Vanya
A trece años, sabía tocar el violín con gran maestría. Podía recitar a grandes maestros como Arcangelo Corelli casi a la perfección. Perfección. Esa era la palabra clave, la que me impulsaba a destrozarme los dedos hasta hacerme sangre, durante horas y horas de ensayo. Mientras que mis hermanos entrenaban en el patio con mi padre, yo me quedaba encerrada en casa, con Pogo y mamá como mis espectadores singulares. Era mi único consuelo, mi virtud tocando, mi salvavidas de la mediocridad absoluta. A veces, acaban sus duras sesiones y papá se aislaba en su estudio —haciendo un sable qué— yo, estratégicamente, me colocaba cerca de su despacho, tocando, no sin dulce ironía: " Valse-Scherzo de Tchaikovsky", porque una Una vez comentó que era su favorita.
Esperamos, en este momento, que se abra y me abasajara, o ni siquiera eso, sino que se dé cuenta de mi existencia. Pero eso nunca pasó, la puerta nunca se abrió.
La relación con mis hermanos no era diferente, cuando no me ignoraban hacían sentir que era una molestia, una carga, una total desconocida. Igual que un fantasma que merodeaba por la academia de vez en cuando. Allison era la más benévola conmigo, tanto en el mismo momento como en el momento de las hermanas, que me atesoraba, pero también estaba con la sombra de otro que me robaba el puesto. Luther El amorío semi incestuoso de estos dos me llenaba el pecho de algo desagradable, pronto descubrí que eran celos. No solo porque ella lo prefería, sino porque no tenían un amigo más. Y también… envidaba la feminidad latente de Allison. Teníamos la misma edad, sin embargo, las diferencias físicas eran más que notables.
Ella era sensual, sus pensamientos se desarrollaron hace un año y medio, y se aseguró que sus tapas se convirtieran en sujetadores adorables con encaje. Observar con asombro que la falda de su uniforme subió un palmo, dejando para ver algunos músicos torneados, besados por el sol. Sus sonrisas acabaron siempre mordiéndose el labio inferior. Era lógico que los demás chicos de la casa, especialmente, menos Cinco y Klaus. Hecho que me confundía y aliviaba.
Cuando me miraba tenía ganas de llorar, Allison a this age to old age to you to one my life.
Me paré frente al gran espejo de mi cuarto, y pelé todas las capas; uniforme y ropa interior hasta que solo me envolvió el frío natural de la desnudez. Empecé mi disección por la coronilla. Mi cabello era un orgullo, un terciopelo brillante que llegaba por debajo de los omoplatos. El rostro que se reflejaba en el espejo era un óvalo blanco, con ojos grandes, demasiado oscuros, aburridos. La cara de una niña, inocente, virginal. La punta del dedo índice recorrió las clavículas sobresalientes, bajó para encontrarse unos pechos aún sin desarrollar, acabados en dos picos alegres —por el frío— de color coral. Descendí por las dunas de las costillas y se me ocurrió la idea de que mi cintura era tan delgada que podría rodearla con las palmas de las manos. Seguro que con la súper fuerza de Luther podría partirla en dos sin esfuerzo. El dedo aterrizó en un ombligo que reconocí elegante, y continúo por el hueso de la cadera derecha, una extraña anticipación recorrió mi piel, dejándola erizada. Unos centímetros más abajo, llegó a un monte cuyo vello nació hace escasos meses. Con un acopio de valor inaudito, se aventuró a entrar a una gruta inhóspita… la sensación de curiosear por esos lares me hizo temblar las rodillas. Algo nuevo, algo agradable comenzaba a acumularse en el bajo vientre.
El dedo se volvió audaz, y entró en una cueva, allí encontró humedad. Un hilo de esa humedad cayó en picado entre mis muslos, en el reflejo del espejo unas cuerdas rojas pintaban mis piernas.
Sangre.
Estaba sangrando.
Un grito se escapó de mi garganta sin remedio. El pánico me inundo. ¿Qué me está pasando? ¿iba a morir?
En el estado catatónico en el que me encontraba, no escuché que alguien muy preocupado aporreaba la puerta de mi habitación. La cerré con llave específicamente para mi examen introspectivo, por lo que después de unos segundos, una luz celeste surgió a mi lado, materializando a Cinco. Me encontró hecha un ovillo, desnuda como el día que nací y llorando.
