Este fic participa en el Festival Top!Draco 2015 organizado por las páginas de facebook I love bottom Harry y We love Drarry.
Escribo esto con fines de lucro para conquistar el mundo con yaoi.
El capítulo final se sube el domingo. Si te gustó déjame un comentario.
Érase una vez
por Janendra
—¡Harry séptimo, dónde tienes la cabeza!
En el espejo de cuerpo entero se reflejaba la habitación. Las burbujas de aire que subían desde la alfombra de algas cortas y onduladas. Los pececillos de colores que se comían la cama de flores con sus cortinas de espuma. El ventanal desde el que se veían los árboles marinos y los macizos de flores y corales del jardín. La figura hermosa y etérea de la sirenae de cabellos rojos que peinaba al muchachito sentado en un taburete de piedras y corales.
—¡Auch! ¡Abuela!
Se quejó Harry cuando sintió el tirón en los cabellos largos. Se frotó la nuca. Miró en el espejo sus ojos verdes, como el moho que se adhería a los barcos hundidos y los devoraba. El mismo color que tenía su abuela Lily y que hizo suspirar a cientos de sirens cuando era joven. Los cabellos negros de Harry eran largos, rizados y cuando Lily pasaba el peine entre ellos llegaban más allá del inicio de la cola esmeralda. Al soltarlos flotaban traviesos alrededor de Harry.
—No me mientas Harry séptimo, —refunfuñó Lily—. Deberías prestar atención cuando te hablo de un siren que podría ser tu esposo.
—¿Otro más? —Se quejó.
—Son siete los reyes del mar. Tu padre es el primero, quedan seis para pretenderte.
Harry torció la boca. Lo que su abuela decía no era cierto. De los seis reyes del mar, cuatro estaban casados, uno era tan viejo como su padre, y el otro prefería la soltería. Eran los hijos o los nietos de esos reyes lo que pretendían su mano. Lily sujetó una tiara de conchas rojizas en el cabello de Harry y lo hizo levantar. Ató a su cadera una faldilla de conchas y perlas entrelazadas con hilos de luna. Harry agitó la cola y se miró al espejo. Al moverse hacía ruido, con eso puesto no podría pasar desapercibido.
—Hoy te esforzaste de más abuela.
La abuela sonrío. Dejó el cepillo labrado en concha sobre un alga que lo apresó con sus hojas. Entre los que cortejaban a su nieto, el rey de las aguas orientales era su favorito; aunque no fuera uno de los más jóvenes. La tozudez de Harry necesitaba una mano férrea. Los príncipes no eran adversarios para su nieto. Harry los envolvería en su dedo meñique en el mismo tiempo que tardaba una burbuja en llegar a la superficie.
—Abuela ¿dónde puedo encontrar al brujo?
Lily lo miró despectiva. Las arrugas al lado de sus labios se curvaron.
—¿Es que hablé para mí misma? Estás a un movimiento de cola de que te ponga la paliza de tu vida, —siseó.
Harry bajó la mirada y tuvo el acierto de lucir avergonzado. No escuchó una sola palabra de lo que dijo su abuela. Su mente estaba lejos, en la oscuridad de la noche y el agua helada que golpeaba su cuerpo. En los gritos del naufragio y calor tenue del amanecer. En los sueños de una vida distinta, lejos de las heridas del mar. Lily entrecerró los ojos y apresó con sus manos los hombros de Harry.
—¿Para qué quieres tú al brujo? ¿Qué hiciste Harry séptimo? Llevas toda la semana yendo a la superficie. Anoche nadie te vio y hoy no te dignas llegar a la hora. ¿Dónde estuviste?
Harry se apartó de su abuela. La miró resentido.
—No hice nada y anoche estuve aquí. ¿No me dices que no salga durante las tormentas? Te hice caso, abuela.
Los ojos de Lily brillaron furiosos. Sacudió a su nieto.
—¡Sirenis desvergonzado! ¡Mentiroso de tercera! Primero llegas tarde y bien sabes que tu padre no espera a nadie. El rey no te vio, como era su derecho. Es una grosería no presentarte. ¡Podrías desatar una guerra! ¡Nada a prisa, a ver si consigues ver al siren que te pretende!
Harry nadó por el palacio, saludó con cortas inclinaciones de cabeza a los sirens y a las sirenae que encontraba a su paso. Recibió a cambio profundas inclinaciones y largos silencios. Ellos rehuían de su presencia, ellas evitaban sus ojos. Si tenía la desgracia de encontrarse con pequeños sirénidos, sus madres los resguardaban tras su espalda. Añoró con fuerza el mundo de arriba, donde nadie le dedicaba dos miradas ni huían aterrados. Una vez, sonrió al recordarlo, subió por la madrugada. Salió al lado de una barquita endeble que comandaba un anciano.
—¿Pescando ostras tan temprano? —Le preguntó el viejo.
Harry asintió porque no supo qué más hacer. Su padre le advirtió sobre los humanos una y otra vez antes de que tuviera edad para ir arriba.
