¡Hola, harrypottérfilos!

Soy Quique Castillo y tengo dieciocho años recién cumplidos en agosto, je je. Éste es el primer "fic" de HP que me atrevo a publicar en la página y espero que os guste. Ya lo he dejado a algunos amigos para que lo lean y he recibido muy buenas críticas, quizás demasiado condescendientes. Este relato, en breves palabras, va dirigido a todos los amantes de los merodeadores, a quienes seguro les gustará mucho. Trata sobre la vida de Lupin de principio a fin: nacimiento, infancia, adolescencia, juventud... ¡Todo! Y creo que es bastante bueno porque combino amor, humor, intriga, aventuras... ¡Lo tiene todo! Sin más, se lo dedico a "Helen Nicked", que ha puesto su vida en mis manos para que yo la convierta en mi personaje. Disfrutad de...

MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO


CAPÍTULO I (LA MORDEDURA)

Una lechuza se introdujo en la casa de los Lupin a través de una ventana abierta. El señor Lupin cogió el pergamino enrollado alrededor de una de sus patas y lo desenrolló, leyéndolo mientras continuaba tomándose su taza de café.

Estimado vecino:

Sentimos informarle de un desgraciado acontecimiento que tuvo lugar anoche en el pueblo: un individuo licántropo se escapó del zoológico de criaturas mágicas de Hogsmeade.

Rogamos que guarde la mayor seguridad con intención de que nadie pueda resultar herido a causa del hombre lobo, debiéndose tomar una mayor precaución las noches de luna llena; por tanto, prohibimos a cualquier persona que pueda pasear por los alrededores durante ese período hasta que la susodicha criatura sea hallada y sacrificada.

Aprovechamos para enviarle un fuerte saludo.

Anthony Dark

Ayudante del alcalde

Ayuntamiento mágico de Hogsmeade

–¡Maldito zoológico! –Maldecía el señor Lupin estrujando el pergamino en su mano–. ¡Sabía yo que iba a traer más problemas que otra cosa!

–¿Qué te pasa? –Le preguntó la señora Lupin que acababa de entrar portando una bandeja con pasteles, ranas de chocolate y grageas de todos los sabores de Bertie Bott.

–No lo adivinarías ni en mil años –le dijo–¡se ha escapado un licántropo del zoológico!

–¡Por las barbas de Merlín! –Exclamó la señora Lupin ahogando un grito.

–No hace falta que te diga lo cuidadosos que debemos ser hasta que atrapen a ese bicho –le comentó–; sobre todo con Remus...

La señora Lupin paseaba de un lado a otro, con aspecto atemorizado, conteniéndose miles y miles de palabras que afloraban a su boca.

–Deberíamos ponerle algún conjuro barrera más a la casa¿no, crees? –Sugirió ella.

–De eso ya me encargo yo –dijo el señor Lupin, emitiendo un fuerte resoplido–. ¡Malditos hombres lobo¡Deberían sacrificarlos a todos¡A todos, sí, como a ganado!

–Tranquilo, Julius... –Lo calmó la señora Lupin–. Tienes la suerte de que el Ministerio piensa, al menos, como tú.

–¿Y para quién llevas todas esas chucherías? –Le preguntó él señalándole la bandeja.

–Para Remus¿quién si no? –Respondió–. Esta noche ha tenido unas décimas y ahora está muy cansado. Supuse que esto lo animaría.

–Pues te equivocas –explicó el señor Lupin tajante–. Deberías prepararle una poción para reconfortarlo en lugar de darle golosinas para que encima se ponga mal de la barriga. ¡Lo mimas demasiado, Nathalie¡Demasiado¿me oyes? Prepárale una poción en condiciones mientras salgo a echar unos conjuros candado a la puerta y las ventanas¿entendido?

La señora Lupin asintió, regresando la bandeja con las golosinas mágicas a la cocina. Puso el caldero en el fuego y comenzó a echar ingredientes que hurgaba en todas las estanterías. Estaba triste; ¿cuándo había cambiado su marido? Ella no se había enamorado de un Julius huraño e imperativo. Derramó una lágrima sin querer, que cayó en el contenido del caldero.

Una vez la hubo preparado, subió un vaso con la humeante pócima al cuarto de Remus; éste era un chiquillo de unos cuatro años, con el pelo castaño y los ojos oscuros como la noche.

–¡Mamá! –Gritó alegre–. ¡Mira lo que he hecho!

Le señalaba el escritorio, donde la señora Lupin se encontró una varita y una mariposa adosada al caparazón de un caracol.

–Pero ¿qué has hecho, Remus? –Le regañó con el rostro fruncido–. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no cojas la varita de tu padre? –Pero viendo el caracol de nuevo no pudo menos que reprimir una carcajada, acompañada por la de Remus, a quien se le saltaron las lágrimas de la risa y comenzó a pegar saltos en la cama–. No, Remus¡eso sí que no te lo permito¿me has oído?

–Sí, mamá –dijo obediente.