—Vanya… —murmuró con voz suave. Seguramente impactado no sabría ni que decir. Se agachó y nuestras miradas se encontraron. Cinco estaba genuinamente preocupado, en otro momento, me habría conmovido, pero ahora solo quería desaparecer.
—¡Date la vuelta! —grité, muy consciente de mi falta de ropa. Él obedeció sin rechistar, un comportamiento inusual en él. Las puntas de sus orejas ardían rojas.
—¿Qué pasa?
—No lo sé… —sorbí los mocos. Logré taparme los pechos, consciente de su presencia. Cosa que me provocó más nervios y algo que no entendía—. Algo está mal conmigo.
—Explícamelo, si no lo sé, no podré ayudarte. —Razonó con su habitual pragmatismo. Cinco no admitía interrogantes, solo soluciones. En eso se parecía más de lo que admitiría a nuestro padre.
Como la vergüenza de la situación empezaba a deshacerme la lengua en la boca, solté un carraspeo y él se giró y me miró de reojo. Levanté mi mano manchada de sangre como prueba. Cinco abrió mucho los ojos y siguió los demás rastros de carmesí en mis piernas. Balbuceó, trató de decir algo, parecía que sus palabras se amontonaban en su garganta y lo dejaron mudo.
—¿Qué es? Cinco, dímelo, por favor —supliqué.
—Bueno —musitó a la vez que me daba la espalda. Pude notar el temblor en su voz. ¿Cinco, tímido? Era un adjetivo que no lo relacionaba con él—. ¿Tú no lo sabes?
Parpadeé confusa y me apreté contra mis rodillas. Las lágrimas se secaron en las mejillas. Debía de proyectarle una imagen tan patética.
—Pues… no.
Su cabeza se sacudió en derrota. Sus manos agarradas detrás de la espalda, con su pose típica de chico mayor se retorcieron en nudosos espasmos.
—Es un proceso que sufren todas las chicas… para convertirse en mujeres. Es algo natural, no debes preocuparte. Creo que yo no soy el más indicado para explicártelo. Llamaré a papá.
—¡No!
—Tienes razón, él solo te creará un trauma. Iré a por Allison. —Anunció—. Será mejor que te vistas.
Cinco dio unos pasos tentativos hacia la puerta, mi voz le detuvo antes de poder salir.
—Cinco.
—Dime.
—Gracias —declaré humilde. Mi corazón ante su paciencia se encogía. Era una niña digna de lástima.
La espalda de Cinco se tensó. Durante unos momentos angustiosos, creí que se iría sin dirigirme la palabra, aunque no fue así.
—No me des las gracias por algo tan insignificante.
Poco después de aquel vergonzoso episodio, muchas cosas cambiaron. Allison me explicó todo lo que necesitaba y más, como aficionada a las revistas de adolescentes, sabía cosas que ni en cien vidas descubriría por mi cuenta. Información trivial; "Cómo conquistar a tu chico ideal", "10 pasos que debes seguir para ser sexy" y demás curiosidades insustanciales, y otras que se me quedaron grabadas a fuego en mi mente. Oficialmente, era una mujer de pies a cabeza. Aquella revelación trajo consigo consecuencias. Por ejemplo: cada mes tendría que aguantar el dolor de cuchillas retorciéndose en mis entrañas, cambios de humor constantes y un sinfín de altibajos hormonales y sangrar durante una semana. «Bienvenida a la edad adulta» estalló mi hermana feliz, a mí esas palabras me daban escalofríos. Un nuevo ingrediente de ansiedad con el que lidiar.
Cuando padre se enteró de lo ocurrido —como se enteraba de todo— creyó que era el momento de la muy temida charla. No miento al decir que fue una de las experiencias más incómodas que he vivido. Tampoco fui la única, escuchar a padre hablar de la reproducción era lo más parecido a la tortura psicológica. A Klaus, por supuesto, le parecía lo más gracioso del mundo, y no paró de reír e intentar sabotear la enseñanza sexual. La expresión de Diego y Luther era un cuadro sobre el bochorno extremo, mientras que Allison y Ben, parecían ligeramente desvinculados del tema. Y Cinco… lucía irritado, obligado a alejarse de sus fórmulas matemáticas para prestar atención a algo que le importaba un bledo. Porque a Cinco no le interesaban este tipo de cosas… ¿verdad?