—A mi mujer le gustan mucho las ostras, pero ya no tengo edad para sacarlas y nuestro hijo no es aficionado al agua. Prefiere el campo, —el hombre negó con la cabeza—. Hijo de pescador sembrado en el campo... Tráeme unas ostras y te daré un pescado.
Fue tan divertido, sonrió Harry. Le llevó docenas de ostras y en un descuido le devolvió el pescado a la barca, ya estaba muerto. En cambio las audiencias sobre su compromiso eran idénticas e igual de aburridas. Él nadaba cerca cuando el pretendiente llegaba para hablar con su padre. Ellos entraban al salón de audiencias donde su padre y el siren hablaban de política, las relaciones entre sus reinos y otras cosas que a Harry no le interesaban, aunque fuera su mano la que estaba en juego.
Si Harry fuera un siren cualquiera, o una sirenae, su compromiso sería un asunto privado, decidido entre los reyes más afines a su padre. Los dioses del mar quisieron otra cosa para él. Harry era un sirenis, algo tan raro que era el único en los últimos trescientos años. Los sirenis eran en apariencia sirens, por dentro eran sirenaes. La belleza y la fortaleza mezcladas en un solo cuerpo. Sus voces eran las más hermosas del mar y tenían el don de embarazarse, al igual que las sirenae. Sus hijos solían ser poderosos y era un orgullo tener uno en la familia.
Hacía muchas generaciones un rey de la estirpe de Harry se desposó con un sirenis. Se contaba que el rey luchó en torneos y pruebas, incluso estuvo a punto de ir a la guerra para ganar la mano de aquel hermoso sirenis. Harry era el segundo sirenis en la historia del Reino de Occidente. Apenas nació, los Siete reinos acordaron que las negociaciones sobre su matrimonio serían pacíficas y los pretendientes tendrían la misma oportunidad.
Harry nadó entre los peces de colores, encogió los hombros al sentir un pececillo en sus cabellos. Estaba inquieto y nervioso, un tanto por lo que hizo ayer, otro por llegar tarde. No era su obligación acercarse en la primera audiencia, solo debía dejarse ver. Por eso era importante que no se retrasara. En aquella danza de cortejo cada pretendiente debía recibir el mismo gesto, un saludo similar. La misma sonrisa ensayada. Sabía que eso no sería posible ese día. Pensó con esperanza que si el rey lo veía al salir, habría cumplido su parte del trato. Ya estaba harto de que le dijeran que debía hacer esto, o aquello, y cuidado o desatarás una guerra. Ninguna de sus hermanas pasó por algo similar. Tres de ellas aún estaban solteras y eran más grandes que él. Era injusto que él se viera obligado a casarse cuando solo tenía diecisiete años.
Los dioses del mar estaban en su contra. Las puertas del Salón de audiencias estaban abiertas, la reunión había terminado. A juzgar por la ausencia de sirénidos, hacía un buen rato que el rey se marchó. Afuera del salón un grupo de sirens discutían en voz baja, apartados, eran los consejeros de su padre. Su padre, el rey del Occidente, estaba con el brujo.
Harry se escondió detrás de una columna con los ojos dilatados por el miedo. Sintió como si un pulpo se deslizara por su espalda. Contuvo el aliento y observó. En asuntos de gran trascendencia era común consultar a los dioses del mar. La visita del brujo se esperaba tarde o temprano. El padre de Harry querría saber quién era el mejor candidato para su hijo.
Su padre no era un siren viejo, aunque lo aparentaba muy bien. Tenía los cabellos blancos y una gran barba que flotaba de forma elegante. El pecho fornido y los brazos fuertes desmentían la sensación de estar ante un anciano. Su padre estaba en la flor de la adultez y el brujo, a su lado, no hacía más que confirmarlo. Su abuela decía que su padre y el brujo tenían la misma edad. Donde su padre lucía venerable el brujo era elegancia y masculinidad. Cabellos rubios muy cortos. Ojos plateados, como la luz fría de las estrellas. Un rostro serio, distinguido. El pecho adornado con un solitario collar de hilos de luna. En el torso y los brazos se apreciaban músculos firmes. La cola de un gris azulado era vigorosa y flexible.
Largo y poderoso, el brujo era un siren atractivo en toda regla. Si no fuera un brujo, las sirenaes se lo disputarían. Los sirénidos le temían a aquellos que nacían con el don de ver a los espíritus y hablar con los dioses. Se decía que con el ojo izquierdo miraban el mundo de las profundidades y con el derecho el mundo de los misterios.
Como si supiera que lo espiaba, la mirada del brujo se desvió del rey Dumbledore y se centró en Harry. Una sonrisa burlona tomó los labios del brujo. La mirada del rey siguió el mismo rumbo. El rey endureció el semblante al ver a su hijo. El regaño, suspiró Harry, duraría horas, estaba seguro. Ambos siren volvieron a su charla. Harry flotó aburrido. Desde que amaneció deseó encontrar una manera para ver al brujo. Era la segunda vez en su vida que lo veía. La primera fue cuando era un niño y su canto fue escuchado por un grupo de sirens jóvenes. Harry se estremeció con el recuerdo. El agua teñida de rojo era difícil de olvidar.