La señora Lupin sacó su varita y la apuntó hacia los dos animales unidos mágicamente. Enseguida quedaron separados y la mariposa huyó veloz por la ventana, seguro que profundamente atemorizada.

–Bueno, Remus –le dijo su madre–, tienes que tomarte esto.

Y le dio la poción.

–Pero me prometiste ranas de chocolate... –lloriqueó.

–Sí, me acuerdo –dijo ella sonriendo a medias–, pero tu padre no quiere...

–¡Papá malo! –Gritó el niño.

–¡Eh, Remus! –Le riñó la señora Lupin–. ¡No digas eso de tu padre¿quieres? Él te quiere mucho –y bajando el tono de voz y poniéndose una mano al lado de la boca–: Te prometo una rana de chocolate si tú me prometes otra cosa.

–¿El qué? –Preguntó Remus inquieto.

–Que no saldrás a la calle ni te asomarás por ninguna ventana de noche¿vale?

Remus se quedó pensando un momento.

–Eso puedo hacerlo –dijo sonriendo.

–Entonces¿me lo prometes?

Remus asintió con cara de no haber roto un plato en su vida. Y bajando también él el tono de voz y poniéndose una de sus pequeñas manos al lado de la boca dijo:

–Pero a ti que no se te olvide la rana de chocolate, o no hay trato.

Cuando vio a su madre sonreír, él rompió en una estruendosa carcajada.

–¡Accio rana de chocolate! –Convocó la madre, y la rana voló por la casa hasta acabar en su mano–. Aquí tienes. ¡Prometido¿eh?

–Sí –asintió el pequeño–, yo soy un niño bueno.

–Ya lo sé –y lo abrazó tiernamente–. Ahora tómate toda la poción¿quieres, querido?

–Vale –y tomó la taza entre sus dos diminutas manos–. Aunque huele a gragea de vómito.

–¿Te comiste una gragea con sabor a vómito? –Le preguntó incrédula la señora Lupin.

El niño asintió sonriente.

–¡Pero qué valiente es mi Remus! –Exclamó su madre haciéndole cosquillas–. Tómate toda la poción¡hasta el fondo, y vuélveme a prometer que no saldrás a la calle ni te asomarás por la ventana de noche.

–Pero si soy pequeño... –se extrañó Remus.

–Pero muy listo –y la señora Lupin le dio un beso a su hijo en la frente y salió de la habitación.

Cuando bajó la escalera se encontró con su marido frunciendo su hirsuto bigote y con los ojos derrochando chispas de furia.

–¡He visto volar una de esas ranas de chocolate hacia su cuarto! –Vociferó.

–¿Y? –Preguntó ella plantándole cara.

–¡Que creía haberte dicho que no quería que le dieses chucherías! –Explicó.

–Déjalo, Julius...

–¿Que deje qué? –Preguntó él escupiendo saliva.

–La conversación... –dijo ella armándose de valor–. No me vuelvas a hablar si es para discutir.

–¿Qué has dicho? –Gritó enojado.

–Lo que has oído –y se dio media vuelta.

–¡A mí no me des la espalda! –Y la agarró del brazo con fuerza incontrolada.

Cuando la señora Lupin se giró, o más bien fue vuelta de cara a su marido por la fuerza bruta de éste, ella blandía la varita con gesto de furia.

–No me toques... –pronunció remarcando las sílabas–. ¡Suéltame el brazo!

Pero entonces el señor Lupin comenzó a derretirse. Sus pies, que desaparecieron en un instante, quedaron sumergidos en un charco gelatinoso; sus piernas seguían aquella terrible sucesión, y todo el cuerpo parecía achicarse.

–¿Qué me haces, Nathalie? –Preguntó el señor Lupin sin voz, que también se fundía.

La señora Lupin retiró la varita y observó la punta. Después observó a su marido de nuevo de arriba abajo y comprobó que seguía derritiéndose como una vela que se hubiese caído en una chimenea encendida.

–¡Haz algo! –Gritó el señor Lupin con un hilo de voz.

La señora Lupin miró hacia la escalera, y vio en el rellano, agarrado a la barandilla, a Remus, con los dientes y el entrecejo apretados y con los ojos conteniendo una ira terrible.

–¡No, Remus! –Se lanzó hacia él su madre–. ¡Deja a papá¡No le hagas eso¡Remus!

Pero su padre continuaba derritiéndose sobre la alfombra del salón. Ya sólo era una bola gelatinosa con brazos y piernas diminutos y un rostro bigotudo y sonrojado por la furia incontrolada.

La señora Lupin dirigió hacia él su varita y de ella salió un rayo verde, que hizo que la pelota comenzase a pegar saltos hasta la cocina, fuera de la vista de Remus.

–¡Remus! –Lo agarró por los hombros su madre–. ¿Qué hacías, cariño?

–¡Papá malo! –Repitió con gesto huraño por la contracción de facciones.

–Relaja el rostro, Remus, que te pones feo... –le dijo su madre, quien rompió a llorar.

