El momento de quererte.
Capítulo 1.

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Afuera, frío; viento amenazante golpeando contra la ventana. Adentro, calor; fuego contra su pecho.

En esa fría noche, dos cuerpos se amaban a oscuras, ocultos en la penumbra de la habitación.

¿Quién lo sabría? Nadie. Sólo la mullida cama sería testigo del calor emanante de ambos cuerpos.

Él, tan fogoso como pocas veces, tan fiero como nunca; ella, tan resistente como siempre, pero tan frágil como jamás creyó ser. Como jamás Colonnello creyó ver.

No se escuchaba sonido alguno más que las caricias del viento en las ramas de los árboles de afuera, pero nada es para siempre, todo llega a su fin. Y ese sonido susurrante murió cuando lo interrumpió otro sonido diferente, uno que se escuchaba con mucha más claridad dentro de esas cuatro paredes. Tanto que llenó completamente sus oídos, haciéndoles pensar que no se escuchaba nada más en el mundo que aquellos fervientes jadeos de agitación y ansias que huían de sus bocas.

—Dímelo, Lal —rogaba el hombre, saboreando esos labios que por primera vez le pertenecían completamente.

Ella trataba de responderle, pero no podía. El éxtasis que desbordaba ese cuerpo pegado al suyo era más de lo que ella controlaba. Sólo podía entregarse, y al diablo con las consecuencias. Ya pensaría en ellas luego…

—¡Lal, hazlo! ¡Kora! —insistía el chico con evidente desesperación.

Durante mucho tiempo había optado por conformarse teniéndola como entrenadora, estando cerca de ella así fuera sólo como su pupilo. Pero ese "conformarse" no mitiga la frustración. Él la deseaba. Deseaba acariciar su rostro, pasear sus dedos por su pelo, ser el dueño de sus besos… Deseaba tenerla en su totalidad, que fuera sólo de él, y que cuando ella pensara en el futuro, su mente se llenara de un millón de situaciones juntos.

Tenía hambre de ella. Quería ser el dueño de su cuerpo y de su corazón. Vivir la vida a su lado. Y ahora, ese hambre que al principio era sutil y había aprendido a dominar, se había vuelto voraz, incontrolable, como si todas las fantasías y anhelos que había tenido en su vida hubieran roto las cadenas de su prisión y estuvieran causando estragos dentro de su mente.

Sentía claramente cómo un poquitito de su cordura se desvanecía con cada roce de sus lenguas, con cada lugar que sus manos exploraban. El deseo bombeaba en su pecho y ya no tenía fuerzas para resistirse, pero Lal Mirch todavía no había dicho nada. Su silencio podía considerarse como una invitación a continuar, sin embargo a Colonnello le aterraba pensar que esa reserva de palabras se debiera a que estaba reconsiderando la situación y fuera a ponerle un freno a todo. Si ese fuera el caso, todo acabaría entre ellos; cualquier esperanza que él pudiera conservar de estar juntos quedaría reducida a pedazos.

Con ese miedo latente en su cerebro, tomó el muslo de la mujer con más fuerza de la que pretendía y dejó de apropiarse de sus labios para continuar por un camino invisible hacia ese esbelto cuello que lo enloquecía, recorriendo con su lengua cada uno de sus extremos. La mujer se tensó de repente y el muchacho apretó los ojos con fuerza cuando se dio cuenta de que había avanzado mucho. Quizá demasiado.

—Colonnello, yo…

—Te amo, Lal.

La agonía se hizo notar en su voz. No eran palabras que había dicho con amor, más bien estaban teñidas de dolor, como si amar a esa mujer produjera un sentimiento de lenta tortura.

Ella no se sorprendió por la declaración. Lo sabía, siempre lo supo, pero por algún motivo se sintió reconfortante escucharlo de su propia boca por primera vez.

Bajó la vista hasta el hueco entre su cuello y su hombro y miró al hombre atentamente. Estaba ocultando su rostro en su piel y Lal agradeció eso, así no podría darse cuenta del evidente sonrojo en sus mejillas. Entonces, liberó un suspiro que parecía haber estado conteniendo desde hace rato y apretó la mano, dejándola reposar encima de la espalda de su antiguo pupilo, el mismo que había comparado con un niño alguna vez y que hoy le parecía todo un hombre.

—Hazlo, Colonnello.

Los ojos de él se abrieron en un instante cargados de sorpresa. Nunca creyó que Lal realmente iba a ceder ante sus peticiones, después de todo, le pedía mucho más de lo que estaba dispuesta a dar. Alejó la cabeza para contemplar los rubíes que llevaba como ojos, buscando la verdad en ellos, pero aún seguía lo suficientemente cerca como para sentir su respiración en la nariz. Ninguno rehuyó la mirada, y allí supo que sus palabras habían sido reales.

Se acercó a su rostro un poco más hasta que sus narices se tocaron y la besó nuevamente. No fue un beso apasionado el de esta vez, sino uno lento y dulce. Se sentía torpe, temblaba y no movía con seguridad sus músculos. Ya no sentía temor, pero sí nervios. Finalmente estaba con la mujer que amaba, o al menos lo estaría hasta que el sol saliese; ya verían luego cómo continuaban las cosas.

Al liberar sus labios, sólo atinó a estrujarla entre sus brazos en un intento de calmar el latido de su corazón. Cuando fue capaz de mover a voluntad sus manos otra vez, las subió por la pequeña espalda de la mujer, recorriéndola con sus inútiles dedos. Sólo un intento bastó para desabrochar su sostén.


¿Y bien? ¿Qué me merezco?

¿Flores? ¿Tomates? ¿Zanahorias? ¿Helados?
(La verdad es que me gustaría un helado…)

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-Eritea.