A diferencia de sus hermanas y hermanos, Harry no creció rodeado por la corte. Se le mantuvo aislado, con solo su familia y algunos siervos alrededor. Harry tenía un don único, su voz no era solo la más hermosa de los siete mares, hechizaba a todo aquel que lo escuchara cantar. Bastaba una melodía entonada a través de sus labios para que el pobre infortunado sintiera que moría de amor. Tuvo que suceder una desgracia antes de que el rey tomara la decisión de poner a salvo a sus súbitos.
Harry recordaba el dolor que sintió en el pecho por la muerte de los sirens. Tenía cuatro o cincos años, el canto salió solo de sus labios y los jóvenes sirens, amigos de su hermano Ron, se volvieron locos de amor y deseo. Se despedazaron entre ellos. Al que sobrevivió lo atravesó su padre con una lanza. El brujo fue llamado. Harry recordaba estar sentado en su cama, los ojos hinchados a causa de las lágrimas. El brujo se sentó a su lado, le pasó una mano grande y firme sobre la espalda. Mi pequeño y dulce niño, lo llamó. Con trampas y dulces consiguió sacarlo del mutismo.
—Canta para mi, precioso —pidió.
Harry se negó. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Las pequeñas manos cubrieron los ojos. El brujo cantó para él una nana con su voz misteriosa.
—Yo no soy como los sirens que conoces, —dijo—. Tu canto no me hará nada.
Fue cierto. El brujo resistió el encanto y descubrió en propia piel lo que era. Le aconsejó al rey hacerlo crecer lejos de la corte. Una nueva ala del palacio se destinó para Harry y sus hermanas. La familia real no corría peligro, amaban a Harry y eran, por ello, inmunes al hechizo de su voz. Enormes árboles cercaron los jardines, se enrejaron las ventanas y se apostaron soldados en las puertas. Era como vivir en una burbuja, lejos de su propio mundo.
Cuando Harry crecía, atrapado entre piedra y coral, deseó muchas veces que el brujo fuera a verlo. Sentía que moría un poco cada día, como un pez atrapado en una red. Sus hermanas eran libres de ir y venir. Solo él permanecía en la jaula, prisionero de sí mismo. Cuando sus hermanas alcanzaron la edad para ir a la superficie, Harry esperaba ávido sus historias. Soñaba con ese mundo tan distinto al suyo. En aquellos tiempos no sentía temor del brujo. Los años, las historias, hicieron que el temor natural de los sirénidos hacía los espíritus se instalara en su pecho.
La voz del rey Dumbledore se alzó, con el fin de que su hijo lo escuchara.
—Como puedes ver, —le decía al brujo—, Harry séptimo no hace más que darme la razón. ¿Cierto, hijo?
Harry flotó hasta su padre. Detestó el tintineo de las perlas. Los ojos del brujo lo siguieron. Su mirada tenía la intensidad de los ardientes rayos del sol. Aunque él no lo viera, sabía que el brujo los visitaba. Sus hermanas decían que fue el brujo el que le dio a su padre ese aspecto envejecido. Su padre era viudo desde que Harry nació y no tenía intenciones de enlazarse otra vez. Su aparente edad avanzada evitaba que las sirenaes casaderas se fijaran en él.
—Padre.
Harry hizo una leve inclinación. Los cabellos negros flotaron a su alrededor y un pececito salió de entre ellos.
—¿Recuerdas a mi hijo? Harry séptimo.
—A él no se le puede olvidar —dijo el brujo—. Llámame Draco.
La voz profunda y varonil hizo que Harry ladeara la cabeza. Un canto de apareamiento entonado con ese tono, pensó Harry, satisfaría a cualquiera. Su presentación también llamó su atención, ningún título significaba que era el cabeza de su familia.
—Anoche otro barco cayó a las profundidades, —sonrió Draco—. Por lo que dicen los peces, pasa con bastante regularidad en estas aguas.
El rey Dumbledore se aclaró la garganta y Harry tensó los labios. Dumbledore sabía que su hijo gustaba de tentar a los hombres con su canto. Los pobres incautos se arrojaban al mar anegados por la inmensidad de su amor. Los barcos, abandonados por las tripulaciones, terminaban como adornos en los jardines sirénidos.
—Son las auroras marinas, —acotó Harry con descaro—. Tientan los corazones de los hombres y se arrojan al mar para verlas.
Por las noches, cuando los mares se oscurecían, las mareas se teñían de colores. Las estrellas y la luna eran como adornos en el cabello de la noche. Durante el día el agua traslúcida permitía ver el sol y las nubes, los barcos que cruzaban perezosos por el mundo de arriba. Lo sirénidos podían ver a los humanos y su mundo sin interferencias. Del otro lado los humanos solo observaban las aguas oscuras, insondables y frías. Los marineros tenían especial reserva cuando navegaban esa parte del mar. Eran conocidos los naufragios y las leyendas sobre el canto de las sirenas. Muchos se cubrían las orejas con cera, por si acaso.