Julius Lupin volvió a su estado humano en la cocina en ese instante, cuando el rostro de Remus se relajó. Salió disparado hacia la sala de estar, blandiendo ante sí su varita; su esposa, viéndolo, se interpuso.

–¡Julius¿Qué haces? –Le espetó–. ¿Cómo te atreves a apuntarle a Remus con la varita¿No te das cuenta que tu hijo te está tomando odio¡Expelliarmus!

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Una lechuza parda penetró presta por la ventana y el señor Lupin se dirigió veloz para desprenderle el ejemplar de El Profeta y darle a la lechuza cinco monedas de bronce para que saliese inmediatamente otra vez por la ventana.

Comenzó a hojear raudo el pergamino, en busca de alguna noticia en concreto, al parecer, porque pasaba con rapidez la vista por los distintos títulos sin detenerse demasiado en ninguno; al fin hubo uno que parecía captar su atención:

–¡Aquí está! –Exclamó con una sonrisa jactanciosa–. Al menos El Profeta se hace eco de la huida del licántropo ese –comenzó a leer, cabeceando de vez en cuando, pasando de línea a un ritmo frenético–. Espero que caigan cabezas, porque si yo fuera el alcalde de este pueblo¡las cosas irían de otra manera! –Leyó cómo un chico, un alumno de Hogwarts, se acercó demasiado a la jaula del licántropo y éste pudo quitarle sin que nadie se diese cuenta, al darse el muchacho la espalda, la varita–. ¡Espero que sus padres le hayan dado unos buenos azotes por descuidado! Si hubiese sido hijo mío... ¡Pero entonces el licántropo ese va armado y todo!... ¡Bah, no creo. De seguro la rompería la primera noche en que se convirtió –prosiguió enterándose de que el hombre lobo, utilizándose de la recién robada varita, comenzó a echar maleficios a diestro y siniestro, dando unos contra los brujos que lo observaban y otros contra los barrotes de su jaula; atónitos, los magos no pudieron reducirlo a tiempo y el licántropo, empleando un encantamiento, voló los barrotes...– ¡Dios mío! –...y se dio a la fuga, desapareciendo entre la espesura del bosque, donde se creía que estaba oculto, aguardando la llamada de la luna, momento en que se volvería más terrible que nunca–. ¡Y esa bestia suelta por ahí¡Y el alcalde tan tranquilo en su sillón tapizado¡Infame! –Las últimas líneas del artículo trataban la terrorífica suerte que el licántropo correría de ser atrapado: la muerte.

–Es un mago, al fin y al cabo –comentó la señora Lupin saliendo de la cocina, quien había estado escuchando los refunfuños de su marido todo el tiempo.

–¿Un mago? –Dio un respingo, observándola–. ¿Un mago? Ya no es un mago, Nathalie, o ¿es que alguien querría tener a ese... "mago" en su casa¿Alguien se atrevería a cuidarlo¿Alguien se enamoraría de él¡Ya no es persona¡Es una bestia! Mata por diversión cuando la luna llena se alza ante sus ojos.

–Algún día habrá cura para los hombres lobo y el Ministerio se arrepentirá de todos aquellos que, inocentes, mandó matar.

–¡Y hace bien! –Exclamó con un gesto de suficiencia–. Ni en una jaula están controlados, a pesar de lo agradecido que tendría que estar de que no lo sacrificaran.

–Pero es que no comprendes que...

–¡No! –La interrumpió el señor Lupin–. Fuiste tú ayer la que me dijo que no discutiésemos. –Y cruzándose de brazos–¡No voy a cambiar de parecer!

La señora Lupin se tragó sus palabras y salió al jardín a regar mágicamente las flores, refunfuñando entre dientes toda la rabia contenida contra el ceñudo de su esposo. De pronto escuchó en la linde del bosque próximo el sonido de una rama crujiendo y se sobresaltó, mirando en todas direcciones y apuntando con la varita en su temblorosa mano. Pero nada vio, ni nada más se escuchó tampoco.

–Quizá esté algo nerviosa... –supuso, girándose para continuar su tarea, en tanto una sombra seguía su camino entre los árboles.

–Si yo lo atrapara... –refunfuñaba su marido desde el interior.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

El tiempo transcurrió, vaciándose de luz la noche; las estrellas brillaban sin más compañía que la del satélite oculto, cuando de pronto volvió a surgir su tímido resplandor plateado, creciendo, engordando, haciéndose tan majestuoso como la noche misma, hasta presidir el firmamento con su redonda figura blanca. La luna llena...

Un aullido de lobo hizo despertar a la señora Lupin, sudorosa por las intensas pesadillas. Al incorporarse despertó sin querer a su marido, quien con los ojos entornados y la voz trémula le susurró:

–Duérmete otra vez, Nathalie... Mañana tienes que madrugar para preparar el equipaje.

–¿El equipaje¿Por qué haces el equipaje, mamá? –Le preguntó Remus cuando el sol ya se había alzado y entraba radiante por la ventana a la mañana siguiente.

