DISCLAIMER: Tanto los personajes, como la trama de "Twilight", no me pertenecen, son propiedad de la autora original, Stephenie Meyer. Esta historia está creada sin ningún ánimo de lucro, tan solo con el afán de entretener.
¡Hola! Tal y como dije en la nota que dejé hace unos meses en el otro sitio, estoy reescribiendo esta historia cuando tengo algo de tiempo (e inspiración), así que aquí os dejo el primer capítulo. Para las que han estado aquí desde hace mucho, quizás os parezcan similares muchas cosas de la historia anterior a la que estoy subiendo ahora, y es que he querido mantener un poco la esencia de lo que había escrito antes, pero añadiendo y corrigiendo ciertas cosas. Para los nuevos lectores, (si es que hay alguno jeje) ¡bienvenidos! Os invito a leer la historia y a que me digáis que os parece en los comentarios :D
No sé cuándo podré subir el siguiente capítulo, pero espero que sea dentro de poco tiempo; ¡también depende de vuestros reviews! Decidme si os gusta o no :)
Quiero hacer algunas aclaraciones antes de que empecéis a leer, porque me parece que son un poco importantes: La historia está ambientada justo después del tercer libro/tercera película, con lo cual, lo que ocurre en Amanecer todavía no ha sucedido, sino que está por suceder. También he decidido cambiar las edades de algunos personajes, como los de la manada o incluso el de Bella, porque se acomodaba mejor a lo que tenía en mente. Seguramente que esta historia sea una mezcla entre las películas y los libros, con cosas de mi propia invención.
¡Espero que os guste! ^^
Capítulo 1: Las decisiones nunca son sencillas.
JACOB.
Mi pesada respiración hacía eco en aquel solitario y oscuro bosque. Los pájaros dejaron de gorjear al presentir que algo peligroso se acercaba y los ciervos se escondieron entre las espesas ramas de los árboles, a la espera de que aquella extraña criatura a la que podían escuchar, se marchase sin causarles ningún daño. Solté un bufido y obligué a mis entumecidas patas a seguir corriendo, a internarme más en la espesura. Tenía que resignarme a la idea de que esa iba a ser mi condena: vivir siempre como un ser inusual del que solo eran testigo las leyendas; un monstruo con el tamaño de un oso, la forma de un lobo y la fuerza de una manada entera. Una criatura peligrosa capaz de hacer daño a todo lo que estaba a su alcance.
Por eso había decidido irme y dejar que el animal que convivía dentro de mi tomara el mando de mis emociones. Todo era mucho más sencillo cuando dejaba que el instinto mandase; me ataba a la realidad del aquí y ahora que de otra forma no era capaz de conseguir. Dejaba de sentir emociones tan complejas como el rechazo o el desamor, y me centraba en las sensaciones primitivas propias de un animal: hambre, sueño, frío... Si me hubiese quedado un minuto más, habría cometido la mayor locura de mi vida, algo con lo que habría tenido que cargar en mi conciencia para el resto de mi existencia. No por lo que estaba más que dispuesto a hacer, pues borrar de la faz de la tierra a ese chupasangre no me suponía ninguna dificultad; eran las consecuencias de esa acción las que caerían sobre mí como una losa para hundirme más en la miseria. El desprecio y la repugnancia de sus ojos serían mi castigo. Casi podía verlo.
Agité la cabeza rápidamente en un intento por apartarla de mi mente, aunque fuese durante un instante. Como si eso fuese posible.
Aceptar que jamás sería mía era sencillo, ya que nunca lo había sido. Lo sabía, siempre lo había hecho, incluso desde el principio; pero aferrarme a la idea de que podía hacerla entrar en razón era mucho más fácil que ver cómo decidía echar a perder su vida para siempre. Si tan solo hubiera tenido más tiempo, habría tenido la oportunidad de hacerle ver que no tendría que cambiar o convertirse en algo diferente para poder estar conmigo, que no tendría que morir.
