RECUERDA CUANDO ERAMOS ASESINOS

CAPITULO 1

Pequeñas columnas de humo, desvaneciéndose casi de inmediato, salieron de la taza de té recién preparado. Natasha la agarró con más fuerza, dejando que el calor que desprendía le entibiara las manos.

La noche había sido especialmente fresca en Nueva York y a aquellas horas, cuando aún faltaban unos minutos para que amaneciera y el sol comenzara a calentar, el frío se paseaba a sus anchas por las calles de la ciudad. Levantó la cabeza de su taza y miró alrededor. En el rincón más alejado, a más de dos metros de altura, colgada en la pared, estaba la televisión, una pantalla de muchas pulgadas, encendida, aunque sin volumen. Las noticias de la mañana. Las imágenes se sucedían unas a otras, sin que Natasha supiese de qué estaban hablando. Hasta su nariz llegó el característico olor a café y a tarta, mezclado con el del bacon recién hecho. La cafetería estaba casi desierta y la luz que arrojaba el establecimiento hacia el exterior contrastaba con la tenue iluminación de las farolas. El cartel luminoso que prometía desayuno casero parpadeaba, una y otra vez, tiñendo la acera de un bonito tono rosado.

Sólo dos de las mesas que poseía el local estaban ocupadas. Fijó su mirada en una de ellas. La ubicada junto a una de las ventanas, estaba ocupada por un hombre de complexión robusta, el rostro enrojecido y una gorra de cuadros calada hasta las orejas. Estaba dando buena cuenta de un gran plato de huevos con bacon y una taza de café extra grande, de la que aún salía humo. En la otra mesa, en un rincón, un par de jóvenes, con las caras pálidas y ojerosas, y aspecto de haber estado de juerga toda la noche, bebían de sus tazas de café con cierta desgana. Acodados sobre la superficie y con grandes dificultades para mantener la cabeza erguida.

Sonrió para sí y dio un nuevo sorbo a su bebida, deleitándose con el delicado sabor de la canela. No era la primera vez que acudía a aquel lugar. Sabían servir el té tal y como a ella le gustaba, bien infusionado y con una pequeña lechera aparte por si le apetecía con leche, al estilo americano. Además, estaba el tema de su ubicación, cerca de la casa de Clint. Si quería quedar con él y, más importante aún, que llegara a tiempo, tenía que ponérselo fácil. No había conocido en todos los días de su vida alguien que fuera tan diferente fuera y dentro de su trabajo como lo era Clint Barton.

Tenía que admitir, porque se estaría mintiendo de otro modo, que su compañero durante tanto tiempo era un poco desastre en lo que a su vida privada concernía. No era raro que, después de alguna misión, ella estuviera sin verlo y sin saber de él durante días, tiempo que Clint empleaba en dormir y no salir de su apartamento. Inexplicablemente, aquella misma persona que se dormía por los rincones o sentado en una silla cuando no estaba de servicio, se convertía en una máquina de precisión cuando desempeñaba su labor. Meticuloso y certero. Siempre a tiempo. Sin fallos. Aún después de todos aquellos años trabajando juntos, no lograba entenderlo.

Dejó la taza sobre el plato justo en el momento en que la campanilla que había sobre la puerta del local tintineó. Fijó la mirada en el hombre que acababa de entrar. Con las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta vaquera, se paró en el umbral. La capucha de la sudadera que llevaba debajo de la cazadora le cubría la cabeza, ensombreciendo sus facciones. Llevaba los hombros encogidos, intentando así esconder el cuello entre ellos para protegerse del frío invernal que azotaba en el exterior. Giró la cabeza, mirando a su alrededor un segundo antes de echar hacia atrás la capucha. Su compañero acababa de llegar.

Clint encontró su mirada al instante y sonrió, apenas una pequeña elevación de la comisura de los labios, que Natasha conocía muy bien. Se dirigió hacia donde se encontraba sentada con un andar calmado, de pasos largos y seguros y un ligero contoneo de hombros, muy sutil. Cuando llegó hasta donde ella se encontraba se dejó caer en el asiento que tenía enfrente sin decir ni una palabra. Natasha alzó una ceja.

—Buenos días, al menos.

La camarera, la misma mujer de mediana edad que la había atendido, se acercó hasta su mesa con una pequeña libreta en una mano y un bolígrafo en la otra, dispuesta a recibir la comanda por parte del nuevo cliente. Clint alzó la mirada.

—Un café. Solo — dijo. La mujer garabateó algo en su cuaderno y se marchó. Clint giró la cabeza hacia Natasha, despacio, y se acodó sobre la superficie de la mesa antes de hablar—: Buenos días.

Natasha compuso una mueca, a mitad de camino entre el disgusto y la lástima. Se inclinó hacia adelante, colocando sus codos sobre la mesa, haciendo menor la distancia entre ellos.

—Parece que te has caído de la cama —le dijo, en voz baja.

A modo de respuesta, Natasha recibió un bufido de parte de su compañero. Clint tenía los párpados aún hinchados por el sueño, lo que le confería cierto aire melancólico. No se había peinado, y si lo había hecho, la capucha se había encargado de deshacerlo. Aún tenía marcado en una de las mejillas el doblez de las sábanas sobre las que había dormido. Consciente del escrutinio al que lo estaba sometiendo con la mirada, Clint se pasó la mano por el pelo, intentando arreglarlo. Fue peor. Natasha sonrió y bajó la cabeza, negando taxativamente.

