One shot inspirada en la canción Russian Roulette, de Rihanna. No es un song fic.

Kyoko está sumergida en el mundo Yakuza, condenada a ser una asesina, atrapada por un ángel caído de ojos verdes y cabellos rubios, salvador y condenador.

Russian Roulette

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Jamás sabría en realidad como había llegado hasta ese círculo vicioso. Jamás sería capaz de contar las incontables lágrimas que había derramado, tampoco recordaría cuando se habían secado sus ojos y cuando su corazón se volvió de hierro… vacio, oxidado, chirriante.

Lo único que sabía con certeza era que sólo vivía un día. Podía ser que al día siguiente siguiese viva… pudiera ser que no. Tampoco importaba demasiado, ya no le quedaba nada

¿Qué podía tener una asesina?

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La noche era oscura, las farolas estaban la mayoría rotas y ningún ser humano con dos dedos de frente osaría ir por esas callejuelas a esas horas a no ser que quisiera ser masacrado.

Pero la gente tenía que ganarse el pan. La economía no iba bien últimamente y eso no repercutía en el rico, pero si en el pobre. Los hosteleros debían quedarse hasta horas insalubres para poder cubrir los gastos básicos de la casa… y de la mafia. Sí, la Yakuza también notaba una disminución de sus ingresos, si al pueblo llano no le daba para pagarles los intereses por su protección y no destrucción de puestos, entonces había que castigarlos y si se les castigaba no podían trabajar y si no podían trabajar seguían disminuyendo sus ingresos por lo cual no podían pagar sus intereses. Un círculo vicioso cruel y despiadado en el cual todo lo terminaba pagando el débil. Pero ¡eh! así era el mundo, así que si no pagabas por dos veces consecutivas tu castigo era la muerte. No se bromea con la Yakuza.

Kyoko se movió sigilosa, enfundada en un traje negro de pies a cabeza. Una banda cubría la parte inferior de su cara dejando sólo al descubierto sus ojos dorados que brillaban con intensidad sobre la oscuridad permanente. De un suave movimiento sacó la pistola de la chaqueta y esperó a que el pobre hombre estuviera un poco más cerca.

Por un segundo cierra sus ojos y recuerda.

Unos ojos profundamente verdes le atraviesan. Él. Su maestro, su salvador… su condena.

Esconde las manos debajo de la mesa para que él no pueda ver su temblor y lo mira fijamente intentando soportar esa mirada analítica, salvaje y dolorosa que le hace querer llorar.

La misión le ha sido encomendada. Un nuevo inocente morirá por la codicia de demasiados delincuentes que juran protegerlo.

Hizuri Kuon deja la pistola sobre la mesa, con su mirada clavada en ella. Y le da el mismo consejo que siempre.

Respira. Respira profundamente. Cálmate. Estás en el juego, así que juega para sobrevivir

Su discurso es siempre el mismo, como si se lo dijese a sí mismo. Pero… también ha calado en ella.

Cuenta hasta tres

Kyoko disparó. Directo a la cabeza.

"Cierra los ojos y reza, a veces ayuda" Sus palabras aún seguían en su cabeza, mientras Kyoko se volvía a esconder en el callejón, estampaba su espalda contra una pared cerraba sus ojos y comenzaba con su oración particular. Una llena de peticiones de infiernos para ella y todos los culpables de todo este sufrimiento, de ruegos por las almas de los inocentes que en nada tenían que ver y siempre pagaban. A veces, egoístamente, también suplicaba por tener un día el coraje suficiente para acabar con eso ella misma, pero no daba tiempo pues, como ahora las sirenas comenzaban a sonar y su vida dependía de huir del lugar.

Corría. Corría desesperadamente. Directa al infierno. Ese sótano en el que sólo se escondían las peores alimañas, serpientes y ratas disfrazadas de humanos. Miradas hostiles, asquerosas, asesinas que la perforaban de un solo vistazo. Si no estuviera bajo la protección de él, ya no existiría en ese mundo, habría sido violada hasta la muerte y masacrada. La muerte no le importaba, a esas alturas estaba más muerta que viva, pero no quería ser víctima de tal vejación.

Los soportó, como siempre y fue directa hacia el único por el que tenía que responder. Se reportaría y luego se encerraría en el zulo que tenía por habitación.

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La habían encontrado, ya no tenía escapatoria. Estaba muerta.

Los faros del coche de policía la cegaban, el ruido ensordecedor de las sirenas le hacía estallar los tímpanos. Ya no podía correr, no quería correr.

