«Please don't cry
For the ghost and the storm outside
Will not invade this sacred shrine
Nor infiltrate your mind»
Llovía sobre mojado y las gotas chisporroteaban como si, al tocarlas, fueran a quemar. Eso tenía algún sentido, porque no importaba cuán frío estuviera afuera y con cuánto fervor deseara que la fiebre amainara, cada vez que cambiaba los paños de agua fría en la frente de su hermano estos se entibiaban al contacto con su cuerpo.
El agua empezaba a colarse bajo la puerta. Luego de tres días de lluvia ininterrumpida las ideas sobre cómo evitar que la habitación se inundara se le habían agotado y lo único que hacía era interponer su cuerpo entre el colchón y la capa de agua que ganaba terreno sobre el piso de hormigón.
Habría tenido la idea de dejar que su hermano se mojara para ver si eso ayudaba si la chica que trabaja en la botica, Verbena Cranberry, no le hubiera advertido el día anterior que eso sería estúpido. No le preguntó porqué, sólo se preocupó pensando en la probable alta tasa de gente que no sobrevivía al tercer día de fiebre sin ningún tratamiento médico. Eso tampoco se lo preguntó, lo supuso, nadie podía tener tanta suerte.
Sin embargo, allí estaba, un día entero después. La espalda se le había empapado mientras su mano, que acariciaba los cabellos rubio oscuro del otro chico, ardía como si el calor traspasara su propia carne. Reluctante, se levantó a empapar de nuevo los paños en agua fría y los extendió otra vez en la frente y el cuello de su hermano. Faltaban un par de horas para la cosecha y tenía que irse, pero su madre no había llegado aún. No tenía que salir a buscarla, sabía qué estaba haciendo, todo el distrito Doce lo sabía, por eso tenía algo de gracia cuando lo llamaban «hijo de puta», no era algo que pudieran decirle sin revelar cuán hundidos estaban ellos mismos también.
«Haymitch Abernathy». Era su cosecha número cinco. No había cometido ningún crimen grave, ni golpeado a ese chico que había insultado a su novia, ni siquiera decía malas palabras frente a su familia (cuando podía evitarlo), y sin embargo iba a morir. Su nombre, dos palabras sin importancia que podían significar cualquier cosa, aparecía catorce veces en la urna de cristal dispuesta para el sorteo. Una por cada vez que había tenido el atrevimiento de cumplir un año más, hasta llegar a cinco, y otras tantas cada vez que había tenido suficiente hambre para pedir teselas. Sólo habían tres papeletas con el nombre del otro chico escogido.
Caminó hacia el escenario y alzó la cabeza para encontrarse con los ojos de una chica, Olive Donner, doblemente afligida por él y por su hermana. Haymitch la miró mientras negaba ligeramente con la cabeza. Sus ojos estaban llenos de ella, sólo porque no quería mirar a Maysilee, pero sus pensamientos estaban con el chico en el colchón mojado, angustiado y seguramente aún febril.
