ESTA HISTORIA ESTÁ DEDICADA A TODOS LOS FANS DE HARRY POTTER ESPECIALMENTE A LOS FANS DE SEVERUS SNAPE; O, A TODOS AQUELLOS QUE QUIZÁS SINTIERON QUE J.K. ROWLING OLVIDÓ PONER ALGUNOS CAPÍTULOS FINALES ANTES DEL EPÍLOGO…

…A TODOS AQUELLOS QUE EXTRAÑAN INFINITAMENTE LA DUAL VIDA ENTRE LO MÁGICO Y LO MUGGLE…EL SIEMPRE DESEADO REGRESO A HOGWARTS CADA 1 DE SEPTIEMBRE…

ESTE FIC EXPLORARÁ LA VIDA DE SEVERUS SNAPE DESDE SUS 8 AÑOS DE EDAD –VIDA QUE HE DECIDIDO INVENTAR TOMANDO REFERENCIAS DE "EL CUENTO DEL PRÍNCIPE", TRATANDO DE HACERLE JUSTICIA A LOS PLANES DE J.K. ROWLING (ABSOLUTA DUEÑA DE HARRY POTTER Y SUS PERSONAJES) Y ESPERANDO QUE SEA ENTRETENIDA PARA LOS LECTORES – HASTA SU TEMPRANA MUERTE. SÍ, TAMBIÉN SE ABORDARÁN TEMAS COMO SU COMPLICADA RELACIÓN CON LILY EVANS Y LOS MERODEADORES.

Y POR SUPUESTO, DEBO ADVERTIR QUE EL FIC ESTARÁ, SI BIEN NO SUMERGIDO, CUANDO MENOS SÍ; BASTANTE SALPICADO POR EL SEVXLILY

A PESAR DE QUE MI PERSONAJE FAVORITO ES SEVERUS INTENTARÉ REINTERPRETAR A LOS MERODEADORES FUERA DE MI ODIO PERSONAL (JEJEJE LO JURO XD) Y SER JUSTA CON AMBAS PARTES…ASÍ PUES ESTÉN SEGUROS DE QUE JAMES, A PESAR DE SER CRUEL EN ALGUNOS PUNTOS DE LA HISTORIA, TENDRÁ TAMBIÉN MUCHOS ASPECTOS BUENOS…

NO SE PREOCUPEN, NO PRETENDO REESCRIBIR LOS SIETE LIBROS Y ESPERAR QUE TENGAN PACIENCIA DE LEER…SIMPLEMENTE ESTO SERÁ COMO UN "EL CUENTO DEL PRÍNCIPE" EN VERSIÓN EXTENDIDA (XD)…O, COMO A MÍ ME GUSTA LLAMARLO: "CAPÍTULOS QUE SE LE OLVIDARON A J. K. ROWLING", PERO QUE FINALMENTE DECIDÍ BAUTIZAR COMO:

"SENDA DE LA INOCENCIA"; NOMBRADO ASÍ POR LA TEMÁTICA DE LA HISTORIA.

PD.

ESTE FIC EN UN PRINCIPIO SERÁ BASTANTE CANON PERO EN ALGÚN PUNTO MÁS ADELANTE INGRESARÁ EN LAS SENDAS DE LO AU…TAMBIÉN ENTRELAZARÁ FUTURO Y PASADO, POR LO QUE EL FINAL DE ESTA HISTORIA ES EL INICIO DE OTRA (:D)

Y, PARA YA NO ABURRIRLOS MÁS, LA HISTORIA:

SENDA DE LA INOCENCIA

Capítulo 1:

El despertar

"El libro de los secretos, un ensayo sobre las capas de la mente humana"…

habilidad que muy pocos magos llegan a dominar…penetrar la mente adulta puede resultar, en teoría, más…

– ¡Cállate!

– ¡No te atrevas!

Sigmund Castell Boylestad, famoso oclumántico nacido a finales del siglo XVII, había sido arrestado en el Valle de Godric…

Permaneció en Azkaban durante doce años…había sido condenado a diez, no obstante…

– ¡Yo no me debo a ti, ni a nadie!

–Baja la voz…por favor…

Permaneció en Azkaban durante doce años…

– ¡No voy a tolerar esto, nunca más!

– ¡Lárgate, entonces! ¡Esta es mi casa!

–Muy bien

en Azkaban durante doce años…

– ¡¿Qué crees que haces?

–No me lo puedes impedir…

– ¡Soy su madre…!