Me pregunté si había besado a alguien, a alguna fan quizá, enseguida esa idea me pareció poco probable. Quise saber si él se despertaba en medio de la noche, agitado, abrumado por un deseo que incluso él no podía controlar, derrotado, tendría que darse una ducha fría para calmarse. Esos pensamientos no me convenían para mi estabilidad mental, ni física. Las pastillas que me daba papá ayudaron, mas no fueron suficiente.
Es en este punto que hice el descubrimiento más significativo. Desperté como mujer, en todos sus sentidos. Para cavar un hoyo más en mi tumba, Cinco se convirtió en el centro de mi anhelo.
Evidentemente, yo siempre lo había admirado, como el resto de mis hermanos y fanáticos. Él era el favorito del público, era maduro para su edad, terriblemente inteligente y un gran estratega. Igual que era arrogante hasta la médula, hasta cierto punto orgulloso, aderezado con una rebeldía explosiva. Lo comparaba con una matrioshka, cada capa le dotaba de una complejidad muy seductora. No me agradaba reconocerlo, pero más de una vez, me quedaba practicando en la ventana que daba al patio, solo para verlo ejercitándose con los demás, pues sufría de una obsesión con domar los viajes en el tiempo que lo mantenía enclaustrado en su habitación, estudiando. Y por qué no decirlo, de todo el abanico de jóvenes encantadores en la academia, solo Cinco conseguía estremecerme con su sola presencia. No sé qué lo hacía tan atractivo, sus rasgos angulares, su mandíbula marcada, quizá sus ojos de color indefinido, pero más allá del físico, lo que me resultaba atrayente era su confianza consigo mismo, algo de lo que yo carecía con creces.
Nunca llegué a imaginar que la pubertad fuera tan turbulenta. Ahora entendía a Allison y sus ganas de compartir su tiempo con Luther. La pregunta estrella era: ¿querría Cinco estar conmigo?
Racionalmente no, y aquello me hundía en un pozo de miseria. O al menos eso pensaría, si no fuera por una serie de indicios, que, para mi sorpresa, indicaban que el interés no era unilateral. A la hora de desayunar, Cinco, que usualmente se sentaba en una punta de la mesa —paralelamente a padre— se dispuso a sentarse a mi lado. No es un gesto que encienda todas las alarmas, pero sí lo era que nuestras rodillas se encontrasen más allá de un contacto accidental. Era un acto deliberado, pues cuando nuestra piel se rozó, apreté mis piernas lejos, tensa y agitada. Cinco no se amainó por el rechazo, y prosiguió con su objetivo de juntar nuestras tiernas pieles debajo de la mesa de la cocina. Era un acto sutil, inocente, secreto a los ojos del resto, pero profundamente revelador. Cinco comió su desayuno en silencio, como a padre le gustaba, exteriormente, no aparentaba nada de lo que sucedía debajo. Un contacto tan vaporoso me dejó indispuesta el resto del día.
Luego estaban las miradas. En más de una ocasión lo pillé contemplándome infraganti en los escasos momentos que nos encontrábamos, pues los dos teníamos agendas muy diferentes. Mis días iban dedicados a los estudios: literatura, geografía, música, historia, ciencias, matemáticas… tenía los mejores tutores del país, y como solían darme clases solo a mí, iba mucho más adelantada que cualquier niño de trece años. Padre se aseguraría que mi cerebro no se marchitara y fuera útil, al menos, dentro de la sociedad normal. Mis hermanos, por otro lado, pasaban la mayoría del tiempo practicando simulacros para incrementar sus habilidades. Un entrenamiento duro y exhaustivo —incluso cruel— a cambio de la glorificación eterna. Una tarde, ensayaba una partitura particularmente difícil, mamá me acompañaba como espectadora, sentada en su silla-cargador. Frustrada por mis fallos dejé de intentarlo, Grace me dedicó una sonrisa maternal, de esas que casi eran reales.
—Vanya, has mejorado muchísimo desde la última vez que te oí. —Dijo Grace palmeándome la mano, consolándome—. Anda, tócame algo que te guste de verdad. Intenta componer algo. Que realmente te apetezca.
