Nota; Importante antes de leer.

Me hubiera gustado publicar esta historia más detalladamente, pero solo subiré, lo que la autora permite, así pues PÉTALOS MARCHITOS no sera muy larga pero la terminaré.

En resumen; Les recomiendo leer la novela original (Rosas para Emilia) de Virginia Camacho una mente muy brillante.

En pétalos marchitos, nuestra pareja preferida cambian en su personalidad, no tendremos a un Terry arrogante, Y Candy es diferente a cómo la conocemos.

Espero les agrade y recuerden leer la novela original esta muy buena.

Gracias por comprender. JillValentine

CAPÍTULO 1

—No eres Telma —dijo Candy con desdén, mirando al hombre que se había acercado a ella. Echó una ojeada alrededor. ¿A dónde se había metido esa muchacha?

—Candy —dijo el hombre, y ella se giró a mirarlo—. Estás aquí… Viniste.

—¿Me conoces?

—Estás hermosa—. Candy se cruzó de brazos y sonrió nerviosa.

—Ah… gracias. ¿Quién eres?

—Y hueles a rosas—. Candy lo miró fijamente, pero allí estaba bastante oscuro. Sólo pudo ver la forma recortada de su cuerpo a contraluz. No cabía duda de que era un hombre alto, y de espaldas anchas.

—Bueno, sí… es el perfume que…

—Te amo —dijo él acercándose más. Candy frunció el ceño. ¿Era este su pintor de rosas?

—Te amo —repitió él.

—Ah… pero… yo… no te conozco—. Él se acercó aún más, y Candy pudo al fin ver más claramente sus facciones. Nariz recta, barbilla cuadrada, ojos zafiros, aunque de eso no podía estar segura por la escasa luz del lugar.

Él sonrió mirándola, y en su rostro se expresó tanta ternura que Candy olvidó que debía tener miedo. Después de todo, estaba sola aquí, en un sitio solitario entre los árboles. Si gritaba por ayuda en caso de que lo necesitara, seguro que nidie la oiría, y en caso de que la escucharan, no acudirían a ayudarla. Pero este hombre le estaba sonriendo como si al fin hubiese encontrado un tesoro largamente buscado, largamente anhelado.

—¿Eres tú… el de las rosas? —él no contestó. Sólo elevó una mano y tomó un mechón de su cabello, pasándolo entre sus dedos con delicadeza.

—Tan largo —susurró él—. Tan bonito—. Su voz la recorrió por completo, sintiéndola desde los cabellos que tocaba hasta sus pies, pasando por puntos extraños de su cuerpo. Su simple voz.

—¿De qué me conoces?

—Te he amado… desde que te vi. Eres un ángel. Mi ángel; fuerte y guerrero. Te amo, Candy —él se inclinó para besarla, y extrañamente, Candy no rehuyó a su contacto. Los labios de él tocaron los suyos con extrema delicadeza; olía bien, eclipsando un poco el molesto olor de las flores nocturnas de hacía un momento. No olía a licor, o cigarro. Sí, olía bien. Un aroma que se mezcló con las fragancias de la noche, y ya no le molestó como antes. Era agradable. Candy se fue relajando con su suave contacto e incluso apoyó sus manos en los brazos de él, cubiertos por lo que parecía ser cuero fino. Él atrapó sus labios en los suyos en un beso delicado. La estaba adorando con este beso. Vaya, no se imaginó que algo así pudiera ser tan dulce. Pero el beso se fue volviendo exigente, y él la atrapó en sus brazos rodeándola por la cintura y pegándola a su cuerpo.

—Oye… —reclamó ella un poco suavemente, aunque alejándose. Él, viéndose privado de su boca, besó su mejilla, y fue haciendo un camino hasta que llegó a su cuello. Tenía que doblarse un poco para llegar allí, pero por lo demás, parecía que simplemente esto era perfecto. Candy se sintió extraña, como si algo caliente y espeso fuera quemándola por donde él iba besándola, y no era para nada desagradable. Se sintió asustada de sus propias reacciones—. Ya, basta —le dijo, aunque sin mucha fuerza. ¡Estaba cediendo ante el extraño encanto que contenían los besos de este hombre y ni siquiera sabía su nombre! Sin embargo, él la fue conduciendo hasta que la tuvo contra un árbol.

—¡Oye, espera! Yo no soy una… —se detuvo cuando sintió la mano de él debajo de su falda

—. ¡Qué te pasa! —gritó. Le hubiese encantado poder tener un buen ángulo para abofetearlo. ¿Qué le pasaba? Sin embargo, él no atendió a su reclamo, y siguió besándola, pegándose a ella y atrapándola contra el árbol. Candy luchó entonces con todas sus fuerzas para alejarlo. Encantador o no, ella no le había dado permiso para esto.