Solté un gruñido rabioso. Nada tenía sentido ahora. Ella ya había decidido sin importarle nada ni nadie; sin importarle dejar atrás a su familia o romperme el corazón. Por eso no podía quedarme allí como un mero espectador. No era capaz de quedarme viendo como una inocente caminaba por el corredor de la muerte sin hacer nada por salvarla.
— Menuda alegría derrochas.
Abrí los ojos con sorpresa por la repentina interrupción en mis pensamientos y trastabillé con las hojas húmedas del suelo. Derrapé unos pocos metros hasta que me estampé contra un árbol y acabé tendido entre sus nudosas raíces, en una cama de hojas y ramas rotas.
— ¡Joder! —aullé enfadado.
— Vaya golpe, colega —dijo Quil entre risas.
Que alguien que no eres tú esté en tu cabeza hablando debería de ser algo perturbador, pero por desgracia yo estaba más que acostumbrado; era uno de los regalitos inesperados que te encontrabas tras el primer cambio de fase. Una manada sin ningún medio de comunicación era inútil a la hora de cazar, por eso nosotros teníamos el vinculo mental. Todos los integrantes de la manada podían escucharse los pensamientos de forma tan clara como si fuesen los suyos propios. Incluso las emociones se sentían con fuerza. Yo lo detestaba con la misma intensidad con la que detestaba la magia que corría por mis venas. Tenía que reconocer que era muy útil cuando teníamos que dar caza a uno de esos chupasangre y que era como estar siempre en una llamada múltiple dondequiera que estuvieses; sin embargo, el precio que todos teníamos que pagar por tener ese vinculo era que perdíamos toda privacidad. Nada de secretos con la manada. Cero.
— ¿Qué narices quieres? —espeté sin miramientos. Sacudí el lomo con cuidado para quitar todas las hojas que se habían caído encima de mí, esperando no haberme roto nada. Cuando estuve seguro de que todo seguía como debería, me propulsé hacia delante y continué corriendo.
— Ya lo sabes.
— Jake —una nueva voz mucho más aguda que la de mi amigo se nos unió—. Te necesitamos, tío.
— Dejadme en paz —dije con cansancio.
Y aquí venía la irritante y repetitiva conversación de la manda desde mi partida. Siempre era la misma historia.
— Billy te necesita —dijo Quil. Los pelos del cuello se me erizaron como respuesta y un gruñido se me escapó de entre los dientes—. Puedes gruñirme todo lo que quieras, pero sabes que es cierto. Lo dejaste solo cuando decidiste huir.
— Bueno, mi madre y Emily han ido a visitarle de vez en cuando —añadió Seth por lo bajo.
— Ya, claro, porque su compañía es igual que la de su propio hijo ¿verdad?
— ¡No quería decir eso…!
— ¿Ahora usas el chantaje emocional como forma de coacción? —pregunté entre dientes.
Quil sabía dónde meter el dedo en la llaga y apretar hasta hacerme sangrar, después de todo, era uno de mis mejores amigos, lo que le daba la información necesaria para hacerlo. Lo malo era que no pretendía volver a la reserva hasta que de verdad sintiese que estaba preparado para hacer frente a las situaciones que se me presentaran delante, con la cabeza bien despejada. Sin embargo, por mucho que me doliese admitirlo, mi amigo tenía razón: había tenido que dejar atrás a mi padre para poder alejarme de todo. Posiblemente eso era de lo único de lo que me arrepentía.
— No habría necesidad de usarlo si fueses coherente y dejases de ser un estúpido —dijo una nueva voz femenina.
— Vaya Leah, nunca me había dado cuenta de lo simpática que eres. Un rayito de sol.
— Es una de mis muchas virtudes —contestó la loba con sorna.
— No seas así —protestó su hermano—. Todos entendemos que estés mal por lo que está pasando, Jake.
— Habla por ti…
— ¡Leah! —volvió a quejarse Seth.
