundo, la gente decía que podían verse las estrellas en sus irises en las noches oscuras. — Kuroo se lamió los labios, la historia pese a ser de lo más fantasiosa tenía su encanto — Además, esta gente podía hacer algo que se conoce como visualizar.

Kuroo tomó otra pausa para enderezarse y coger una copa de vino tinto, bebió un largo trago e invitó a su pequeño amigo a tomar de la misma copa.

—Que es, básicamente, crear ilusiones a base de lo que la persona en cuestión esté pensando que ve. No es la gran cosa… no obstante, hubo una niña. Y ella podía hacer mucho más que simplemente crear ilusiones. Ella podía crear lo que quisiera. Si ella deseaba que escucharas a las flores cantar, lo haría. Sus visualizaciones iban más allá de ver, podías sentir, oler, saborear.

—Suena demasiado increíble.

—Lo sé. Ella era la única, pero cuando los consejeros del rey vieron su poder, decidieron que era una amenaza para el reino. Lo típico. Así que ya sabes cómo termina la historia.

—Todos murieron.

—Sí.

Kenma esperó a que su amigo continuara, porque la sonrisa torcida que le dedicaba sólo podía significar que aún había más. Dio otro sorbo al vino, esta vez de su propia copa.

—Pero la niña no murió. Ella fue la que trajo los dragones. Al menos al dragón plateado, el mismo que inspiró al par que custodian la entrada del palacio. Y desapareció montada en él.

—Entonces ella era una verdadera Creadora. Este chico, Oikawa Tooru ¿también puede hacer eso?

Tetsuro negó con la cabeza, clavando los ojos en el escenario, recientemente iluminado. El ruido de las cuerdas al ser jaladas para correr el telón se dejó oír. En el medio había un piano negro y un chico de cabello castaño sentado frente a este. Kuroo podía encontrarse a varios metros de ahí, pero incluso él, se asombró con lo joven que se veía. Con su belleza varonil que hacía suspirar a las mujeres de cualquier edad. Y a lo solo y frustrado que se veía ahí, ante la mirada de gente simple y hueca.

—No lo sé — contestó Tetsuro. Besando la mejilla de su amigo, viéndolo sonrojarse antes de regresar a su posición original —. Pero estamos a punto de descubrirlo.

— ¡Kuroo! No hagas eso — Kenma resistió el impulso de limpiarse la mejilla, sabiendo que eso, aunque no heriría los sentimientos de su amigo, no era hecho con mala intención. A lo mucho sólo con ganas de fastidiarlo con cariño. — ¿Qué no ves que por eso el joven Tsukishima nunca quiere acompañarte a esto?

— ¡Pero que cruel eres, Kenma! Mira que meter el dedo justo en la herida. Todo un desconsiderado.

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Oikawa Tooru ya se encontraba prolijamente sentado, con las manos enguantadas a regañadientes, la gabardina azul con detalles dorados, el cabello peinado hacia atrás. Esa noche en particular se encontraba ansioso. Nunca antes en alguna de sus presentaciones había sentido tal cosa, normalmente era feliz por poder tocar e intentar llegar a los corazones de los demás mediante sus composiciones.

Podía atribuírselo al calor bochornoso que provocaban los cuerpos envueltos en pesadas telas, demasiado juntos y a la estancia poco ventilada. Pero eran protocolos de seguridad. Así que de poco servía quejarse.

Como fuere, ya estaba ahí. Bañado por la luz artificial de los reflectores que afortunadamente no lo iluminaban directamente. Frente a cientos de pares de ojos totalmente expectantes.

Suspiro quedamente, imaginando que en esta ocasión sí podría llegar a crear algo mágico.

Se hizo un silencio pesado que se asentaba aparatosamente en el recinto, todo para que el pudiera empezar finalmente.

La mano izquierda le temblaba, el sudor le perlaba la frente y sentía los labios repentinamente secos. El corazón palpitaba fuertemente en su pecho, y un nudo molesto se encontraba justo en la boca del estómago.

Vamos, Tooru, haz hecho esto cientos de veces. No hay nada diferente hoy.