– ¡Es mi hijo también!

durante doce años…

– ¡Tú hijo! ¿Tú hijo?... ¡Nunca es hijo cuando está enfermo, hipócrita!

doce años…

– ¡¿Cómo te atreves? ¡Maldita…!

doce años…

El silencio se apoderó de la pequeña alcoba que compartía únicamente con el frío vacío.

Cuando cerró los ojos al fin, sintió, paradójicamente; que estos se abrían a una oscuridad profunda y desconocida. Su mente parecía fraccionada y le costaba asimilar que existía todavía.

No era capaz de ordenar ni una sola idea en el caos que se volcaba sobre su cabeza. Fue como adentrarse en una eterna noche, no obstante estaba bastante consciente de sí mismo. Era consciente, por ejemplo; del helado viento que rodeaba su cuerpo.

No hubo diferencia por unos segundos, mas luego; una ráfaga de sensaciones parecidas al despertar matutino arremetió frenéticamente contra su cuerpo, haciéndole temblar brusca e intermitentemente. Una vez que los estremecimientos parecieron cesar, encontró que sus pensamientos volvían a fluir con cadencia, analizando y determinando el lugar en el que ahora se hallaba.

Sentía la sólida presión de la madera bajo su cabeza, y esta, a su vez, como una masa difusa y casi gaseosa; se esparcía lentamente en el suelo.

Un olor fuerte a polvo y desgaste del tiempo persistía en el gélido aire, y le llenaba las fosas nasales, las cuales le exigían con furia oxígeno para sus oprimidos pulmones.

Y entonces, algo nuevo llenó el aire: había algo, como una voz fría y silbante, que retumbaba ininteligible en sus oídos. Le pareció familiar aunque sabía que no la había escuchado nunca antes en toda su vida.

Una sensación abrasadora recorría su pecho y cabeza, sofocándole con mayor intensidad a un costado de su garganta y por la cual sentía que desfallecía conforme oleadas de algo húmedo y cálido se derramaba a borbotones, por entre las puntas de los dedos de su mano izquierda que luchaban en vano por ejercer presión capaz de contener el escape del fluido.

Entre todas estas percepciones de sus sentidos, faltaba una por dilucidar:

A pesar de que sentía a sus ojos trabajar, y, por lo tanto, debían estar captando la realidad afuera de su mente; se encontraba en un bizarro estado de ceguera.

Además de todo esto, supo de súbito que padecía una angustia atroz acentuada por el paso del tiempo en, cualquiera que hubiese sido, el lugar que se encontraba, muy probablemente acostado. Sentía que su tiempo de desvanecía conforme se extinguían sus fuerzas. Padecía dolor, indescriptible dolor.

¿Estaba herido? ¿Muriendo, quizás?

Su agonía, sin embargo, parecía estar muy lejos de derrotarlo. Tenía algo que llevar a cabo, una tarea que no había concluido y que, sabía a toda certeza, debía terminar a toda costa.

Tenía algo que decir. Algo para decirle a alguien. Pero ahora su voz ya no parecía servir de mucho.

Momentos después, se escuchó a sí mismo pronunciar dos palabras que sonaban como si fueran la misma; pero, al igual que la voz silbante que antes había distinguido, no consiguió comprender el significado de lo que escuchaba. Eran susurros.

Susurros roncos, ahogados e interferidos por los borbotones que sofocaban su respiración.

Sintió entonces un impulso en su corazón que fue a parar a su mente y finalmente a su brazo; se encontró a sí mismo aferrando con fuerza –con toda la que pudo hallar dentro de sí – algo que sin duda debía ser tela.

Sintió una nueva punzada de angustia por el escaso tiempo que, sentía, le quedaba.

Una ráfaga de imágenes cruzó violentamente por su cabeza y estas se apilaron en la capa más exterior de su mente, como si él así las hubiese convocado; todas a la vez, con urgencia cada vez más atroz.

Luego, una palabra se formó con vehemencia en su mente y él la repitió varias veces con intensidad creciente y; de pronto, todas aquellas imágenes que congestionaban su cabeza pugnaron por salir. Las sintió emanar de él: por sus ojos, sus oídos, su boca; cada parte de su mente las empujaba con desesperación.

He ahí que el agarre de su puño crispado dolorosamente, redobló su aprehensión, como forzando a algo o alguien. Después de unos segundos interminables, su angustia pareció aliviarse, y su puño se relajó en contra de su voluntad. Ya no era señor de su cuerpo, ni mucho menos de su cuerpo debilitado al borde del síncope. No obstante, un desesperado deseo de su corazón irrefrenable, ardiente, delirante, loco; lo llevó a asir nuevamente aquella tela que se le escapaba de sus desfallecidos dedos.