— ¿Qué? Mira, no voy a fingir que esto me importa. ¿No te das cuenta de que todo lo que le digamos no sirve de nada?
Sentí su frustración arderme en el pecho como si fuese la mía propia. Muy en el fondo podía simpatizar con la chica, pero mi cabezonería iba más allá del alcance de sus palabras, las cuales estaban cayendo en saco roto.
— ¿Sabes qué es lo que más me revienta de todo esto? —prosiguió— Que ni siquiera estás imprimado de ella.
— ¿Vienes a darme lecciones sobre la imprimación? —resoplé.
— Si hace falta, sí.
— Pues ve ahorrándote la saliva, no las necesito.
— Madre mía, estoy razonando con la pared.
— Tú no lo entiendes, Leah.
— ¿Qué no lo entiendo? —la frustración fue remplazada por un agudo pinchazo, como si un clavo ardiendo intentase atravesarme el pecho. No supe reconocer si era su dolor o el mío—. Créeme, de todos los que estamos aquí la que mejor te entiende soy yo.
— Eh… No creo que ahora sea el momento de hablar de eso —dijo Quil claramente incómodo.
— ¿Y cuándo va a ser un buen momento? ¿Cuando sea demasiado tarde para que se dé cuenta de que está desperdiciando su vida por una idiota que no merece la pena? —inquirió— Mira Jacob, tienes que espabilar de una maldita vez y dejar de ser tan sumamente cabezota y egoísta. ¿No decías que estabas enamorado de Bella? Pues demuéstralo sintiéndote feliz por su felicidad y no comportándote como un niño al que le han quitado su muñeco.
¿Quieres echar a perder tu vida por una persona que no lo merece? Adelante, cava tu propio hoyo y escóndete ahí hasta que te pudras, pero no arrastres a las personas que te aprecian contigo. ¿Quieres luchar y olvidarte de ella? Genial. Demuestra que tienes lo que tienes que tener: vuelve a tu casa y pasa página de una maldita vez.
— Ya vale, chicos —interrumpió una nueva voz. Al notar el peso de sus palabras caer sobre mi, supe quien era: Sam, nuestro Alfa. ¿Cuándo se habría unido a nuestra conversación?
— ¿De verdad esperas que me calle después de todo lo que me ha dicho?
— Puedo seguir si no has tenido suficiente.
— Claro, por favor, deléitame con tu sabiduría milenaria —dije con toda la acidez que pude.
— Por supuesto. ¿Por qué no continuamos analizando tu rabieta de pre-adolescente?
— ¿Te refieres a tu estado natural?
— ¡Eres un desagradecido de mier…!
— ¡Ya basta! —ordenó Sam.
Agité la cabeza dejando escapar un gruñido disconforme al sentir el latigazo de su mandato obligándome a que me callara. Oh, como detestaba la sensación; el estar atado de pies y manos sin opción de resistencia cuando Sam daba una orden, como si me manejase con sus hilos de acero.
Por mucho que quisiese protestar, todos los intentos por desobedecerle iban a ser inútiles y una pérdida de tiempo y energía que prefería ahorrarme. Su puesto como líder de la manada le confería esa magia especial llamada "voz del Alfa" de la que ninguno de nosotros disfrutábamos. Básicamente, si él daba una orden, por extraña o desapacible que fuese, estabas obligado a cumplirla sí o sí, sin excepciones, y a pesar de que eso era algo de lo que tan solo él disfrutaba, era mi excusa perfecta para añadir otro punto a la lista de cosas negativas que tenía ser un hombre lobo.
— Respetad su decisión —dijo—. Cuando esté listo, volverá.
— Ya, eso será cuando las vacas vuelen…
— Cambiad de fase —por un momento pensé que también me lo estaba diciendo a mi, pero al no notar el peso de su orden, me di cuenta de que no. Suspiré aliviado; un descanso de todas esas voces en mi cabeza me vendría bien.