—¡Déjame! —volvió a gritar. Pero él era como una roca, o un muro.

—Te amo —repetía él.

—¡No, no! ¡Suéltame! ¡Me haces daño! —él la silenció con un beso, y aunque era igual de apasionado al primero que le diera, ya no tenía la misma ternura. Ahora estaba lleno de urgencia, una urgencia que ella no iba a satisfacer—. Que te haya besado hace un momento… —intentó razonar ella luego de morderlo, consiguiendo así separarse— no quiere decir que me vaya a convertir en tu mujer.

—Mi mujer —dijo él, como si se hubiese iluminado su mente—. Oh, sí. Mi mujer.

—¡No! —gritó ella cuando él tocó su ropa interior. Y luego, cuando hizo fuerza para bajarla, gritó con toda su garganta. Sin embargo, y a pesar de sus gritos y ruegos, él no se detuvo. La aprisionó contra el suelo al pie del árbol, tomó con una mano las suyas y siguió besándola, diciendo que la amaba, y, sin embargo, haciéndole daño. Rogó, exigió, amenazó, lloró. Pero nada surtió efecto, y cuando lo sintió intentando entrar en su cuerpo, Candy supo que no habría salvación para ella. ¿Qué había pasado? ¿Por qué había llegado a esto? Todo había empezado de una manera muy dulce, sus besos, sus palabras… Era su culpa, pensó. Debió salir corriendo en cuanto vio que se le acercaba, pero estúpida, cayó en la red como una tonta mosca y ahora estaba atrapada en ella y sin escapatoria. Las lágrimas bañaron sus sienes, internándose en su cabello, y miró el cielo a través de las copas de los árboles tratando de llegar a Dios con su ruego.

—Por favor no —repetía una y otra vez. Sin embargo, y a pesar de todo, él la penetró con fuerza. Candy gritó de nuevo desgarrando así sus cuerdas vocales. Este hombre, este monstruo, le había arrebatado para siempre la virginidad, la dignidad, la pureza de su cuerpo, y quizá, también la de su alma. ¿Por qué? ¿Por qué? Y dolía, dolía muchísimo. Allí, en ese punto que se suponía era un santuario, algo que ella le otorgaría por voluntad propia a alguien de quien se enamorara, cuando quisiera, como quisiera. Qué vergüenza sentía ahora mismo. Dolor, vergüenza, impotencia. No tenía fuerza contra él, no podía llegar a él de ningún modo, ni exigiéndole, ni pidiéndole, ni rogándole. Él lanzó un bramido y se quedó quieto sobre ella, aplastándola con su peso. El movimiento que causaba el terrible dolor había cesado de repente.

Candy intentó moverlo, de un modo, de otro, pero él estaba allí, inconsciente. Se fue arrastrando, poco a poco, hacia arriba, y no supo cuánto tiempo pasó hasta que al fin fue libre de él. Lloraba, se puso una mano en su entrepierna sintiendo ardor, dolor, y en su muslo un hilo de sangre se había formado. Monstruo, quiso decir. Maldito monstruo. Pero esas eran palabras tan nimias, tan pequeñas ante lo que en realidad él era que no se molestó en pronunciarlas.

Encontró determinación más que fuerza y se puso en pie. Él permaneció allí, boca abajo en el suelo, entre las raíces de los árboles, quieto. No quiso seguir mirándolo, era como contemplar su desgracia, y con el estómago revuelto, fue caminando hasta salir de entre los árboles. Afuera y adentro de la casa la fiesta continuaba, pero su vida había cambiado desde ahora y para siempre. Caminó hasta la zona donde habían parqueado el viejo auto del padre de Anie, y allí la encontró.

—Candy, mujer, ¿dónde estabas? —Telma al verla llorando, corrió a ella—. ¿Candy?

—Candy se aferró a su amiga y comenzó a llorar—. Nena, ¿estás bien?

—Sácame de aquí —le pidió Candy entre sollozos—. Por favor, por favor. Sácame de aquí—. Telma asintió. La ayudó a entrar al auto y ocupó el lugar frente al volante. Vio a Candy aferrarse al bolso donde asomaba el libro que habían ido a recuperar. No sabía qué le había pasado a su amiga, pero era necesario que se calmara antes de volver a casa.

—¿Don Antonio? —saludó Telma por teléfono. Candy ahora mismo estaba en la ducha, y habían acordado que pasaría la noche aquí.