Vacilé, convencida de mi fracaso, pero la esperanza dibujada en su rostro me apremió a ceder. Con un suspiro, empecé. Mis dedos se dejaron guiar por ritmos, sensaciones, ninguna obra que yo hubiera jugado con anterioridad. Improvisaba, por primera vez, me dejé llevar. Fue un frenesí de notas, asonantes a la par que pasionales, un cúmulo de frustración que se liberaba igual que una explosión de supernova. Durante un instante de trance, pensé que hacer el amor debía parecerse a esto. No estoy segura de cuando acabé, ni de en qué momento cerré los ojos. Los aplausos de mamá me volvieron en sí. Respiraba con dificultad y un par de finas gotas de sudor se resbalaban debajo de mi flequillo. Las dos sonreímos en silencio.
El inesperado crujido de la madera vieja me hizo dar un respingo. Alguien más había sido testigo de mi epifanía. La pose prototípica de Cinco se manifestó al final de las escaleras. Superficialmente no habría ningún detalle en él que señalara nada extraño, las manos en los bolsillos del pantalón, ceño fruncido, y esa semi sonrisa irónica pegada a la cara. Nada fuera de lo normal. Excepto sus ojos, eran dos brasas oscuras, pelaron cada capa de mí hasta llegar a la médula, con tal intensidad que mis huesos se licuaron. Me sentí más desnuda que incluso la vez que entró a mi habitación estando yo sin ropa. Sus orbes hechos de brea espesa me devoraban, como si fuera merecedora de devoción. Ha sido la única vez que he sentido que existía de verdad para alguien, repentinamente, tuve ganas de llorar.
Antes de poder decir nada, la alarma que anunciaba una misión resonó por toda la academia. El escuadrón del paraguas se marcharía, salvaría vidas y yo me asfixiaría en la soledad.
Los días pasaban, a la par que las aventuras de mis hermanos, padre seguía horas y horas en su despacho, mamá limpiando cada rincón y yo practicaba con el violín hasta el agotamiento. Estaba en el salón, permitiéndome un descanso para ver la televisión, puse el canal de noticias. Los reporteros se aglutinaban en la boca del tren, por lo visto, unos radicales colocaron varias bombas e iban a detonarlas. La misma basura de siempre. La tarea de mis hermanos era sencilla, acabar con los malos. No tardaron mucho en salir, victoriosos, con los delincuentes suplicando clemencia. Este caso derivaría en alguna otra entrevista, o quizás en otra medalla del alcalde. Hurra.
Sobre la media hora, la puerta principal se abrió y todos los héroes entraron, llenos de polvo y rascaduras. Nada grave. Se marcharon directamente a sus habitaciones, probablemente demasiado cansados para entablar una conversación conmigo. Con un mohín, dispuse a irme a la cama, pero de camino, algo me detuvo abruptamente. Una serie de puntitos rojos en el suelo, un rastro de migas de pan que, siguiéndolo, me situaron delante del dormitorio de Cinco. Tragué con fuerza y piqué con suavidad a la puerta.
—Seas quién seas, márchate. Estoy ocupado.
—Verás, es que… he visto sangre… y me preguntaba si estabas bien… —tartamudeé estúpidamente. Durante unos mortales segundos, el silencio reinó.
—Entra.
Y así lo hice. Él se encontraba sentado en la cama, solo con su camiseta interior de tirantes, me habría sonrojado si no fuera por su contenida expresión de dolor, la aguja que sostenía y la herida sanguinolenta que marcaba su hombro derecho. Reprimí un pequeño chillido con la mano.
—¿Qué te ha pasado? —pregunté acercándome tentativamente.
—Nada que deba preocuparte. Simplemente no soy lo suficientemente rápido para esquivar todos los golpes, no calculé bien. —Admitió irritado clavándose la aguja enhebrada en el corte, con dificultad, intentó deslizarla para unir las dos mitades desprendidas. Pude notar como se mordía los labios y tragaba una florida palabrota.
—¡Espera! —le detuve—, debería avisar a mamá, ella te curará.
Su atención voló a mí demasiado veloz, olvidándose de la aguja a media tarea.
—No. —Sentenció. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, nada podía hacerlo cambiar de opinión.
Enseguida uní cabos y entendí el porqué de su cabezonería. No quería que nadie, ni siquiera mamá, supiera que había resultado herido durante la misión por un error propio. Aquello sería la confirmación definitiva de que aún no estaba preparado para los viajes en el tiempo. Su orgullo quedaría destrozado, reconstruirlo supondría un esfuerzo que dudaba que toleraría.