Resuelto, sus dedos cobraron vida propia, empezando a danzar livianamente a través de las teclas blancas y negras. Su primera interpretación era como de costumbre La Dama de Plata. Para él, aquella mujer representaba la cumbre de la vida en su más bello esplendor. Tal y como se sentía cada que interpretaba las melodías.

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Hinata y Kageyama había conseguido, por algún milagro, lograr pasar. En realidad el milagro consistía en la ayuda de Sueño, su buena plantita, que de alguna forma Hinata logró transformar en un polvo altamente soporífero.

No necesitaron demasiado de la visualización de Tobio, ni golpear a alguien. Sólo velocidad y agilidad. Algo que ambos poseían en buenas cantidades en sus delgados cuerpos.

Entrar a través de los vitrales tampoco les supuso una traba. Para cuando ellos lograron sentarse en una viga de treinta centímetros de ancho, el público apenas comenzaba a guardar silencio. Ambos tenían buena vista, pero desde su altura y lejanía, no alcanzaban a ver con claridad al pianista Oikawa. Tampoco importaba, lo único que querían era escucharlo para que Kageyama pudiera recrearlo más tarde y cada que quisieran.

Cuando las primeras notas rasgaron el aire, a Kageyama le resultaron vagamente hogareñas. La música parecía hilos de plata que tejían sobre el telar una bella figura, para luego ascender suavemente sobre sus cabezas, perdiéndose en el cielo. Era una melodía cálida, la clase de calor que brinda la hornilla en la cocina, en las noches de invierno cuando hay un jarro de chocolate bullendo sobre el fuego, y la casa (cerrada y algo oscura) se impregna de ese aroma, y de la voz suave y lenta de su abuela. De haber podido, Tobio se habría inclinado hacia el frente, pero en su incomoda y precaria posición, se conformó con apretar las manos contra la viga.

La siguiente canción, era más liviana y rápida, algo como el viento cuando acaricia las flores en el prado y mese coquetamente sus vestidos coloridos, algo semejante pero alejado de la canción de las flores rojas que nacían alrededor de su casa.

Cuando llegó a la tercera melodía, Tobio no tuvo duda alguna sobre lo que estaba escuchando; era el dragón. Se trataba de una composición más oscura, lenta, pero inexorablemente portentosa. Igual que un himno antiguo, algo olvidado pero sumamente respetado por todos aquellos que lo conocen.

Para Tobio es un sueño que ya ha vivido.

Es su abuela sentada sobre la hierba, sonriendo alegremente bajo el cielo estrellado, siendo contemplada por el mismo azul de sus ojos. Se trata de las flores rojas que crecen todo el año y que no son verdaderamente olorosas, sino simplemente bonitas. Del dragón de alas pesadas y toscas, que no son precisamente torpes. Tiene algo de elegante la forma en que suben y bajan para mantenerlo volando, su cuello ancho y fuerte. Lo poderoso de su rugir cuando él extiende la mano para poder tocar sus escamas. Lo maravilloso del carmesí combinado con el naranja de sus llamas, resaltando en el oscuro manto de la bóveda celeste. Se trata de él, como un niño, con las mejillas húmedas y los ojos acuosos, girando alegremente frente a su abuela. Tarareando la canción, riéndole al dragón, a lo mágico del momento.

Shouyo abre los ojos grandemente y forma una perfecta o con los labios. Abajo, la gente está asombrada, pues de alguna manera que ellos no comprenden, mientras Oikawa Tooru toca, se va creando una imagen inesperada, como la presentación de una película en el cine.

En el escenario hay un niño, una anciana, un prado al atardecer, un dragón plateado que vuela bajo, formando círculos alrededor de Oikawa y los otros dos personajes.

Tooru se muerde los labios, reteniendo un grito de emoción. No sabe a ciencia exacta si eso es lo que cree que es, o se trata de su imaginación y su deseo por volver a verlo. Pero está ahí, con él, tan cerca que puede oler incluso la hierba. Y volver a escuchar la canción. A sentir el calor del fuego. La felicidad en la risa del niño de ojos azules.

Hinata intercambia miradas del escenario a Kageyama. Sabe que se trata de él, mas no comprende porque lo está haciendo. Dista demasiado de su concepto de discreción.

— ¿Qué crees que estás haciendo? — indaga nerviosamente Hinata, sujetando la manga de la camisa y dando suaves tirones.