—¿Telma? —contestó el padre de Candy.

—Eh… bueno, lo llamaba para avisarle que… acabamos de llegar de la fiesta. Candy pasará la noche aquí.

—¿Ella está bien?

—Sí, señor, claro que sí.

—No estará ebria y con miedo de ponerse al teléfono, ¿verdad?

—Don Antonio, Candy nunca se ha puesto ebria.

—Mmm —murmuró el hombre con desconfianza.

—Bueno… tal vez… está un poquito pasada…

—Lo sabía.

—No se enoje con ella. La estoy cuidando aquí en mi casa. Mañana estará fresca como una lechuga.

—Más le vale. Dile que tendré una seria conversación con ella mañana.

—Sí, señor—. Telma cortó la llamada y caminó de vuelta a su habitación. Entonces escuchó un grito de Candy, y corrió al baño. La encontró desnuda, arrodillada en la ducha, con la llave del agua abierta y llorando. Entró y cerró la llave, y tomando una toalla, la cubrió.

—Nena, nena —la llamaba—. Dime, dime. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te hicieron? —Candy levantó al fin la cabeza y la miró. Tenía el rostro mojado, pero Telma sabía que era más por las lágrimas que por el agua de la ducha.

Pero Candy sintió tanta vergüenza de decírselo que simplemente volvió a enterrar su cabeza entre sus rodillas y llorar. Telma no tuvo más opción que ayudarla a levantarse y a secarse para que no se resfriara.

—¿Dónde se habrá metido? —preguntó Guillermo a nadie en particular. La fiesta ya estaba bajando su ritmo, y Terry no había hecho su escena aún. Seguía desaparecido. Las chicas que Andrés había invitado incluso ya se habían ido. Ya no importaba si Terry hacía el ridículo desnudándose, o apareándose con otra frente a todos, pues entre las drogas que le habían puesto en la cerveza estaba un potente estimulante sexual. Si Terry sacaba a la bestia que tenía dentro ya no valdría la pena; la chica no estaría allí para darse cuenta de ello. Se adentraron entre los árboles que circundaban la casa, y Andrés tropezó entonces con algo. Con alguien.

—Míralo aquí —rio Andrés—. Mira a dónde vino a dar—. Guillermo se asombró un poco cuando vio a Andrés levantar su pie y propinarle una patada en las costillas a Terry.

—Hey, le vas a romper los huesos.

—¿Y qué? Hace mucho tiempo que tengo ganas de hacer esto —dijo, dándole otra patada—. ¿Dónde está tu papá ahora? —susurró, dándole una patada más, y Guillermo empezó a perder la cuenta de las veces que Andrés lo golpeó; no sólo en las costillas, también en la cabeza, el vientre, las piernas.

—Míralo —dijo Guillermo—. Tiene los pantalones abajo —y se echó a reír—. Vino a echarse una meada y cayó muerto aquí—. Andrés tomó a Terry por el cabello y lo hizo darse vuelta. Una vez boca arriba, Andrés empezó a golpearlo en el rostro, como si no tolerara su rostro intacto. Guillermo vio a Andrés agitarse por el esfuerzo que estaba poniendo en cada golpe, y luego que se hubo cansado, o tal vez se había roto los nudillos, empezó a aplastar con su pie la mano izquierda de Terry, la mano con que escribía y dibujaba. Terry seguía con los ojos cerrados, como si no sintiera nada de lo que le estaban haciendo a su cuerpo, y al fin, luego de lo que pareció una eternidad y ya Andrés no podía más, se detuvo.

—¿No le vas a dar tu propia tanda? —le preguntó Andrés mirándolo. Guillermo negó tragando saliva.

—Ya lo has dejado bastante mal.

—Vamos, un golpe, aunque sea. Su padre dice que somos unos holgazanes buenos para nada—. Andrés se pasó el antebrazo por el rostro secándose el sudor, y Guillermo miró a Terry en el suelo.

—Si me peleo con alguien, prefiero que esa persona pueda defenderse—. Andrés se echó a reír burlándose de su amigo. Dio unos pasos alejándose cuando Guillermo se acercó al cuerpo de Terry y le puso los dedos en el cuello buscándole el pulso. No lo halló.

—Parece que sí está muerto —dijo asustándose un poco—. Y sabes —siguió, mirando en derredor—, no me interesa que me atrapen por asesino. ¿Qué haces? —exclamó cuando vio que Andrés le sacaba la chaqueta de cuero.

—¿Cuánto crees que vale esta preciosura? —Guillermo negó mirándolo.