Agradecía su preocupación y sus ganas de que volviera, de verdad, pero no podía. Necesitaba centrarme en curar mis heridas y estando en casa no iba a poder hacerlo.
— ¿Cómo estás? —preguntó Sam cuando todo el mundo se fue.
— De una pieza —sabía de sobra que no se refería a mi estado físico, pero no estaba dispuesto a abrir la caja de Pandora y confesarle que me sentía como una mierda.
— ¿Cuándo crees que volverás?
— No lo sé Sam. Cuando esté preparado, como tú has dicho. Es todo cuestión de tiempo, supongo.
— Procura que ese tiempo no se alargue demasiado.
— ¿Cómo están las cosas por casa? ¿Y Billy?
— Todos están preocupados por ti —de pronto la mente de Sam se inundó de imágenes, de recuerdos que podía ver con claridad.
Todo parecía seguir igual que cuando me fui: la rampa de la entrada mojada debido a la permanente lluvia que caía en la reserva, los cuadros de la familia colgados en la entrada, la estrecha cocina y el pequeño comedor frente a ella... Mi estómago protestó cuando el olor a comida recién hecha inundó todos mis sentidos. Por un momento me vi allí, sentado a la mesa, resguardado de las inclemencias del tiempo y disfrutando de un plato caliente; pero tuve que recordarme que lo que estaba viendo tan solo eran recuerdos en la mente de otra persona.
Una cabellera morena se cruzó delante de mi y se giró para dedicarme una sonrisa. Las comisuras de sus labios se curvaron, desfigurando las tres cicatrices que tenía en el lado derecho de su cara. Era Emily, la prometida de Sam. Llevaba en las manos un plato de sopa humeante desde donde salía aquel rico olor.
Encima de la mesa del comedor había muchos más platos. Una de las sillas estaba ocupada por Charlie, el padre de Bella y el jefe de la policía de Forks. A su lado estaba mi padre, en su silla de ruedas y con su sombrero calado hasta las orejas. El policía parecía estar contándole algo, pero él no le hacía caso; tenía la mirada perdida en la ventana, esperando encontrar algo fuera de la casa. Bajo sus ojos se habían formado oscuras bolsas debido a la falta de sueño y sus labios se apretaban en una fina linea a causa de la concentración. Ni siquiera se había percatado de que alguien había entrado en casa.
Pegué un pequeño brinco cuando la voz de Sam me sacó de sus recuerdos.
— Como has podido ver, Emily y Charlie se han dejado caer por allí algunos días —dijo—. Sé que Sue también ha ido varias veces.
El haber visto así a mi padre me dejó tal vacío en el pecho, que solo fui capaz de contestarle al cabo de un rato, después de haberme desplomado junto a un arroyo.
— Dales las gracias de mi parte.
— Charlie insiste en abrir una investigación sobre tu desaparición —añadió. Fruncí el ceño, ¿una investigación?—. Está enfadado con Billy porque lo único que hace es decir que ya volverás y que no hace falta buscarte. Cree que se a sumido en el dolor y que no quiere aceptar lo que está pasando.
— No hace falta que nadie me busque, ya sabes que algún día volveré.
— Yo sí lo sé, pero para él llevas en paradero desconocido poco más de un mes.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos hasta que un titubeo tiñó sus siguientes pensamientos, como si no estuviera seguro si contarme algo o no.
— Suéltalo, Sam.
— Bella ha estado llamando también —el corazón se me estrujó en el pecho cuando la nombró. Ahora entendía el titubeo—. Ha hablado con Seth un par de veces preguntando por ti. Sabe que Billy no la va a contestar, así que…
— Vale. ¿Algo más?
— Nada relevante —se entrecruzaron varios pensamientos en su cabeza sobre su boda con Emily y algo de Embry que no me paré a analizar—. Cuando decidas volver…
— Cuando esté preparado para volver —le rectifiqué.