La camarera llegó en aquel momento, con una taza vacía para Clint en una mano y la jarra llena del humeante brebaje en la otra. La colocó ante él y le sirvió, llenándola hasta casi el borde. Clint se lo agradeció con una amplia sonrisa. La mujer dio media vuelta y se marchó.

Clint se llevó el café a los labios y dio un sorbo. Natasha vio cómo los ojos de él se agradaron de inmediato en el momento en que éstos rozaron el borde de la cerámica. Dejó la taza sobre la mesa con tanta rapidez que un poco de café rebosó de ella.

—¡Joder! ¡Cómo quema!

Natasha se encogió de hombros.

—Ten más cuidado la próxima vez.

Clint no le contestó. Se limitó a entornar los ojos y clavar su mirada en ella. Natasha no pudo evitar una sonrisa sesgada. Tomó su taza de nuevo, alzando su ceja antes de llevársela a los labios, retándolo en silencio.

—Tiene que ser algo muy importante para que me hayas sacado de la cama a estas horas, Nat—. Clint se dejó caer sobre el respaldo del asiento, agrietado por las costuras y tapizado en un color que fue rojo intenso en algún momento del siglo pasado pero que ahora tendía más hacia el rosa. Cruzó los brazos ante su pecho, esperando una respuesta por su parte.

—No es tan temprano, Clint. Y no es la primera vez que te saco de tu cama.

Clint torció los labios, en una mueca de disgusto. Creyó que le contestaría pero, antes de hacerlo, pareció pensárselo mejor y cerró los labios de manera audible. Si no lo conociera tan bien como lo conocía hubiese dicho que las mejillas de su compañero se acababan de teñir de un suave tono sonrosado que le pareció adorable. Natasha bajó el rostro hacia su taza antes de que él pudiese verla sonreír. Si Clint llegaba a saber que había asociado aquel adjetivo con él, era mujer muerta.

—Esas camas no cuentan. No eran la mía. Ésas las necesitabas para dormir cuando habías terminado tu guardia—. La miró con fijeza cuando consiguió responderle, echándose de nuevo hacia adelante. Colocó ambas manos delante de él y las unió—. ¿Qué es tan importante, Nat, para que me hayas traído aquí a estas horas? Y déjate de andarte por las ramas, no es lo tuyo.

Natasha dio un nuevo sorbo a lo que quedaba de su té, ya casi frío. El tintineo de la porcelana cuando depositó la taza sobre el platillo fue el inicio de su respuesta.

—Van a cerrar la agencia —soltó a bocajarro, sin levantar la mirada. Un instante después alzó los ojos, despacio; Clint aún mantenía su postura previa, sin manifestar señal alguna de que había registrado lo que ella había dicho. Con lentitud, se recostó contra el respaldo, estirando ambos brazos sobre la mesa, con los dedos tamborileando rítmicamente sobre la superficie de madera.

—Bueno, al fin podremos irnos a vivir a aquel rancho que vimos en Austin y que tanto te gustó.

Natasha suspiró, bajando la cabeza y negando a la vez.

—Sé serio, Clint.

Él se encogió de hombros.

—Lo soy, Nat. Lo que más nos gustó es que estuviera lejos del mar.

Natasha enarcó una ceja casi hasta el nacimiento de su pelo.

—Puede que aún estés dormido y que por eso no me hayas entendido: nos quedamos sin trabajo.

Clint tomó su taza de café y se la llevó a los labios, con cuidado. Tanteó la temperatura antes de dar el primer sorbo.

—Te he entendido a la primera. No hace falta que te repitas —le respondió cuando hubo dejado de nuevo su bebida sobre la mesa.

Natasha apretó los labios con fuerza y fijó la mirada en su compañero. Clint se concentraba en beberse el brebaje que aún le quedaba, pero con los ojos puestos en ella, mirándola por encima del borde de la taza, como si quisiese ver dentro de su cabeza. No le incomodaba el silencio, ni tan siquiera aquella mirada escudriñadora; lo que le molestaba en cierta manera era la pasividad con la que su compañero parecía haber recibido la noticia. Pero ella sabía que todo aquello era una fachada. Conocía bien a Clint Barton y sabía que, en aquel momento, su mente debía ser un hervidero de preguntas sin respuestas y opciones a contemplar. Siempre era así.

—¿Qué vamos a hacer?

La expresión en el rostro de Clint cambió por completo: sus párpados se entrecerraron, no teniendo nada que ver con el sueño que sintiera cuando llegó; los labios de convirtieron en una fina línea y un pulso casi imperceptible, sólo apreciable para vistas acostumbradas a verlo, como la suya, se manifestó en su sien derecha. Echó los hombros hacia adelante, acercándose a ella a través de la mesa.

—¿Es algo seguro? —quiso saber, casi en un susurro—. ¿Quién te lo ha dicho?

—Tengo mis fuentes, Clint.

—Sé que tienes tus fuentes.