—Mucho, pero… —Sin decir nada más, vio cómo Andrés le sacaba el reloj y la billetera, encontrando que después de todo, no había mucho dinero en efectivo allí. Las tarjetas no valían nada, no les convenía que los descubrieran por intentar usarlas.

—No podemos dejarlo aquí.

—¿Qué piensas hacer? —Andrés señaló hacia un lugar al lado de la arboleda, y Guillermo comprendió el mensaje. Tomaron el cuerpo de Terry, uno por los brazos, el otro por las piernas. Guillermo, que lo había tomado por los brazos, lo soltó cuando sintió que la parte del brazo que había tomado estaba blanda y sin hueso. Al alzarlo, éstos se habían separado y se había impresionado. Andrés se rio de su reacción, y ahora Guillermo tuvo cuidado de tomarlo por las axilas, y lo llevaron más profundamente entre los árboles hasta encontrar un deslizadero, y por allí lo tiraron. El cuerpo bajó rodando, golpeándose contra rocas, raíces de árboles y más vegetación. Salieron de la zona caminando rápido, pero disimuladamente. Guillermo miró a su amigo. Andrés prácticamente se había transformado mientras golpeaba y pateaba a Terry una y otra vez. Lo habían dejado bastante desfigurado, pero no había encontrado satisfacción, ya que, al estar inconsciente, él no se había quejado ni una vez. Se pudriría allí en ese sitio, hasta que los perros o las aves lo encontraran.

Elllynor se paseaba de un lado a otro en el hall de su mansión, cubierta con su pijama y su salto de cama de seda. Eran las dos de la madrugada, y su hijo no había llegado. Sintió unos pasos que bajaban por las escaleras, y no le extrañó mucho escuchar la voz de su esposo. —Amor, vuelve a la cama.

—Terry no ha llegado.

—Es un hombre ya. A lo mejor… no sé, está por allí con amigos… o con una chica. Vamos, dale libertad, no es un niño.

—Si fuera así me habría llamado. Él nunca hace esto.

—Tal vez lo olvidó.

—¡No Terry! Él me habría llamado. Ay, Richard. Tengo un mal presentimiento.

—Vamos, no exageres.

—¿Sabes a qué lugar fue?

—Es temporada de graduaciones. Sus compañeros están celebrando sus fiestas, es obvio que está invitado a algunas. ¿Y qué si se le hizo un poco tarde? Ya verás que mañana lo tienes ante tu mesa desayunando con unas ojeras y una resaca de miedo—. Ellynor sacudió su cabeza rechazando esa imagen. Terry nunca había hecho algo así. No era fiestero, no era tan irresponsable como para ausentarse sin llamar a su madre. Sin embargo, se dejó llevar por su esposo, rogando porque lo que él decía fuera lo cierto, que había olvidado llamarla. Si era eso lo que había sucedido. ¡Ah! La escucharía, Terry la escucharía hasta que le ardieran las orejas.

—¿Ya estás mejor? —le preguntó Telma a Candy por la mañana. Ella movió los ojos para mirarla. Tenía unas bolsas horribles debajo de ellos, oscuras, mostrando que no había dormido nada anoche.

—Sí. Gracias.

—Tu padre está un poco enfadado —dijo Telma con cautela—. Cree que llegaste borracha de la fiesta—. Cabdy hizo una mueca, y cerró sus ojos.

—Quiero irme a casa.

—¿Te llevo?

—Estoy a dos calles. Me voy sola.

—Nena, ¿no me vas a contar qué pasó?

—Candy sacudió su cabeza—. ¿Se declaró tu admirador? —preguntó ella, tanteando, y Candy frunció el ceño. Se rehusaba a pensar que ese monstruo que la había atacado anoche fuera su admirador. Alguien que dibujaba rosas tan hermosas no podía tener tanta maldad dentro, ¿verdad?

—No—. Contestó.

—Me estás mintiendo —Candy la miró fijamente—. ¿No era lo que esperabas? ¿Te hizo algo?

—No quiero hablar de eso—. Dijo, y se puso en pie saliendo de la cama de su amiga. Buscó su ropa y empezó a ponérsela, pero no sabía si tenía rasguños o moratones en el cuerpo. No quería que Telma los viera. Se encaminó al baño y allí se desnudó. Efectivamente, tenía un morado en uno de los senos, pero no le dolía. Unos pocos arañazos en las piernas que tal vez se había causado con la corteza de las raíces de ese árbol, aunque no era grave. Entonces recordó el tacto de él en sus piernas y sus nalgas, y su estómago volvió a revolverse. No aceptó el desayuno de la madre de Telma, y se fue andando a su casa, respirando hondamente una y otra vez. Necesitaba enviar esas imágenes y todos los recuerdos al fondo de su subconsciente. Nadie debía saberlo, más que ella. Nadie debía enterarse de semejante humillación.