Abrió su boca y desesperado soltó ansiosamente una súplica, no, más bien, una orden; con la última fuerza que reunió de su ser.

Sonaron esta vez tres roncos alaridos; pero, por la sensación de coherencia en su cabeza, supo que se trataba de una sola palabra –entrecortada– y no de tres.

Y entonces, sólo entonces, su ceguera incomprensible fue curada. Hubo luz, o al menos a él le pareció que lo era. Una luz desconocida y fabulosa y de nuevo, paradójicamente, familiar.

Supo que vislumbraba un color, no obstante, no pudo descifrarlo. Sólo tenía plena certeza que era luz.

Luego de una fracción de segundo, que irónicamente sintió como una eternidad, un dolor horroroso – más terrible que ningún otro – aplastó su pecho, una angustia que no se comparaba a las anteriores.

Nuevas imágenes se agolparon en su cabeza, pero esta vez no luchó por sacarlas fuera de él. Por el contrario, las aprisionó dentro tanto como pudo, tratando de atesorarlas. Las aferró a todas cuanto más tiempo le fue posible.

Luego; simplemente y sin poder contenerlas más, estalló.

Su cuerpo…su mente…su alma.

No lo supo con exactitud. Sólo fue consciente de un miedo paralizante que le impedía abrir sus ojos nuevamente.

Pero estaban abiertos…

¿Era otra vez la ceguera?

No. Esta vez se sentía diferente.

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Todavía confundido, abrió sus ojos, y con extravío examinó su alrededor.

Hacía muchísimo frío, pero no pudo decidir si esto era por el miedo que sentía o por la temporada invernal.

Giró sobre sí mismo un par de veces hasta caer fuera de su cama. Aterrizó de bruces en el crujiente piso de madera.

Junto con él, un pesado libro de vetustas pastas de cuero negro, que había estado al borde de su cama, cayó desparramándose.

Respiró con agitación y luego de ubicar dónde se encontraba, empezó a recordar la noche anterior:

Sus padres habían comenzado a discutir. Él se había refugiado en su habitación…

Sus padres. Con sólo recordarlos reparó en el ruido que su caída debía haber provocado, y en el ruido que su respiración agitada causaba justo ahora.

Temblando nerviosamente apretó sus párpados, concentrándose en relajar su respiración. Su pecho empezaba a doler, a doler peligrosamente, sin embargo, no tenía valor para llamar a sus padres. Es más, temiendo que sus quejidos de asfixia pudiesen despertarlos se cubrió la boca con ambas manos.

Echó un vistazo al libro que yacía junto a él, queriendo distraer su mente del agobio. Se acercó a él arrastrándose y se inclinó muy de cerca para leer las palabras de las páginas que habían quedado expuestas, aunque aplastadas y dobladas por la caída.

"En algunos juicios…permitiendo el uso de la Oclumanc..."

"…siendo, en ocasiones, más eficaz que el Veritaserum (Ver página 778)…"

Conforme leía su respiración se serenó. Sintió que volvía a normalizarse su pulso, y el dolor de su pecho amainaba. Tomó aire nuevamente; pero, todavía desconfiado, mantuvo sus manos cubriendo su boca.

Aspiró la vieja y enmohecida fragancia, que aquel grueso libro emanaba. Pequeñas reminiscencias de su reciente pesadilla vinieron a su mente. Seguramente, la persistente sensación de polvo en el aire que lo envolviera toda la noche previa al despertar, había sido culpa suya.

Continuó reclinado, respirando y releyendo las mismas palabras, durante largo rato; todo el que necesitó para reconfortarse.

Habiéndose calmado del todo, decidió que era seguro ponerse de pie. Recogió el viejo libro al par que se erguía, teniendo excesivo cuidado de no dejarlo caer de sus pequeñas, cetrinas y delgadísimas manos.

Abandonó el libro en la vieja estantería ubicada a la izquierda de su ropero, y mientras lo hacía, recordó que la noche anterior lo había estado leyendo.

Había leído algo sobre Sigmund Castell y luego…

Lo de siempre.

Los gritos.

El miedo…y entonces…

La nada.

O eso era lo que debía de haber sido. Pero esta vez, a diferencia de tantas otras ocasiones, algo nuevo había sucedido:

Había soñado y, para colmo, ese sueño había sido una pesadilla. La más horrible de las pesadillas que jamás hubiera tenido. Aunque no podía recordar lo que había soñado, el dolor de muerte persistió incluso cuando hubo despertado.

Nunca su frágil cuerpecillo había sido azotado por tan terrible angustia; ni siquiera bajo el espantoso yugo del dolor físico que, injustamente para su corta vida, había probado ya demasiadas veces.