Le había llegado la información aquella misma noche. Confiaba en sus informadores pero, como su compañero le había reseñado, aún no era nada seguro. Tal vez tendría que haber esperado un poco antes de contárselo a Clint, haber esperado a tener más datos. Pero no había querido hacerlo, no después de pasar media noche despierta, dando vueltas en la cama, y deseando decírselo. Entonces fue cuando le mandó el mensaje, convocándolo en la cafetería. Natasha chasqueó la lengua.

—Aún no es oficial. Pero lo será. Pronto.

Clint tamborileó los dedos sobre la mesa una vez más. Miró inquieto hacia la izquierda. Natasha lo observó por el rabillo del ojo. Se vio a sí misma con Clint, sentados ante la mesa, uno frente al otro, reflejados en el cristal de la gran ventana.

—Piénsalo, Nat, —comenzó diciendo Clint, casi en un susurro y haciendo que ella regresara su atención a él—. ¿Qué sentido tiene ya mantener una organización como la nuestra? Ya casi no tenemos trabajo, al menos, no como antes. Los peores enemigos, contra los que acostumbramos a luchar, ya no son los que solían ser. Los peligrosos ahora, los que de verdad son una amenaza, están esperando, bajo el mar, a resurgir en algún momento y jodernos el día. Supongo que el gobierno necesita el dinero que les cuesta mantener una organización como la nuestra para sufragar el programa contra los kaijus.

Natasha dejó a un lado su taza casi vacía y tomó una servilleta de papel. Se limpió los labios con ella, despacio, para dejarla sobre el platillo, cuidadosamente doblada, casi sin darse cuenta de lo que había hecho, en un acto completamente inconsciente.

—¿Y qué haríamos? ¿Alistarnos en el PPDC para patearles el culo a esos bichos? —preguntó Natasha, alzando un poco su tono de voz. Clint se encogió de hombros de manera casual.

—No lo sé, Nat.

Fue el turno de Natasha de reclinarse sobre el asiento. Cruzó las piernas bajo la mesa y descansó ambas manos sobre su regazo. Respiró profundo, una vez y luego otra, hasta que notó como comenzaba a relajarse. La noche había sido larga para ella. Su intención había sido compartirlo con Clint y ya lo había hecho. Era algo que Clint necesitaba conocer, porque estaba en juego su futuro y él debía saberlo. Se miró los dedos, largos y elegantes, de uñas cuidadas, antes de volver a levantar la cabeza y mirarlo.

Clint tenía la vista puesta en ella, con los ojos un poco entornados. Serio, como si intentara leer en su interior.

—¿Qué te ocurre, Nat? Hay algo que no me estás diciendo.

Ella negó con la cabeza y se esforzó en sonreír.

—¿Cuándo he dicho que quisiese comprar un rancho? ¿Y contigo? —quiso saber, intentando desviar la atención de Clint.

Los labios de él se curvaron ligeramente en una sonrisa que le iluminó la mirada.

—Después de aquella misión, en Niza.

Natasha frunció los labios y, un segundo más tarde, se encogió de hombros.

—Debía de estar borracha, porque no lo recuerdo.

—Tú nunca te emborrachas, Nat —apostilló Clint, visiblemente divertido—. Admítelo, estás loca por venirte a vivir conmigo.

De los labios de la mujer salió algo parecido a un bufido de contrariedad. Lo miró a los ojos, asegurándose de que acaparaba toda su atención.

—Estaría loca si lo hiciera. ¿Tú has visto tu apartamento?

Clint no le respondió, tan sólo se limitó a sonreírle. Y ella le correspondió de la misma manera sin poder evitarlo. Clint tenía una de esas sonrisas de las que no puedes escapar con facilidad sin imitarlo, aún cuando le gustara mostrarse serio ante los demás, recapacitó Natasha. Claro que con ella no tenía por qué hacerlo. Se conocían demasiado bien.

Se quedaron callados durante unos minutos, en un silencio cómodo, sin tener la obligación de decirse algo. Natasha fue la primera en romperlo.

—¿Y qué harías en un rancho, Clint? —preguntó, cuando la curiosidad por saber pudo más que la comodidad—. ¿Qué haríamos allí? ¿Criar ganado? ¿Caballos? ¿Mirar las nubes pasar? Te aburrirías a las dos semanas. Puede que antes.

—No lo sé, Nat.

—Yo sí lo sé, porque te conozco demasiado bien —le dijo—. ¿Te ves viviendo una vida tranquila, sin preocuparte de nada más que de las cosas rutinarias? ¿De vivir una vida normal? No, Clint, no somos de esa clase de personas.

Esperó una respuesta por parte de su compañero que no acababa de llegar. Mientras tanto, una sombra oscureció los ojos claros del hombre, alejando así cualquier atisbo de buen humor. Clint se removió en su asiento, incómodo por primera vez desde que llegara.

—¿Y qué piensas que podemos hacer? —le respondió—. Si llega a confirmarse lo de la agencia.

—Se confirmará —contestó Natasha, por completo segura de ello. Aunque le disgustara pensarlo, estaba convencida.

Los largos dedos de Clint tamborilearon una vez más sobre la mesa.

—¿Sabes una cosa? Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. Mientras tanto, me voy —se deslizó hasta el borde por el asiento de piel sintética y se puso en pie. Natasha alzó la cabeza para mirarlo.

—¿Te marchas?

