Volando Alto

By Alexa Bauder

Sus ojos lo decían, mi piel lo deseaba, el roce de su dedo al mío al tacto de la copa fue un sí..

Amo volar. Es a lo que me dedico y lo que más me llena. Después de servir a tanta gente en el hospital, y que mi vida fuera aprisionada por un apretado horario un día, viendo como otras pocas tardes libres a las aves surcar el cielo, me imaginé ahí. Me ví abriendo las alas y ascender y descender con total libertad. Recuerdo extender mis brazos sobre la hamaca donde descansaba, y como respuesta divina un aire fresco y reconfortante pegó en mi rostro alborotando mi rubia cabellera. El suave murmullo se instaló en mis oídos y algo me dijo que mi lugar era allá arriba. Entre las nubes. Soñando pero siendo conciente de todo.

Dejé mi vida y estudios y tomé otros. Todos me dijeron que estaba loca. ¿Qué si tenía la salud y la juventud para comerme al mundo si quisiera? Tomé el viaje a una nueva ciudad y me matriculé como asistente de vuelo, sobrecargos, como les dicen. Aprendí dos idiomas básicos y sigo estudiando otros más. Gracias a mi persistencia, que otros ven como terquedad, logré mi título y ahora llevo los primeros meses en vuelos importantes e internacionales, requiriéndome muchas veces en los privados. Oh, esos son mis favoritos.

No es el champán ni la clase, ni ese olor característico de los asientos de piel y el alfombrado de los pasillos. No las luces tenues y las suaves mantas que guardamos. No la tranquilidad en ausencia de los niños, no la comida fina y la remuneración económica. Era él.

El era el joven más apuesto que yo hubiese conocido o mis ojos hubiesen imaginado. Si alguna vez me preguntaban quién era el hombre más guapo que yo conocía o a mi parecer tenía la fisonomía más perfecta, era el, sin duda. Pero yo no mencionaba su nombre, yo no sabía quien era, acaso su apellido y la inicial de su nombre: "T", así que solo decía que cualquier otro. Su rostro lo tenia tan grabado en mi mente, su figura tan bien conocida por mis ojos que sabía a larga distancia, a la puerta del avión cuando el estaba por subir. De lejos ya sabía que la maleta Vouitton de mano negra era de él, aunque distinta fuera su vestimenta.

En una ocasión abordó vestido de traje negro y corbata azul, se veía divino. Su rostro amable y esas manos tan pulcras, grandes y masculinas que extendían el boleto eran mi perdición. Sus ojos eran grandes y del color del cielo, de un mar, de un diamante extravagantemente azul, claro y hermoso, valdrían lo doble que una piedra de esas que les dan kilatajes. Mi hombre, porque en mi mente lo imaginaba tan mío, tenía la sonrisa de que todo podía conseguirla con ella, sus labios suaves y perfectos sonreían, hablaban, preguntaban y pedían y yo lo atendía.

Me gustaba imaginar cual sería su vida, su profesión y si tenía familia. Si su esposa era hermosa y sus hijos aún más, pero después me fijé que no usaba argolla de matrimonio, así que me permití fantasear más allá cada que lo veía. Imaginaba los brazos fuertes alrededor de mi breve cintura, bajar con ansia el cierre de mi azul uniforme y que seguramente, la punta de sus dedos quemaran mi espalda blanca.

El siempre era amable, pero era con todos. En silencio y a solas, su rostro era serio y el ceño a veces fruncido. Meditabundo, como alguien que trata de resolver el mundo y lo está pensando muy bien para decidir por dónde empezar. Recargaba una mano sobre el la bracera del asiento y sostenía con su pulgar la barbilla, rozando de un lado a otro con su dedo índice sus labios, esos labios que tanto admiraba.

-Gusta algo de beber, Sr. Grandchester? –despertó de su burbuja y alzó la mirada, desde abajo sonrió con total picardía, un suspiro fue contenido en mi pecho.