—¡Terry no llega! —lloró Ellyonor, y Viviana su hija menor sintió un peso muy desagradable caer en su estómago. Eran las diez de la mañana. Terry ni siquiera había llamado, ni contestaba su teléfono—. ¿Cuálera el nombre de ese amigo? —Preguntó Ellyonor—. ¡El de la fiesta!

—Él no lo dijo —contestó Viviana.

—Pero debe haber alguna tarjeta de invitación, ¿no?

—Mamá… hoy en día las fiestas no son como las que se hacen aquí en casa. A veces las invitaciones sólo se hacen de boca.

—Algo le pasó. Estoy segura de que algo le pasó a mi hijo.

—No te pongas así —Viviana tomó su teléfono y llamó a su padre, que le había pedido que le informara del momento en que Terry regresara, seguro como estaba de que volvería a salvo.

—¿Ya ha vuelto? —preguntó Richard al contestar.

—No, papá. Y mamá ya está demasiado angustiada—. Richard frunció el ceño mirando el campo de golf a donde había tenido que ir a causa de una cita previa con un posible cliente.

—Mierda —dijo.

—¿Candy? —llamó Aurora tocando a la puerta de la habitación de su hija. Llevaba dos días allí encerrada, no había ido a clase, algo inusual en ella. Tampoco estaba enferma; no tenía fiebre, ni nada. Sólo estaba a oscuras en su habitación, en pijama, y apenas si comía.

—¿Candy? —volvió a llamar—. Telma está aquí. Candy se sentó en su cama mirando hacia la puerta cerrada con llave. Escuchó la voz de su amiga llamarla, pero no acudió a abrirle.

—¡Candy! —Dijo Telma, ya con voz de enfado—. No me iré de aquí hasta que no abras esa puerta y me digas lo que está pasando—. Candy miró al techo sintiéndose exasperada—. Sabes que soy muy capaz de hacerlo, así que no me retes. Ábreme esa puerta o…

Candy la abrió de un tirón y Telma tardó un poco en recobrar la compostura.

—Estás haciendo un berrinche —la acusó Telma—. No es propio de ti.

—¿Un berrinche? ¿Te parece que hago un berrinche?

—¿Y entonces qué es? —Candy esquivó su mirada y comprobó que cerca no estuviera su madre, luego, entró de nuevo a la habitación—. ¡Candy, estoy preocupada! Tú no eres así. Tienes a tus padres preocupados. ¡Ya has perdido dos días de clases! ¿No que estudiar es lo primero, lo segundo y lo tercero en tu vida? —Candy cerró sus ojos. Como siempre, había necesitado de la sensatez de Telma para volver a la realidad. Pero, ¿cómo iba a volver al mundo? Se sentía tan horrible. Al ver que una lágrima bajaba por las mejillas de Candy, Telma se sentó a su lado en la cama y se la secó.

— Cuéntame. Soy tu mejor amiga, ¿no? Guardaré tu secreto.

—No es un simple secreto.

—¿Entonces qué es? No me digas que mataste a alguien en esa fiesta—. Candy meneó la cabeza negando.

—No le hice nada… a nadie.

—Entonces… ¿te lo hicieron a ti? -Candy rompió en llanto, y Telma se preocupó—. Ay, nena. Nena. ¿Qué te hicieron? ¡Vamos, dime!

—Telma —susurró Candy ahogada en lágrimas y sollozos que parecían venir de lo profundo—. Me violaron —Telma abrió grandes sus ojos—. Me violaron—. Repitió Candy, y no paró de llorar, mientras se balanceaba en brazos de su mejor amiga.

Viviana escondió su rostro en el pecho de su novio, llorando. Habían encontrado a su hermano Terry a las afueras de la ciudad, sin signos vitales, golpeado hasta quedar irreconocible. Afortunadamente, la experiencia del personal de rescate y los paramédicos, habían sido lo que impidieran que lo dieran completamente por muerto. Lo habían golpeado, una y otra vez, por todo su cuerpo, y además de eso, lo habían tirado montaña abajo para que se pudriera allí. Tenía tres costillas rotas, los dedos de la mano izquierda destrozados, el hombro fuera de lugar, y mil daños más. Además, habían encontrado en su sangre sustancias químicas que habían causado que entrara en estado de coma. Un coma profundo. Su hermano estaba más muerto que vivo.

