Disclaimer: Historia basada en personajes y lugares creados por J.K. Rowling.
I
Arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó para apagarlo. Largó la última bocanada de humo, con la vista fija en la casa que había estado observando toda la tarde. Hacía poco más de una hora que parecía que se habían ido los últimos invitados. Era la primera vez en toda la semana que sus dueños se quedaban solos. Aquella era su oportunidad. Sacó la varita del bolsillo y se encaminó hacia la puerta de entrada con el corazón en la boca.
Casi doce años habían pasado desde la última vez que había estado en aquel lugar. No tenía buenos recuerdos de las últimas veces que había entrado a aquella casa, y no esperaba que lo recibieran de buena manera ahora, pero lo haría por ella. Como todo lo que había echo en su vida.
Click, la puerta de entrada cedió con facilidad cuando la tocó con su varita. Entró a hurtadillas y cerró la puerta con cuidado. No quería espantarlos, no quería que dieran aviso a nadie de que había un intruso.
Quedó parado en el oscuro recibidor, tratando de agudizar el oído. Unas voces venían de la cocina, del mismo lugar procedía la única luz que se encontraba encendida en toda la casa. Escuchó atentamente; sólo era un hombre y una mujer, nadie más. Solo eran ellos, aquellos a quienes buscaba.
Susurró unas palabras, conjuros que hacía mucho que no pronunciaba pero que aún recordaba. No podrían ni entrar ni salir mediante magia. Tampoco podrían salir de la casa en forma muggle, no sin una varita, pero eso se iba a arreglar.
Caminó en puntas de pie hasta la cocina. La puerta estaba entornada. Por la hendija pudo ver a una mujer, hablaba aceleradamente mientras limpiaba los platos de la cena, sobre algo que su marido apenas escuchaba. Él estaba sentado en la punta de la mesa, inmerso en un pergamino larguísimo. Mejor que estuvieran distraído, el factor sorpresa era esencial.
– ¡Expelliarmus! – la mujer blandía su varita para lavar los trastos, pero ésta salió disparada hacia las manos del intruso y los platos y cacerolas perdieron el equilibrio. Cayeron al suelo produciendo un estruendo – ¡Expelliarmus!
Antes que el marido reaccionara, el hombre lo desarmó también a él. Al verse desarmados, se juntaron rápidamente en el centro de la cocina.
– ¿Quién eres? – preguntó con valentía el marido, apartando a su mujer del desconocido – ¿Qué quieres? ¿Dinero? ¡Te daremos todo lo que nos digas!
– No soy un vulgar ladrón, y lo sabes – el intruso se sintió insultado, tenía la voz ronca por haber estado casi toda la semana sin hablar con nadie – No les haré daño – agregó.
– ¡Vendrán del ministerio, así que vete si no quieres problemas! – amenazó la mujer.
El hombre rió.
– Me he pasado toda la semana desactivando sus truquitos sin que se dieran cuenta: no vendrá nadie.
En la cocina se formó un silencio desagradable. El intruso se acercó a la mesa.
– Siéntense – les pidió, señalando las sillas.
– No vendrá alguien a darnos…– comenzó el marido.
– Siéntense, no sean estúpidos. Esto llevará tiempo.
El marido tomó dos sillas y las alejó del intruso, siempre manteniendo la vista en él. Tal vez pensaban que si hacían lo que pedía no iba a lastimarlos. El intruso sabía que la mente de sus rehenes funcionaba rápido, por lo que debían de estar ideando un plan para escapar.
– ¿Saben? – preguntó, tomando una silla él también, y usándola para sentarse como si fuera un caballo. Blandió la varita ante ellos. Unas cuerdas sujetaron fuertemente a la pareja – Mejor será así, hasta que escuchen todo lo que tengo para decir.
Los miró atentamente por primera vez en mucho tiempo. A ella habían comenzado a crecer unas cuantas canas en su cabello enredado. Al contrario de otras mujeres, no parecía interesada en taparlas. Su rostro comenzaba a reflejar su edad, y tal vez aquello era producto de su sufrimiento también. Él seguía siendo un hombre flaco y larguirucho, con el cabello tan colorado como el día en que lo conoció. Las canas parecían no estar en sus genes. Unas arrugas habían aparecido en su rostro pecoso.
