¡Qué tal! Llevo demasiado tiempo con esta idea en mi cabeza y no he podido resistirme a la idea de publicarla. Este es el primer fic de esta pareja en español, la idea me emociona mucho y espero que les guste este proyecto que no me ha dejado tranquila ^^
Quisiera dedicar este fic a Madame Morgan, por ser la primera en leer mi capítulo y darle visto bueno, sin contar que es una pirata sensual que siempre me hace reír un montón.
Disclaimer: Rumiko Takahashi es ama y señora de todos los personajes de InuYasha, yo sólo los pido prestados en pos de darle vida a esta historia (prometo devolverlos…eventualmente). Lo demás es producto de mi imaginación sin fin de lucro alguno.
Sin más, ¡Disfruten!
Capítulo primero: Nuestra promesa.
Los verdosos ojos se perdían en la inmensidad del cielo, del mundo entero que se extendía cual colina bajo sus descalzos pies hacia la pequeña aldea humana que yacía tenuemente iluminada, aparentemente vulnerable.
Alzó su delicado y blanco cuello, permitiéndose un cansado suspiro. ¿Qué hacía allí? ¿Qué buscaba realmente?
Le costó tragar, sintiendo su corazón latir con dolorosa violencia. ¿Acaso aún no era capaz de aprender la lección? ¿Qué tan obstinada podía realmente llegar a ser?
Llevó una mano a su pecho, queriendo dejar de sentir esas punzadas que se habían vuelto cada mísero latido que salía de su cuerpo cada vez que lo recordaba.
Quizás lo más importante de todo era preguntarse si alguna vez dejaría de doler del todo.
¿Era realmente posible?
El viento danzó juguetonamente a su alrededor, meciendo con suavidad su cabello rojo como el fuego. La luna llena, en todo su esplendor, la iluminaba con cómplice tristeza, como única confidente de todo el pesado tormento que cargaba bajo sus jóvenes hombros.
Y estaba ahí, estaba tan cerca. Quería acercarse y llamarlo, quería, nuevamente, luchar por lo que ella tanto deseaba. Lo que siempre le había correspondido.
—Solía vivir sólo para ti… —susurró, sintiéndose más sola que en varios años, más abandonada que luego de cualquiera de las tantas guerras que vivió junto a su clan. Su amado clan.
Aquellos en donde ya jamás podría volver a encontrar la paz. Un hogar.
Las lágrimas, como verdugos silentes, amenazaron con nuevamente escapar de sus ojos verdes. Pero ya estaba demasiado cansada luego de tantos días de andar sin rumbo verdadero, de tantas noches a solas luchando contra el frío y el hambre.
Demasiadas noches pensando en él, llorando por él.
Bajó la vista, aún sin sacar la mano de su pecho, ¿qué había ocurrido con la antigua Ayame? ¿Qué era de esa chica fuerte, atrevida y obstinada que lo daba todo por lo que ella creía correcto?
Esa tarde, admirando su reflejo en un brillante claro, no había logrado reconocerse, ver en algo de sus ojos apagados la pasión que tanto la caracterizaba de antaño.
Y quizás era ese desconocimiento, ese temor a perderlo finalmente todo, lo que la había guiado hasta el frente de esa pequeña aldea donde sabía que estaban la causa y consecuencia de todo su sufrimiento.
Ahí estaba él. Ahí estaba, felizmente acompañado por otra piel cálida que insistía en hacer de su amante. De su todo.
Siquiera sintió el gélido frío de la noche atravesar su piel como mil agujas inmisericordes cuando comenzó a caminar. Tampoco le importó la posibilidad de ser descubierta por tantos humanos. Después de todo ¿quién iba a prestarle atención en medio de una noche tan oscura como aquella?
Podía sentirlo, su aroma parecía inundarlo todo a un punto que le causó escalofríos. ¿Se daría él cuenta de ella? ¿Iría en su búsqueda?
Un atisbo de amarga sonrisa se posó por un instante en sus pálidos labios. Ay, Ayame ¿es que aún seguías con esas tontas ilusiones?
Y es que eran tontas e ilusas luego de lo que pasó en la que era su cueva, su hogar desde que habían decidido unirse en matrimonio frente a todos los de su clan, en noches que parecían ya de hace mucho, mucho tiempo atrás.
