La segunda residencia de los Ainsworth [1], hogar del hijo menor de la familia, se alzaba imponente y solitaria a pocos metros de la costa, en un lugar privilegiado sobre una pedregosa y poco pronunciada colina en la bahía de Cardiff. Era una construcción típica, grande y ciertamente lujosa, aunque nada en ella llamaba especialmente la atención, no tenía ningún aspecto destacable o por lo menos, no parecía poseer ningún atributo tan especial como para justificar el repentino interés que el joven empresario Lysandre había mostrado por aquella construcción. A primera vista, cualquiera habría podido asegurar que el lugar era de lo más normal, tal vez un poco solitario y triste, demasiado apartado de la civilización para un hombre de negocios; el antiguo dueño había ordenado que pintaran el interior de anodinos tonos claros, los suelos eran de madera pulida y lucían tan inmaculados como el primer día: sin arañazos y sin un solo listón mate. El exterior era de granito gris azulado, el tejado de pizarra y en la parte posterior, la que daba directamente al mar, habían hecho sembrar un encantador jardín con rosas de varios colores, arbustos de camelias, asteres [2]violetas e incluso una magnolia grandiflora custodiando el pequeño invernadero de madera lacada en blanco con infinidad de pequeñas ventanitas, que habían instalado a petición de la difunta esposa del hombre.
Cada tarde, los débiles rayos de sol del atardecer borraban el aburrido color de la fachada de la casa y volvían a pintar la piedra con cálidos tonos rojizos y anaranjados, se filtraban traviesos por las impecables ventanas de la primera y de la segunda planta, chocaban contra el mobiliario, contra las figuritas decorativas de cada sala y jugaban a crear sombras grotescas en el interior de las habitaciones.
El joven empresario había adquirido aquella mansión con la excusa de ofrecer a sus padres un lugar tranquilo donde poder pasar sus últimos días, como una compensación o un regalo para demostrarles cuan agradecido se sentía por toda la ayuda que le habían prestado, sin embargo había cambiado de opinión tan pronto como la hubo comprado. Para él, que siempre había detestado el sonido del tráfico y el olor de las calles demasiado transitadas, el lugar se le antojaba un paraíso. Allí no había miradas indiscretas de las que tuviera que esconderse, tampoco se escuchaban los hirientes comentarios que hacían a sus espaldas, ni se veían las tensas sonrisas pegadas a la fuerza en el rostro de sus "amigos". ¿Cómo habría podido deshacerse de ella después de ver la paz que allí se respiraba?
Por lo menos, aquella era la versión que siempre contaban los sirvientes del señor Ainsworth, probablemente para poner fin a los siniestros rumores que circulaban sobre la compra de aquella casa. ¿Pero cuál sería la verdad? ¿Por qué se habría mudado a un lugar tan apartado? ¿Sería cierto lo que sus vecinos insinuaban, que había hecho desaparecer al antiguo dueño de la mansión y que tenía un negocio clandestino al que no podía dedicarse en pleno centro de la ciudad?
Nadie conocía lo suficientemente bien al joven señor como para poder responder con una certeza absoluta, ni siquiera sus amistades, esposa o socios parecían capaces de comprender los entresijos de su mente. De puertas para afuera, Lysandre Ainsworth era un hombre serio, tanto que no se le consideraba educado, sino más bien siniestro. Los hijos de sus socios no querían ni acercárse a él del miedo que les inspiraba, los adultos hacían todo lo posible por mantenerse a una distancia prudencial del hombre e incluso su mujer parecía no sentirse demasiado unida a él. También era un hombre reservado en extremo, solo se escuchaba su voz cuando tenía algo importante que decir e incluso cuando esto sucedía, uno debía de prestarle toda la atención pues nunca alzaba el tono y se corría el riesgo de no escucharle; nunca hablaba sobre sí mismo, nunca compartía anécdotas familiares ni hablaba sobre sus viajes o intereses mundanos. Como es de suponer a estas alturas, se desconocían sus orígenes y tampoco se sabía nada de sus aficiones o inquietudes, aunque a menudo podía vérsele en exposiciones de pinturas acompañado de su esposa, la preciosa Valerie Cross, que a diferencia de su marido, destacaba por su carácter afable y divertido.