–A ver, siéntate aquí, encima mía –la señora Lupin se sentó en la cama y a su hijo sobre su regazo–. Mira, mamá tiene que irse a Londres, querido mío: tu tía Mary está muy enferma, y tengo que ir a cuidarla...

–¿Por qué no se toma una poción como yo? –Le preguntó inocente con sus dulces ojos clavados en los de su madre, próximos a soltar una lágrima.

–No sabe hacerlas –dijo, intentando sonreír.

–¡Dile que se cuide! –Y el pequeño Remus pegó un salto desde su madre cayendo al suelo, donde comenzó a jugar dando cabriolas y corriendo por el pasillo.

La señora Lupin respiró hondo y continuó rellenando su bolsa de viaje. Cuando la hubo concluido bajó al salón y se despidió de su marido y su hijo.

–¿Vas a irte por la chimenea? –Preguntó Remus con los ojos desorbitados–. ¡Vaya! –Sólo lo había visto hacerlo en una ocasión a su padre, y había quedado muy impresionado–. ¡Yo también quiero ir por la chimenea!

–Remus –dijo severo el señor Lupin y éste se calló.

–Hijito –arrodillándose ante él su madre–, pórtate bien... –y en un murmullo casi inaudible:– Las ranas de chocolate están en el cuarto cajón bajo el fogón –y le guiñó un ojo, llevándose inmediatamente un dedo a los labios; Remus sonrió de manera cómplice.

–Dile a tita Mary –le pidió Remus a su madre con gesto feliz– que ya mido un palmo más desde la última vez que me vio.

–Se lo diré –asintió la señora Lupin–. Pero prométeme que te portarás bien...

–Sí, te lo prometo –consintió sonriente su hijo–. No saldré de noche, ni me asomaré por la ventana, ni nada, y me portaré bien mientras estás fuera.

Su madre le acarició el pelo. Llamas verdes la engulleron, llamas que se reflejaron en los emocionados ojos de su hijo.

–¿Qué sueles hacer normalmente para divertirte? –Le preguntó el señor Lupin a su hijo serio.

–Me voy a mi cuarto y juego con mis juguetes... –explicó sonriente Remus.

–¿En tu cuarto? –Remus asintió–. Vete para allá¿quieres, entonces? Ya te llamaré para almorzar.

–¿Qué hay para comer?

–Hoy hay espinacas –explicó.

–¿Espinacas? –Preguntó Remus casi sollozando–. ¡No me gustan las espinacas!

–Remus –lo recriminó–, hay que comer de todo... –y con esto zanjó la discusión.

A la hora del almuerzo Remus pataleó, lloriqueó, se tiró por los suelos, pero en vano, su padre seguía poniendo los platos mágicamente sobre la mesa.

–¡Tú! –Gritó el señor Lupin a su hijo apuntándolo con la varita–. ¡Cállate y siéntate!

Cuando lo tenía frente a sí no dejaba de blandir su varita en dirección a él, temiendo que sin darse cuenta pudiera volver a convertirlo en una pelota de gelatina.

Toda la tarde la pasó Remus enfadado en su cuarto, jugando sin diversión con sus juguetes, lanzando unos contra la pared y recogiéndolos luego mágicamente. Sólo bajó cuando la tarde estaba ya avanzada, cuando comenzó su programa favorito en la televisión: "Pasaconjuro", un concurso en el que los magos tenían que demostrar sus conocimientos sobre encantamientos. La señora Lupin consideraba que aquél era un programa muy beneficioso para su hijo, mientras que su marido era de la opinión de que de nada servía, que Remus tenía todavía el cerebro reblandecido y que únicamente a los once años, edad en la que más o menos comenzaría la pubertad e ingresaría en Hogwarts, formaría completamente su sesera.

–¡Otra vez viendo ese maldito programa, Remus! –Se quejó el señor Lupin–. Yo quería ver un documental muy interesante que van a echar sobre las escuelas de magia extranjeras.

–¡Yo quiero ver esto! –Gritó Remus enfurruñado y entornando los ojos.

–No me mires así, pequeño... –blandió de nuevo la varita ante él–. ¡Castigado! Vete a tu cuarto castigado y no salgas de allí hasta que te avise para cenar¿me has escuchado?

Remus no contestó. Se levantó del suelo con parsimonia, con la boca apretada por la furia incontrolada. Cuando se acercó lo suficiente a su padre camino de su habitación, siguiendo éste apuntándolo con su varita, le dio Remus un golpe seco tan certero, que la varita golpeó contra la pared y cayó en el suelo en el otro lado de la habitación; sin embargo, Remus no se había detenido: le había dado el golpe y subía las escaleras con los hombros caídos.

–¡Este niño me mata de un disgusto! –Se dijo a sí mismo el señor Lupin en el momento en que se lanzaba a recoger su varita; hizo con ella una floritura en el aire y la televisión cambió de canal instantáneamente, apareciendo de inmediato el documental sobre los colegios extranjeros.

