-¡Va! ¡Nada está perdido aún!- la central del equipo con uniforme azul grita, y parece que está a punto de llorar. No de tristeza, confía en su equipo, llorará por el coraje, por toda la valentía que sentía en ese momento y se acumulaba en su garganta.

Kageyama Tobio nunca se lo diría, pero estaba muy equivocada. El partido ya estaba realmente perdido y la mayor por dos minutos de sus hermanastras no quería creerlo. Ni siquiera volteaba a ver el marcador.

Caían veinte a ocho en la final de la prefectura.

No es que su equipo fuera malo en sí, sino que ante el mínimo error caían y sentían que se había acabado. Exceptuándolas a ellas, por supuesto: Kageyama Yukumen, Yuki, para los amigos como solía aclararlo ella, y Kageyama Dai, central y libero respectivamente,a quien su padre había otorgado el apellido tres meses atrás tras casarse con la madre de las mellizas.
Aquellas chicas a pesar de sus cortos catorce años habían logrado bastante, además de ser consideradas por su entrenador el alma del equipo.

Tobio ni siquiera se molestó en emocionarse cuando Yukumen empezó a subir el marcador con sus remates, porque sabía que, en el momento de que la racha se perdiera y el equipo contrario fuera al servicio, lo haría a lugares imposibles para Dai, obligando a las demás miembros con voluntad y coraje nulo a recibir y fallar.

Dicho y hecho, él no se equivocó.

Suspiró, sabía que tendría que aguantar la depresión de ambas por lo menos, hasta que entraran a Karasuno el próximo ciclo escolar.