Caminó con la cabeza gacha, pasando por las cabañas que tenían sus puertas firmemente cerradas, ajenas al frío invierno. Podía sentir el calor manar de ellas, su plácida paz desde que Naraku había muerto y, con ello, una época de paz había nacido donde podían dormir tranquilos y sin miedo.
Se quedó de pie, admirando a través de la única ventana que continuaba iluminada. Una voz en su cabeza volvió a preguntarle qué hacía allí, por qué buscaba torturarse de esa manera…
Pero, tenía qué, pensó mientras sus ojos color jade buscaban acostumbrarse a la luz tenue del interior. Ahí estaba él, tenía que verlo una vez más.
Al menos una última vez.
Sintió que perdía el aire al tiempo que su pecho se contraía y los latidos de su corazón se hacían terriblemente lentos y fuertes. Últimamente, desde que él había decido terminar con todo, le costaba pensar, sonreír, incluso respirar.
Y pensar que antes todo parecía más fácil, real.
El aire pareció volverse más espeso mientras pequeñas gotas de lluvia comenzaban a caer sobre su cabello y mejillas. Quiso correrse un mechón del rostro, pero se sentía paralizada ante la escena que se gestaba ante sus ojos.
Ahí estaba él, siempre él, acariciando el largo y negro cabello femenino ante la luz de la fogata.
Sonriéndole a ella, siempre a ella.
Una transparente lágrima se confundió con la lluvia que rápidamente se hacía más fuerte. Apretó los dientes, conteniendo un sollozo a duras penas.
Se abrazó a sí misma, su piel lentamente comenzaba a estar resbalosa y fría. Comenzó a temblar sin darse cuenta, perdida en lo que le parecía la escena hogareña más hermosa que había visto en años. En toda una vida.
—Kôga…—susurró, su voz, apagada y mustia, parecía provenir de otra mujer, una que sólo conocía del dolor.
Casi como fatal sincronía, él había sonreído con más ganas luego de que ella lo llamase, acercándose lentamente a los rosados y vitales labios de la joven sacerdotisa de ojos castaños. Había enredado los masculinos dedos en su suave cabello, queriendo fundirse en ella en un dulce beso lleno de amor y calor.
Y Ayame, ante todo eso, se dio cuenta de que su corazón aún era capaz de resquebrajarse un poquito más. Cerró los ojos con fuerza y agachó la cabeza sintiéndose nuevamente como la niña que fue hace varios años, abandonada a su suerte luego de la muerte de sus padres.
Sus pies, demasiado entumecidos para correr, comenzaron a alejarse lentamente. No pensaba, sólo veía una y otra vez en su mente la imagen de él besando a la humana, mezclándose con furiosa violencia con los recuerdos de él sobre ella, proclamándola su mujer esa noche de luna nueva luego de que decidieran unirse en matrimonio.
Hecho suya, su mujer. Su propiedad. Luego de tantos años, Ayame había creído que finalmente había encontrado su lugar en el mundo, un espacio donde los brazos de Kôga lo envolvían todo como amuleto de eterna protección.
Qué tonta había sido, y qué tonta era ahora, mientras sabía que ahora esos brazos cubrían a otra, pero seguía anhelando en secreto que la recordase.
Aunque sea que pronunciase su nombre alguna vez, aunque fuese por simple error.
—¿Aún me recuerdas, Kôga? —susurró, sin notar sus labios ya morados por el frío y sus pies totalmente adormecidos bajo las rocas. Ya de nuevo en la cima de la verde colina, se dejó caer sentada de rodillas, aun rogando sin voz que no la hubiese olvidado, que aún recordase en silencio esas noches que pasaron juntos, esa en las que tanto le había prometido amor y eternidad.
Sin pensarlo, sus dedos temblorosos rozaron con suavidad las dos pequeñas cicatrices que su cuello ostentaba, marca que hoy la llenaba de tristeza y fatalidad. ¿Por qué la había hecho suya si no la quería de verdad? ¿Por qué la señaló de su propiedad si siempre pensó en abandonarla? Ahora él tenía a otra cuando ella ya no podría tener a nadie nunca más.
¿De qué valía el recuerdo, si esa misma noche estaba más sola que nunca?
—Ayame.