—Los hombres no pueden ver las auroras marinas, —dijo Draco divertido.
Ahora que los reyes, y sus hijos, eran presentados al sirenis, el descaro de Harry séptimo empezaba a ser bien conocido. El rey Dumbledore sintió culpa por encerrar a su hijo. Así que lo mimó y lo dejó hacer su voluntad en la mayoría de las ocasiones. Como resultado Harry séptimo era un sirenis malcriado e ignorante de los más elementales conocimientos sirénidos. Egocéntrico, caprichoso y testarudo, escuchaba solo lo que quería oír.
El rey Dumbledore no podía negar la obvia diferencia con que educó a sus otras hijas. Incluso retrasó la salida de Harry al mundo de arriba por un año, por temor a lo que su chiquillo caprichoso haría una vez que se viera libre. Así que en vez de ir arriba al cumplir los dieciséis, Harry tuvo que esperar otro año, y se encontró de golpe fuera del encierro, libre de ir arriba y obligado a casarse. El primer día que Harry fue la superficie, en un día de mar calmo, un barco naufragó.
—Entonces serán idiotas, —dijo Harry—. No sé para qué hacen barcos si no pueden controlarlos.
—Ah los humanos, mi pequeño y dulce sirenis, no saben por qué hacen las cosas.
La voz era lenta, profunda, y a pesar de los términos cariñosos, Harry sintió que se le envaraba cada uno de los músculos del cuerpo. Había algo en el brujo que era aterrador, y no era por su relación con los dioses. O quizá sí. Dumbledore se aclaró la garganta.
—Ya que parecen llevarse bien, conversen un rato. Espero que te comportes, —advirtió a su hijo.
Harry rodó los ojos y contuvo un bufido exasperado. No era un niño, aunque lo trataran como tal. Si lo fuera no se vería obligado a casarse. En el fondo sentía que su padre no podía esperar para deshacerse de él.
—Hay una inquietud en tu mirada, joven séptimo. Una carga nueva sobre tus hombros, que adivino no estaba allí anoche.
Las perlas en la cadera de Harry tintinearon con el movimiento del agua. Le pareció que un remolino de niebla se formaba en el ojo derecho del brujo. Sacudió la cabeza. Ya hacía mucho que el truco de que se inculpara de una travesura no funcionaba con él.
—No sé de qué hablas; soy tan ligero hoy como lo era ayer. Prueba otra cosa, no soy un pez al que puedes atrapar con cualquier carnada.
La risa de Draco gélida, cruel, detuvo las conversaciones. Harry vio a su padre, entre los sirens de su consejo, observarlo con el ceño fruncido. Detrás de su padre una sirenae lo miraba con ojos de fuego. Harry pensó un poco. ¿No decían sus hermanas que el brujo tenía una aprendiza? De cabellos negros como el fondo de los abismos. Volvió su atención al brujo, dos podían jugar a inventar.
—Veo que tienes una aprendiza, Draco. Lo que no sé es por qué te mira con ese odio. ¿Le hiciste algo? ¿Acaso está enamorada de ti y es celosa?
Draco volvió a reír. Siguió la mirada de Harry.
Severus, su aprendiza, hablaba con el rey Dumbledore. Era una sirenae que no pasaba desapercibida. Una belleza de largos cabellos negros, curvas bien formadas y una cola del más intenso negro azulado, igual que el tono de sus ojos. Si bien era hermosa, persistía en la suavidad de sus rasgos un elemento masculino.
—Él te veía a ti, y tienes razón en algo: hay odio en su mirada. Severus no es tibio con los sentimientos.
Harry frunció el ceño. ¿Por qué lo odiaría?
—Me debo parecer a alguien, porque es la primera vez que la veo. Hablas de ella como si fuera un siren.
Se decía que la aprendiza del brujo fue un siren. Por algún motivo le pidió que lo convirtiera en sirenae. Rumores, se decía Harry, cada vez que lo escuchaba.
—Es un siren, o lo era cuando llegó conmigo. Tú bien sabes lo que soy. Ayudo a los pobres en desgracia que no tienen a quien recurrir. Soy la llave para aquellos que sufren de amor, como tú mi pequeño sirenis.
Harry boqueó indignado, las mejillas coloradas. ¡Eso era! ¡¿Cómo sabía?!
—Yo no sufro de amores —masculló.
—Trae tu desgracia a mi caldero, cualquiera que esta sea y te ayudaré a encontrar la solución, —dijo Draco a manera de despedida—. Severus vendrá a verte antes del ocaso, si quieres mi ayuda Harry séptimo, lo seguirás.