Él asintió con rotundidad, mientras se colocaba adecuadamente el cuello de la chaqueta y la capucha utilizando el cristal de la ventana a modo de espejo. Bajó la mirada para encontrar la de ella.

—Sí. Es temprano, así que me vuelvo a la cama — respondió. Y con una amplia sonrisa que iluminó sus facciones, preguntó, bajando un poco el tono de voz e inclinándose sobre la mesa, acercándose —: ¿Vienes conmigo?

Las sonrisas fáciles y los cómodos silencios se esfumaron de repente. Natasha clavó sus ojos en él, sin decir nada. El ambiente se hizo pesado y una descarga eléctrica la sacudió, desde la base del cuello hasta las nalgas, recorriendo toda su espina dorsal. Sus manos, escondidas bajo la mesa, se agarraron con fuerza a sus rodillas, clavando los dedos en ellas. Era muy consciente de la cercanía de Clint. Podía notar el suave aire que exhalaba y su calor, el peso de su mirada sobre ella. No debería ponerla nerviosa, se dijo una y otra vez. No debería estarlo, pero lo estaba. Y, por un breve instante, se sintió estúpida por ello, porque no tenía razones para sentirse de aquella manera. Aquel tira y afloja entre ambos, aquella manifiesta tensión sexual, que aparecía cuando bajaban la guardia y que mantenían desde no recordaba cuándo, se acabaría en el momento en que ella le respondiera acorde con lo que sentía y con lo que deseaba. Si la ocasión fuese aquella, en ese mismo día, en ese mismo instante, lo haría tomándolo de la mano y yéndose con él a su apartamento, ese que había visitado tantas veces, pero nunca para quedarse. Pero no había nada como el sexo para joder una amistad, se recordó, como si un pie invisible le hubiese dado una patada en el centro de su estómago. Y ella le debía mucho a Clint, más de lo que jamás podría llegar a devolverle, para correr el riesgo de echarlo a perder por un polvo. O dos.

Clint continuó en el mismo lugar, de pie junto a ella, con el semblante serio, aguardando una respuesta que ella no se sentía preparada para dar. Ni en un sentido ni en otro. Finalmente, arrugó los labios y desvió la mirada hacia la ventana por la que ya estaba comenzando a entrar la luz de la mañana.

—Te avisaré si se confirma la noticia —le dijo, sin mirarlo.

Natasha podría haber jurado que un débil sonido, una mezcla de decepción y molestia, salió de la garganta de su compañero. Aunque con reticencia, Clint asintió. Se irguió y la saludó con un cabeceo antes de dar media vuelta para abandonar el local.

Volteó su cabeza unos segundos después, en dirección a la puerta. Clint ya no estaba. Bajó la mirada, despacio, hacia la servilleta de papel doblada que tenía delante de ella. Era una idiota. Idiota por no hacer lo que deseaba hacer: tomarlo de la mano y marcharse con él. A su casa o donde quisieran. En un gesto nervioso, se mordió el labio inferior mientras su mirada recaía en la enorme cristalera que había junto a su mesa, ofreciéndole un pobre reflejo de sí misma. Desvió la mirada hacia la televisión. Estaban dando en primicia las imágenes del último ataque kaiju, ocurrido al parecer aquella misma noche en Singapur. Helicópteros sobrevolando las ruinas de la ciudad. Gente corriendo de un lado a otro. La devastación por todos lados. Y, al fin, la gran mole informe del kaiju derrumbado en el suelo, rodeada por los efectivos militares. Junto a él, el jaeger, la máquina que lo había derrotado, alzándose orgullosa. Sintió pena por todas aquellas personas, por toda aquella destrucción. Se quedó mirando la pantalla. Allí, en Nueva York, estaban seguros. O, al menos, aún lo estaban. Los kaijus no habían encontrado el modo de cruzar hasta el Atlántico. Pero si todo seguía como hasta ahora, incrementándose la aparición de esos bichos y la virulencia con la que atacaban, sería cuestión de tiempo que encontraran una brecha. La imagen cambió de nuevo, olvidando el ataque a Singapur. Natasha dejó de mirar hacia la pantalla.

En realidad, no estaba preocupada por el cierre de la organización. Si la cerraban encontraría otra. Había trabajado en muchas agencias antes, unas con más renombre que otras. Alguna que otra vez había operado por su cuenta, para quien le pagara mejor. No hacía preguntas, no cuestionaba. Hacía su trabajo y se marchaba. Hasta el siguiente encargo en otra ciudad, en otro país. Había estado dando tumbos hasta que encontró a Barton. O Barton la encontró a ella.

No tenía sentido engañarse: el desmantelamiento de la organización significaría perder a Clint como compañero. Era a eso a lo que no quería enfrentarse.

Algunos decían de ella que era valiente, otros habían dicho que era osada e, incluso, temeraria. En lo que a Clint Barton se refería, era una cobarde.

La gente solía decir que no debías enamorarte de tu compañera de trabajo, que eso siempre traía problemas. Estaba claro que ninguno de ellos había conocido nunca a Natasha Romanoff.

Clint había regresado a su apartamento, dispuesto a meterse de nuevo en la cama y continuar durmiendo. Y lo había intentando. Pero la charla con Natasha lo había dejado más intranquilo de lo que había admitido delante de su compañera. Tumbado en la cama, boca arriba, con los brazos cruzados sobre su abdomen, el sueño se resistía a hacer acto de presencia.

