Día 1
Mitológico.
Haz visto… aquellas personas alguna vez…
JJ pestañeó.
Giró el cuello recibiendo primero el reflejo de su rostro en el vidrio del metro.
El rojo de su chaqueta matizaba con la piel y el cabello estaba más desordenado que de costumbre, pero no era eso. Más bien, una sensación extraña, como una silueta invadiendo el espacio sólo por el rabillo del ojo.
Una sombra en el espectro, una mancha en el vidrio que estaba allí, en el asiento refractado del vidrio, y como si no.
Figura de engendro deforme, moldeada por la mente y recreada en el miedo de ir en vagón vacío hacia media noche.
Son esas personas…
Quiso virar, confirmar si sus pensamientos eran pensamientos o más bien hipótesis.
Que él no estaba sólo allí, y dejar de sentir ese escalofrío en la espalda de pensar en girar.
Dando la cara a la puerta en espera de su próxima parada, sólo el atisbo de por el rabillo del ojo le quedaba.
Son esas personas… que están allí…
Tragó en seco, armó de valor y con cuidado, de ese cuidado de cuando te enfrentas a lo desconocido, cuando andas a tientas en la obscuridad, giró el cuello, viendo directamente a la sombra en el asiento último.
Encontró, dentro de la mancha, un chico de cabello negro, piel blanca enfundada en una chaqueta obscura, cabizbajo. Hecho un ovillo, representaba una mancha obscura en el reflejo y era lo que tenía inquieto al canadiense.
Pudo respirar en paz.
Pero luego ya no…
Decidió perderse en la visión al frente. El muro de concreto sólido de Japón, por donde corría el metro todos los días, cientos de veces, era iluminado a penas por las propias luces del tren, asemejando a estar dentro de una serpiente, corriendo bajo tierra hacia su estómago. Engullido en la obscuridad atrapante.
—Oye..—, susurraron, tapado por el zumbido insistente del vagón que casi le hacía no escucharlo. Por sorpresa, viró la mirada a la izquierda, encontrando el perfil cobijado con la chaqueta obscura—. ¿Alguna vez has pensado en saltar de un tren en movimiento?
Tragó en seco. Un extraño le estaba hablando de suicidio a media noche sobre un metro en movimiento. Trató que el nerviosismo se obviara en su voz, como una conversación casual en aquellos que se encuentran en el ascensor.
—No—, fue seco—. ¿Tú sí?
—No es que quiera—, su voz era calmada, apaciguada. Como si no tuviera el tiempo encima de una vida—. Pero ahora es necesario.
Adelantó el extraño un paso al frente, llegando más cerca la puerta y, acuclillando, asió las compuertas con las palmas, abriendo el mecanismo de seguridad que casi parecen persianas corridas sobre el ventanal de una casa.
Quiso decir algo, pero tan pronto como el metal se hizo de chirridos, el extraño volteó—. ¿Alguna vez has pensado en saltar de un tren en movimiento?—, repitió—. No es que quiera. Pero ahora es necesario.
—Chico, escucha—, trató de razonar con él—. Créeme que entiendo que la vida no es fácil: tuve que venir aquí a conseguir trabajo desde Canadá; entiendo que es difícil pero no debes tirar tu vida así.
El otro no se inmutó. Permaneció en su sitio, callado, cabizbajo. Más en un rápido movimiento, asió su muñeca.
—Salta—, ordenó—. Ahora es necesario.
Jean contuvo el aliento, asustado.
Entonces se detuvo. Comenzó a notar el estruendo, los rieles chirriando, el metal cortando el viento en su velocidad desenfrenada y ese sonido de traqueteo imperturbable que acompañaba los viajes a diario.
Alejó su mano, asustado—. No.
Miró levantar el rostro y sus ojos fulgurantes, castañas encendidas, se vieron presa del enojo—. No es difícil—, aseguró—. Te enseñaré.
Fue rápido también, pero no lo suficiente: el chico de un salto salió por el portal hecho girones por él mismo.
Asió con las manos el filo, sosteniéndose mientras veía el camino ya pasado averiguando si el otro estaba bien después de haber saltado. El viento le cortaba ahora los oídos, en una molesta estridencia.
Viró hacia la molestia, el camino que faltaba por recorrer, y en sus ojos brillaron las chispas de un tren descarrilado.
Sintió la graba presionarse sobre su mejilla, conjunto de un calor sofocante mas pesadez en el cuerpo.
Le costó respirar, pero la molestia era tanta que tuvo que levantar de su sitio.
Tosió, empolvado. Posó una mano en la arenisca, ayudándose a poner de pie, clavando en la rodilla las piedras.
Antes de poder seguir, viró hacia el desastre: los dos trenes encontrados ahora en un fuego apaciguado, pero por instinto, le decía que había sido enorme en un principio.
Logró saltar a tiempo.
Encaminó la mirada hacia atrás, buscando al chico que, antes de él, se había dado cuenta del desastre. Necesitaba agradecerle y aún, verificar que estaba vivo.
A la lejanía, avistó un bulto obscuro, tirado, sin moverse. De ser el otro, que saltó antes, hubiera corrido por ayuda, pero tal vez se habría golpeado, tal vez estaba inconsciente y como él le advirtió, era deber de Jean ir a socorrerle.
Usó sus últimas energías, hijas de la adrenalina, en correr. Sin embargo, conforme se acercaba, notaba más pequeño el bulto, más inmóvil, más inhumano.
¿Y si el chico… ?
Se negó, corrió aún más y cuando lo hizo, aferró el bulto, llevándoselo consigo por lo liviano que estaba: era sólo la ropa restante del muchacho.
La manoseó, como buscando rastro de él, alguna identificación, algo que le dijera que sí había existido y que sólo era fetiche suyo andar desnudo en los canales de trenes… Algo, una excusa para esa locura.
Y lo que encontró, en cambio, fue una libélula.
Le caminó por la palma, batió sus alas y andando lejos del desastre, voló frente a Jean.
No supo exactamente cómo, pero sus piernas movieron siguiendo al insecto.
Haz visto aquellas personas alguna vez. Son esas personas que están allí pero luego ya no, que desaparecen sin dejar rastro. No son personas, sino más que personas. Son yokais y anuncian la muerte.