Érase una vez & Érase una vez
El dolor caía a través de su pierna como gotas de lluvia. Cuando era niño le gustaba correr por los bosques del palacio de verano. Muy adentro, allí donde era mejor no aventurarse sin compañía, había un manantial. Surgía de la tierra como un suspiro y el agua goteaba entre las rocas. James se sentaba en el pasto y cerraba los ojos. El canto de los pájaros se mezclaba con el sol tibio, con el viento que a veces corría entre los árboles. Su corazón disminuía su ritmo. La vida goteaba en su pecho con el caer del agua.
El dolor fluía desde su pierna rota. Apretó los dientes. Los cabellos negros estaban pegados a su cara por el sudor. Contuvo el impulso de tirar de la pierna hasta su pecho. Dentro de los párpados, los ojos azules estaban húmedos de lágrimas. Respirar era una labor difícil.
—Majestad, —escuchó la voz y a decir por el tono, hacía un rato que buscaba su atención.
El rey James se incorporó a medias, la mirada desenfocada. Le tomó un par de intentos hasta que su vista se aclaró. El hombre a su lado tenía el uniforme de su guardia imperial, azul y plata. Ojos azules, rostro agradable donde se leía la pura diversión. El cabello largo sujeto en una coleta.
James sintió alivio al ver a Sirius, el comandante de su escolta personal. Sirius se apresuró a ayudarlo. El rey tenía una pierna rota y el médico lo entablilló. James se pasó una mano por el rostro. Las facciones de su cara, otrora viriles y alegres, estaban tomadas por un dolor mortal. Sirius no entendía qué sucedía con el rey. Una pierna rota no mataba a nadie.
—¿Lo encontraron Sirius?
—No, majestad. Aún faltan mensajeros por volver, —añadió al momento—. Quizá ellos.
James miró el mar a través del ventanal, esperaba, aunque no lo dijera, que él apareciera. De solo pensarlo el pecho se le llenó de tormento.
—¿Qué tan lejos pudo ir? —musitó.
James pareció hundirse en su dolor. Sirius esperó, sin decir palabra. Como era tradición entre los Potter, los compromisos, y los asuntos importantes del reino, se decidían en altamar. Hacía una semana que el barco nupcial zarpó. Una celebración de siete días formalizaría el compromiso entre el rey James y la princesa Sewer.
Sirius se quedó en tierra para ayudar con los preparativos de la boda. Los Potter se casaban entre derroches de poder y riqueza. Los invitados incluían a reyes y reinas de varias naciones. El barco no fue lejos, se le podía ver desde las costas, lento y sereno. Los pescadores se acercaban para saludar al rey y la princesa. Les llevaban pescado fresco para hacer sonreír a la princesa Sewer. Cada día, una fiesta tras otra, en el barco y la ciudad, cumplían la tradición. Ayer se alzaron los fuegos de artificio a media noche y luego llegó la desgracia.
—Sirius llama al médico.
—Vendrá en un momento su majestad. Está con la princesa Sewer.
La cara de James se transfiguró. Los rasgos amables se volvieron violentos.
—¡¿Por qué sigue aquí?! ¡Quizá es por ella que él no viene! ¡La quiero fuera de aquí! ¡Tráeme al médico Sirius, ahora!
James apresó las sábanas. El sudor corrió por su frente. Gritó al sentir que el pecho se le desgarraba. Pensó, entre espasmos, si era así como se sentía el amor. Escuchó los pasos y las voces a su alrededor. La voz de una mujer se sintió cálida, aunque sonaba preocupada. Ayer, pensó, habría dado cualquier cosa para que ella no llorara. La amaba... ¿Lo hizo? No podía recordarlo bien.
—El médico, —gimió.
James yacía con los ojos cerrados. A medias entre la consciencia y el sueño.
—Quiere que le ampute la pierna, —escuchó.
Era la voz de Remus, paciente, compasiva. Imaginó a su amigo de pie sobre su cama. Los cabellos miel recogidos en una coleta. A su lado Sirius, esos dos gustaban de andar juntos. Una vez creyó ver que se besaban.
—Piensa que su pierna lo detiene, sin ella se montará en el caballo e irá a buscarlo. Esto, no vi antes nada así, —Remus sonaba preocupado—. Debió golpearse al caer del barco. O quizá estuvo a punto de ahogarse.
James se quejó. Remus no sabía nada. Él no lo escuchó cantar. No vio su rostro hermoso, ni sintió el tacto de su piel húmeda y suave.
—Shh, cariño. No te muevas, —esa era la voz de ella.
James pensó que antes le gustaba. ¿Lo hacía?
—Dale esto, —ella otra vez—, lo sedará para que puedas cortarle la pierna.
James sintió ganas de llorar de puro agradecimiento. Ellos no lo encontrarían aunque removieran cada roca en el reino. Él debía buscarlo. Su muchachito hermoso prometió que estarían juntos, dijo que volvería. Cuando sintió la copa contra sus labios bebió sin dudar.
—Dormirá hasta mañana, —dijo la princesa Sewer cuando James se quedó dormido.