Y no. No era como si nunca hubiera soñado, o tenido una pesadilla. Eso no era lo extraño del asunto. Por supuesto que a su edad, el pequeño Severus Snape había soñado muchas veces antes, y, con bastante frecuencia; pesadillas.

Sin embargo, el desconcierto que el pequeño experimentaba, tenía ahora sobrada justificación. Más allá de la angustia que el sueño le provocara, estaba la horrible interrogante:

¿Por qué había soñado?

No debía haber ocurrido.

Atormentado miró por la ventana. El cielo seguía azul oscuro aunque iba matizando ya por los colores del alba. No había sido ennegrecido todavía por el humo expelido por la gran chimenea de la vieja fábrica cercana, por lo que dedujo, no debían ser ni las cinco de la mañana.

De todos modos le habría gustado saber qué hora era, pero el único reloj de la casa se encontraba abajo, en la pared más oculta de la sala de estar. Atreverse a abandonar su habitación tan temprano se le antojaba como una locura.

Incapaz de volver a la cama y peor aún de conciliar el sueño de nuevo, el pálido muchacho comenzó a caminar muy lentamente, de uno a otro lado en la habitación, formulándose la misma pregunta una y otra vez.

¿Por qué había soñado?

Le había ocurrido muchas veces ya que, estando aterrado ante alguna pelea de sus padres, con sólo desear con fuerza no escuchar, no ver, ni saber más de aquello; se quedaba dormido de inmediato; como si su cuerpo se tratase de un aparato eléctrico al que pudiera desenchufar para apagar a voluntad.

La primera vez que lo había conseguido la recordaba con vívido detalle. Y eso era porque aquella había sido también la primera vez que su padre…

El pequeño niño sacudió la cabeza con desazón. Se detuvo en seco y miró otra vez por el cristal roto de la ventana, desprovista de cortinas; deseando apartar recuerdos tristes. Recuerdos en los que fue testigo de la muerte de su padre, o al menos de su comienzo, cuando todo empezó a ir mal…

Esa también fue su primera vez para enterarse de la verdad sobre sí mismo.

Con todo eso aquel sábado 20 de noviembre de 1965 fue para Severus un día difícil de olvidar, y con la prodigiosa memoria que poseía; y el poco esmero que ponía en no acordarse, sabía perfectamente que le sería imposible olvidarlo jamás.

Suspiró profundamente y alejó su vista de la ventana.

La visión de su padre lastimando a su madre hirió su memoria por unos segundos. Sacudió la cabeza una vez más. No quería ver de nuevo la imagen de aquella noche. Hizo caso omiso al recuerdo que llamaba a las puertas de su memoria.

Volvió a su mudo recorrido por la alcoba. Tensó un poco su mente y se obligó a volver a la cuestión que le aterraba de momento:

¿Por qué había soñado?

Desde los cinco años hasta ese día le había ocurrido tantas veces aquel fenómeno, que había logrado cierta experticia: Podía inducirse a sí mismo no sólo a un sueño común, sino a un estado de – aunque temporal – absoluta inconsciencia; dormir sin soñar, sin quedar a merced del monstruo de sus temores, sin que estos se materializaran en horribles pesadillas.

Si bien era cierto sólo podía inducirse a ese estado cuando en verdad estaba aterrado –al borde del colapso nervioso – y no en otro momento que no cumpliera el requisito, sabía perfectamente que nunca soñaba de así ordenárselo a su mente. Para cuando tuvo seis años había dominado por completo la – por llamarla de algún modo – "técnica de no soñar" .

Sabía bien que la noche anterior su truco había sido realizado a perfección.

Entonces ¿Por qué había soñado? ¿Qué había salido mal?

Sin poder evitarlo, pensó en su madre. El pecho del niño comenzó a subir y bajar muy rápido. Su nariz se congestionó y su frente dolió ardorosamente, justo como sus ojos. Un amargo sollozo se escapó de sus labios mientras las primeras lágrimas bajaron por sus huesudos carrillos, los cuales habían abandonado su tono cetrino para pasar a una pálida lividez.

¿Empezaba a volverse ordinario?

¿Se convertiría en un muggle…en un squib, o en cualquiera que fuera el término que pudiera describirle si es que perdía su magia…?

El pequeño niño se dejó caer lentamente al suelo. Se enroscó en posición fetal y comenzó a llorar muda y desconsoladamente.

