[Disclaimer: todos los personajes, lugares y objetos reconocibles son propiedad de J. K. Rowling]


Alas de Metal

Prefacio

Había gaviotas sobrevolando el pueblo. El cielo asomaba entre las nubes encarnadas y yo llevaba a mis espaldas, además de la gran mochila de viaje muggle, el peso de la más grande historia de mi primer amor.

El ruido del agua del río al chocar contra las rocas envolvía la tarde, como un arrullo. Dirigí mi vista hacia el camino recorrido, que se estremecía entre los casetos de piedra como una serpiente. La explanada donde la mayoría de la gente que vivía allí tenía sus ovejas estaba circundada por una cadena de montañas, que hacían de aquel lugar algo extraño, como una olla con pequeños habitantes alejados del mundo y sus quehaceres.

Seguí el camino que me había indicado un hombre de avanzada edad con el que me había encontrado al llegar al pueblo. Pareció extrañarse de que un extranjero preguntase por el cementerio y precisamente por esa tumba. Pero en sus ojos pude ver un rastro de melancolía y cariño al recordar a la persona que yacía en ella. Eso enturbió por unos segundos mi mente, pero me deshice aquellos pensamientos.

La verja que daba paso al camposanto estaba abierta. Atravesé todas las tumbas que se interpusieron en mi camino hacia la pequeña colina, mi meta.

Me quedé sin aliento en un último suspiro antes de empezar a pisar sobre aquella protuberancia de la tierra. A cada paso notaba que una mano invisible, tal vez la suya, oprimía con más fuerza mi corazón y me arrastraba a la vez hacia la cúspide, dejándome sin fuerzas y obligándome a dejar mi mochila en el suelo. Ella pudo conmigo, haciéndome caer de rodillas; frente a ella, frente a una tumba sin lápida, sólo hierro deformado esbozando el esqueleto de dos alas de metal.

La brisa que me atravesó el alma fue tan fría como el acero que marcaba la tumba sin nombre. Era un sentimiento tan glacial, tan diferente a los sentimientos que yo guardaba…

Intenté reponerme, aunque creo que no lo haré nunca, y busqué en mi bolsillo mi mayor tesoro hasta entonces. Un collar, sin colgante, sólo cuero desgastado y sin color. Hice un pequeño hoyo en la tierra fresca y después de besar mi amuleto lo posé con sumo cuidado en su tumba y lo tapé. Al hacer esto sentí un alivio tan grande dentro de mí, que por un momento llegué a pensar que así la olvidaría para siempre… imposible. No lo haré nunca. Tengo sus últimas palabras dentro de mi cabeza y a ella dentro de mí, para siempre y desde siempre.

Miré al horizonte y entreví el mar por el resquicio de dos montañas. El alivio que sentí se convirtió poco a poco en perdón. Su perdón. Lo necesitaba, era lo que había venido a buscar.

Unas pisadas en la hierba me hicieron torcer la cabeza para encontrarme con un fantasma. Una pequeña niña, de pelo corto y tirando a rubio, pero unos ojos tan intensos y castaños que su imagen se difuminó con otra chica.

-Hola, ¿qué haces? –preguntó la pequeña.

-Visitar a una buena amiga -respondí yo.

-¿Entonces conociste a mi mami? –la chica habló con una voz aguda al pronunciar la última palabra que me heló la sangre. Ahora había acabado de sorprenderme. La gente no suele hablar con extraños con una pinta como la mía. Pero ahora esa pequeña humana se arrodillaba a mi lado y me miraba con esos ojos… ¡tan puñeteramente castaños!

-¿Es… era tu madre? –pregunté yo como pude.

-Sí… murió cuando yo nací, ¿sabes? Ahora mi papá y yo vivimos solos. Pero le quiero mucho, ¿eh? –aclaró las cosas por si a caso- ¿Cómo te llamas? Yo soy Ángela.

-Yo me llamo Remus… -respondí.

Así que había tenido una hija. Lo que hubiese dado yo por que fuese mía. Y por tenerla ahora a mi lado. No. Lo habría dado antes. Antes de su perdón. Ahora estaba todo bien.

-¿La echas de menos? –no pude contenerme, a veces soy bocazas.

-No, porque ella siempre está conmigo, ¿sabes? Sí –movió la cabeza afirmativamente, como para convencerse más a ella misma que a mí- Además, ¡ahora ella es un ángel! Aunque ahora dicen que no pueda ayudar a los que lo necesitan, pero puede descansar… Mi papá siempre me dice que era muy guapa. –volvió a mirarme, pidiendo que se lo confirmase. No parecía tener más de siete años.

-Sí, sí que lo era… y se parecía mucho a ti, además.

Una voz sonó en una casa del pueblo y la chica con ojos castaños se levantó.

-Bueno, ahora me tengo que ir. ¡Adiós! –despidiéndose con la mano se fue colina abajo. No he vuelto a verla jamás.

Antes de irme del cementerio admiré una vez más la extraña figura que formaban los amasijos de hierro. Grabándolo en mi mente. A mí no se me habría ocurrido nada que la simbolizara mejor.

Un anciano que parecía manejar el cotarro en el pueblucho me dijo también antes de abandonar el lugar y dirigirme a Londres que aquella mujer lo había sido todo para ellos desde que llegó. Apareció como un fantasma entre los árboles del bosque y la acogieron. No se acordaba de nada. Absolutamente de nada. Así que tuvieron que enseñarle a hablar y ponerle un nombre, o sea, bautizarla. Gabrielle, la llamó. Descubrieron que tenía la extraña habilidad de debilitar las dolencias de muchas ancianas y personas dadas al trabajo. Además, con sus ideas, pudieron hacer muchos progresos en el campo y en las herramientas… Yo me imagino que la utilizaron como una especie de genio de lámpara. Aunque seguro que había sido feliz. Ella siempre había querido ayudar a la gente. Al menos en una segunda vida lo había conseguido.

Finalmente se casó y tuvo a su única hija. Murió durante el parto dejando solo a su marido y a una pequeña con sus mismos ojos. Su vida relatada en menos de cinco minutos. Eso me apenó un poco, pero sabía que esa minucia la había hecho cien mil veces más feliz de lo que fue antes de perder sus recuerdos. Porque esos recuerdos los tenía yo, y yo no podía ni quería olvidarlos.

Imaginando lo que nunca pensé que le pudiera suceder a una persona como ella y aliviado de mi tremenda carga que llevaba pendiente desde hacía años, dejé ese pueblucho y al amor de mi vida para empezar de nuevo.