Remus observó a la mujer que contemplaba el mar, su mano derecha estaba contra el ventanal. Los cabellos negros recogidos en un moño alto, el vestido en colores verdes y ámbar. Tan bella y triste. La piedra azul en su anillo de compromiso atrapó un rayo de luz. El joyero real le dijo a James que no usara esa gema. Tenía el color de las profundidades del mar, donde habitaban las sirenas que gustaban de ahogar a los hombres. James desestimó el consejo. Decía que a Sewer le encantaría, que se daría por bien servido si podía ahogarse en el amor con ella.
El joyero tuvo razón, el compromiso terminó en un naufragio. Por la madrugada, cuando las primeras barcas volvieron, el rey James fue dado por muerto. La princesa Sewer lloraba desconsolada, como si el corazón se le hubiese vuelto agua. Por la mañana unos pescadores encontraron al rey en la playa. Estaba vivo y despierto. Tenía la pierna rota que arrastraba mientras buscaba a un chico. La alegría de que sobrevivió pronto se trocó en desazón. Desde su lecho, con la mirada de un loco y los ojos desorbitados, dio órdenes de buscar al jovencito que robó su corazón.
—Princesa ¿qué le diré cuando despierte y aun tenga su pierna?
—Mañana lo pensaremos, Remus. Por ahora tenemos tiempo.
La princesa Sewer caminó hasta el lecho de James, se sentó su lado y le besó la frente.
—No te preocupes, amor mío. Te pondrás bien.
Érase una vez & Érase una vez
—¿Qué? ¿Es aquí? —La voz indignada de Harry irrumpió en la cueva—. ¡Esto está cerca del palacio!
Draco sonrió al oírlo. El interior de la cueva estaba iluminado con flores de sol. Colgaban por las paredes y el techo, con sus hojas coloridas y sus flores de luz. Draco apartó el libro que leía, era un ejemplar humano, protegido con un poco de viento. Una novela sobre doncellas y sus brillantes caballeros en armaduras. Se levantó del asiento de piedra. Harry y Severus no tardaron en entrar por la boca de la cueva.
Harry se quitó las algas que se le enredaron en el cabello. Severus lo llevó entre campos de algas y peces carnívoros. E incluso, con el pretexto de rescatarlo de un alga, le dio un tirón en el cabello que todavía le dolía. Dieron la vuelta a medio mar para terminar justo donde empezaron. Harry estaba furioso.
—Sirenis mimado, por los sueños hay que esforzarse, —la voz baja de Severus era sedosa, como un medusa—. Tú no sabes que es eso, llevas la vida ociosa de una roca.
—Cuando sea rey te haré cortar la cabeza, —bufó Harry.
—Los dos, basta ya, —dijo Draco—. Severus, no insultes al príncipe. Nada más que una roca; los mortales son sus testigos. Harry agradecería que no amenazaras la vida de mi aprendiz.
Severus cruzó los brazos sobre sus pechos. Su mirada como una daga fija en el sirenis. Harry levantó la barbilla en un gesto despectivo y le dio la espalda. Draco negó. Tal diversión en tan poco tiempo era mala para el hígado.
—Ven Harry séptimo, ya esperé lo suficiente por ti. Bienvenido a mi humilde morada. Puedes curiosear cuanto quieras.
Harry se sentó sobre un diván de piedra y espuma. Draco tomó asiento frente a él. Severus nadó hasta el otro extremo de la cueva. En la arena había un caldero enorme. Pedazos de algas con distintos símbolos estaban ordenados en los estantes. Sobre las mesas de piedra había recipientes, instrumentos e ingredientes, a la espera de un alma infortunada que necesitara ayuda. Severus se dedicó a ordenar. Draco era quisquilloso con tener cada cosa en su lugar.
Severus miró de soslayo a donde Draco se inclinaba sobre Harry. El sirenis parecía cautivado por las flores de sol. Severus levantó la mirada. Suspiró. Atrapado entre sus sueños, y el costo de ellos, olvidaba mirar lo que tenía alrededor. Las flores eran hermosas. Acarició con sus dedos los pétalos de una flor cercana y sintió su calor. Cerró los ojos, se sentían, casi, como los rayos del verdadero sol.
—Es precioso —decía Harry arrobado—. No tenemos algo así en el palacio. Creo que una vez soñé algo como esto.
Harry miró a Draco. Un estremecimiento corrió por su espalda. Cuando era niño y estaba triste, soñaba una cueva así, llena de flores tibias. El recuerdo era denso, embriagador. Un lugar donde podía estar tranquilo y era amado. Unos brazos que lo empujaban contra un pecho firme. Mi pequeño y dulce sirenis, decía la voz de un siren.
—Me alegra que te guste mi morada. Sin embargo no te traje aquí para admirar la decoración. Dime, qué atormenta tu alma. ¿Qué pasó anoche?
Harry movió la cabeza. Señaló a Severus.
—No quiero que ella lo escuche.
Draco rio. Palmeó el espacio a su lado.