—Entonces, déjame ayudarte, por favor. —Dije con una determinación nada propia de mí. Quería cuidarlo como él solía hacer conmigo, y no cambiaría de opinión. Al menos podía hacer esto por él.
Fuera, una lluvia fina creaba una relajante cacofonía de sonidos al chocar en el cristal de la ventana. Cinco no contestó a mi imposición, en cambio, se quedó muy quieto, cosa que yo interpreté como una invitación.
Sentándome a su lado, el colchón cedió ante el peso extra y por unas milésimas de segundo sentí que invadía un espacio muy privado. Examiné la herida; no era especialmente profunda, aunque es probable que quedase cicatriz, ya estaba limpia, por tanto, solo debía coserla.
—Mamá me enseñó primeros auxilios y curar heridas pequeñas. —Comenté para llenar el extenso silencio que rodeaba la habitación—, esto te dolerá.
Asintió y yo ejecuté la labor con toda la delicadeza que pude. Era tan extraño como el destino nos unía en las situaciones más insólitas. Cinco aguantó sin quejarse, aunque sé de buena mano que le dolía, por la fuerza en que se agarraba al borde la cama. Tras siete puntadas, terminé. No había tijeras a la vista, por lo que mis dientes harían la función de cortar el hilo restante. Al acercar mis labios a su piel maltrecha, Cinco jadeó, no sé si de molestia o deleite. Reconozco que mi boca se posó en su brazo algo más de lo necesario. La llovizna era ahora una tormenta.
La falta de palabras era ahora diferente, espesa como el chocolate caliente, se respiraba un ambiente tenso, y en cierto modo, embriagador.
—Gracias —carraspeó—. Siempre eres tan… cortés.
—De nada —dije algo divertida por su evidente torpeza—. Tú siempre eres tan… observador.
Le devolví el golpe con picardía, pues sabía que muchas veces le cacé mirándome a hurtadillas. Normalmente, nunca sería tan osada, pero era como si estuviera borracha de un sentimiento que me liberaba de las ataduras de ser la Vanya obediente.
—Sí, soy observador, analizo lo que me gusta o lo que no entiendo hasta un punto enfermizo. Y nada ni nadie me pueden detener los pies cuando despierta mi interés. No paro si no lo comprendo todo del objeto de mi estudio. Cada matiz, cada línea de pensamiento, cada variable. —Confesó con tal vehemencia que no pude hacer otra cosa que callar. Por si no lo había entendido, concluyó—: sí, Vanya, me intrigas.
La Vanya valiente murió en el instante que Cinco acabó de hablar. Quería irme a mi habitación. Ahora. Él pareció leer mis intenciones, y me detuvo asiéndome de la muñeca, sin hacerme daño, pero con la suficiente firmeza para saber que no me soltaría. Estaba mareada, el corazón iba a destrozarme la caja torácica ante sus furiosos latidos.
—Perdóname por lo de antes —suspiró pasándose la mano libre por el cabello, despeinándolo de su rigidez habitual—. Hoy ha sido un día de mierda, y no me apetece estar solo… quédate un rato conmigo, si te apetece.
Y me soltó la muñeca, enseguida añoré su calor. Sus manos eran indudablemente masculinas. Acepté su petición, pues por su tono tan humilde, no me veía capaz de abandonarlo. Me acomodé en su cama, apoyando la cabeza contra la pared y estudié su perfil iluminado por los relámpagos.
—Creo que sé lo que te perturba —dije algo más tranquila—, también creo que tienes algo de miedo.
—Ah, ¿de veras? —preguntó Cinco con renovado interés. Alzó una gruesa ceja descarada. Tenía ganas de jugar—. Tengo curiosidad por tu hipótesis.
—Pues… pienso que aún no eres capaz de controlar a voluntad tu poder. Los viajes en el tiempo te quedan grande, sabes que no estás listo, pero no quieres reconocer tu incapacidad ante padre. Que quieras esconder que, en una misión aparentemente sencilla, hayas resultado herido demuestra mi teoría y… —tragué saliva—, es posible que, si viajas en el tiempo sin un dominio total de tu habilidad, podrías quedar atrapado en una línea temporal y quedarte atrapado. Eso es lo que te asusta.
Después de mi diatriba me esperaba cualquier cosa menos la sonrisa satisfecha dibujada en la cara. Sus hoyuelos se marcaban de una forma adorable.
