Capítulo 1: La pista en el bar
Darío era lector y periodista. Siempre se había definido así, porque además de escribir para un diario porteño que sólo salía impreso los fines de semana; era un enfermo de la lectura. Le apasionaba la ficción fantástica, y había leído todos los clásicos y no tan clásicos que se le hubieran podido ocurrir. En su juventud leyó El Simarillion con demasiado apasionamiento, libro que por cierto muy pocos mortales pudieron terminar de leer sin volverse locos, y sintió que el final era una revelación.
Y eso había sido cuando él estaba terminando el secundario, y ahora con casi 35 seguía con la misma idea. Al final del libro se suponía que los seres inmortales se iban de la Tierra Media y daban paso a la Era de los Hombres, o sea esta, 2013. Darío llegó a la conclusión de que algún que otro miembro de las otras razas andaba por ahí por su cuidad. Durante todos esos años cada vez que veía un adulto que midiera menos de metro y medio se imaginaba que era un hobbit, o si veía una rubia esbelta pensaba que era una elfa. No tenía casi amigos, porque la gente consideraba con justas razones que estaba un poco mal de la cabeza. Tampoco era muy atractivo que digamos, panzón, barbudo, y escondido atrás de unos anteojos negros gruesos. Era el típico nerd.
Pero como periodista, Darío también leía no ficciones, y se deleitaba con casos en donde periodistas habían desenmascarado conspiraciones enormes y no tan grandes. Le gustaba Rodolfo Walsh, porque con una frase que había escuchado una vez en un bar, "hay un fusilado que vive", había desenmascarado una enorme operación política. Y se creía como él, comparándose con el primer mortal que tuvo la brillante idea de publicar un libro de investigación periodística en Latinoamérica. Se creía que tenía la labor investigativa de Rodolfo, de Truman Capote o de Bob Woodward, la pluma de García Márquez, y la chispa y gracia de Lewis Carroll. Pobre Darío, si no se reconfortaba él solo, nadie lo iba a hacer.
Pero la verdad es que sólo era uno más del montón. Y en el fondo lo sabía, entonces cuando terminó la carrera en la universidad pública supo cuál sería su objetivo en la vida: desenmascarara a las demás razas que vivían aquí en la Era de los Hombres, escribir un best-seller y hacerse millonario con él, para que todos lo respetaran y vieran de una vez por todas que no estaba tan mal de la cabeza. ¿Pero que posibilidades había de que eso sucediera? Vamos.
Darío tenía la costumbre de irse los lunes a tomar una cerveza a un bar donde lo agarraran las ganas, porque como el diario salía sólo los fines de semana solía tenerlos ocupados. Entonces salía al contrario que la gente normal. Genial –pensaba- así menos me voy a hacer una vida social. Ese lunes de abril las ganas de cerveza lo agarraron en Palermo, en un bar por la calle Borges –casualmente- que él ya conocía porque hacía buena y bastante cara cerveza artesanal. Pero le gustaba especialmente porque el bar le recordaba a los elfos.
Era algo medieval-chic, lo había definido la moza una vez. Las paredes eran del color de los pinos, con decoraciones en dorado y siempre flores diferentes en pequeños tarritos en las mesas. Cuando se hacía de noche ponían una vela en uno de esos vasitos chiquitos que se usan para el tequila. La luz era dirigida a las decoraciones y los floreros con suaves lámparas dicroicas. Y la cerveza era la mejor de Buenos Aires. Sentado ahí, bebiendo cerveza elaborada con miel, tirada del porrón; se acordó de una vez que había visto a unos tipos que parecían señores enanos. Todos tenían el pelo y la barba larguísimos, eran bajitos y regordetes y se habían emborrachado muy rápido y puesto a cantar canciones inentendibles. Pero cuando se lo contó a Nicolás, su único amigo, le dijo que seguramente eran un grupo de motoqueros.
Pero la triste e irremediablemente vacía vida de Darío estaba por dar un vuelco como igual que a Rodolfo, la primera pista la tuvo en un bar. Fue una frase que escuchó a lo lejos, "¿cómo está mi elfa preferida?" decía una voz de mujer. Buscó con la mirada, solía sentarse en una esquina para ver a todos imitando lo que en los libros había aprendido de los montaraces. Entonces vio a dos chicas sentadas en la barra que a simple vista no tenían nada de raro, pero miró mejor.
Las dos eran rubias, no eran ni muy altas ni muy esbeltas, pero había algo en ellas que hacía que no pudiera dejar de mirar. Era como si las dos concentraran en ellas parte de la luz del lugar, pero nadie parecía notarlo. Una era más bajita, tenía el pelo dorado y enrulado en suaves ondas, hasta la altura de la pera formando una melenita que le enmarcaba el cuello muy elegantemente. La otra era más alta, más pálida, y tenía el cabello dorado y lacio, bastante largo y atado en una colita alta. Entonces lo notó y tuvo que taparse la boca para no gritar ¡la chica tenía las orejas puntudas! Dios mío, son elfas, pensó Darío atónito sin dejar de mirarlas. Las chicas mientras tanto charlaban y reían despreocupadas con un porrón de cerveza cada una.