— Cuando lo estés —dijo con un deje de irritación—, recuerda que estaremos esperándote.
— Dile a mi padre que estoy bien.
— Lo haré.
Inmediatamente dejé de escuchar sus pensamientos, lo que significaba que había cambiado de fase.
Solté un suspiro y me dejé caer la cabeza sobre la hierba. Unas gotas de lluvia empezaron a colarse entre las ramas de los árboles, dibujando formas en el agua y oscureciendo las hojas que descansaban en el suelo. Pronto todo estaría calado por la chaparrada, pero no me moví. Estaba tan cansado, tanto física como mentalmente, que era incapaz de dar un paso más.
Miré hacia arriba cuando una intensa luz alumbró unos segundos el oscuro bosque y acto seguido resonó el rugido del trueno sobre mi cabeza, haciendo retumbar el suelo que estaba debajo de mi.
¿Habría hecho bien en irme?
LILIAN.
Siempre me había parecido curioso el impacto que tiene en nuestras vidas las decisiones que tomamos, por muy pequeñas e insignificantes que sean en un principio. Yo creía que era como un ciclo, una cadena de acción y reacción interminable que define quienes somos y a dónde vamos, y que empieza desde que tenemos uso de razón. Algunas decisiones son tan sencillas de tomar, que ni siquiera nos paramos a pensarlas; como, por ejemplo, beber agua cuando tenemos sed o levantarnos por las mañanas para empezar el día. Es algo mecánico que hacemos de forma inconsciente, igual que la memoria muscular. Son decisiones que tomamos día a día y que son tan normales para nosotros, que no nos damos cuenta cuándo hemos decidido llevarlas a cabo.
Por el contrario, hay otro tipo que nos dejan mucha más huella de lo que creemos, y que pueden poner nuestra vida patas arriba, o cambiar la forma en la que vemos el mundo a nuestro alrededor; como, por ejemplo, escoger una carrera en la universidad, dar el sí quiero a la persona que amas, o aceptar un intercambio escolar en la otra punta del mundo.
Encima de mi cabeza oí un sonido suave, parecido al de una campanilla, y vi cómo se coloreaba de rojo un dibujo de un cinturón. Arrugué la frente y miré alrededor. A mi lado estaba mi hermano, con la cabeza apoyada en el asiento y los oscuros rizos tapándole los ojos cerrados. Respiraba profundamente y no se enteraba de que nuestra madre le estaba abrochando el cinto y se aseguraba de que estaba bien cerrado.
Sus ojos oscuros chocaron con los míos, melosos, y señaló mi regazo con el mentón.
— El cinturón.
Como si algo mágico la hubiera escuchado, el avión pegó una sacudida que hizo que me aferrase al asiento, soltase una exclamación y empezase a sudar frío. Sin esperar ni un segundo más a que otra turbulencia volviese a zarandearnos, encontré los dos extremos del cinto y los uní con fuerza. Acto seguido mis dedos se enroscaron en la hebilla y me hundí más en mi asiento, apretando las mandíbulas de forma inconsciente.
Cómo no, mi miedo a estrellarnos contra el suelo y salir en las noticias en un terrible accidente de avión, parecía divertir a mi madre, quien intentaba disimular una sonrisa. La miré de mala gana.
— Son solo unas pequeñas turbulencias —reprimí el impulso de imitarla apretando con fuerza los labios.
— No se preocupe, señorita —una azafata de ojos grises y acento americano se paró al escucharla. Me dedicó una sonrisa en un intento por calmarme—. Enseguida llegaremos al aeropuerto de Seattle. Hay una gran tormenta y debido al viento, el avión se mueve más que de costumbre, pero el piloto está acostumbrado; aterrizaremos antes de que se dé cuenta.
Claro, porque decirme que había un temporal horroroso mientras que estaba a no sé cuántos metros del suelo hacía maravillas para calmarme. ¿Habría empezado la temporada de tornados? ¿Podría formarse uno en Seattle?