Se miró las manos, estaban llenas de sangre. Sangre de inocentes. La ahogaba, sus pies, luego sus rodillas, su cintura, su cuello… se hundía en aquellos que había enviado al abismo por salvarse ella ¿a cuántos había asesinado? ¿cuántas familias habían destrozado? ¿a cuántos les había impedido dar su último adiós?

¿De verdad su vida valía tanto?

Se despertó bañada en sudor. Jadeante, pasó una mano por su cara, pronto las últimas reminiscencias de esa pesadilla volvieron a ella de una forma caótica y salvaje, junto con los recuerdos de varias caras de las cuales había sido verdugo. Sintió como el estómago se le revolvía y la comida intentaba escapar de entre sus labios.

Hundió la cabeza en el retrete y juró vomitar hasta el páncreas. Se dejó caer en el suelo y apoyó su cabeza ardiente en la pared. Sus ojos nublosos enmarcados de profundas ojeras constantes por culpa de no haber podido dormir bien en años, reflejaban un estado de desolación y desvanecimiento.

Incontables sacrificios humanos para su propia supervivencia. Y ella se creía con derecho de juzgar a los políticos y Yakuzas ¡ella era exactamente igual! ¡era una carroñera! ¿¡se creía que tenía moral!? ¿¡Qué clase de persona con moral mataría!? ¿¡Acaso rezar por sus almas iba a regresarles a la vida!? ¡Era una ilusa! No, peor. Era una hipócrita. Una hipócrita alimaña, una rata vestida de niña, como la gente con la que vivía. Eso era.

Pero ella no quería ser así. Había sido obligada a vivir así. Pero no lo seguiría haciendo y como no había forma de escapar de allí sin morir. Moriría.

Se lavó la cara y se enjuagó la boca. Se miró al espejo. Nunca había tenido el valor para suicidarse, por ello es que desde hace años se le había permitido tener una pistola permanentemente. Era pequeña, no de gran calibre. No podría hacer una masacre con ella pero… era suficiente para su objetivo. Se la colocó en la sien.

Justo como pensaba… no era capaz de suicidarse. Pese a todo, no era capaz de dar ese regalo a toda esa gente que había matado, ni de dárselo a sí misma.

Pero ya no haría falta.

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Tragó saliva. Agarró la pistola y contó hasta tres.

Salió de la habitación.

Todo estaba a oscuras, deberían estar durmiendo ya, era demasiado tarde.

Con pasos sigilosos se deslizó por los pasillos de piedra. Realmente no veía, pero no importaba, se los sabía de memoria, ese camino era básicamente el único que recorría. Aquel que le llevaba al emperador de ese lugar, el de cabellos de oro y ojos de hielo.

Su respiración se aceleraba a cada paso que se acercaba. Su boca estaba seca así que ni siquiera podía tragar saliva, sus manos temblaban por el miedo a que los latidos de su corazón resultasen tan ensordecedores que él los pudiese oír.

Se detuvo ante la puerta. Se obligó a serenarse. No tenía nada que perder y mucho que ganar. Una pizca de alma.

Despacio, muy despacio, sin sonido alguno, abrió la puerta.

Esa habitación no se podía comparar con la suya, que era un espacio vacío y negro con una cama y un baño viejo y mugriento. No, esa habitación también tenía sofá, mesilla, televisor y ordenador.

Kyoko se asomó lo más silenciosamente posible y vio que la luz del baño estaba encendida.

Tomó aire. Arrugó el ceño. Trago la inexistente saliva.

Sólo tenía que esperar. Esperaría a que saliese del baño y le dispararía en la cabeza. Una, dos, tres veces, las que hiciera falta, pero debía matarlo. Así salvaría muchas vidas, condenaría la suya, sí, pero también purgaría un poco de sus crímenes.

Escuchó los pasos. Pies descalzos, al igual que los suyos propios. Alzó los brazos, ambos sujetando la pistola.

No fallaría.

"Respira. Respira profundamente. Cálmate"

Los pasos se acercaban… desde atrás.

Kyoko abrió los ojos sorprendida. En su nuca, algo ejercía presión. No necesitaba volverse. Conocía esos pasos, conocía ese aura, podía distinguir a la perfección como se incrustaba el hielo de su mirada en su alma.

Unas últimas lágrimas anegaron sus ojos, una última y temblorosa bocanada de aire, y el ensordecedor sonido de un disparo.

Porque ella sabía desde el principio que no estaba jugando en un juego de supervivencia, estaba en una ruleta rusa donde tarde o temprano terminaría perdiendo. Pero no fue hasta el final que se dio cuenta que su peor precio a pagar no sería la muerte propia, sino la ajena. Porque simplemente había perdido desde que esos ojos tan congelados como su corazón, se la llevaron y decidieron protegerla de la única forma en la que sabían. Dañando.

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