—Ven, siéntate aquí. Puedes contármelo al oído.
Harry nadó hasta su lado. Se estiró, Draco era enorme. Severus observó lo que sucedía. Las mejillas de Harry se sonrojaron a medida que hablaba. El sirenis era tonto, se dijo Severus, al ver como el semblante de Draco se endurecía. Los ojos azules se tiñeron de plata y volvieron a su estado natural. Harry se apartó al concluir su relato.
—Déjame ver si entendí, —dijo Draco con un tono comprensivo—. Anoche cuando el barco naufragó rescataste a un hombre, lo llevaste a la playa y cantaste para él.
—Él era guapo y alegre, —Harry hizo un puchero encantador, su voz llena de anhelo—. Yo solo quería llevarlo conmigo. ¡Si él pudiera respirar debajo del agua!
Severus bufó algo que sonó como idiota.
—¿Y lo maldijiste por qué motivo? —Inquirió Draco.
—No hice tal cosa. El amor es un tesoro.
—¡Sirenis trapacero! —Sonrió Draco—. A mí no puedes mentirme. ¿Cómo sabes que era alegre? No parece que te lo encontrarás en el mar por casualidad. No te creo. ¿De la nada sentiste el impulso de cantar y te dejaste llevar? Deja de mentir o no te ayudaré.
—¡Está bien! —Harry resopló—. Seguí el barco y me subí a una de las barcas que tenía a los costados.
—Un acto prudente y bien pensando.
—Volví cada noche durante la última semana. Eran los festejos por un compromiso. Al principio solo quería mirar; ese hombre me gustaba.
Envidia, eso fue lo que sintió Harry al ver a esos humanos felices y desenfadados. Una emoción húmeda brillaba en los ojos de la pareja. Sonreían cuando bailaban juntos entre vítores y palmadas. La primera noche, cuando la fiesta ya terminaba, ellos se detuvieron cerca de donde Harry estaba escondido. Escuchó sus voces, la de ella segura, dulce, la de él afectuosa, protectora. ¿Eso era el amor?
Sabía que el amor de una pareja no sería lo mismo que el amor que sentía por su padre, sus hermanas y hermanos. Al escucharlos y verlos Harry entendió que él no tendría eso en su vida. Los príncipes lo cortejaban porque era un sirenis, un trofeo para poner en la sangre de su linaje. Si no fuera un sirenis, ni siquiera desearían estar en el mismo lugar que él. Le bastaba verlos a los ojos para intuir el miedo que le tenían. No duba que una vez casados quisieran cortarle la lengua para que su canto maldito no volviera a escucharse.
Desde que anunciaron que estaba listo paras ser pretendido, sintió que las puertas volvían a cerrarse. Estaba de nuevo entre las piedras y corales más hermosos del reino, cautivo y solo. Sin importar cuan bello fuera el palacio, no dejaba de ser una prisión. Volvió cada noche al barco, ansioso por ver más, por saber cómo era la vida de los humanos.
Con el pasar de los días la envidia se trastocó en ira. ¿Por qué lo odiaban los dioses? Un sirenis maldito con el mismo amor que añoraba. ¡Como quería irse al mundo de los humanos! Ser uno de ellos. Dejar atrás las miradas temerosas, los rumores maliciosos, a su familia y su padre. Quería huir de su futura boda y del siren que, por obligación, lo desposaría.
—Una tormenta hizo que el barco naufragara, —continuó—. Lo llevé a la playa. Permanecí a su lado hasta que amaneció y cuando el despertó canté para él.
Harry deseaba ser la mujer que ese hombre amaba, quería estar en su lugar. Que él lo viera como a ella, que lo tomara por la cadera y juntos danzaran al son de la música. Y cantó, porque supo que así él no podría casarse. Porque no soportaba verlos tan felices cuando él estaba condenado a la tristeza y la soledad.
—Quieres que yo te convierta en humano, para que vayas a su lado. Si es que aún está vivo.
Harry se pasó una mano por los largos cabellos. Tomó un mechón y comenzó a trenzarlo, lo hacía cuando estaba nervioso.
—Le dije que volvería y estaríamos juntos. No tiene porque morir.
Los ojos de Draco destellaron con ira. Su voz no perdió la calma.
—El amor insatisfecho es una dura carga, —meditó—, y los hombres son débiles ante el deseo. ¿Eres consciente de que perderás a tu familia?
En el fondo de la cueva Severus comenzó a buscar ingredientes. Harry acomodó su cabellera sobre su hombro izquierdo.
—Tendré a mi hombre, —musitó—. Yo quiero ir con él.
¿Es que aún tenía una familia? Harry sabía que tiraba demasiado de la paciencia de su padre y se preguntaba si él se arrepentía de haberlo dejado vivir. Era consciente del enojo de sus hermanas, aquellos que las pretendían, ahora buscaban su mano. Ir detrás del mortal era su elección. Por una vez haría lo que él quería y eso le daba fortaleza para continuar.