Le susurré un agradecimiento y ella continuó andando hacia la cabina.
Solté un suspiro y me dediqué a mirar por la empapada ventanilla intentando divisar el suelo del aeropuerto. Tenía lo que me merecía por haber decidido aceptar el dichoso intercambio escolar. ¿En qué momento me había parecido buena idea? Separarme de mi entorno, del maravilloso calor sofocante que hace en los meses de verano en Madrid, de las playas del mediterráneo abarrotadas de gente y de los guiris achicharrándose al sol y convirtiéndose en gambas andantes. En cambio ahora estaba sentada en un avión, después de haber viajado alrededor de trece horas, esperando para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma, en el estado de Washington, al Oeste de Estado Unidos. Y eso no era todo, claro; por si el viaje hasta aquí no hubiese sido largo, además, teníamos que viajar otras cuatro o cinco horas hasta llegar al sitio más húmedo y frío de todo este enorme país. Mi instituto no podía haber elegido un lugar más caluroso como California o Florida, no; me enviaba a La Push, donde llovía más que días tenía un año. Todo gracias a que tenía familia allí, y si algo salía mal no iba a quedarme tirada en la calle.
— Ya estamos llegando —dijo mi madre. Sus ojos negros se iluminaron de entusiasmo.
Decir que ella estaba más emocionada que yo era quedarse corta. Estaba mucho más ilusionada por el cambio de aires y por volver a ver a la familia, de lo que yo estaba por conocer gente nueva y enfrentarme a la mirada de todo el mundo en una clase llena de adolescentes. No sabía como lo había conseguido, pero había logrado convencer a mi padre para que nos mudásemos todos durante el tiempo que duraría el intercambio, a la reserva. Para cuando me quise dar cuenta, ya habían encontrado una casa, Adrián tenía una plaza en la escuela primaria de La Push y mi padre un empleo temporal en el pueblo de al lado.
Pegué un respingo cuando la voz de un hombre sonó por el altavoz del avión.
— Señores pasajeros, bienvenidos al Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma, donde son las 16:30 PM, con una temperatura exterior de 60º F. Por favor, permanezcan con el cinturón de seguridad…
— ¿Cómo vamos a llegar hasta La Push? —pregunté a mi madre.
— Me parece que va a venir tu primo a por nosotros.
— ¿En serio?
Asintió y al ver que las señales que estaban encima de nuestras cabezas se apagaban, se desabrochó el cinturón y se levantó.
De la reserva a Seattle había cuatro horas de viaje, y viceversa, lo que significaba que mi primo se había pasado todo el día viajando para recoger a unos familiares a los que apenas había visto en dos o tres ocasiones, de las cuales, la que recordaba con gran claridad y especial cariño, era la única vez que había venido a Estados Unidos.
Yo acababa de cumplir la fatídica edad de los siete, la misma que mi hermano tenía ahora, y se me acababa de caer un diente de leche a causa de un cabezazo en el patio del colegio. Mi tía Bonnie, la hermana pequeña de mi madre, estaba a punto de dar el sí quiero en una pequeña capilla en la reserva de los Makah, en Neah Bay. Por supuesto, toda la familia estaba invitada, y aunque tenía muchísimas ganas de conocer a mis abuelos, el interminable viaje de España hasta aquí hizo que desarrollase un miedo irracional a volar y a los cacahuetes. No sabes lo malvados que pueden llegar a ser hasta que te atragantas con uno.
La primera vez que vi a mi primo pensé que era un niño que se había perdido en el bosque y que no sabía cómo hablar. Más tarde comprendí que aquel muchacho de nueve años acababa de caerse en el barro por culpa del dóberman de nuestra abuela y que los sonidos que le salían por la boca era su intento por hablarme en español. Enseguida encontré al aliado perfecto de gamberradas: él ponía el físico y yo el ingenio. Después de que nos pusiéramos malos en nuestra tercera misión por robar las famosas galletas con virutas de chocolate de nuestro abuelo, decidimos usar nuestra nueva sociedad para proyectos más grandes, como, por ejemplo, colarnos en las cocinas del restaurante donde se celebraba el banquete de la boda y probar la tarta nupcial. Estaba asquerosa, por cierto.