La hora de la cena tampoco fue mucho mejor para Remus, que la pasó cabizbajo y silencioso, pinchando el filete con brócoli con tanta violencia, que el padre dio un respingo en su asiento las dos primeras veces. Cuando acabó de comer, se levantó presuroso en dirección a la cocina, repleta de cacerolas y calderos por doquier, y hurgó en el cajón que le había indicado su madre, pero no encontró ni una rana de chocolate.

–Quiero una rana de chocolate –dijo Remus a su padre–, y no están donde me dijo mamá que las había guardado.

–Las he guardado ahora yo –dijo el padre alzando una ceja severo y con una sonrisa de triunfo–. ¡No me gusta que comas tantas porquerías! Es malo para ti y para tu salud. ¿No te das cuenta, pequeño Lupin, que te estás enviciando al chocolate?

–¡Quiero chocolate! –Repitió Remus más alto que antes.

–Y yo no te voy a dar, tan claro como eso –explicó su padre tranquilo, sacando de su túnica la varita porque consideraba que si en alguna ocasión su hijo estaba dispuesto a convertirlo en una masa de gelatina, ésta era, sin duda, la idónea.

Remus salió corriendo hacia la cocina. El señor Lupin se imaginó que volvería a inspeccionar en todos los cajones, hasta en el más oscuro rincón, buscando esas estúpidas chocolatinas, sin imaginarse siquiera que las había hecho explotar. Pero se equivocaba.

El pequeño Remus, conteniendo tanta rabia en su ceño fruncido como nunca había conocido en su tan corta vida, abandonó la casa sin que su padre se diese cuenta por la puerta de atrás, que estaba en la cocina. Estaba cerrada mágicamente, porque no cedía por más que girase el pomo, pero no fue difícil para él abrirla haciendo que saliese una breve humareda de la cerradura.

Penetró en la oscuridad, pudiendo ver con sus oscuros ojos gracias al plateado resplandor de la luna llena...

Refunfuñaba, maldecía por dentro; Remus estaba tan cabreado que ya ni siquiera parecía recordar promesas que se le antojaban le habían propuesto hacía años. Así, se introdujo en el bosque próximo y se encaramó en uno de aquellos troncos para sentarse en una rama de aquellos árboles, donde decidió quedarse oculto para que su padre no pudiera encontrarlo nunca.

Ya lo tenía todo pensado: permanecería allí encaramado, durmiendo incluso allí todo el tiempo que fuese necesario, hasta que viese que su madre había vuelto, momento en el que bajaría del árbol para abrazarla. Pero hasta entonces no daría señales de vida, esperando que su padre se arrepintiese de no haberle dado la rana de chocolate.

Un gruñido detrás de él...

Se giró en redondo, asustado, observando a su alrededor, con los ojos acostumbrándose lentamente a la penumbra.

Un crujido de ramas secas a su izquierda...

Remus contenía el aliento, maldiciendo el momento en el que se le había ocurrido la idea de quedarse a pernoctar en aquella rama.

–¡Remus! –Era su padre, quien se habría dado cuenta de que se había escapado y habría salido a buscarlo–. ¿Dónde estás, Remus? –Por un momento estuvo tentado de bajar de un salto y salir corriendo para refugiarse tras él de su propio miedo–. ¡Si vienes te daré una rana de chocolate¡Vamos, sal¡No es momento para jugar al escondite¡Es peligroso salir de noche, y más hoy¡Sal! –Vociferó.

Remus pensó que si salía de seguro lo regañaría, o quizás lo abofeteara, como tenía acostumbrado a castigarlo, y así¡seguro que no le daba sus preciadas ranas de chocolate! No, no bajaría.

–¡Remus! –Seguía llamándolo–. ¡Oh, Dios mío¡Lumos! –Un haz de luz apuntó hacia el bosque, y el pequeño Remus pudo ver una titilante luz que brillaba entre los árboles.

Cuando se volvió, buscando un hueco para esconderse de la luz en el supuesto caso de que su padre decidiera internarse en el bosque para buscarlo, creyó haber visto dos ojos plateados y brillantes que lo observaban entre la oscuridad, internándose de pronto entre unos arbustos al ser descubiertos. Remus estuvo pendiente un momento, esperando ver algo más; el arbusto se movía. Remus contuvo el aliento¡allí había algo con vida!

–¡Remus! –Gritaba insistentemente–. ¡Rem...!

Pero se detuvo. Un aullido de lobo resquebrajó la noche como un sonido de muerte y miedo.

El señor Lupin alzó los ojos y vio la luna llena, redonda sobre su cabeza. Se le antojó que se impregnaba de un tinte rojo, tan rojo como la sangre.

–¡Remus! –Gritó con más ímpetu.

–¡Papá! –Gritó al fin Remus, revelando su posición.

Pero cuando el aullido acabó, una forma grotesca apareció de un salto de entre los matojos en dirección a Remus, quebrando la rama de un mordisco. El grito de Remus sucedió inmediatamente al del licántropo. El señor Lupin echó a correr en aquella dirección.

