Frunció el ceño, mirando con desdén al estúpido oso de felpa que estaba sobre la cama.
—Tú —gruñó—, te iras de esta habitación aunque sea lo último que haga.
Dicho eso, tomó con violencia al peluche y lo arrojó dentro de su mochila. Salió del cuarto mirando el pasillo, asegurándose que no hubiese testigos en su atentado contra el úrsido de felpa.
Sonrió mostrando sus afilados dientes y comenzó a caminar con suma tranquilidad.
Cuando doblo la esquina, choco contra una fornida espalda, la mochila cayó con él y un Seijūrō curioso observó el bolso a un lado del chico tiburón.
—¿Qué llevas ahí, Rin? —cuestionó su capitán de equipo.
—¿Senpai? —maldijo por lo bajo al escuchar a su Kōhai. Sujetó la mochila y comenzo a pensar en alguna excusa válida.
—Bueno, vamos a ver que escondes —Mikoshiba le arrebató el bolso, abriendolo y volteando para arrojar su contenido.
Y ahí estaba, el estúpido peluche que usurpaba los abrazos de su Kōhai.
—Iba a darle una lavada —excusó.
Solo Aii le creyó.