Había sido duro despedirme de Embry aquella vez. Sólo cuando juró que jamás perdería el contacto conmigo aunque tuviese que enviarme cartas todos los meses, fui capaz de separarme de él. Ahí empezó nuestra extraña y anticuada costumbre de escribirnos una vez al mes. No importaba cuántas veces hablásemos por teléfono, yo siempre esperaba con ansias sus cartas y las fotos que solía adjuntar a ellas. Casi podía hacer un álbum entero de su coche por el reportaje que le había hecho; desde que empezó a construirlo con sus amigos, hasta que estuvo terminado y pintado. Él por su parte había sido testigo de mis primeros bocetos como una dibujante amateur.
Ahora, casi diez años después, las cosas habían cambiado un poco. Por mi parte, aunque sí seguía pintando, jamás se me habría ocurrido meterme en líos por unas tontas galletas y un trozo de pastel, a pesar de todo mi amor a lo dulce. Embry, sin embargo, sí parecía seguir haciendo algunas cosas cuestionables, como abandonar su cama en mitad de la noche, o romper toda su ropa misteriosamente. Mi tía se perdía por la calle de la amargura cada vez que veía que él no estaba en su casa por las noches, y por mucho que ella le castigase, nada cambiaba al día siguiente.
La verdad era que no sabía qué pensar. Le había preguntado sobre eso algunas veces, pero Embry no parecía un joven al que le gustaba meterse en problemas. Quizás le gustaba demasiado apostar con sus amigos, pero nunca era nada grande o dañino; y dudaba mucho que su falta de ropa fuese a causa de haberse unido a un club de striptease.
Claro que, uno nunca conoce a las personas del todo.
La mano de mi hermano se agitó delante de mi cara.
— Tierra llamando a Lily, ¿alguien en casa?
— ¿Cuándo te has despertado?
— Llevo un rato llamándote —dijo Adrián. Sonrió de medio lado y sus ojos marrones destellaron burlones—. Siempre te pierdes en tu propio mundo, alienigena.
— Cállate, renacuajo —le revolví los rebeldes rizos negros y él se alejó riéndose. Cuando intenté seguirle me di cuenta de que todavía llevaba puesto el cinturón de seguridad y que quedaba muy poca gente ya en el avión.
— No os distraigáis, venga.
Mi hermano y yo seguimos a nuestra madre fuera del avión. La azafata de ojos grises nos despidió con una sonrisa divertida, seguramente recordando mi pánico por las turbulencias. No pude evitar el sonrojo que me subió por el cuello hasta las mejillas. Seguramente pensaba que era una dramática por tener miedo de uno de los transportes más seguros creados por el hombre. Menuda vergüenza.
Después de conseguir unos carritos para poder llevar todo nuestro equipaje cómodamente, empezamos a dar vueltas cerca de la entrada del aeropuerto. Aproveché para encender el móvil y configurar la hora y el día. Hice una mueca al ver que no tenía ninguna notificación, aunque no me extrañaba demasiado. Nadie iba a echarme de menos.
Cuando pasaron diez minutos sin tener noticias de mi primo, empecé a buscar su número en la agenda.
— ¿Quieres que le llame?
— No creo que haga falta —me contestó mi madre. Alcé la mirada hacia ella—. Mira.
— Mamá, ¿quién es ese hombre? —preguntó Adrián.
Sí, mamá, ¿quién diablos era ese hombre? Me giré y aferré mi móvil para que no se me cayera de la impresión.