Vislumbró un calendario tirado bajo su cama. Era del año actual. Miró sobre la fecha que debía ser aquel martes. Lo hizo para mortificarse, pues en realidad sabía qué día era:

9 de Enero de 1968

– Feliz Cumpleaños, Severus –Se dijo en voz baja. El cuerpo le temblaba y un miedo horrendo llenaba su corazón al pensar en lo que acababa de sucederle.

– Ya no habrá Hogwarts– Farfulló lleno de amargura, trémulo de pánico. Sus ojos muy rojos derramaron lágrimas copiosamente.

– Ya no habrá Hogwarts– repitió.

Y habiendo dicho esto se quedó dormido.

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– ¡Severus!

Llamó por quinta vez la mujer mientras soñaba con alcanzar el hombro de su hijo. Había intentado sin éxito moverle del piso para dejarlo seguro sobre la cama. Pero resultaba imposible moverlo de allí. Imposible incluso acceder a él. Parecía hechizado.

No había poder muggle capaz de sacarlo de ese trance, lo sabía, pero la angustiada mujer no quería probar tan pronto utilizar magia. Apenas empezaba a recobrar su confianza.

Severus tosió con fuerza y sus pulmones resonaron audiblemente congestionados. Era una mañana muy fría de invierno y el niño no gozaba de buena salud. No llevaba sino escasas semanas de convalecencia desde la última crisis respiratoria que había sufrido, y con todo el frío que hacía, el niño totalmente desprovisto de abrigo, iría a peor.

Eileen no pudo soportarlo más, se levantó y nerviosamente rebuscó en la estantería de los libros. Del fondo sacó una caja alargada y de esta, una larga varita de ébano. La tomó en sus manos con temor y la examinó más de una vez mientras volvía a inclinarse sobre su hijo. El largo cabello negro de la mujer resbalaba por sus mejillas dejando su oscura mirada perdida en la profundidad de aquel cansino y huraño rostro paliducho.

Eileen intentaba mantenerse en calma. Giraba nerviosamente la varita en sus manos, mientras se forzaba a sí misma a revestirse del valor de madre. Debía actuar.

–Puedes hacerlo – Se dijo tantas veces como pudo antes de intentar un finite incantatem para librar a su vástago del novato mal uso de su magia.

Pero su finite incantatem fue muy débil, tanto así, que ni siquiera pudo romper el encantamiento de su hijo de ocho años recién cumplidos. El niño volvió a toser en el piso. La pobre madre sintió rabia e impotencia.

¿Cuándo volvería su magia?

¿Cuándo volvería a ser como antes?

Vio como el pequeño Severus se estremecía una vez más. Abandonando toda esperanza en su varita, la arrojó lejos contra la pared, cayendo al piso sin glorias, como un palo cualquiera del más común de los orígenes.

Eileen pasó las manos por entre sus cabellos. Los echó hacia atrás con más tensión de la necesaria. Observó a su hijo, el cual parecía dormir con calma, a pesar de los temblores que le invadían de vez en cuando.

–Es normal – se repetía una y otra vez. Sin embargo, no podía sino angustiarse al ver a su pobre y enfermizo hijo sobre el frío suelo, tiritando. Rendida en su intento de moverlo, había probado echarle encima una manta, pero nada podía atravesar la burbuja invisible que le aislaba de su alrededor.

Llorosa llevó sus pálidas manos a su rostro. No podía ver a su hijo.

¿Cómo podía?

Era una madre terrible. De haber recuperado su magia, ya habría podido ayudar a su hijo.

¿Por qué no se tragaba su orgullo de una buena vez? Necesitaba ir a San Mungo. ¿Qué importaban los Prince?

Después de todo ya no la trataban como una.

Después de todo ya no lo era más.

–Snape –Pronunció levemente. Su boca se curvó en una mueca de disgusto. Apartó las manos de su rostro y miró una vez más a su hijo.

– ¡SEVERUS!– Gritó furiosa.

– ¡SEVERUS SNAPE!– Gritó con mayor fuerza. Se levantó del suelo, y al hacerlo, su cuerpo delgado y su pálida piel parecieron menos patéticos. Surgía ante el niño, con una nueva fuerza. Sólo sus ojos, los cuales estaban llenos de lágrimas y desbordaban aflicción, delataron la terrible preocupación de la que era presa.

– ¡FINITE INCANTATEM!– Gritó por encima del muchacho. Y, fuera coincidencia o no, el niño abrió sus ojos sobresaltado, y la invisible esfera protectora se había ido.

Su madre estaba justo sobre él.

Sus ojos negros y profundos le miraban sin ninguna emoción que no fuera la ira. Como prueba de sus lágrimas ya secas, sólo quedaba el escarlata en los ojos; pero, esto sumado al adusto semblante que ahora mostraba, sólo logró convencer a Severus del genuino disgusto de su madre.