Una voz firme, un susurro que se perdía en el viento de la noche bajo la lluvia que, como una pincelada traviesa, comenzaba a amainar. Se levantó lentamente guiada por la pura inercia que esa voz causaba en ella, que parecía siempre iba a provocar su ciega obediencia.
No quiso voltear, al menos, no inmediatamente. No sabía si sería capaz de enfrentarlo luego de verlo tan cómodo besándola, con una sonrisa que nunca se dignó a dedicarle, siquiera cuando ella se atrevió a confesarle sus miedos y anhelos con sus cuerpos enredados en la oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —La voz estaba más cerca, ella pudo escuchar sus pasos sobre la hierba mojada acercándose con rapidez. No alzó la vista, queriendo quedarse viendo sus propios pies para siempre.
Pudo distinguir en su voz un dejo de preocupación, un agarre suave en su brazo y la otra mano en su barbilla obligándola a mirarlo. Sabía que ya no debía importarle, que tenía que ser fuerte y repudiarlo, odiarlo con todo su ser.
Pero ahí estaba él, con esos ojos celestes que tanto le gustaban, dedicándole un poco de esa atención que tanto necesitaba.
Se perdió en sus ojos, queriendo grabar en su mente todos sus detalles, cada parte de su rostro. Sintió el tiempo detenerse, pero sabía que avanzaba, que él se iba a ir. Así como ella debía.
—Ya me voy, de todos modos —respondió. Buscó que fuese un tono fuerte y decidido, pero sólo logro uno susurrante y quebradizo. Se sentía demasiado débil para romper el agarre de sus grandes y cálidas manos. Todo en él parecía un templo perfecto de protección ante el que quería sucumbir con todas sus fuerzas.
Pero no podía ser. Aquel refugio ya no le estaba destinado, buscaba cobijar a otra mujer. Y el sólo recordarlo hizo que nuevamente le dieran ganas de llorar.
—Ayame —repitió él, y qué dulce sonaba su nombre cuando salía de esos suaves labios.— ¿por qué has venido?
Podía mentirle, pero, ¿para qué hacerlo? Él tenía que saber, quizás incluso así podría comprender mejor lo que ella sentía. Dentro de sus ya retorcidas esperanzas, la pregunta pareció envuelta en un halo encantador.
—Tenía que verte…—susurró, aferrándose a ese delicioso calor que transmitía su cuerpo por su brazo y su mentón, por su porte que podría haberla protegido de la lluvia que ya no estaba, de cualquier adversidad existente en el mundo—Al menos una última vez.
—No tienes por qué hacer esto —su tono, si bien buscaba parecer dulce, la reprendía como si de una niña se tratase— hicimos un trato, pequeña.
La chica no contestó, bajó nuevamente la mirada no queriendo que él la viese llorar otra vez. Ya había llorado mucho cuando él le dijo que aún amaba a esa humana, lloró tendida en el lecho mientras él le explicaba, con toda la paciencia de la que era capaz, de que podían seguir juntos si ella lo deseaba, pero que él iba a luchar por Kagome al saber que, luego de dos años, había decidido terminar su relación con el medio demonio InuYasha.
Él había sido sincero, y ella había apreciado ese gesto dentro de todo su dolor. Pero no pudo aceptar ser parte de la mentira que Kôga le proponía, fingiendo tener un matrimonio feliz mientras él tenía una relación paralela en una aldea lejana. Por más que lo amara con locura, había un límite en su integridad que no podía traspasar.
Ella era mucho más que un adorno, que la parte bella de una pútrida mentira. Y fue por eso que, aunque pareciera que se iba a morir del dolor, le pidió que terminaran con el matrimonio.
"Pero…eso hará que uno de los dos tenga que irse del clan para siempre" Había dicho él mientras estaba sentado a su lado, queriendo consolarla, pero demasiado avergonzado para siquiera atreverse a acariciar los desordenados cabellos rojo fuego que se esparcían en la cama.
Las leyes eran estrictas entre los lobos. Siquiera ellos, los jefes de todos los clanes, podían estar exentas de ellas. Si dos lobos que se habían comprometido en sagrado matrimonio decidían terminar su vínculo esto debía demostrarse en que uno de ellos (usualmente el culpable de la ruptura) tenía ser expulsado permanentemente, obligado a vivir el resto de su existencia en solitario, sin recibir jamás la ayuda de otro de su especie.