—Algún día Vanya, nos darás una patada en el culo a todos nosotros, y yo estaré esperando con ansía ese momento.
—¿Y cómo estás tan seguro de eso?
—Pues porque, querida mía, siempre tengo razón.
Su mueca se tornó más presumida, si es que era posible.
—¡Eres un creído! —dije pellizcándole las mejillas a modo de represalia. Los dos no reímos. No recuerdo la última vez que reí con tanta franqueza. Cinco me aligeraba el corazón y me lo agitaba a partes iguales. Estar con él era una montaña rusa, una a la que me estaba enganchando.
Me sostuvo las manos que aún reposaban en su rostro, con su pulgar me acarició muy ligeramente el dorso. Escalofríos sacudieron mis entrañas. Supe que su mirada se dirigía directamente a mis labios, quise acercarme a ver que pasaba, pero tuve miedo de ser rechazada. Soy una maldita estúpida.
—Es hora de irse a dormir, no me gustaría que padre nos encontrase juntos en la cama. Bastante tuve con una clase de educación sexual. —Sugirió medio en broma. Me soltó y se levantó, yo le seguí, algo frustrada aun sabiendo que tenía razón.
Quería más, quería todo lo que él estuviera dispuesto a darme.
—Buenas noches, Cinco —me despedí junto a la puerta—. Límpiate la herida todos los días, también tiraría la ropa que has usado hoy, así mamá no se dará cuenta.
—Buenas noches, Vanya —dijo él con la mirada baja—. Meditaré sobre lo que has dicho. Lo prometo.
Cerró la puerta y ahí se acabó todo.
De vuelta a mi cuarto, vislumbré que una luz se filtraba debajo del marco de la habitación de Allison. Intrigada, me acerqué lo suficiente para divisar a mi hermana abrazada muy íntima con Luther. Se besaban, más bien, se abrasaban juntos, noté una desesperación en aquel acto, que no sabía si era normal a estad edad. Quizás sí. Luther avanzó y le oprimió un pecho, ella lo recibió con ansia. Al parecer este tipo de contacto era normal entre ellos. Mi mente hiperactiva se imaginó la misma escena, pero conmigo y Cinco en su lugar.
Un rayo de deseo me atravesó desde el ombligo hasta el centro de mis muslos. Decidí que era mejor brindarles la privacidad que tanto necesitaban y volví a la cama.
No conseguí pegar ojo, revuelta en un mar de sabanas y sudores fríos, me preguntaba —más bien quería— si a Cinco le resultaría igual de complicado dormir esta noche. Deseaba a Cinco, eso era innegable, más allá de la admiración, más allá de la hermandad. Quería a Cinco todo lo que una chica de trece años podía querer a alguien.
Las semanas pasaron y mi relación con Cinco mejoró notablemente. Cuando no estábamos ocupados con las exceptivas de padre, en nuestro tiempo libre solíamos juntarnos. Él me enseñó todo tipo de fórmulas matemáticas que utilizaba para incrementar sus poderes, que me esforzaba por entender y yo le enseñé algunos acordes básicos con el violín. La música y las matemáticas tenían más en común de lo que imaginé. Cinco tenía hambre por aprender, y encontró en mi un referente en cuanto a filosofía y cultura. Muchas tardes simplemente hacíamos los deberes juntos, otras jugábamos al ajedrez o las damas, en algunas ocasiones me pedía que le leyera algún autor que me gustase y luego lo comentábamos. Nos entendíamos a un nivel intelectual, él escuchaba mis reflexiones como yo las de él.
La incomodidad y la vergüenza de nuestras primeras veces juntos se transformó en confianza, en respeto. Pero yo codiciaba más. Cinco nunca ha sido una persona cariñosa, más bien se inclinaba a ser reservado en el aspecto físico, rara vez iniciaba algún contacto con nuestros hermanos. Incluso parecía que, si podía evitarlo, lo haría. Para ser justos, debía de sentirme profundamente halagada por el mero hecho de que quisiera cogerme de la mano, o de acariciarme la mejilla con su natural gentileza. Aunque no estaba satisfecha, las migajas que me ofrecía no eran suficientes para alimentar al monstruo hambriento.