–Lo siento, mamá…– Respondió el niño, no sabiendo bien del todo por qué se estaba disculpando; hundiendo el rostro en su cabello conforme se iba levantando lo más cabizbajo que conseguía.

–Vete –Le cortó la mujer.

Se hizo un silencioso incómodo, aunque breve.

Severus ni siquiera intentó discutir con su madre. Salió de su alcoba, temeroso y a paso lento, volteando tímidamente de vez en cuando para mirarle el rostro a la mujer. Pero el negro cabello largo – tres veces más largo que el de Severus – que cubría su rostro se lo impidió. La criatura abandonó la alcoba sin poder enterarse jamás que ese día; tras esas cortinas de cabello azabache, su madre lloraba.

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Esa misma mañana Severus desayunó con gran tristeza.

No era que esperara un obsequio o algo bonito en su cumpleaños.

Le bastaba con aquel "Hoy eres mayor con un año, así que debes ser más responsable, para que puedas hacer algo digno con tu vida" que solía dedicarle su madre cada vez que cumplía años.

No iba a pedirle un "Feliz Cumpleaños" porque la palabra feliz bajo el techo de esa casa sonaba bastante hipócrita, cuando no deprimente; pero en verdad se encontraba esperando la charla de "ser alguien en la vida". Y no podía negar que la esperaba con ansias, porque al menos cuando la oía, esta le demostraba que su madre tenía expectativas en él.

Pero luego de ver a su madre tan molesta, supo que la charla no se escucharía ese día.

Al cabo de quince minutos su madre bajaba las escaleras, para luego perderse en la cocina. En su camino, ni siquiera le dedicó una mirada al pálido y desgarbado niño que desayunaba con sus ojos fijos en el fondo de su taza de té.

Bebió té sin azúcar –porque en las mañanas el dulce le provocaba arcadas dolorosas hasta conducirlo al vómito – y dos panes largos del día anterior. Estaban muy duros, pero gracias a ello bastante crocantes. Los habría disfrutado mucho en otras circunstancias, pero no esa mañana, con su madre tan enfadada.

Simplemente no pudo alegrarse.

Tenía muchas ganas de llorar pero se contuvo. No quería enfadar más a su madre. Todavía pensaba un poco en lo que le había ocurrido la noche anterior, pero encontró que le importaba mucho menos. Mil veces habría cambiado su condición de mago por la felicidad de su madre.

Eileen lavaba ruidosamente y sin magia varios trastes metálicos en la cocina. Fuera de aquel ruido, o el sonido de los motores de los coches que venía de la calle; Severus notó que la casa estaba extrañamente demasiado silenciosa. Echó un vistazo hacia el reloj en la pared.

Once y cincuenta. En verdad se había levantado muy tarde. Su padre no podía estar en casa, a no ser que lo hubieran echado nuevamente del trabajo.

Pero la casa estaba tan silenciosa, que simplemente no podía estar allí.

Elevó los ojos hacia su madre, de la cual Severus sólo podía vislumbrar la espalda.

No quiso preguntar a su madre si su padre había salido.

Por lo general, Severus era el último en enterarse cuando su padre era despedido de algún trabajo, y, cada vez que lo hacía; siempre se enteraba de la peor manera.

Prefirió la seguridad de mantenerse callado y al margen. Echó la mirada a los suelos y la dejó vagar hasta que se detuvo en sus propias piernas. Estaban pálidas y curiosamente amoratadas. Su pijama, un batón de lana amarillenta con mangas cortas, le cubría el cuerpo apenas sobrepasando sus muslos, por lo que sus piernas larguiruchas quedaban a merced del frío invernal. Empezó a balancear sus piernas de adelante hacia atrás para obtener calor. Pero luego, conforme su sangre fluía con calidez, halló diversión en aquello, y las balanceó alternándolas.

Se quedó sentado allí, en la vieja silla de madera, en el lugar de la mesa donde su padre solía sentarse; meciendo con más velocidad sus piernas, imaginándose sobre un columpio.

Recordó a los artistas del circo que había visto alguna vez en el viejo televisor, que; ahora descansaba, olvidado y cubierto de polvo, en la esquina menos visible de la salita. Había sido su pasatiempo favorito hasta que un día de tormenta el viejo aparato se apagara para siempre.