Uno de ellos sería un eterno traidor. Y Ayame lo sabía, pero incluso esa idea le parecía mejor que vivir junto a Kôga sabiendo que él sólo buscaría irse con otra en cuanto tuviese la oportunidad.
Recordó cuando lo observó, ella tendida en la cama con sus cabellos tapando gran parte de su vista, convirtiendo al hombre en una mancha rojiza borrosa por las lágrimas. Se veía tan altivo, tan perfecto mientras la observaba con ese dejo de culpa en su mirada, en sus labios tensos ante la situación.
Kôga había sido todo lo que su abuelo y los demás habían deseado para ella: un lobo fuerte, ágil y con impresionantes habilidades de mando. Un líder, si bien estricto, compasivo y comprensivo cuando se necesitaba con los suyos. Todos lo apreciaban y respetaban como un lobo de tipo superior.
Ella, que siempre lo había amado por diferentes razones, sabía apreciar ese lado de él, tan necesario para los suyos, que vivían en constantes peleas y crisis. Ellos necesitaban un líder…uno que ella no podía darles.
"No te preocupes por eso…" Se había sentado lentamente en la cama, él no dejaba de observarla con triste curiosidad. No quiso mirarlo mientras se obligaba a ser fuerte. Le dolía tanto el corazón que le costaba respirar, pero jamás hasta entonces se había sentido más segura de lo que estaba haciendo.
"Yo me marcharé"
Desde ese momento sólo fueron charlas cortas, pequeñas peticiones de él buscando que desistiese, que era su deber marcharse y no el de ella; después de todo, era su culpa. Pero Ayame insistió, no dejó que él fuese humillado por sus compañeros, ofreciendo ella su cuerpo con la cabeza en alto cuando todos se decidieron a señalarla como traidora, sin llorar ni quejarse cuando la expulsaron recordándole que, al estar marcada por Kôga, jamás otro macho aceptaría estar con ella y estaría completamente sola hasta el día de su muerte.
Y ella aceptó todo eso, incluso y le dedicó al joven lobo una sonrisa de despedida antes de marcharse, cuando él aún no era capaz de mirarla a la cara por la vergüenza que lo atormentaba.
De ese fatídico día ya habían pasado tres semanas, tiempo en que había estado sobreviviendo a solas, de cueva en cueva, vagando a ciegas por los bosques buscando en ellos algo que calmase su dolor.
Pero al final ahí estaba, a su lado durante la noche rogando por su calor. Por desgracia, todo parecía indicar que necesitaba de Kôga para sobrevivir.
—Lo sé —susurró, sintiendo las lágrimas resbalando por sus mejillas. Se decidió a alzar la vista, encontrándose nuevamente con esos ojos celestes eléctricos que sólo parecían capaces de dedicarle miradas de culpabilidad—. Lo sé, es sólo que yo…
De pronto sintió que le fallaban las palabras, mirando impresionada el cielo que se extendía tras Kôga. Alzó las cejas y señaló al cielo, con los ojos brillando por la emoción.
El lobo volteó y su cuerpo se tensó por la sorpresa. Ambos se quedaron admirando el cómo la negra noche se veía iluminada no sólo por la luna llena, sino también una maravillosa seguidilla de colores atravesando el cielo.
A pesar de todo el dolor que pesaba sobre sus hombros, de los labios de Ayame escapó una hermosa sonrisa.
—El arcoíris lunar…—Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, tan emocionada que incluso y sintió ganas de reír. Miró a Kôga, buscando ver en él la misma fascinación a ese fenómeno natural que tantos creían un mito, pero su sonrisa se borró al verlo terriblemente serio, incluso preocupado ante el paisaje que se extendía ante ellos como el portal hacia algo mágico, perfectamente inmortal.
Parecía que por fin había terminado de recordar del todo esa promesa que hizo tan de antaño. Esa en que dictaminó casarse con ella y amarla por siempre. Y todo indicaba que esa misma noche, hace ya demasiados años, él había decidido sellar su destino con ella bajo el mismo arcoíris que hoy los iluminaba y distorsionaba la tonalidad de sus pieles bajo magníficos colores.