Exploraba mi cuerpo, que, con sorpresa, no era el mismo que vi la primera vez que sangré. Noté una sutileza, un efímero extracto de madurez, de feminidad. Mis senos se hincharon, mis caderas se elevaron, seguía siendo delgada, solo que aderezada con un aire de voluptuosidad adolescente. Una manzana medio madura, aún no debía ser recogida del manzano. Me tumbaba en la cama soñando vagas intuiciones, vaporosas imágenes de lo que quería. Me moría por preguntarle a Allison, que ella me educara, me guiara, pero al hacerlo reconocería que ya no era una niña. Y sentía miedo.
Una noche de verano especialmente calurosa, una de esas que preferirías arrancarte la piel a tiras, daba vueltas en la cama, buscando una posición óptima. Las cigarras estridulan su canción del apareamiento en el jardín trasero. Atraída como un hembra insecto común, me dirigí al patio en mi pijama menos modesto.
El jardín a la luz de una luna creciente era muy diferente que a pleno sol del día. Al poner un pie descalzo en la mullida hierba, sentí que traspasaba una línea invisible que dividía lo mundano de lo mágico. Había una sensación de peligro —dentro de la muy protegida academia— que me hizo sonreír. No debía de estar aquí a tales horas prohibidas, si padre me atrapaba sin dudarlo me castigaría. Ahora mismo, podía danzar sin la preocupación de tener sobre mis espaldas al ojo que todo lo ve. Caminé de puntillas, igual que lo haría una bailarina, aunque tropecé y caí cerca de un gran sauce. Sus lánguidas ramas se mecían a la más mínima brisa. Me quedé allí tendida, con los párpados pesados.
—Empezaba a pensar que no ibas a venir. —Dijo alguien en las alturas.
—¡Cinco! —chillé asustada pues no me esperaba encontrarme a nadie aquí. Él se encontraba sentado en una gruesa rama, por eso no alcancé a verlo antes—. ¿Qué haces?
—Esperarte. —Dijo como si fuera la cosa más evidente del mundo. Y seguramente para él lo era.
—¿Y cómo sabías que iba a venir? —inquirí desafiante cruzándome de brazos. Picó el anzuelo. O quizá lo hice yo.
—Muy fácil —declaró teletransportándose a mi lado. Nunca me ha recordado tanto al gato de Cheshire como ahora—. La música.
—¿Qué quieres decir?
—Pues, querida mía, —dijo haciendo énfasis al apelativo que me otorgó—; que la música es tu guía, el sonido de las cigarras te ha traído hasta aquí. Porque tu sino te impide ignorar tal concierto y no estar presente.
Concluyó sentándose a mi vera, era impresionante verlo en su pijama de verano. Camiseta y pantalones cortos de lino azul, con la insignia de la academia bordada en el pecho, además del cabello despeinado, creaba la estampa entre lo infantil y lo adulto.
—En realidad, solo tenía calor. —Le rebatí riéndome indulgente.
—Esa era mi segunda conjetura.
—Por supuesto… —dije, y me fijé en un libro que tenía entre las manos—. ¿Qué lees?
—Romeo y Julieta, lectura obligatoria de mi profesor de literatura. No es mi obra favorita del bueno de Shakespeare, aunque puedo entender su popularidad. —Dijo Cinco dando una ojeada rápida a las páginas—. Dime qué piensas. Quiero saber tu opinión.
—Nadie tiene un mínimo de pensamiento crítico o racional, todos los personajes se dejan arrastrar por sus pasiones. Romeo es un cretino temperamental, sus impulsos dictaminan su final trágico. Julieta, sin embargo, es demasiado ingenua para su propio bien, una idealista, enamorada de la idea del amor. La efervescencia del romance adolescente en toda su gloria.
Cinco chasqueó la lengua, aparentemente impresionado por mi ataque.
—Deduzco que no eres una gran fan —dejó de lado al libro para centrarse en mí. Las cigarras retomaron su llamada al apareamiento.
—En realidad me gusta, supongo que uno se puede ver reflejado en sus defectos, y eso nos causa rechazo. —Susurré con anticipación. Había logrado interpretar cada estado de ánimo. Y esta noche, quería jugar.
—Ah —exhaló. Sus dedos juguetearon con la punta de mi mechón. Me quedé muy quieta, incapaz de reaccionar—. Entonces, Vanya esconde una naturaleza impulsiva. Qué interesante.
Callé, él prosiguió.
—Vanya… —dijo con un hilo de voz—. ¿Me das permiso para tocarte?