Era temprano, absurdamente temprano. No solía tener problemas para conciliar el sueño. Algunas veces, se levantaba de la cama y se sentaba en el sofá para ver la televisión. Cuando volvía a mirar el reloj, habían pasado tres horas. Incluso más. Pero aquel no era su día. Cerraba los ojos, pero lo único que estaba consiguiendo era un dolor de cabeza y un incipiente enfado.

Cuando había recibido la noticia de boca de Natasha, había intentando quitarle hierro al asunto, sobre todo porque aún no estaba confirmada. Pero tenía que acordar que los informadores de su compañera eran fuentes fiables, quienes quiera que fuesen. No recordaba una sola vez en la que hubiesen fallado. No creía que fueran a comenzar a hacerlo en ese preciso momento.

Echó las piernas abajo de la cama, apoyando ambas manos a cada lado de su cuerpo, sobre el colchón. Frente a él estaba la ventana, cerrada y con las cortinas corridas. Pese a ello, la luz de la mañana se las estaba apañando para filtrase a través del tejido, dibujando una forma caprichosa en la pared opuesta. Se levantó y con paso cansado se acercó hasta la ventana, descorriendo la cortina con vigor. Miró hacia el exterior, fijándose en las pequeñas formas de los coches que pasaban por la calle, como si fueran los juguetes de un niño desperdigados en por suelo.

Miró sobre su hombro, a la habitación desordenada. El edredón estaba a los pies de la cama, hecho un ovillo en el suelo y la sábana colgaba por el lado opuesto. Pasó a su lado, encaminándose hacia la cocina.

Cruzó la sala de estar, descalzo, sin preocuparse por saber dónde estaban sus zapatillas. No quedaba café en la cafetera. Tampoco creía que quedara café de ningún otro tipo. Tendría que contentarse con lo que hubiese en la nevera. Y sabía que no era mucho. No le dedicaba mucho tiempo a hacer la compra. Solía comer fuera y, para cenar, se contentaba con una pizza o comida asiática que compraba en el restaurante tailandés que había a la vuelta de la esquina. Se giró, decepcionado, y volvió al salón, arrojándose sobre el sofá, bocabajo. Un cojín rebotó al impacto del peso muerto de su cuerpo y cayó al suelo. Lo dejó allí, mirándolo con fijeza.

¿Cuánto de razón tendría el informador de Natasha? Dado que daba por hecho que no se había equivocado, que no lo había hecho antes, entonces, ¿qué pasaría a partir de ese momento? ¿Qué ocurriría con todas las personas que trabajaban allí? ¿Qué pasaría con él y con Natasha? Hizo una mueca de disgusto. Si había algo que no quería bajo ninguna circunstancia era perder a Natasha. Era su compañera y su amiga, desde hacía muchos años. Jamás, antes de ella, había trabajado con alguien que lo comprendiera al nivel que ella lo comprendía, sin palabras, casi sin mirarse. Un simple gesto y ambos sabían qué debían hacer. Y cuándo. No quería perder aquello. Pero, sobre todo, no quería perderla a ella, como persona. Si la organización cerraba, y no tenían trabajo, ya no tenía sentido que estuviesen juntos. Nada los ataba el uno al otro. Eran amigos, por supuesto, pero su amistad nunca había sobrepasado el ámbito laboral. Y eso, exactamente eso, era lo más que le molestaba de todo aquel asunto.

No temía quedarse sin trabajo. No era la primera vez que tenía que reinventarse, dejar atrás lo que había sido hasta ese momento y encauzar de nuevo su vida. Eso no le asustaba, no. Que ella tomara un camino diferente: eso sí que le hacía encogerse el estómago. El llegar a perderla.

No creía en el amor a primera vista ni en la teoría de las almas gemelas. La vida se había encargado de recordárselo una y otra vez pero hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que estaba enamorado de ella. No fue la primera vez que la vio, no. Ni fue de un día para otro. Se forjó a través de entrenamientos, misiones exitosas y otras que no lo fueron tanto. Charlas a oscuras, esperando a que el objetivo en cuestión hiciese algún movimiento. De meteduras de pata y de no seguir las órdenes. ¿Y ella iba a salir de su vida sin que se lo dijera? Era muchas cosas en la vida, pero si había algo que no fuera, era ser un cobarde.

Había intentando decírselo, más de una vez de hecho. Decirle… ¿qué? ¿Que la quería? ¿Que quería acostarse con ella? ¿Que, cuando su mente no estaba atareada en una misión, era su imagen todo lo que él podía visualizar? "¡Venga ya, Barton, te arrancaría los intestinos!", pensó con desgana, cerrando los ojos y enterrando el rostro entre los cojines del sofá. Sus insinuaciones de nada le habían servido. Sólo para que ella mirara hacia otra parte, como si no quisiera darse por aludida. Cerró los ojos con fuerza y bufó contra el sofá, con la nariz pegada a él. Menos mal que era bueno en su trabajo porque si tuviese que ganarse la vida con sus palabras, lo llevaba claro.