Ella se dio cuenta de que el lobo había apretado los puños, seguramente sintiéndose más culpable que nunca. La aparición del arcoíris lunar, algo tan impresionante como escaso, no podía ser más que una señal. Era el símbolo de que ellos tenían que estar juntos, de que el matrimonio era lo correcto ¡Era la señal de que debía amarla a ella, a Ayame, no a la humana!
La pelirroja sintió su corazón rebosar de gozo y creyó que, por primera vez en tanto tiempo, podía volver a ser feliz, a que todo fuese como antes, cuando creía que su sueño realmente se había hecho realidad.
Sonrió ampliamente y quiso tomar la mano de su amado, pero desistió al momento al verlo aún más serio, con sus ojos mirando el arcoíris con una resignación triste, tan carente de ilusión que le pareció monstruosa ante los colores del paisaje.
—Kôga… —sintió una presión en el pecho que casi la hace inclinarse sobre sus rodillas. Comenzó a temblar, luchando con todas sus fuerzas por no llorar nuevamente.
La observó, con su rostro tan carente de amor y tan cargado de culpa que le causó nauseas.
—Estoy dispuesto a volver a cumplir mi promesa —su tono, mustio y cargado de tristeza, fue como una daga que atravesaba su corazón. Los celestes ojos se desviaron lentamente al largo y femenino cuello, admirando ante las brillantes luces de colores la cicatriz que sus colmillos habían dejado varias lunas atrás— si es lo que tú deseas.
Estaba sin habla, concentrada sin querer en los fuertes latidos de su propio corazón. ¿Por qué? ¿Por qué las palabras de Kôga no la hacían feliz? Pensó mientras comenzaba a temblar con más fuerza temiendo estar sufriendo los inicios de un desmayo. Llevaba tantas noches soñando con escucharle decir algo como aquello para poder saltar a sus brazos y regresar a su hogar para hacerlo un lugar de amor, un lugar de amor de verdad.
Pero ya no podía volver a mentirse, ya no quería engañarse pensando que él la amaba y algún día se daría cuenta de la verdad, porque claramente eso no era así.
Kôga no la amaba, ni la amaría. Y siquiera el arcoíris lunar brillando en lo más alto de sus cabezas podía cambiarlo.
Sus ojos, verdes y brillantes, se desviaron hacia el hermoso fenómeno, viendo sin ver sus dos amplios extremos, anhelando poner su mente en blanco, no pensar nunca jamás con tal de quitarse ese terrible dolor que cargaba en su pecho.
Guardó silencio, sabiendo que él esperaba una respuesta. Le pareció increíble lo cerca que estaban y lo lejos que se encontraban sus corazones. El de ella estaba ahí, justo al frente, mientras el del lobo no estaba muy distante, siendo acunado en los brazos de una joven humana de hebras azabaches que ignoraba toda la situación.
Sus miradas volvieron a cruzarse. Ayame volvió a ver pasar ante sus ojos la imagen de él proponiéndole esa farsa donde ellos seguían casados y él escapaba a los brazos de otra. Seguramente nunca esperó que ella le pidiese la separación definitiva. Seguro él pensaba que ella cedería a sus deseos, limitándose a ser un bello adorno de traje blanco a la entrada de su cueva, manteniendo la imagen perfecta de la relación modelo que todo líder de clan debiese tener. Y ¿por qué no? Ambos sabían que ella estaba dispuesta a hacer todo por él, por ese amor loco que le profesaba. Y él siempre la había tratado como una niña pequeña, como una hermana menor que tenía que proteger a cambio de total obediencia y sumisión.
Pero había sido ese mismo loco amor el que había marcado el límite, el que había dado cuenta de que ella ya no era ninguna niña. Y le dolía saber que ella hubiese aceptado mascullando en silencio, pero sólo si Kôga también la hubiese amado a ella…al menos un poquito. Y ni siquiera había sido así.
Apretó los puños, aguantando las ganas de gritar de rabia y atacarlo. ¿Cómo había llegado a ser un ente tan patético? ¿Había sido, quizás, que había dejado demasiadas ilusiones en esa antigua promesa bajo el mismo arcoíris?
Sí, había sido esa estúpida promesa. Y ella más estúpida aún al ser la única que le prestó verdadera importancia.