La rama en la que Remus estaba sentado se rompió y acabó en el suelo con ella, observado por el hombre lobo, que babeaba por su horrible hocico. Remus y el licántropo se miraron un instante, el primero sin comprender pero atemorizado, y el segundo ávido de carne.

El licántropo volvió a surcar el aire, saltando, cayendo sobre el pequeño Remus, que gritaba y gemía de dolor al observar cómo los colmillos de aquella bestia se hundían en su carne y se impregnaban de su escarlata sangre.

–¡Avada kedavra! –Conjuró con furia el señor Lupin y un rayo de luz verde surcó el aire. El licántropo cayó a unos pasos de distancia, lanzado por el iracundo rayo, inerte.

Remus, sin fuerzas, cerró los ojos, dolorido todo el cuerpo. Cuando los abrió no sabía cuánto tiempo había pasado ni tampoco dónde se encontraba; el lector sepa tan sólo, ya que necesita más información, que el lugar en el que se encontraba nuestro protagonista era el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, donde le habían envuelto todo el cuerpo con vendajes y espesas pociones que le impregnaban cual pomadas.

Remus comprobó que estaba acostado en una camilla, rodeado de cortinajes; fuera de éstos había muchos murmullos e incluso gemidos de dolor y sufrimiento. A su lado vio a su madre llorar sentada en una silla, con los ojos tapados con las manos. De su padre, ni rastro...

–Mamá... –dijo Remus en un susurro.

–¡Hijo! –Saltó de la silla y se arrodilló a un lado de la cama, agarrándole impetuosa una mano–. ¿Cómo te encuentras?

Remus se encogió de hombros:

–Creo que bien. Me duele todo...

La barbilla de la señora Lupin tembló visiblemente. Miró a su hijo de arriba abajo, y después se detuvo en sus ojos, aquellos bonitos ojos que...

Un medimago atravesó las cortinas, vestido con una túnica blanca y con la varita sobresaliéndole por uno de sus bolsillos.

–¡Medimago! –Le espetó la señora Lupin–. Le han cambiado los ojos... Ahora son de otro color... ¿Eso qué quiere decir, eh?

El señor Lupin entró después del medimago, portando una poción que había pedido en la cafetería para que su mujer se tranquilizase.

–¿De qué color tenía antes los ojos? –Preguntó el medimago tranquilo, agachándose para reconocer al paciente.

–¡Negros! –Le respondió nerviosa la señora Lupin.

–Y ahora son... ¡dorados! –Comprobó el medimago; frunciendo el ceño:– ¿Podría hablar con ustedes aparte, señor y señora Lupin? –Les consultó mirando de reojo al pequeño, que los observaba extrañado.

–Claro –se apresuró a responder el señor Lupin.

Cuando salieron de las cortinas entraron en un pasillo rodeado por decenas de cortinajes pulcros como la nieve.

–¿Sí, medimago? –Le espetó la señora Lupin.

–Lo que tengo que decirles no es fácil –comenzó, y la señora Lupin comenzó a sollozar sonoramente.

–¿No va a sobrevivir? –Preguntó ella.

–No, no se trata de eso –repuso el medimago–. Se recupera rápidamente de las heridas que le ocasionó el licántropo, quizá demasiado rápido. El que los ojos de su hijo hayan adquirido un color miel es un claro síntoma de ello¡su hijo es ahora también un licántropo!

La señora Lupin derramó lágrimas de dolor e impotencia sobre el hombro de su marido, el cual estaba con el rostro conmocionado, estúpido, como si acabaran de lanzarle una maldición a los ojos; se abrazaron, compartiendo su dolor y su pena.

–Lo siento –dijo el medimago marchándose.

–No pasa nada, Julius –dijo su mujer al cabo de un rato–. Es nuestro hijo... Los hombres lobo son también personas¿lo comprendes ahora?

El señor Lupin asintió serio, aún no repuesto.

–Pero nosotros no podemos educarlo ahora, Nathalie –repuso él–. Necesitará un centro especializado o...

–¡No! –Gritó la señora Lupin lloriqueando de nuevo–. No separaré a mi hijo de mi lado. Es lo único que me alegra la vida por las mañanas.

–Mamá... –llamó la voz trémula de Remus a través de las cortinas.

La señora Lupin miró intensamente a su marido, y volviéndose sobre sus pasos se arrodilló de nuevo al lado de su hijo, recogiéndole la mano fría como el hielo:

–¿Sí, hijo mío? –Le preguntó, con una sonrisa amplia en su rostro salpicado de lágrimas.

–Perdón, mamá...

–¿Perdonarte qué, querido?

–El que no cumpliese mi promesa...

La señora Lupin rompió a llorar de nuevo, abrazándolo tan fuerte que Remus iba a llorar del dolor; pero no, aquello lo reconfortaba.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus dormía. El señor y la señora Lupin, sentados en sendas sillas, se levantaron de golpe al ver aparecer al medimago que se disponía a realizar la revisión de su paciente.