El teléfono sonó cuando la tarde ya había caído. Después de estar media mañana dando vueltas en el sofá, se había quedado dormido. Ni siquiera había almorzado. Miró el reloj con los párpados hinchados y medio entornados antes de echar mano al teléfono que tenía en el bolsillo de su pantalón.

Sabía que era ella antes de que su vista pudiese enfocar la pantalla del móvil. Aceptó la llamada y se lo llevó al oído.

—Dime, Nat.

—¿Estabas dormido?

Clint alzó una ceja y retiró unos centímetros el aparato de su rosto, mirando intrigado la pantalla por si, por alguna extraña circunstancia, estaba activada la videollamada y volvió a llevarse el teléfono al oído. Natasha lo conocía demasiado bien, no necesitaba de llamadas de video para saberlo.

—No —mintió con descaro, intentando que su voz no sonara tan espesa.

Casi pudo jurar que oyó una débil risotada al otro lado de la línea.

—Bien, lo que tú digas.

Sonrió sin poder evitarlo.

—¿Qué es lo que ocurre?

Supo qué era lo que la había hecho llamarle antes de que ella pudiese contestar.

—Los de la agencia. Quieren vernos mañana por la mañana —contestó ella, eficiente y con cierta frialdad en el tono de su voz. En su mente la vio fruncir los labios al responderle como si la tuviera allí mismo, delante de él.

Se cubrió los ojos con una mano, ejerciendo una ligera presión. Pasó la mano por su frente y por el pelo corto, hasta que terminó despeinándolo aún más de lo que ya estaba.

—¿A qué hora?

—A primera hora. Te paso a buscar.

Clint asintió con un gesto de cabeza con rotundidad, por puro instinto, a pesar de que su compañera no podía verlo.

—Bien. Estaré preparado.

De nuevo la risa contenida de Natasha, casi inaudible, pero tan real como si la estuviese viendo.

—Más te vale. O te saco de la cama a rastras, Barton.

Escuchó que había cortado la llamada antes de poder siquiera despedirse de ella. Pulsó el icono rojo que había en pantalla y, con lentitud, dejó el aparato a su lado, en el sofá. Pues ahí estaba; sin confirmación oficial aún pero todo meridianamente claro. Al día siguiente estarían sin trabajo. Pensó que todo era una mierda.

Llegaron al edificio a la hora en que los habían convocado. Natasha había sido puntual, como lo era siempre y él se había esforzado en serlo. Accedieron por la entrada del personal, enseñando sus credenciales al guardia de seguridad, que los saludó con un parco gesto y una mirada severa, como si no llevara haciendo aquello mismo desde hacía años.

Subieron en el ascensor atestado de empleados, uno junto al otro, con la mirada puesta en la puerta que insistía en abrirse en todas las plantas del edificio antes de llegar a la suya. Los números en la pequeña pantalla digital sobre ella avanzaban con lentitud. Clint, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones, movió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, buscando una posición más cómoda. Natasha apenas giró la cabeza hacia él. No le hacía falta acercarse demasiado, una leve inclinación y estaba a tan sólo unos centímetros de su rostro.

—¿Estás nervioso? —preguntó la mujer, en voz baja, apenas un susurro.

Clint la miró por el rabillo del ojo.

—¿Debería estarlo?

Natasha negó tajantemente.

—No. Creo que esto es algo hecho.

La mandíbula de Clint se tensó. Levantó la barbilla hacia el frente, en un gesto que podía parecer altanero.

—Yo pienso lo mismo. Creo que es puro trámite. Palmadita en la espalda, qué buenos que somos todos y a la calle.

Los labios de Natasha se fruncieron en un hosco mohín.

—Oiremos lo que tengan que decirnos y luego, ya veremos.

Le pareció una eternidad el tiempo que transcurrió hasta que el número del piso apareció en la pantalla digital. Se abrieron paso entre las personas que aún continuaban su viaje y salieron al amplio vestíbulo.

Saludaron de idéntica manera a cuantos se encontraron a su paso: un leve asentimiento mientras continuaban con su caminar. Hasta que llegaron al despacho del director de operativos Jasper Sitwell.

La secretaria les dio la bienvenida levantando el auricular del teléfono, sin dejar de mirarlos.

—Señor, Barton y Romanoff han llegado —informó la secretaria a quien estuviese al otro lado de la línea.

La mujer asintió, con la vista clavada en ellos. Colgó el teléfono y se levantó.

—Pueden pasar.

No se hicieron de rogar y ambos giraron sobre sí mismos para encaminarse hacia la gruesa puerta de cristal opaco que daba acceso al despacho del Director Sitwell. Dejó que Natasha cruzara en primer lugar y él le sostuvo la puerta hasta que ella hubo entrado.

El director Sitwell los estaba esperando de pie, al otro lado de la gran mesa tras la que se escudaba. A Clint no le gustó su actitud, tan estirada y seria. A decir verdad, nunca le había gustado Sitwell y nunca lo había considerado un buen jefe, ni tan siquiera uno aceptable. Pero él se limitaba a cumplir órdenes y hacer su trabajo lo mejor que podía, porque eso, hacer su trabajo y hacerlo bien, sí que le gustaba. Pero no tenía por qué ser un admirador de quien dirigía aquel lugar. No lo era, en absoluto.

Tal vez, después de todo, perder aquel trabajo no iba a ser algo malo.