Por su cabeza pasó una imagen de sí mismo, ataviado con ropas de brillantes lentejuelas, colgando de cabeza sujeto por los pies de un alto trapecio. Se quedó estático pensando por un momento, luego sacudió su cabeza y con una extraña risa, se burló de aquel imposible; y aunque siguió meciéndose un rato más, no tardó mucho en aburrirse de aquel pequeño juego.

Cansado, recostó su cabeza sobre la mesa, también sus brazos, totalmente extendidos.

Deslizó sus dedos por la superficie de la mesa disfrutando del chirrido que la fricción producía. Cerró sus ojos y repitió la acción con más fuerza, y esta vez el chirrido fue más sonoro. Sonrió levemente y abrió sus ojos.

Su madre se revolvió incómoda en la cocina, pero no le reclamó ni volteó para mirarlo. A esta reacción, Severus dejó inmediatamente de jugar con la madera, y se limitó a escudriñar con la vista los huecos que dejaba el barniz perdido sobre la mesa desnuda.

Le parecieron muy similares a los mapas continentales, que estudió alguna vez en la escuela. Sonrió nuevamente. Recogió un trocito pequeño de pan duro, que se le había caído al suelo, y comenzó a surcar la mesa con él, mientras imaginaba un barquito navegando el ancho mundo. Y ese mundo era café oscuro y de laurel. ¡Y era plano! Rió silenciosamente, mientras imaginaba la expresión enfurruñada que su maestra de Geografía pondría ante semejante aseveración.

Permaneció jugando solitariamente lo que fueron casi dos horas. Ahora el sol de la mañana se alzaba radiante aún entre el negro humo que despedía la fábrica. Afuera apenas caía algo de nieve. Severus estaba ahora junto a la puerta que daba a la calle, abriéndola un poco para mirar a lo lejos. Un grupo de bulliciosos adolescentes fumaban y reían en el portón de la casa del frente. Mientras que en la acera de la casa contigua a la suya, unos chiquillos apenas menores que él se lanzaban copos de nieve. Severus les observó detenidamente.

Abrió un poco más la puerta, intentando captar más del exterior. Mientras miraba a los chiquillos disfrutar, en su pecho crecía calurosamente un comprensible sentimiento de envidia.

Un viento muy frío sopló contra su pecho a través de la puerta entreabierta. Tuvo un breve asalto de tos, el cual reprimió cuanto más pudo. Aún así, la tos le delató; los niños detuvieron su juego, notando su presencia, y se alejaron mirándole de forma despectiva.

–Cierra esa puerta – Su madre habló detrás de él, sobresaltándolo. El pálido niño se encorvó y volteó hacia su madre. Por unos instantes su miraba buscó la de ella, pero, antes de poder encontrarla, se desvió hacia la puerta ahora cerrada. Un destello de súplica refulgía en sus oscuras pupilas.

– ¿Pu-puedo salir? – Preguntó en un susurro rápido, alejando su mirada de la puerta, dejándola ahora sobre sus pies descalzos.

Por lo general, y desde que no asistía más a la escuela desde hacía ya dos años, su madre le dejaba salir en las mañanas a vagar por allí. Pero eso era siempre que el clima fuera bueno, o por lo menos propicio para su pobre salud; y esa mañana, para mala suerte del chiquillo, no cumplía los requisitos.

–Está nevando –Respondió Eileen en absoluta negación –Ve a cambiarte –continuó sin variar el tono de su voz.

– ¡Y ponte los zapatos! –Le gritó mientras, el niño subía a toda prisa las escaleras hacia su cuarto.

La calefacción en la casa funcionaba todavía, algo por lo que toda la familia daba gracias; pero Severus, era en extremo friolento. Enfermizo como era y con el poco tejido adiposo heredado de los padres; le era imposible estar bien, peor en invierno. Y dado que no bebía azúcar en el desayuno, su presión arterial solía llegar a niveles más bajos de los que ya solía alcanzar muy bien comido, acentuando aún más su vulnerabilidad al frío.

Aún así, Severus amaba el invierno más que cualquier otra época del año. ¿Motivos? Ni él mismo hallaba excusas, a veces, le gustaba creer que la nieve era un motivo. Pero su cuerpo nunca estuvo hecho para salir a jugar como otros niños en medio de batallas de copos de nieve, así que, no podía ser la nieve.

Quizás era porque cuando nevaba se acordaba de los cuentos que había leído cuando todavía asistía a la escuela. A veces, imaginaba avistar, detrás de los viejos coches de los vecinos, el finísimo carruaje de hielo de la Reina de las nieves. Y entonces reía como un loco, pensando en que si tal vez corría detrás de los coches un día de esos, acabaría colgándose del carruaje de hielo.

Severus no extrañaba la escuela.