– ¿Quién eres? – preguntó Hermione Weasley, al ver que su captor no hablaba.
– Ya te darás cuenta – contestó, aún con voz ronca.
No lo reconocían. Claro que no. Llevaba aquel disfraz hacía ya once años. Si había podido engañar a tanta gente, obviamente a ellos también los engañaría. Igualmente, no tendría problema de revelar su identidad. Aquello era lo de menos. Lo que más le preocupaba era el hecho que lo llevaba hasta allí.
– Iré al grano – comenzó.
– Si quieres matarnos, mi amigo Harry Potter vive al otro lado de este pueblo, no dejará que… – comenzó Ron Weasley.
– ¡No quiero matarlos! – comenzaba a perder la paciencia – ¡Nunca quise hacerles daño! – su voz se quebró. Sus ojos se inundaron de lágrimas – Pero ustedes no lo vieron…
– ¿Quién…?
– No importa eso. Vine para que me ayuden – dijo, antes que lo interrumpieran de nuevo.
– ¿Y en qué quieres que te ayudemos? – preguntó Hermione, manteniendo la calma.
El intruso suspiró. ¿Por dónde empezaba? Había tanto para contar… Creyó que, tal vez, había que empezar primero por el lado que más le interesaría a los Weasley.
– En dos semanas entrará en Hogwarts una pequeña. Se llama April, y está muy emocionada por ir a Hogwarts. – les dijo – He mantenido todo este tiempo mi promesa de protegerla, pero por culpa de las circunstancias no podré seguirla a Hogwarts… y allí, si alguien descubre de dónde viene ella en realidad… todo será un caos. Y no dejaré que me la arrebaten, tal como hicieron con su madre...
Los Weasley lo escuchaban atentos, sin entender. Tenían la misma cara de desconcierto que el extraño supuso que iban a poner. Rió con amargura. Sabía que no lo iban a reconocer, que no iban a unir rápidamente los puntos; para el mundo mágico, él había muerto.
– ¿De… de quién estás hablando? – preguntó Ron, sin entender.
El intruso rió con ganas, pero fue al grano.
– Tu nieta.
Otro silencio se formó en la habitación. El extraño vio cómo el rostro de Hermione iba del total desentendimiento al terror absoluto. Ron tenía una ceja levantada.
– ¡Estás loco! ¡No tenemos…! – pero se interrumpió al escuchar el grito ahogado de su mujer.
– ¡Por Dios! – jadeó la mujer. Sus ojos estaban desorbitados – ¡No puede ser…! ¡No sobrevivió nadie además de Rose!
Tal como el intruso había supuesto, fue la primera en empezar a entender.
– Si, yo – el extraño sonrió con una mueca torcida – Y mi hija.
Otro silencio.
– ¡Hermione! ¡¿De qué hablas!? – Ron no entendía. Estaba desesperado. Intentó zafarse de las cuerdas que lo sujetaban.
– Ron… – Hermione le hablaba a su marido, fingiendo tranquilidad, pero muerta de miedo en el fondo. No sacaba la vista de su captor – Creo que este hombre es Scorpius Malfoy.
Ron dejó de forcejear. Miró a su mujer con aturdimiento, con la boca abierta. Miró al extraño.
– No… tú no eres Scorpius Malfoy. ¡Él murió en el accidente en que Rose…! – comenzó a decir, pero el intruso lo interrumpió.
– ¡¿En el accidente en que Rose que quedó loca?! ¿En el que perdió todo lo que era? – preguntó, alzando la voz, y perdiendo la poca cordura que le quedaba. Se levantó de un salto y pateó la silla. Los Weasley temblaron. Se acercó a ellos con la cara desencajada – Si me hubieran dejado protegerla… Si no hubieran metido sus narices… Si hubieran confiado en nosotros y no nos hubieran seguido… – se detuvo, para inspirar profundo. Sus ojos estaban bañados en lágrimas. Llevaba años queriendo decir aquello, queriendo decirles que eran los principales culpables de todo. – Nada de esto habría pasado, y habríamos tenido un felices para siempre, tal como quería ella. Pero ustedes no creían que un Malfoy pudiera sentir de verdad ¿No? Ustedes creyeron que, al ser mis padres unos hijos de puta, yo también lo era. Y en su afán por destruir a mi familia…
– ¡No queríamos destruirlos, queríamos justicia! – exclamó Hermione, con desesperación. Sus ojos también estaban llenos de lágrimas, que bajaban por sus mejillas. Ron mirada incrédulo, sin poder decir nada.