¿Por qué una joven tan llena de vida se había resignado a languidecer junto a semejante hombre? ¿Por qué la habrían casado con Ainsworth habiendo tantos hombres solteros de mejor carácter y más acordes a su forma de ser? Sin duda sus padres debían de estar desesperados por encontrarle un marido o ¿es que tal vez el siniestro joven había hecho algo para obligarles a concederle la mano de la preciosa muchacha? Era lo que se preguntaban algunos hombres de Cardiff, cada vez que veían a la joven de tez nívea y melena rubia asistir sola a algún evento, siempre con candorosa ropa que haría suspirar a cualquier muchachita fuera cual fuese su estatus social, con deliciosas joyas decorándole el elegante cuello y siempre con aquella mueca triste en los labios, una sonrisa triste con la que probablemente se obligaba a combatir la soledad de su matrimonio.
¿Por qué malgastaría nadie su juventud junto a un ser tan aparentemente frío y mecánico, merecía la pena? ¿Al final de su vida, cuando se arrugaran sus manos y sus músculos fallaran, podría decir que su vida había sido satisfactoria?
Tal vez fuera aquello lo que la joven Cross pensara en el instante en el que se desplomó en el suelo, entre la cara tela de su nuevo vestido ahora carmesí, y al quedarse dormida ante la promesa de un sueño eterno, o tal vez simplemente dedicara sus últimos minutos a compadecerse de sí misma y a llorar, tal y como sus húmedas mejillas demostrarían más tarde, fueran cuales fueran sus pensamientos, ya nadie los sabría, nadie volvería a verla, nadie la escucharía reír, llorar o conversar alegremente con sus invitados, nadie volvería a pensar en Valerie Cross, porque ahora Valerie ya no existía y el mundo no tenía tiempo para pararse a recordar a una mujer sin vida.
—¡S-señor! —Samantha Sommers, la doncella de dieciséis años que se encargaba de que todo estuviera impecable, irrumpió en la habitación al escuchar el urgente grito del joven señor, sin molestarse en llamar a la puerta o en pedir permiso antes. No tenía ni idea de cuándo había vuelto a casa, pero al fijar la vista en el interior de sus aposentos, sintió que detalles tan insignificantes como aquellos ya no tenían lugar en la residencia, pues ante su ahora petrificada forma se encontraba Lysandre Ainsworth, sentado junto al cadáver de su joven esposa, que a juzgar por su vestido a medio abrochar, sus pies descalzos y la máscara que sujetaba entre sus dedos, aún no había terminado de vestirse cuando la encontró la muerte.
—¿Q-qué ha hecho señor? —se descubrió balbuceando impertinentemente la joven doncella, mientras seguía analizando el aspecto del empresario: aquel rostro tan frío que ni siquiera en un momento como aquel era capaz de mostrar el menor rastro de sentimientos humanos y las horrorosas manchas de sangre que ahora teñían su siempre impecable camisa y pantalones, y ensuciaban sus desnudas manos de dedos largos y huesudos, confiriéndole el aspecto de un demonio vestido como un hombre.
Ambrose Teal, el fiel mayordomo de la familia apartó con cuidado a Samantha de la puerta, se la llevó a otra habitación para ahorrarle el trauma de seguir viendo la lamentable imagen del dormitorio y volvió al escenario del crimen sin decir una sola palabra, para permanecer allí inmóvil durante casi veinte minutos, cuando el joven señor le interrumpiría para darle instrucciones de cómo proceder después del trágico incidente.
—Ambrose, debes avisar al señor Pierson —dijo con voz queda. —Me temo que no podremos asistir a su baile de disfraces. Dígale que mi mujer se encuentra algo… —hizo una breve pausa para mirar al cuerpo que descansaba a su derecha, se llevó las manos a la cabeza y se apartó el pelo de la cara antes de continuar: —indispuesta.
[1] Ainsworth : Apellido para Lysandro que he visto en más de un sitio y que he decidido utilizar en mi relato.
[2] Asteres : plantas florales de la familia Asteraceae. Muchas de las especies son utilizadas en jardinería por sus vistosas flores.