Nadie en su sano juicio hubiera sentido nostalgia por recibir apodos crueles, ni por compañeros que le evitaban a toda costa. Lo que el niño extrañaba era el libro de cuentos que le habían asignado en primer año. Era de un autor danés, del cual Severus no recordaba el nombre. Había sido muy pequeño cuando se lo habían asignado y, por ese entonces, no sabía que dejaría de ser suyo tan pronto. De otra manera sí que se hubiera esmerado en memorizarlo.

Pero al menos recordaba las historias, y donde la memoria traicionaba, siempre quedaba la imaginación…

Cuando asistía a la escuela, solía dibujarse viviendo en el gélido palacio de la reina. Al principio se dibujaba viviendo él solo en el gran castillo. Pero luego acabó por comprender que no podía estar solo, porque odiaba estar solo. Entonces comenzó a dibujarse viviendo con la reina.

A sí mismo se pintaba siempre con un trozo de crayón negro y a la reina, blanquísima como se la imaginaba la dejaba toda en color papel. Siempre en aquellos colores, porque eran colores de boda…

Sí, porque el chiquillo ya no se acordaba del final del cuento y le parecía un buen final aquel. Porque recordaba que la reina vivía sola –¿O también eso se lo había inventado?– así que ella se entendería bien con él. Y para él, ella era más que perfecta. Además, en sus fantasías, a la reina nunca le importaba su palidez ni se burlaba de él; porque ella misma era blanca como el mármol más puro.

Antes de enterarse de su condición de mago, Severus creía fervientemente que la reina debía existir en algún lugar. Curiosamente, después de que la magia se le había revelado como real, simplemente ya no podía creer. Era muy extraño.

Sin embargo, ahora que probablemente había perdido sus poderes y ya no era mago, el niño se encontraba ansioso por volver a creer.

–Si existiera la reina…–empezó a buscar pruebas y a repasarlas en su cabeza.

–Si existiera…¿Cómo se llamaría?...

Y así, en medio de aquellas cavilaciones, terminó dándole muerte a su mañana…

Al final de la tarde, en su alcoba, Severus tenía ya una veintena de pruebas fehacientes de la existencia de la reina.

La nieve había dejado de caer hacía bastante, pero él distraído con el asunto de la reina, ni se había percatado. Salió corriendo de su cuarto echándose encima de su extraña ropa un largo y viejo abrigo, color gris ratón. Bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos.

Tan pronto estuvo en la planta baja buscó a su madre.

–Mamá…Ya no nieva, ¿Puedo salir?– Preguntó a su madre, quien leía un libro sentada en el sofá. Su pregunta fue tímida, pero su voz determinada. Ella le miró de reojo.

El chico la miraba suplicante. Dudó unos instantes, le examinó nuevamente: todo estaba en su sitio, estaba bien abrigado…

Suspiró ruidosamente. Severus la miró con profunda intensidad.

–Regresa antes de que oscurezca – Contestó, con voz cansada, volviendo a su libro.

Severus sonrió complacido, se ajustó con fuerza el abrigo y tiró de la puerta hasta que se abrió de par en par.

–¡Debes ser responsable…!–El grito de Eileen detuvo su desenfrenada carrera hacia la calle, volteó y sus ojos acuosos ardieron calurosamente. Su corazón latía y sus labios empezaron a formar una sonrisa pequeña, tímida y expectante.

– Hoy eres mayor un año más…–La puerta se cerró en sus narices después de unos segundos.

El niño sonrió abiertamente.

Ese día iba a ser bueno.

Lo sabía.

Lo sentía.

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AVANCES: EN NUESTRO PRÓXIMO CAPÍTULO "EL CARRUAJE DE LA REINA" NUESTRO PEQUEÑO SEVERUS IRÁ A BUSCAR A LA REINA DE LAS NIEVES Y YA IMAGINARÁN CON QUIÉN ACABARÁ TROPEZANDO…

BIEN, AHÍ LO TUVIERON EL PRIMER CAPI DE ESTA LOCA FRIKI HISTORIA XD!

ESPERO QUE LES HAYA GUSTADO…TENEDME PACIENCIA YA SÉ QUE MI NARRACIÓN NO ES MUY BUENA…PERO LO IMPORTANTE ES QUE ME ESFUERZO XD!

YA SABEN, SI GUSTAN DEJENME UN REVIEW…CON O SIN REVIEWS CONTINUARÉ LA HISTORIA, LO PROMETO…PERO…CON REVIEWS ACTUALIZARÉ MÁS RÁPIDO XD!

SALUDOS,

NOS LEEMOS!