Viñetita 11

El sonido del repicar constante de metal contra metal se oía por toda la caverna. Así de fuerte estaba golpeando en su trabajo.

Ese sonido se había oído por más de dos días seguidos, solo con pequeños interludios de silencio, para empezar de nuevo con fuerza renovada.

Afrodita estaba preocupada, y mucho. Mientras veía a sus niños dormir, después de que habían pasado varios días muy nerviosos, supo que no les había mentido. Él los protegería, los dejaría vivir ahí, guarneciéndose mientras la guerra entre Ares y Atenea terminaba y su odio hacia ella, por la huida con sus niños, no fuera tan acuciante.

Sin embargo, lo que la hacía sentir muy preocupada y culpable, fue que Hefesto echara a Atenea de la casa, y no tuviera el coraje de ponerse en pie y decir que ella y sus hijos eran los que se iba de ahí. Eso debió hacer. Ella era la que había conseguido traer discordia en esa pareja. Y por más que quería proteger a sus hijos, no tenía derecho a hacer que los demás sufrieran por su culpa.

Pero no lo hizo, porque no quería irse. En tantos años lejos de él, se dio cuenta de lo tanto que lo amaba. En verdad, como amaban los demás sin necesidad de dejarse llevar por una imagen falsa. Hefesto la veía a ella, y solo estando sin él, se dio cuenta de que eso era el amor y era lo que más deseaba. No lo iba a volver a dejar, y menos en ese instante en que él se sentía tan mal, que no hacía más que hacer más y más, y más escudos.

El sentir el vacío en su corazón, la rabia e impotencia contra sí mismo y ese tan terrible dolor de pérdida; no la dejaba en paz. Era su culpa, y aunque lo sabía, por primera vez en su vida no quería arreglarlo. Una pareja que se quería y respetaba, había roto y ella no quería remediarlo. Porque él la amaba a ELLA, a Afrodita, y curiosamente, por él pudo darse cuenta de que Afrodita no era solo el amor de los demás, sino que podía amar y decidir también.

Por eso, al amanecer del tercer día, en que parecía que los golpes iban a oírse hasta el infinito, pequeños retumbos por todas las paredes de piedra; Afrodita dijo que ya era suficiente.

Y ahí estaba, en la entrada de su honda cueva, con el fuego amarillento al fondo, calentando más y más el aire del lugar. Iba con ambrosía líquida para él, aunque no solo quería hacerlo alimentarse sino… Hefesto vio solo un instante hacia atrás, carraspeó y Afrodita se sintió golpeada por su enojo contra ella, su exasperación contra él mismo… pero dentro de todo ello, su amor.

Afrodita se sintió iluminada por éste, aunque no supiera que estaba a oscuras; y lo guarnecida, protegida y cálida que supo que ella y sus hijos estaban la hicieron estar a punto del llanto.

Aunque Hefesto le dedicó un gruñido bajo, exaltado como estaba, ella puso la ambrosía a un lado. Sin más, le abrazó la cintura por detrás y puso su cabeza en su hombro. El calor del fuego y los metales incandescentes era enorme, su piel casi se quemaba, pero no le importó. Porque, por más que Hefesto seguía enojado con ella, no se la quitó de encima y siguió su trabajo.

Afrodita no lo soltó por varias horas, hasta que él terminó su trabajo, tomó la ambrosía y salió. Lo miró irse sin decirle nada, y Afrodita lo siguió, sabiendo que él era su hogar.