Natasha y él tomaron asiento en los dos sillones que encontraron delante de ellos, frente a la mesa. Miró a su compañera de soslayo. Natasha estaba sentada sin apoyar la espalda, con los hombros rígidos y la cabeza erguida. Las manos colocadas en sendas rodillas y la mirada al frente, fija en Sitwell. Ella no se lo diría, ni lo admitiría si le preguntaba, pero sabía que estaba igual de nerviosa que él. Nerviosos a su manera. Ambos lo habían negado en el viaje en el ascensor, pero los dos sabían que no era del todo cierto. Natasha intentaba no exteriorizar emociones y no le importaba que la consideraran fría. Él sabía que no lo era.

No tardó mucho en darse cuenta de que no estaba escuchando lo que el director Sitwell les estaba contando. Su mente estaba a miles de kilómetros distancia de allí, pensando en qué opciones tenían ambos, en qué harían con sus vidas en el momento en que Sitwell les confirmara lo que ya sabían. Oyó palabras como "imposible" y "obsoleto", pero se le escapaba el contexto en el que habían sido dichas. Su mirada vagó entre el rostro severo del director mientras hablaba y Natasha, sentada a su lado, prestándole al hombre la atención que él se negaba a darle. Las manos de Sitwell gesticulaban, queriendo así reforzar aquello que les estaba diciendo y que a él, básicamente, le daba lo mismo.

Más palabras, incongruentes para él, surgieron de la boca del director. Tenía ganas de que acabara todo aquello y salir de allí.

Cuando, minutos después, se dio cuenta de que Natasha se había puesto en pie, la imitó de inmediato. Sitwell no se molestó en hacerlo. Los despidió de manera fría y escueta. Clint dejó que Natasha abandonara en primer lugar el despacho, sujetándole la puerta, tal y como había hecho al entrar, y saliendo tras ella.

No cruzaron palabra alguna hasta que traspasaron el vestíbulo de entrada. La mañana estaba fría, gris y una pequeña nube de vaho escapaba de los labios de ambos. Clint se subió el cuello de su cazadora, intentando resguardarse de alguna manera. Natasha se arrebujó en el abrigo corto que llevaba, y cruzó los brazos ante su pecho. Docenas de personas iban y venían a su alrededor, algunos accediendo al edificio que ellos acababan de abandonar y otros, como ellos habían hecho, saliendo de él. Era curioso, pensó Clint por un momento, ninguna persona que abandonaba la sede central de la agencia parecía feliz, más bien al contrario. Bajó la cabeza, fijando su mirada en las puntas de sus zapatos. El suelo estaba mojado y removió un pequeño charco que había delante de él.

—¿Has pensado qué vamos a hacer, Clint?

La voz de Natasha reclamó su atención. Levantó los ojos lo justo para poder mirarla.

—¿Qué crees que es lo mejor?

Ella se encogió de hombros.

—Aceptar lo que nos dan —le dijo, mientras una nueva nube de vaho abandonaba sus labios, sonrojados por el frío—. No tiene sentido querer aferrarse a esto, cuando ya está todo hablando y pactado por los gobiernos. Tomar el finiquito y las garantías salariales que aún nos corresponden y buscar otra cosa. Tenemos el sueldo de dos meses mientras tanto. No es mucho pero es algo.

Clint miró de nuevo a su alrededor. Asintió con rotundidad.

—Entonces eso haremos. Confío en ti.

Natasha metió sus manos en los bolsillos de su abrigo.

—¿Has escuchado algo de lo que ha contado Sitwell? —le preguntó, alzando una ceja de la manera en que solía hacerlo cuando quería intimidar a su interlocutor. Claro que con él no funcionaba. O no funcionaba todas las veces.

Le sonrió a medias, alzando sólo la comisura de los labios. Se pasó la mano por la nuca, azorado.

—Sólo el comienzo.

Las facciones de Natasha se tornaron serias, oscureciéndose de momento.

—¿En qué estabas pensando, Clint?

—En lo que haremos a partir de mañana —le contestó al punto, sin dudar. Había estado dándole vueltas todo el tiempo que habían estado en el despacho del director y creía haber llegado a una respuesta.

Natasha despegó los labios para contestarle, pero pareció pensárselo mejor y la cerró. Los volvió a abrir, pasados unos segundos.

—¿Haremos? ¿Los dos?

Clint no se movió. Notó cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaban y la respiración se ralentizaba hasta casi detenerse. Tragó saliva y miró al otro extremo de la plaza, por encima de Natasha.

—Lo siento — comenzó disculpándose, visiblemente aturdido, mientras se pasaba una mano por la mejilla. El ruido de la barba crecida raspó la palma de su mano. Se detuvo para dejar caer el brazo y encogerse de hombros—. Tal vez he sido pretencioso al elaborar ese supuesto. Quiero decir que no… consigo ver un futuro en el que no sigas siendo mi compañera. Pero entendería que no quieras…

Conocía a Natasha. Sabía que nunca le había permitido a nadie elegir por ella, hombre o mujer. Había visto a su compañera enfrentarse a superiores sólo porque habían decidido en su lugar, sin darle voz ni voto, aún cuando la elección estaba justificada. Había sido algo muy osado por su parte. Pero le había nacido así. Su mente lo había traicionado, pensando en ambos como un todo, sin distinciones. Sin fisuras. Natasha y Clint.