En cambio Kageyama no parece reaccionar, ni siquiera parpadear. Sumergido en un mar de recuerdos y sentimientos, a Shouyo no le queda más opción que tirar más fuerte, llegando al extremo de remecerlo cuidadosamente. Siguen estando a una altura considerable y caer no es ninguna opción.

— ¿Kageyama? — insiste Shouyo, alarmándose cuando la gente comienza a levantarse y acercarse al escenario.

Si hay revuelo en el interior, obligadamente entraran oficiales, tampoco entra en su plan ser detenidos o peor.

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Kenma y Kuroo miran asombrados hacia el frente. El rostro aburrido del más bajo ha desaparecido, y sus orbes afilados brillan emocionados. Sus ojos pueden reconocer una imagen holográfica de la realidad, y aquello sin duda entra en la segunda categoría.

— ¡Es un Creador de mundos Kenma!

El aludido mira con mayor detenimiento. Es cierto que se trata de algo tan inverosímil como la historia de Kuroo, el punto es que no lo está creando Oikawa Tooru, quien luce desconcertado y feliz. Sumamente feliz. Sino alguien más.

Kenma barre los asientos bajo ellos con la mirada, ninguno de ellos es el responsable. Se levanta y asoma la cabeza hacia los otros palcos, la gente no es demasiado diferente a la que se encuentra abajo, ellos también se han levantado de sus asientos y acercado un poco más. Sus rostros revelan que están disgustados por no poder estar más cerca.

Los ojos de gato miran en derredor. Nada.

Son sus oídos los que captan algo fuera de lugar, es una voz fina hablando en susurros. Mira hacia arriba.

Lo ha encontrado. Un par de niños sentados precariamente sobre una viga.

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Oikawa tiene el impulso de detenerse y comenzar a revisar uno a uno a los asistentes. Ahí tiene a su niño de ojos azules y no puede verlo, ya sea por la gente que se amontona hacia el frente, impidiéndole distinguir rostros, o por su visión borrosa.

La gente comienza a hacer ruido y la cabeza de su representante se asoma, un hombre ya entrado en años, que avanza con bastón por el mero placer de tener uno y no tanto por necesitarlo, de escaso cabello cano, rostro arrugado y ojos cansados.

El miedo comienza a embargarlo, si la ilusión se rompe no podrá saber jamás quien fue el culpable de todo. Así que ignorando la mirada de advertencia del hombre de bastón —que dice que no puede dejar de tocar, ni amedrentarse por la situación — y de un brinco ya se encuentra de pie. Mirando hacia todas partes. De ser necesario se arrodillara a orar a todos los Dioses con tal de obtener su gracia en ese instante.

No obstante, es un hombre pequeño, desde un palco quien llama su atención. Tiene medio cuerpo de fuera, y apunta hacia los cristales del techo. Él sigue la dirección. Ahí hay dos personas de rostros desconocidos, pues la luz de la Luna los baña, y proyecta sus sombras hacia el frente, mismas que se pierden entre las sombras de un muro trasero. Sin embargo, en el rostro de uno de ellos, fulguran dos puntos azules.

Ese es su niño. Su tan esperado niño, hecho joven.

Lo tiene a tan sólo unos metros. Al roce de sus dedos. Sus ojos chocolate se pierden en la inmensidad de la dicha, porque finalmente su música lo ha llevado hasta él.


El fic está ambientado en un universo de steampunk. Que es un subgénero de ciencia ficción y fantasía. Como el caso de este escrito. Impulsado por las corrientes retrofuturistas, centrado en la segunda mitad del siglo XIX, en las épocas victoriana y eduardiana, momento en que la Revolución Industrial se encuentra en su apogeo. Y que básicamente sustituye a los combustibles modernos por el vapor.

Inspirado en las canciones Voices y Sora de Yoko Kanno. Y La Visión de Escaflowne, en cuya película se usa la canción de Sora.

Las flores que se mencionan son: Hortensia, Mimosa, Campanilla de invierno.

La abuela de Kageyama no tiene nombre porque no pude elegir uno.

Cualquier duda, aclaración o sugerencia no dude en preguntar o comentar.

Y otra vez ¡Felicidades Nitta!