–Está casi curado –comprobó–. Es una lástima que no haya cura completa para su mal –repuso–. Es tan pequeño...

La señora Lupin, resignada ya a su suerte, no lloró; tan sólo bajó la cabeza, triste.

–Pero ¿en serio que no hay nada que hacer? –Preguntó el señor Lupin inquieto–. No sé... Tantos siglos de magia ¡y que no haya una solución para estos casos!

–Pues no la hay –repuso fríamente el medimago–. Usted lo sabe tan bien como yo...

–¡Pero algo se tendrá que hacer! –Refunfuñó–. ¿Cómo piensan que vamos a tenerlo las noches de luna llena en casa?

El medimago pensó un instante:

–Lo mejor será fabricarle una jaula especial y... utilizar varios conjuros irrompibles para que no se pueda escapar ni pueda herir a nadie. Eso sí –reparó–, no se les ocurra dejarlo libre ni un instante –el señor Lupin resopló, pensando tal vez que él no era tonto para no saber que no debía hacerlo– ni tampoco dejarle cerca una varita o algo parecido.

–Gracias, medimago –agradeció fríamente la señora Lupin.

–Ahora, lo más conveniente sería que lo despertasen y le diesen la poción que le sobró anoche –señaló una taza que había en la mesita–. Se sentirá mejor y pronto le podremos dar el alta –iba a salir cuando se giró de pronto–. ¡Ah, se me olvidaba! Tienen visita...

Y cuando salió el medimago, entró en la habitación una figura alta de rostro bonachón y pelo blanco, con una larga barba, del mismo color, que llevaba prendada al cinto de su túnica.

–Señor y señora Lupin¿molesto? –Preguntó Dumbledore entrando con la cabeza baja.

–¡Dumbledore! –Exclamó la señora Lupin sonriendo tibiamente–. ¡Es un placer verlo¡Pase, pase...! No se quede en la puerta... ¡Siéntese!

–Gracias –pronunció Dumbledore, sonriendo a medias, pero se detuvo a los pies de la cama de Remus, observándolo con ojos tristes–. Es una lástima que a tan corta edad ya tenga un destino tan oscuro como la noche, a la que odiará siempre. –se volvió hacia el señor y la señora Lupin:– Pero mientras tenga unos padres que lo quieran –mirando a uno y otro insistente– nada saldrá mal.

La señora Lupin sonrió, mientras que su marido miró a Dumbledore con una ceja enarcada.

–Es fácil decirlo –dijo éste– cuando no es tu hijo el que una vez al mes dejará de serlo para no recordar ni quién eres.

–Como bien sabes, Julius –dijo Dumbledore, abandonando toda sonrisa–, no tengo hijos para saber qué es eso. Pero si sé que mientras ames a tu hijo con todo tu ser, no importará que no te recuerde durante una semana; será una persona libre y feliz el resto, y te agradecerá el cariño, que le ayudará a olvidar su situación, mucho peor que la tuya. ¿O acaso tienes cierto prejuicio hacia los hombres lobo?

–No... –se apresuró a negar el señor Lupin.

–Me alegro –sonrió Dumbledore, dándole la espalda–, porque si no, la vida te habría jugado un gracioso revés. Tengo entendido –tras una breve pausa– que mataste al licántropo¿Julius¿Acaso no había ninguna otra posibilidad de salvar a tu hijo sin matar a esa persona?

El señor Lupin respondió a la mirada calculadora de Dumbledore con un rostro iracundo.

–El Ministerio considera...

–Sé lo que opina el Ministerio, Julius, y sé también que te han aplaudido por tu firme reacción. Pero yo sé también en qué discrepo con el Ministerio, Julius: los hombres lobo son personas, no animales que puedas matar a tu parecer. Utilizaste...

–¿Una maldición prohibida? –Le atropelló las palabras el señor Lupin–. ¿Y qué, señor Dumbledore? El Ministerio ha considerado que no la utilicé contra una persona, sino contra una bestia, una horripilante criatura que quería devorar a mi hijo. La muerte era lo menos que se merecía.

Dumbledore lo miró con tristeza:

–Lamento que pienses así –dijo–, porque tu hijo ya no estará siempre bajo tu merced, y si hay muchos que piensen igual que tú, ciertamente temo por su vida. –La señora Lupin lo miró con miedo, por lo que Dumbledore añadió con rapidez:– Pero eso no pasará... ¿Qué tenéis pensado hacer? –Preguntó, revolviendo el pelo del chico dormido.

–No tenemos ni idea, Dumbledore –le respondió la señora Lupin–; esto nos sobrepasa.

–Me lo puedo imaginar, Nathalie –respondió secamente–, pero debéis pensar en su bien.

–¿En su bien, Dumbledore? –Le inquirió de pronto el señor Lupin enojado. Dumbledore se volvió hacia él lentamente–. Nuestro hijo es ahora un animal, nadie lo quiere...

–Creo haber dicho que con que le queráis vosotros es suficiente –explicó Dumbledore.