Los ojos verdes de la mujer se clavaron en él, con los párpados un poco entornados, endureciendo la mirada. Tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás. "Bien, Barton, has metido la pata hasta el fondo, colega. Enhorabuena", se dijo, intentando que de su garganta no escapara una maldición que le estaba quemando vivo.

Un instante después, los rasgos de Natasha se relajaron, asomando una especie de sonrisa que le concedió la aprobación para volver a respirar.

—No te justifiques, Barton. No vas a desprenderte tan fácilmente de mí — le dijo, acercándose a él tanto como pudo sin descruzar los brazos de delante de su pecho. Alzó la cabeza para mirarlo de frente, a los ojos, altiva —. Entonces, ¿qué ha pensado esa cabeza tuya?

Clint sonrió.

—PPDC.

Vio la sorpresa cruzar por el rostro de ella. Sólo durante un breve instante, antes de que se desvaneciera.

—Lo decías en serio el otro día. Alistarnos en las Naciones Unidas para luchar contra los kaijus.

Clint asintió con vehemencia. No sabía que lo había estado considerando hasta hacía un momento, cuando habían abandonado la reunión con Sitwell. No le pareció una idea tan descabellada.

—Tenemos preparación, Nat. No somos novatos en cuanto a protocolos y trabajo duro. Si nos aceptan, seremos unos buenos rangers. ¿Qué me dices?

La humedad que rondaba la mañana decidió convertirse en copos de nieve. Los primeros cayeron sobre ellos con lentitud, minúsculos, flotando a su alrededor. Ambos alzaron el rostro hacia el cielo, con los ojos medio entornados. Nunca había creído en las señales, ni el destino, ni nada parecido. Pero que, en aquel momento se pusiese a nevar. Otra persona más creyente lo habría considerado como una señal del cielo.

Natasha bajó la mirada, con los ojos brillantes y una amplia, y rara sonrisa, prendida en su rostro.

—Que tendremos que ir descargándonos de la red la hoja de inscripción. E ir buscando ropa de abrigo. Me han dicho que en Alaska suele nevar muy a menudo.

La contestación llegó tan sólo dos días después de enviar la solicitud en la web del PPDC.

En aquellos días, miles de personas querían formar parte del grupo que se encargaba de mantener a raya a los monstruos que el Océano Pacífico vomitaba. Querían formar parte de los que estaban ganando. Los nuevos Marines. El cuerpo de élite. Pero lo cierto era que no todos eran admitidos. Muchos comenzaban el programa de entrenamiento. Sólo un pequeño número terminaba licenciándose en la Academia de Rangers del PPDC. Menos aún conseguían ser tan buenos como para que les construyeran un jaeger.

De algún modo, las reseñas que habían introducido sobre su experiencia laboral, aunque no era un dato obligatorio, les debían haber llamado la atención. O eso pudieron entender gracias al correo electrónico que les habían enviado en respuesta. Los emplazaban para viajar dos días más tarde a la sede de la Academia Jaeger, en Anchorage.

Natasha lo había llamado en el mismo momento en que recibió el mail. Había sido tan escueta como solía serlo, preguntándole si lo había leído y qué le parecía. Él se había encogido de hombros como si ella, en efecto, pudiese verlo. Habían hablado durante unos minutos y Natasha se había ofrecido para buscar un vuelo que los llevara hasta la ciudad de Alaska al día siguiente. Lo había dejado en sus manos, sabiendo que estaría todo preparado. Él se limitaría a estar en el lugar indicado a la hora acordada. Así funcionaban.

Clint leyó una y otra vez el mail que había llegado a su buzón de correo; una copia exacta del que había recibido Natasha. Lo releyó de nuevo. Sin dejar de mirar la pantalla, se dejó caer sobre el respaldo de la silla y tomó aire. No podía decir que estuviese nervioso ante aquel nuevo horizonte que despuntaba ante ellos, pero sí que se sentía algo inquieto. Había visto por las noticias cómo se las gastaban los kaijus, esos monstruos, impensables hasta hacía muy poco tiempo y que arrasaban todo a su paso.

Su trabajo, el que había venido realizando hasta hacía poco más de una semana, había sido siempre desde la distancia. Marcar un objetivo y abatirlo. Era bueno en el combate cuerpo a cuerpo, más que bueno, pero rara vez había tenido que enfrentarse a su enemigo con sus manos desnudas. Si lo hacía, era porque la situación se había torcido y debían abatirlo costara lo que costase.

Ser un ranger del PPDC sería algo muy distinto. Si algún día les daban un jaeger que poder pilotar, el cuerpo a cuerpo con aquellas moles de músculo que eran los kaijus era casi obligatorio. Algunos de los combates habían sido retransmitidos por las televisiones de todo el mundo, como si se tratase de un espectáculo de circo. El robot gigante contra el monstruo salido de las profundidades del mar. La tecnología contra la naturaleza… naturaleza de otro plano dimensional, pero naturaleza a fin de cuentas. Cansado de ver la misma pantalla una y otra vez, cerró el programa y apagó el ordenador.

Era hora de preparar las maletas y encaminarse hacia un nuevo futuro.