El anfitrión de la fiesta a la que había ido Terry esa noche, había sido detenido como principal sospechoso. Pero ya tenía un abogado peleando por él. El recién graduado simplemente había dado una fiesta en un cabaña que fue rentada especialmente para eso. Él no le había dado la invitación a su hermano, ni siquiera eran amigos, pero según el personal contratado para atender la fiesta, había mucha más gente de la que se esperaba; es decir, que muchos que no fueron invitados igualmente asistieron y disfrutaron de la fiesta. Tampoco hubo un control de la gente que entraba y salía, así que la policía no podía hacerse a la lista de asistentes. Como terrible coincidencia, esa misma mañana habían sido puestos varios denuncios por abuso sexual, consumo de estupefacientes, y desorden público, todos con referencia a esa fiesta a la que Terry había asistido creyendo que era una simple celebración.

Ellynor lloraba sin parar. Era su hijo. Su hijo querido. Un hijo que apenas estaba despertando a la vida, lleno de sueños y proyectos. Acababa de graduarse de su pregrado, y quería iniciar un posgrado también.

Si Terry moría, todos estarían devastados, perdiendo un integrante importante de la familia y en el que tenían depositadas tantas esperanzas para el futuro. Habían tenido que contestar a las preguntas de los agentes. Ellos suponían que la vida de Terry era desordenada tal como la de los demás asistentes a esa fiesta. No era inusual que un joven de su estrato social fingiera ante sus padres ser una santa paloma y en la vida real ser un pillo, drogadicto, pendenciero.

Tardaron bastante en convencerlos de lo contrario, y no fue gracias a la opinión de los familiares, que siempre estaría a favor de él; los mismos compañeros de clase de Terry dieron testimonio de que el chico poco se involucraba en las fiestas, nunca lo vieron fumar, y mucho menos consumir otras sustancias. De hecho, lo único que le habían visto en la mano esa noche había sido una lata de cerveza.

Fue a Richard a quien se le ocurrió preguntar si en la misma fiesta estaban Andrés y Guillermo, y la respuesta fue positiva. Ambos habían estado allí, y habían estado con Terry al principio de la fiesta. Por fin, la policía tuvo a quien investigar, pero entonces los dos jóvenes desaparecieron de la faz de la tierra. No estaban en sus residencias, ni nadie daba razón de ellos. Uno de ellos vivía solo, pues, para estudiar aquí, se había venido desde su pueblo, donde vivían sus padres que le mandaban dinero para los estudios; y el otro, con una anciana que era su abuela, y ésta no había visto a su nieto desde hacía días. También había puesto el denuncio a la policía, preocupada como estaba de la desaparición del joven. Viviana vio la desolación en los ojos de su padre, y se le acercó. Cuando le puso la mano en el brazo para consolarlo, él simplemente se alejó. Pensar que él había provocado esto lo estaba matando. Si tan sólo no hubiese hablado con ese par, dejándoles claro que no los contrataría; si tan sólo hubiese dejado las cosas así, al fin y al cabo, habrían dejado de verse, y tarde o temprano habrían tenido que renunciar a la esperanza de entrar en el Holding a través de él. Pero no, él los había insultado tratándolos de holgazanes y aprovechados. Habían resultado ser más peligrosos de lo que jamás se imaginó. Pero, ¿cómo dos personas podían haber puesto todo su futuro y su vida en riesgo haciéndole esto a un compañero de estudios sólo por vengarse? ¿Habían perdido el juicio en el momento? No había sido algo momentáneo, pensó. Esto lo habían planeado con anterioridad. Le dieron la sustancia a Terry, y para ello, primero debieron ponerse de acuerdo, conseguir las drogas, ponérselas en la bebida y engatusarlo para que la bebiera. Todo había sido fríamente calculado. ¿Habría él ocasionado todo esto? ¿Qué iba a hacer si su hijo no despertaba? La culpa lo carcomía, transformándose en rabia, y la rabia sólo lo llevaba a presionar de mil formas a las autoridades para que diesen con los que él creía eran los responsables.

—No sé qué hacer, Telma.

—¿No lo pudiste reconocer? —Candy negó secándose con la palma de la mano las lágrimas.

—No.

—Dices que te fuiste de allí y él se quedó… ¿Cómo es que no fue él el que huyó primero?

—Se quedó… se quedó inconsciente—. Telma frunció el ceño.

—¿Estaba ebrio?

—No lo sé. No olía a alcohol… Telma… No quiero hablar de eso más.