Pero esa noche, con el arcoíris sobre ella, Ayame empezó a pensar que la promesa ya estaba demasiado lejos como para que sus anhelos la alcanzasen. Y con Kôga a su lado encima de esa verde colina, prometiéndole volver y serle fiel para siempre, creyó por fin comprenderlo todo.
El arcoíris lunar era un símbolo, el más importante que existía en su vida. Y ella sabía que no había aparecido por simple casualidad. Lo que antes había sido un hermoso recuerdo hoy volvía como un mensaje, una decisión.
Admiró sus dos extremos, pensativa. Uno de ellos, ese que se perdía en dirección al Sur, donde estaba su clan, le indicaba la opción de aceptar la proposición de Kôga y volver ambos donde los de su raza, siendo readmitida y recuperando su mancillado honor. El otro, perdido en partes del bosque que le eran desconocidas, le hablaba de un futuro donde ella seguía adelante a solas, uno en el cual la promesa ya no era un peso sobre sus hombros y corazón.
Volvió a ver a su tan amado lobo, con su celeste mirada triste e infinitamente culpable. Y entonces lo entendió, realmente lo comprendió. Y aquello hizo que su corazón doliera como si se fuera a asfixiar del dolor, pero le hizo sonreír.
Se acercó a él lentamente, volviendo a maravillarse de su calor, de su aroma, de la suavidad de su rostro atrapado por sus manos, sucumbiendo ante la cercanía de sus cuerpos y la dulce presión que sus labios provocaron contra los suyos cuando decidió acercarse aún más.
Él correspondió al gesto, tomando la pequeña cintura entre sus dedos y cerrando los ojos. Ayame agradeció aquello en lo más profundo de su ser, aferrándose más a él poniéndose de puntillas. Quería recordar cada momento, cada instante, olor y figura, grabarlo a fuego en lo más profundo de su mente.
Se separaron lentamente, como un sueño del que se debe despertar. Ayame logró sonreír mientras sus manos se alejaban de ese rostro que tanto le gustaba, que hacía flaquear lo más poderoso de su ser.
—Esta será la última vez que nos veamos.
El lobo alzó las cejas y tensó el cuerpo, dando un paso hacia ella, pero la joven retrocedió, evadiendo el agarre de su mano.
—¿Qué dices? —frunció el ceño, más confundido que nunca, pero la pelirroja negó con la cabeza, ya convencida.
Entonces Ayame reunió gran parte de todas las fuerzas que le quedaban en su espíritu para volver a sonreírle antes de darse la vuelta y correr. Él gritó su nombre e hizo el ademán de seguirla, pero ella ya estaba hecha un violento remolino que se abalanzaba con furiosa velocidad hacia el extremo más lejano del arcoíris.
Cerró los ojos con fuerza, no quería mirar atrás, no quería porque sabía que eso la haría caer de rodillas y arrastrarse nuevamente hacia esos brazos que no la amaban, pero estaban dispuestos a mentirle con tal de no sentir culpa por todas sus acciones pasadas.
Porque al final siempre se trataba de Kôga, de un modo u otro. Y ella siempre estuvo destinada a ser el segundo acto de una obra barata donde había llegado demasiado pronto al reparto del personaje principal. Y dolía, claro que iba a doler, quizás incluso podría llegar a doler por siempre. Mas lo amaba tanto, pero tanto, que sólo quería verlo feliz, a pesar de todo.
Y sabía que, para que eso fuese así, ella debía hacerse a un lado como fuese.
Tenía que dejarlo ir.
"Adiós, Kôga"
Espero que les haya gustado. Estoy muy emocionada con esta historia y me encantaría saber su opinión, especialmente si es una crítica, que me ayudan muchísimo a mejorar :D
Quiero agradecer de antemano a todos los que se pasan por aquí y se dan el tiempo de leer (y además) comentar. Tienen mi amor y respuesta inmediata, pero sobre todo mi amor y agradecimiento (L)
Prometo ir subiendo todos mis pendientes y actualizaciones lo más pronto posible (¡En serio!) Ahora quise aprovechar porque la Universidad me dejó tranquila luego de una semana que sólo podría catalogarse de infernal.
...Soy una tipa dramática, ¿cierto? xD
Muchos besos y abrazos,
¡Los quiero un jodido montón!
Celiane.
¿Qué tal un review?
Muchas gracias (L)