Minutos más tarde llegó otra chica pero de aspecto diferente, era más bajita incluso que la rubia de pelo corto, llevaba el pelo muy negro y lacio atado en media cola dejando ver sus orejas, que no eran puntudas, y su piel era muy blanca también. Darío hubiera apostado su vida a que la de pelo corto también tenía esas orejitas, pero no se veían por su peinado. Por un segundo sus ojos comunes se cruzaron los de la rubia más alta, y se sorprendió por la luz que emitían. Pero volvió a mirar y ya no eran del mismo color, y según como miraran eran color miel, verde claro, o avellana. La morocha le quedaba de espaldas y se dedicó a estudiar los ojos de la otra rubia, que tenían ese mismo brillo raro y por un micro segundo lo miraron suspicaces. Sólo que los de ella a veces eran celestes, a veces verde intenso, a veces grises. No comprendía, pero se quedó mirando como las tres charlaban animadamente.
Al rato a la morocha le sonó el celular y se despidió de las dos rubias, cruzó la calle y subió a un auto que la esperaba enfrente. Pero no le importaba la humana, sino que estaba embobado con las dos supuestas damas elfas. Cuando terminaron la cerveza pidieron otra, y cuando pagaron ya habían pasado charlando y riendo más de tres horas. Se levantaron y caminaron por la calle Borges en dirección a la Av. Santa Fe, y Darío se decidió a seguirlas a media cuadra de distancia. Cuando llegaron a la avenida las rubias pararon el colectivo 12 sin parar de reír, y Darío se metió en el mismo colectivo aprovechando que había mucha gente. Se preguntaba cómo la rubia más alta iba con el pelo atado y mostrando sus orejitas puntudas y a nadie le llamaba la atención.
Las dos chicas se bajaron una parada antes del Congreso y Darío fue atrás de ellas, hasta que se pararon ante un edificio de mármol negro en la calle Sarmiento, con una puerta enorme y vidriada con rejas verde pino y detalles en dorado. Había pasado mil veces por ahí, y nunca había notado ese edificio raro. Además tampoco se había dado cuenta que tenía la misma combinación de colores que el bar. Las dos rubias entraron y Darío se quedó mirando desde enfrente, esperando a ver que salieran, intrigado con las supuestas elfas.
Las amigas entraron al edificio y estallaron de la risa, conteniendo las lágrimas, casi revolcándose por el piso. Estaban en un hall muy amplio, con un espejo que medía cinco metros de alto por tres de ancho, y enfrente una escalera de mármol blanco alfombrado que se dividía en dos, y ellas tomaron la escalera hacia la izquierda. Unos pasadizos más y llegaron al monoambiente donde vivía la rubia más alta. Algo alegres por la cerveza se tiraron en la cama con la espalda pegada a la pared, y se volvieron a tentar de risa sin poder articular palabra.
-Boluda, ¿qué le pasaba a ese? Nos seguía –empezó la rubia más alta.
-No me digas –exageró la bajita- si respiraba como un jabalí en celo –volvieron a tentarse de risa un rato más, y la bajita volvió a hablar –Para mí que se enamoró de tus orejitas.
-¿Mis orejitas? ¿Qué tienen? –decía irónicamente como riéndose del que no estaba presente.
-Tienen puntitas boba.
-¿Y? Las tuyas también, lo que pasa que es un nerd que tiene más libros que amigos, y se imagina que se va a levantar unas elfas –la más bajita se ahogó en un ataque de risa.
-¿Cómo sabés que es un nerd?
-Miralo, gordo y barbudo; y con el colgante de la Comic-Con con la hoja de Lórien de plástico berreta, se cree que es Lord Elrond. –comentó la más alta
-Uh, si alguna vez veo a Lord Elrond tan descuidado voy a tener que pegarle un tiro –siguió la más bajita, burlándose de su perseguidor.
Siguieron hablando de chismes y cosas de chicas hasta que el nerd-jabalí (como lo habían bautizado) se escapó de sus memorias. La rubia más alta cocinó algo y comieron juntas, aprovechando que hacía meses que no se veían. Bien entrada la madrugada la más bajita decidió irse para su casa, y salió del edificio despidiéndose de su amiga.