Draco acarició los rizos de Harry, sería un chiquillo tierno, si no fuera tan necio. Sentía la confusión en la mente de Harry. El dolor que bailaba entre la furia y el rencor. La seguridad de que nadie lo amaría si no era por la magia de su voz. Las miradas de ambos se encontraron. Draco lo atrajo contra su pecho. Le frotó la espalda.
—Mi dulce y bello sirenis, nadie puede culparte. El amor, el deseo, son así, no tienen cordura ni honradez, —Draco miró a Severus, asintió—. Hiciste bien en confiar en mí. Los dioses pusieron esta carga sobre mis hombros, no puedo negarte la ayuda que necesitas.
Draco apartó a Harry.
—Ven.
Draco nadó hasta donde Severus esperaba. Un brillo tenue subía del interior del caldero.
—Existe una pócima que te transformará en humano por tres días. Atiende bien, Harry séptimo, porque esto es importante: debes hacer que él se despose contigo y consume su relación antes de la noche del tercer día. Si lo consigues, serás humano por el resto de una vida mortal. Si no volverás a ser sirénido y me pertenecerás a mí.
Harry frunció el ceño. Aquello no le gustaba nada.
—¿Por qué tendría que pertenecerte a ti?
Draco miraba los ingredientes, los señalaba y Severus los ponía en el caldero.
—Necesitarás una pócima y un hechizo para cumplir tu objetivo y cada uno tendrá un costo diferente. Mi precio es caro, Harry séptimo y has de pagarlo tú. Pido lo mejor que posee un sirénido. Lo que Severus más valoraba era su libertad. Dile cual fue el precio que pagaste.
Severus levantó los brazos, en sus muñecas brillaron dos pulseras unidas por una cadena hecha con rayos de luna. Un instante después ya no eran visibles.
—Lo serviré por el resto de mi vida.
La risa de Draco, perversa y maliciosa hizo envarar a Severus.
—No pongas esa cara Severus, ¿acaso no valió la pena ese cuerpo espléndido? El don de llevar un pequeño sirénido en tu vientre.
Harry no supo si la cara de Severus hablaba de satisfacción o nostalgia. La sirenae apretó los labios y continúo su labor. Draco puso sus dedos bajo la barbilla de Harry.
—La pócima que te transformará en hombre hará que tu bella cola se divida y se encoja hasta formar lo que los humanos llaman piernas, los soportes con que caminan. Eso te provocará un inmenso dolor y no terminará cuando la pócima cumpla su cometido.
Harry estaba pálido. No le gustaba el dolor.
—Caminar será un tormento para ti —continúo Draco—, sentirás como si mil lanzas te atravesaran las piernas. El sufrimiento no será en vano, cada paso que des te hará lucir gracioso y encantador. Aunado a tu belleza, y a la maldición que pusiste sobre el hombre, no dudo que tengas éxito.
Harry cerró los ojos y pensó en lo feliz que se veía el humano a bordo del barco. El rostro amable y la sonrisa confiada. Allá arriba nadie le diría qué hacer. Sería libre.
—Lo quiere como se desea un postre, —escuchó que Severus le siseaba a Draco.
Harry se contuvo de darle un bofetón. Draco ignoró las palabras.
—El costo de la pócima es tu voz. El hechizo te ayudará a llegar virgen al matrimonio, un requisito indisculpable en los matrimonios humanos. Si el hombre yaciera contigo antes de la boda, volverías a ser sirénido. Lo segundo más valioso que tienes es tu belleza; aun si te la quitara conseguirías al hombre, el pobre te querría aunque fueras una almeja.
—Bajo el hechizo no tiene opción, —se burló Severus.
—No puedo quitarte tu belleza, entre humanos te hará falta, —continuó Draco—. Podría quitarte tu libertad, mas el hechizo no vale tanto, así que haremos una apuesta. Si consigues que el hombre se case contigo, no pagarás por el hechizo. Si fallas habré desperdiciado mi tiempo y mi magia, y entonces me pertenecerás a mí.
—Será divertidísimo estar los dos en esta cueva por el resto de nuestras largas vidas, —siseó Severus.
Harry frunció el ceño. No sería prisionero de otro siren. Pensó en los hombres que se arrojaron al mar cuando el cantó desde un risco, en el siren que mató su padre cuando intentó poseerlo. Lo conseguiría, el hombre se casaría con él.
—Sin mi voz como podremos entendernos.
—Tienes tu belleza, tu linda cara y el hombre está bajo tu maldición. Lo único que debes conseguir es que él te lleve al altar. Confío en que el único sirenis de las últimas centurias tenga algún truco bajo la escamas. Yo apuesto por ti, mi dulce chiquillo.
El caldero burbujeaba en tonos violetas. Los ojos de Draco destellaron en plata y azul.
—Vale la pena, —murmuró Severus en voz baja y en su mirada Harry leyó que decía la verdad.
—¿Pagarás el precio, Harry séptimo? —Draco lo miró a los ojos—. ¿O dejarás morir a tu hombre?