–¿Sí? –Prosiguió el señor Lupin, casi sin oírlo–. Mire, Albus, le he tenido mucho respeto en todo lo que ha decidido hacer hasta el día de hoy, pero es que... ¿Es que usted se cree lo que está diciendo? –Dumbledore lo miró confuso–. Ni siquiera podrá ir a Hogwarts; nadie lo querrá en Hogwarts... ¡Es un desgraciado¿se da cuenta?

La señora Lupin, que parecía acabarse de dar cuenta, comenzó a gritar exasperada:

–¡Profesor Dumbledore, haga algo por mi niño, se lo suplico... Usted está en una buena posición en la escuela¡de seguro podría convencer al director Dippet de que mi hijo es una buena persona...!

Remus comenzó a despertarse a causa de los gritos.

–¡Remus es un hombre lobo! –Repuso el señor Lupin amargamente–. El director Dippet debería ser tonto para dejarlo estudiar en Hogwarts...

Dumbledore lo miró embobado, enarcando ambas cejas.

–Nathalie, eres una de las mejores alumnas a las que tuve el placer de enseñarle mi materia –dijo Dumbledore cogiéndole las dos manos y estrechándolas entre las suyas–: haré cuanto esté en mi poder para ayudar a este agradable muchacho –y, volviéndose, sonrío a Remus, que lo miraba con curiosidad.

–¡Palabras! –Gritó exasperado el señor Lupin–. ¡Más que vanas palabras!

–¡Julius Lupin! –Avanzó Dumbledore con un dedo amenazador y el señor Lupin se achicó–. Más te valdría ser más optimista en el futuro... Tu hijo necesita tu confianza¡no tus hipótesis nefastas! Este chico –miró a Remus sonriéndole de nuevo– se convertirá en un mago, aunque tenga que ponerlo todo de mi parte para conseguirlo. ¡Es una persona, tu hijo, Julius, no lo olvides... ¿O acaso es que quieres abandonarlo, eh? –El señor Lupin se apresuró a responder que no y que nunca, por nada–. Nathalie –volviéndose hacia la señora Lupin–, te aseguro que dedicaré todo mi empeño desde este preciso instante para que tu hijo ingrese en Hogwarts¿os queda claro? –Y lanzó una mirada frívola al señor Lupin–. Seguiré en contacto con vosotros para tratar del futuro de Remus –le sonrió por tercera vez, y en ese momento Remus le devolvió el gesto–; quizá vaya a visitaros para ver cómo sigue, si os parece...

–Estaré encantada de recibirlo –asintió con vehemencia la señora Lupin, abrazándolo de improviso, arrastrada por la emoción.

–Y cuando crezcas –dirigiéndose a Remus–, cuando seas un poquito mayor, me gustaría que vinieses a pasar unas semanas conmigo, a mi casa, en verano, cuando dejo Hogwarts¿entendéis? –Les explicó el profesor Dumbledore a los señores Lupin–. Como seguiremos en contacto, espero que consintáis –miró a la señora Lupin por encima de sus gafas de media luna, quien le sonrió ampliamente.

–¿Por qué? –Preguntó el señor Lupin sin comprender.

–Porque este niño, Julius, es una persona... Y tengo ganas de darle una oportunidad... ¡Se la merece! Y para ello necesito conocerlo. Nos mantendremos en contacto... –Dumbledore se decidió a salir por fin–. Dentro de unos días os enviaré una lechuza, explicándoos en mi opinión, lo que deberíamos hacer, y, en cuanto pueda volveré a ausentarme de mis obligaciones como profesor, me pasaré por vuestra casa, si no tenéis inconveniente, para charlar un rato. –Mirando al pequeño convaleciente–. No hay que perderlo de vista –y mirándolo más intensamente–. ¿Sabes qué, Julius? Creo adivinar en la mirada de una persona las intenciones de ésta, y la mirada de Remus es la más inocente que haya visto nunca. –Y sin piedad añadió:– Tienes un hijo que no te mereces...

Salió por fin, tras estrechar muy fríamente la mano del señor Lupin y recibir miles de bendiciones por parte de su esposa.

–¡Ah! –Se giró en redondo–. No quiero que os pille por sorpresa, pero... ¡un miembro del Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas se pasará por aquí o por vuestra casa en corto plazo! –Mirando al señor Lupin:– Espero que a él le hagáis comprender el mucho aprecio que sentís por vuestro primogénito.

Y se marchó.

Remus nunca había conocido una persona tan agradable en su vida; es más, cuando se había acercado a acariciarle el pelo, mientras estaba dormido, le había dejado a escondidas una rana de chocolate que el pequeño devoró con fruición cuando sus padres salieron un momento.

En aquel momento lo comprendió, y cuando lo conoció en las numerosas visitas que hizo a su casa y en un par de veranos en que pasó un feliz mes en la casa de Dumbledore, se percató de ello completamente: Dumbledore era un hombre excepcional; lo más parecido a un padre que había tenido nunca.