I
-…Pero me temo que debo pedirle otro favor. Su silencio eterno… Adiós, señorita Fey.
Redd White levantó "El Pensador" por encima de su cabeza y lo descargó sobre ella. Sintió una terrible punzada de dolor en la cabeza, que recorrió toda su columna vertebral como una descarga, y luego no sintió nada de nada. Una especie de fuerza la separó de su cuerpo con un tirón en el estómago, pero no la llevó muy lejos. La dejó al lado de Charley. Observó cómo su cuerpo sin vida caía bajo la ventana. Miró a su planta favorita, algo resignada, y rozó cariñosamente una hoja con la punta de los dedos.
-Ya ves, Charley, al final yo he dejado este sitio antes que tú. Lo siento por Maya, no quiero no imaginarme lo que sentirá cuando llegue a verme y me encuentre así. O Phoenix, pero sé que él sí será capaz de seguir adelante y se convertirá en un gran abogado. Me gustaría que se hicieran amigos, ¿sabes? A ambos les vendría bien tener a alguien, y creo que se llevarían bien.
Vio a Redd White salir del bufete. Vio a Maya entrar, y preferiría no haber visto nunca esa expresión en su cara cuando se arrodilló junto a su cadáver. Vio también al joven Phoenix entrar. Leyó en su expresión que Maya le pareció sospechosa, pero también vio que lucharía por ella hasta el final.
-La ayudará. Probablemente ambos van a pasarlo mal, pero saldrán adelante. ¡Oh, no, Diego….! Quisiera haber podido decirle adiós, verle despertar y…
No fue capaz de seguir hablando. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en él que se le extendió hasta el estómago y le llenó los ojos de lágrimas. Sintió entonces una mano, cálida como un rayo de sol, sobre su hombro. Se dio la vuelta. Tras ella, estaba la mujer más guapa que jamás había visto. Era hermosa con la fragilidad de una mariposa hecha de cristal, pero a la vez desprendía toda la fuerza y firmeza del acero. Mirar sus ojos era como mirar el universo entero desde lejos, y su elegante figura era cubierta por un delicado vestido blanco que parecía hecho de la misma tela con la que los ángeles tejen las nubes. Ella le secó las lágrimas y le sonrió, y esa sonrisa le hizo sentir tal calma, una especie de felicidad pasiva y absoluta tan plena, que casi olvidó que la acababan de asesinar.
-Ha llegado el momento, muchacha. Ahora debes venir conmigo.
Le tendió la mano. Algo dentro de ella la impulsó a cogerla, por lo que fue a hacerlo, pero un susurro con sabor a café la hizo detenerse.
-¿Antes podría…?
Te la debía. Habrá más.