Arrugué la frente sin poder creerme que aquel joven que se dirigía hacia nosotros fuese el mismo niño desgarbado y estirado que había conocido años atrás. Mi cerebro no conseguía encontrar algo que indicase que él era mi primo, a pesar de saber que él era la única persona que iba a venir a buscarnos. Una de sus manos se alzó en un saludo mientras que la otra agarraba una chaqueta vaquera que parecía no necesitar, a pesar de que yo apenas podía sentirme los dedos de las manos. Sí, no había duda. Tenía que ser él.
Cuando sus labios se curvaron en una sonrisa que podría haber deslumbrado a cualquiera que no llevase gafas de sol, me di cuenta de que ese hombre y el niño de mi memoria tenían algo en común.
Alcé las cejas con incredulidad.
— ¿Embry?
— Embry, cariño —mi madre se acercó a él y le dio un abrazo—. Cuanto has cambiado… ¡Mírate! Estás enorme.
— Sólo han sido unos centímetro desde la última vez que vinisteis, tía Emma —contestó el moreno. Al parecer, su apariencia no era lo único que había cambiado. Sin duda, el teléfono me engañaba, pues su voz no sonaba tan grave cuando hablábamos.
— ¿Cómo has estado? Seguro que Tiffany se ha puesto paranoica. Conociendo a mi hermana, te habrá puesto de los nervios.
— No mucho más que de costumbre —se encogió de hombros—. No ha dejado de recordarme la hora de llegada del vuelo desde hace tres días.
Mientras que mi madre y ese extraño al que todavía me costaba identificar como Embry hablaban entre ellos y con mi hermano, sentí un escalofrío recorrerme la columna.
Había tenido la tonta esperanza de que las cosas aquí continuasen del mismo modo que cuando nos fuimos hacía diez años, pero había sido absurdo pensar, aunque fuese por un instante, que todo seguiría igual. Las personas cambian y las circunstancias también. Ver el cambio tan drástico que había dado Embry me hizo darme cuenta de que quizás haber aceptado el intercambio no había sido buena idea. ¿Y si ya no tenía interés en retomar la relación de complicidad que habíamos tenido en el pasado? ¿Qué iba a hacer yo en un sitio que no conocía, sin nadie que me ayudase a adaptarme al entorno y a las costumbres de La Push? Había contado con que Embry me ayudase a familiarizarme con mi nueva vida durante este año, pero no me había parado a pensar en que tal vez él no tuviera la misma idea.
Se me empezó a formar un nudo en la garganta de solo pensar en el año que se me venía encima.
Entonces, Embry se giró hacia mi y volvió a esbozar la sonrisa deslumbrante de antes.
— ¿Es que no me vas a saludar, Lily?
Sonreí levemente dejando escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo. A veces tenía la costumbre de preocuparme demasiado.
En el momento en el que sus brazos me rodearon con fuerza, me encontré en un abrazó abrasador que no podía ser normal. Nadie tenía una temperatura corporal tan alta y seguía vivo para contarlo; por no hablar de que el sol brillaba por su ausencia y él iba en manga corta. Literalmente parecía que me había acercado a un fuego recién encendido y había metido las manos para dejar que se achicharrasen.
— ¿Te encuentras bien? —pregunté un poco preocupada.
— Sí, ¿por qué?
— Parece que te has tragado una estufa —su sonrisa flaqueó, pero instantáneamente volvió a ser la de antes—. No tienes fiebre ni nada, ¿no?
— Nah, no te preocupes —hizo un ademán con la mano—, es de la calefacción del coche. ¿Emocionada por el intercambio?
No pasé por alto la forma tan poco sutil en la que intentó cambiarme de conversación. Su incomodidad por mi pregunta, aparentemente inocente, tampoco se me había escapado. Pero estaba tan cansada del viaje y tenía tantas ganas de llegar y darme una ducha caliente, que decidí no hacer caso a mi instinto que parecía gritar que a Embry le ocurría algo que no quería contarme.
Tampoco tenía por qué hacerlo, claro.
Además, ¿qué tan malo podía ser lo que me estaba ocultando?