Juré que, dentro de su permanente estado de confianza, atisbé un asomo de vulnerabilidad. Si me hubieran dicho que algo así me sucedería alguna vez con Cinco, me reiría por tal absurdidad. Tenía a Cinco prácticamente comiendo de mi mano, y ese pensamiento me elevó la autoestima, él me daba una fuerza que nadie más podía.
—Sí.
Cerré los ojos, seguir mirándolo sería mi perdición. Tardó unos segundos mortalmente largos antes de iniciar el contacto. Primero fueron las manos, dedo por dedo, falange por falange, su mano estaba caliente al igual que el día. Se llevó mis dedos encallecidos a la boca y repartió livianos besos. Su toque desapareció para subir por mis antebrazos, abrasando mi piel con sus palmas. Permaneció en la estrechez de mis hombros, sus pulgares arrullaron las clavículas con un gesto que solo puede definirse como gentil. Al atravesar el cuello, me olvidé de cómo respirar, para mi fortuna, enseguida se aventuró con mi rostro. Allí fue dónde verdaderamente se demoró. Con delicadeza, enmarcó mi cara, desde la barbilla hasta las sensibles orejas. Cinceló con un dedo cada insignificante detalle; las pecas en el puente de la nariz, el arco de mis cejas, la longitud de las pestañas, la curva de mi labio inferior…
Lava fundida se arrastraba por mi vientre. Quería todo de él. Abrí los ojos. Algo iba mal.
—¿Por qué?
—¿Puedo besarte?
—¿Por qué? Cinco… —pregunté entrando en pánico.
—Quiero recordarte.
Me besó antes de que pudiera replicarle, silenció cualquier miedo incipiente. La tierra pronto se derrumbaría bajo nuestros pies, pero ahora, era incapaz de negarme a la tentación de su carne.
Era una sensación blanda, tierna, inocente a todos los niveles. Cinco profundizó el beso, dispuesto a experimentar lo desconocido. No era elegante, más bien torpe, ansiosos por aprender uno de otro. Qué queríamos y qué nos gustaba. Nos separamos brevemente para coger aire, Cinco volvió a la carga, habiendo aprendido de los errores. Incluso en esto era académico. Agarrándome de la nuca, volvió a besarme, esta vez con un gusto a desesperación que me encogió el corazón. Su lengua se deslizó por mis labios, pidiéndome permiso para entrar. Se lo concedí. Aquello abría un mundo nuevo, definitivamente más sensual. Me apoyé en su pecho, mareada, pero sin querer retroceder. Él aprovechó este despiste para indagar más en mi cueva húmeda, la mezcolanza de salivas era estimulante. El gemido sosegado de Cinco me envalentonó a imitarle. Nuestras lenguas danzaron por el control, gané la batalla, dejándolo sensible ante mis jugadas dentro de su boca. Él contratacó mordiéndome el labio inferior, tirando deliciosamente de él. No puede, o no quise, cohibirme y mi mano se aferró a la parte posterior de su cabeza. Estiré su cabello, ganándome otro de sus exquisitos jadeos, lo que provocó que serpenteara su mano hasta la cara interna de mi muslo, casi tocando el borde del corto pantalón del pijama. La sola idea de que deslizara su mano más arriba fue suficiente para nublarme el juicio.
Nos perdimos en un sentimiento arrollador, peligroso, pues si no parábamos, no sé qué pasaría, que sería de nosotros. Éramos demasiado jóvenes, incluso si Romeo y Julieta se casaron a los catorce, quería creer que no éramos tan inconscientes como los enamorados ficticios. Teníamos todo el tiempo del mundo para estar juntos.
Cinco dedicó unos minutos a besar cada resquicio de mi rostro, con una delicadeza extrema, mirándome a los ojos entre tanto. Si era un amante tan aplicado de joven, no quería ni imaginar cómo sería de adulto.
Cuando decidimos terminar, Cinco apoyó su frente contra la mía. Mi anterior presentimiento de la devastación se manifestó con vigor. De repente, mis ojos escocían por llorar.
—Prométemelo, Cinco.
—Te prometo, Vanya, que siempre volveré contigo. Siempre.
Nos volvimos a besar, sin prisa, disfrutando de la calidez del otro. Él me abrazo, y nos dejó caer en el tronco de la salsa, escuchó los latidos de su corazón, armoniosos, hasta caer en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, Cinco viajó al futuro, desapareciendo de nuestras vidas para siempre.