Darío seguía apostado en la puerta del edificio, decidido a seguir a la rubia; mientras ordenaba sus pensamientos sobre lo que había escuchado en la conversación. Así supo que las chicas no se veían hacía medio año, que ambas tenían novio o esposo o algo así, que la más bajita era periodista y que trabajaba cerca del bar, y que la más alta estaba estudiando en la universidad. Sonrió para sus adentros y se deleitó con la idea de una elfa periodista, como él. Pero cuando ella salió del edificio se distrajo y empezó a seguirla otra vez con media cuadra de distancia. Ya era bien entrada la noche y el centro estaba oscuro, y Darío pensaba que eso le daba cierta ventaja.
La chica dobló por Av. Callao, hizo una cuadra y volvió a doblar en la calle Perón, hasta Rodríguez Peña donde se apostó en la parada del colectivo 150. Darío anotaba mentalmente cada paso que daba la rubiecita, y fingió formarse en la parada del colectivo detrás de ella. Era raro que hubiera alguien más en la parada a esa hora un día de semana, y trató de disimular; pero ya era tarde: la elfa le había clavado la mirada. Y volvió a sentir esa luz rara en sus ojos, que cambiaban misteriosamente el color con cada luz, y estaba cada vez más convencido de que era una elfa y la otra también. Sin embargo, ese intercambio sólo duró un segundo. Llegó el colectivo, la chica se subió y sacó el boleto, y Darío la siguió.
El colectivo estaba casi vacío, no viajaba mucha gente un lunes a la madrugada. Ella se sentó en un asiento individual, mientras él eligió un asiento de esos que miran la calle para atrás, para poder verle la cara directamente. La rubiecita sacó sus auriculares, los conectó a su celular y apoyó su cabecita delicada en el cristal cerrando los ojos mientras escuchaba música. Darío aprovecho para estudiarla, no había tenido tiempo de ver su ropa. Tenía jeans, algo normal, chatitas de cuero, también normal, una remera color salmón y un saquito marrón claro que combinaba con sus zapatos. Sus orejitas supuestamente puntudas eran decoradas por unos aros largos plateados con detalles en salmón, combinando con su remera. Nada raro en realidad, salvo que concentraba la luz tenue del transporte y parecía destacar, como si su piel reluciera. Aprovechando que la chica dormía, se acercó a su asiento para mirarla mejor.
Su piel reluciente, apenas bronceada, perfecta; le resultaba irresistible, quería tocarla y comprender que fuera tan suave como se imaginaba. Estiró sus dedos hacia la mejilla de la rubiecita, y cuando estuvo a unos milímetros ella abrió los ojos de golpe y tomó la mano de Darío con la suya para detenerlo. Por un momento sintió una descarga eléctrica, para comprobar que era verdaderamente suave, más suave que lo que nunca hubiera tocado jamás. Pero la chica le echaba una mirada asesina con sus ojos brillantes, y le habló con una voz que le pareció armónica y melodiosa, aunque agresiva.
-¿Qué te pasa? ¡Pervertido! –Darío no supo que hacer, nunca esperaba que la elfa le hablara, pero articuló la idiotez más grande que se le pudo haber cruzado.
-¿Puedo ver tus orejas? –la rubia bajita subió una ceja.
-Ni loca, enfermo pervertido –esta vez lo decía con calma y eso la hacía sonar más amenazadora, pero el periodista sólo volvió a titubear. La chica miró por la ventana y reconoció la zona. -¿Sabés donde estamos? –Darío volvió a mirar, pero estaba muy oscuro y no podía entender como la chica podía orientarse en esa oscuridad. Elfita astuta, pensó Darío.
-No, estoy perdido –admitió.
-Estamos en Pompeya –empezó la chica- esta es la Avenida Sáenz, ahí está la iglesia, en la esquina de Esquiú –señaló hacia la oscuridad y Darío no fue capaz de ver nada- derecho para allá está el Puente Alsina –señaló de nuevo- ¿lo conocés? –El hombre sólo pudo asentir, ¿qué se proponía? Entonces ella dejó ver una media sonrisa de satisfacción y volvió a hablar –Espero que hayas entendido la explicación geográfica, porque hasta acá llegaste. –Le dio un empujoncito hasta la puerta y se paró a su lado para tocar el timbre por él y le habló más bajo, para que nadie más escuchara –Y espero no verte nunca más, porque yo no soy ninguna damita boba y no querés ni imaginarte de lo que soy capaz. –Entonces se abrió la puerta y la elfa le dio otro empujoncito, mirándolo con una media sonrisa pícara cuando el colectivo se alejaba dejando a Darío tirado, y riéndose sola; acordándose de los chistes que habían hecho sobre él.
Hasta aquí el primer capítulo, espero que les guste, sé que es algo distinto. Déjenme un review por dio'! Y si no viven por ahí, puedo contarles que todos los lugares que nombro y recorren los personajes existen realmente; y pueden googlearlos para ver cómo viven. También, si llegaron acá por Legolas y lo extrañan, no se preocupen que viene al mundo de los hombres un poco más adelante. Besito.