—Lo siento por ti, pero vas a tener que hacerlo.

—¿Por qué?

—¿Acaso no piensas denunciarlo? Todavía estás a tiempo, tienes tres o cuatro días para mostrar las evidencias.

—No quiero que nadie más lo sepa.

—Nadie más lo sabrá excepto los profesionales, y ellos guardarán tu secreto. Candy, ¡esto no se puede quedar impune!

—¡Pero no sé quién es!

—Pero, ¿lo reconocerías si lo volvieras a ver? —Candy cerró sus ojos. Sí, pensó. Reconocería su voz, su perfume, y los rasgos generales de su rostro.

—Sí, creo que sí.

—Con eso es suficiente. ¿Vamos?

—¿Ya?

—¡Claro que sí! ¡No podemos perder más tiempo! —Candy miró al frente apretando sus labios. Respiró profundo y asintió.

—Me ducharé primero.

—Es obvio. Hueles a vieja encerrada—. Candy sonrió, por primera vez en tres días.

—Gracias por apoyarme tanto.

—No seas tonta. Soy tu mejor amiga. Harías lo mismo por mí.

—No quiero que algo así te ocurra a ti.

—No me ocurrirá. Por ahora, preocupémonos por ti. Andando, se nos hace tarde y el tráfico en esta ciudad es de miedo.

—Vale… —Candy salió de la habitación con el albornoz en las manos. Telma entonces cerró sus ojos y lloró en silencio por su amiga. Frente a ella había tenido que mostrarse fuerte y serena, pero lo cierto es que tenía mucha rabia contra el monstruo que le había hecho daño a alguien tan inocente. Pero él lo pagaría, o ella tendría que dejar la carrera de leyes.

Candy puso la denuncia ese mismo día. La riñeron un poco por no haber ido inmediatamente, pero al tiempo la comprendieron, suponiendo que aún estaban a tiempo de evitar las más terribles consecuencias.

—¿Consecuencias? —preguntó Candy como sintiéndose en el limbo.

—Enfermedades de transmisión sexual —dijo la doctora que la había examinado—. Y hasta un embarazo—. Candy palideció—. No te preocupes, la píldora del día después funciona hasta setenta y dos horas más tarde.

—Ya… ya pasaron las setenta y dos horas.

—No te angusties, todavía estás a tiempo. Además, en caso de que lo peor ocurra, puedes decidir si interrumpir el embarazo o no. Nuestras leyes te ampararán—. Candy sintió náuseas entonces. Quería irse de allí, quería encontrar un agujero oscuro, pequeño, y meterse allí para siempre—. También debes volver en dos meses para comprobar que no estás infectada con nada —siguió diciendo la doctora, pero Candy no la escuchaba—. Sigue al pie de la letra los pasos que te indicamos en este folleto —le dijo, pasándole un simple papel plegable de letras azules. Candy lo tomó—. La vida sigue, Candy. No todo está acabado. Muchas mujeres sufrieron lo mismo que tú alguna vez, y ellas siguieron sus vidas. No como si nada, sino por el contrario, con más fuerzas. Tú eres una guerrera, a que sí. Ella asintió. Salió del consultorio, y en la pequeña sala de espera estaba Telma, que tomó el folleto en sus manos para leerlo.

—Tu seguro se hará cargo de todo —dijo Telma mientras avanzaban hacia la salida—. Al menos por eso no debes preocuparte—. Al notar que su amiga no decía nada, Telma suspiró—. No estás sola, Candy —le dijo tomándole el brazo—. Te acompañaré en todo lo que haga falta.

—Gracias —susurró—. Ahora, tengo que concentrarme en los exámenes—. Telma la miró fijamente.

—Lo sé, pero no puedes descuidarte en esto.

—Si estoy enferma o no, ya no hay nada que se pueda hacer, ¿verdad?

—Claro que sí. La gran mayoría de esas infecciones se pueden combatir completamente si se detectan temprano.

—Bueno, pero primero los exámenes.

—¿Te vas a poner terca en esto? —Candy negó sacudiendo su cabeza.

—Él… no creo que estuviera enfermo de nada.

—¿Cómo puedes saberlo?

—De verdad, se preguntó. ¿Cómo podía estar segura? Telma siguió hablando de la importancia de seguir todas las indicaciones, pero otra vez, su mente echó a volar.

"Eres un ángel. Mi ángel; fuerte y guerrero". Había dicho él. Sí, ella era fuerte y una guerrera. Todo le había tocado con duro trabajo, al igual que sus padres. No se dejaría hundir. No lo permitiría. No volvería a encerrarse en su miseria tal como los días pasados.