– ¡Pero en su afán no vieron que destruían hasta lo que más querían! – gritó Scorpius, sacado de quicio – ¡Podríamos estar todos juntos! ¡Podríamos haber sido felices! ¡Y ustedes me lo quitaron!
Se alejó, temblando, con las manos cubriendo su cara. Se había quebrado finalmente. No podía sostener sus lágrimas, que resbalaban hasta su pecho. Tenía la imagen de Rose a los dieciocho años en su mente, fija como una fotografía; hermosa como pocas mujeres que había conocido, alegre y soñadora como ninguna. Y tenía la imagen de la Rose adulta a la que había visto hacía poco; sin vida, sin recuerdos y sin sueño alguno. Por otro lado, su hija se parecía tanto a lo que Rose había sido a los once años… Aquello le quebraba el corazón.
– April podría haber crecido con su madre – dijo, mirando por fin a la pareja. Aún lloraba – Podría haber crecido sabiendo quién era ella. ¿Saben que desde los tres años no para de preguntarme dónde esta su mamá?
La rabia volvía a apoderarse de él.
– Scorpius… No sabíamos que habían sobrevivido, buscamos por todos lados. Lo juro – Hermione estaba tan quebrada como él. – Buscamos por todas partes…
– Ya has visto que no…– contestó el chico con rabia – Aunque tal vez es una suerte, por que April hubiera crecido en la boca del lobo: me hubieran encerrado, y mi familia habría matado a la niña en la primera oportunidad, ya que nunca hubieran escuchado…
Otro silencio se formó en la cocina. Scorpius levantó la silla que había tirado y la dejó en su lugar, frente a los Weasley, se sentó frente a ellos algo más tranquilo, aunque con los ojos hinchados.
– Todo esto es una locura… – Ron sacudió su cabeza, como intentando espantar una idea – Hermione, ¿Y si es un loco que…?
– NO soy un loco – gruñó Scorpius – O por lo menos no lo era.
Apuntó con la varita a su propia cara. Ron, con horror, vio cómo se iba transformando. Su cabello negro se tornó rubio claro, el rostro se le afinó y estiró, y sus ojos se volvieron de un pálido gris. Scorpius Malfoy no había cambiado en nada, salvo en que en su rostro se adivinaba que había pasado mucho en poco tiempo, y que había sufrido más de lo que podía soportar una persona sin volverse loca. El labio de abajo le temblaba.
– ¿Ahora me crees? – preguntó, peligrosamente.
Ron tembló, pero no dijo nada. Miró a Hermione de nuevo.
– ¿Para qué estas aquí, Scorpius? ¿Por qué te muestras ahora? – preguntó Hermione, intentando entender.
– Ya les dije, necesito que me ayuden a proteger a April. No puede ir a Hogwarts si nadie la vigila. Es peligroso para ella, y para Rose también puede serlo – dijo el muchacho, con tono cansino, como si ellos no entendieran algo que él veía bien claro.
– Scorpius… – Hermione hablaba lentamente – No se quién puede hacerles daños ahora, las cosas han cambiado…
– No lo han hecho – la corrigió, mirándola fijamente – No entienden nada. No entienden que ellos van a ir a buscarla.
– Nadie va a ir a buscarla, tus padres están en Azkaban – razonó Hermione.
– No hablo de ellos, hablo de todos los que quedaron afuera. Mis padres los convencieron de que Rose era todo lo que necesitaban para sus planes, y luego estuvieron convencidos de que lo era nuestra hija.
Hermione intentaba entender, pero no podía.
– No termino de entender.
– Por supuesto que no. Tendrían que haber escuchado todo en su momento, y ahora todo tendría sentido. – les dijo Scorpius, con reproche – Es por eso que he venido. Para contarles TODO. Absolutamente todo, desde el inicio. Para que comprendan qué es lo que destruyeron mientras mi familia y la suya se declaraban la guerra.