Pasaron las semanas y Terry no daba muestras de mejoría, sólo permanecía allí, respirando a través de un tubo que tenía en la boca, con los ojos cerrados, cada vez más pálido y delgado. Las heridas habían ido sanando, y ya sólo quedaban sombras amarillentas de lo que antes fueron moretones. Para Ellynor era una tortura tener que verlo así, pero esto era mejor que nada. Al menos aquí tenía una esperanza de que él despertara. Había tenido mucha suerte, pensaba. A pesar de todo, su hijo había tenido mucha suerte. Las sustancias habrían matado a otro menos robusto, los golpes habrían conseguido lo que las sustancias no, y a pesar de todo, él estaba aquí, luchando por su vida.

La casa de la familia estaba como si alguien hubiese muerto. Siempre silenciosa, y el servicio andaba de un lado a otro haciendo sus cosas casi de puntillas, en una ocasión Viviana entró a la habitación de su hermano recordando la última vez que lo vio despierto, aquí de pie frente al espejo poniéndose su chaqueta de cuero que, por cierto, había desaparecido junto con su reloj. Sin hallar otro motivo por el cual alguien quisiera hacerle daño a un joven que nunca había tenido problemas con nadie, al principio la policía adjudicó el hecho a un robo común, pero cuando se habló del par de amigos al que Richard había rechazado en su empresa, los motivos fueron aumentando.

Se sentó en la cama de su hermano mirando todo alrededor, tal como él lo había dejado. En un extremo, había una mesa profesional de dibujo, y al lado, todos los tubos de planos acomodados en una caja que él mismo había construido para ello. Un pequeño estante con todo tipo de papeles, otro estante con libros de diferentes tamaños y grosores, y en la pared, paneles de corcho que ya estaban llenos de imágenes de planos en miniatura, construcciones y otras cosas a las que ella no le hallaba sentido. Se puso en pie y caminó hacia ellos. Abrió algunos cajones curioseando y mirando sus lápices y reglas.

—Sabía que estarías aquí —dijo Ellynor entrando. Echó también una mirada alrededor y suspiró—. Le haré una limpieza general a este lugar. Cuando mi hijo despierte, quiero que lo encuentre impecable —Viviana no comentó nada a eso, y siguió mirando los estantes—. ¿Tú… recuerdas a esos dos? A… los que Richard acusa de… ya sabes—. Viviana meneó la cabeza negando.

—No los miré con mucha atención. Parecían… normales.

—Dios, yo tampoco me fijé mucho. Pensé decirle a Richard que no debió llamarlos a su oficina, no debió decirles nada… Pero eso es prácticamente como hacerlo responsable de lo que le pasó a su hijo, y ya lo está pasando bastante mal.

—Los responsables son ellos—dijo Viviana—. Envidiaban a mi hermano, envidiaban su chaqueta, su reloj, su suerte en la vida. Pero no se limitaron a envidiar, intentaron quitarle todo—. Escuchó a su madre suspirar, y la vio secarse una lágrima sentada en la cama de su hermano donde antes había estado ella. Viviana entonces abrió un cajón que contenía dibujos, y los sacó uno por uno para mirarlos.

Eran rosas, muchas rosas en cada hoja. Pero en un extremo decían: Para DulceCandy.

—¿Quién es DulceCandy? —preguntó. Ellynor se encogió de hombros.

—No conozco a nadie con ese nombre. —Terry sí. Mira—. Ellynor se puso en pie y tomó el dibujo que Viviana le extendía. Ya sabía que su hijo tenía habilidad para dibujar, pero nunca había visto algo tan hermoso hecho por él. Al final de los dibujos de las rosas, encontraron otro de una mujer. Estaba de perfil, con los ojos cerrados y el cabello rizado largo. Sonreía como si aspirara el viento, sintiendo su perfume. El detalle de sus facciones era muy realista, y esta era una mujer hermosa, hermosa al menos a los ojos del que la había dibujado.

—¿Será ella? —Viviana sonrió.

—Debe ser. Esa noche estuvimos hablando, creo que a mi hermano le gustaba una mujer, pero no le había dicho nada—. Al escuchar el sollozo de Ellynor se detuvo, y guardando el dibujo, se dedicó a consolar y tranquilizar a su madre. Su hermano tenía que sobrevivir, pensó Viviana, tenía que despertar. Tenía mucho por lo qué vivir, y ni siquiera había sentido lo que era el amor. ¿Le arrebataría esta desgracia todo? ¿Incluso eso?

Continuará...