-Agua, por favor, Candy.

Ya me conocía. Y adoraba mi propio nombre en sus labios, lo daba con ese excitante acento inglés que me hacía temblar.

-¿Tienes más dulces?

Me pedía. Eran sus favoritos los de menta, me aseguraba llevar siempre en la bolsa de mi saco unos cuantos para complacerlo inmediatamente. Tanto era esa costumbre que antes de decirlo, miraba al costado de mi cintura y preguntaba, sabiendo que de ahí sacaría su tesoro, y me sentía proveedora de su antojo infantil. Eran esos detalles lo que a mis ojos lo hacían tan hombre, tan básico y no un seguro millonario que pidiera caviar con salmón y se irritara por que le faltara una aceituna a su carne, como algunos pasajeros difíciles que nunca faltaban. El solo me pedía… agua y dulces. Era todo y era feliz.

Feliz. ¿Sería el feliz? Un hombre con dinero, con guapura, ¿le faltaría algo? ¿Lo amaría la mujer que el quería? ¿Que debería tener la mujer que el amara para contar con su cariño, su admiración? Belleza, dinero, inteligencia, ¿suspicacia…? ¿Mucha, mucha suerte? Claro que eran fantasías, pero ¿el podría fijarse en alguien tan mortal como alguien que volara en aviones al servicio de los pasajeros y que se sentía, a pesar de estar en la cabina de un avión, libre como pájaro al viajar de un lado a otro y conocer miles de lugares? Alguien como yo.

-Candy, ¿el avión contará con algún libro?

-No lo creo, lo siento, sólo publicaciones. –dije al servirle te por la noche en esos magníficos viajes de catorce horas, el sostenía uno en su regazo, mientras que el pasajero de dos asientos adelante, que siempre contaba aceitunas, emitía leves ronquidos con la manta hasta el cuello.

-¿Te gusta el autor Gustave B.? – Ensayo de una obra triste, se leía el título del libro del autor sin rostro que dejó a su lado cuando de mis manos tomó la taza de agua caliente antes de que la colocara en su charolita desplegada delante de él.

-Si, ya ansío empezar a leer su último libro publicado.

-Ah, ¿lo tienes? –habló bajito, como si se tratara de una íntima plática, ese tono de su voz aún así era penetrante y me atrapaba. Todos los asientos, salvo el suyo, tenía la luz prendida para leer.

-Lo compré antes de abordar. ¿Aún no lo lee? –el sonrió, pero no contestó a mi pregunta.

-¿De verdad te gusta?

-Sí, es el autor que más admiro.

-Entonces, ¿me lo recomiendas?

-Oh, claro, absolutamente sí. Su prosa es poética y sincera, como si conociera todos los sentimientos de primera mano y tuviera ese don de transmitirlos en tinta.

-Gracias, Candy –dijo cuando puse sobre sobre su charola los sobres exactos de azúcar que yo sabía que él usaba.

El se notaba intranquilo, no dormía. En el compartimiento, donde se mantenía la cafetería, la cortina estaba corrida, pero desde abajo sus pies me indicaban que no descansaba del todo. Me inquietó que siempre al salir a revisar todo al pasillo, me mirara extraño, más de lo habitual, sonreíamos cada que las miradas se cruzaban. Tampoco pude descansar.

-Terminé el primer capítulo y no me decepcionó. – extendí el libro ofreciéndoselo, en voz baja - Puede hacerlo descansar un poco- me miró sorprendido.

-¿No te importa mucho compartir su libro, verdad?

-Sí, importa. –me acerqué un poco más a él – le estoy compartiendo lo más bello que he leído, así que para mí tiene significado. –aclaré la garganta – si me permite decirlo.

-Gracias de nuevo. Nadie me consiente tanto como tú.

Sonreí y me sonrojé, era mi trabajo después de todo, pero por el, podría tratarlo así aún si no tuviera nada que ver el pago en mi tarjeta. Era tan dulce y amable, tan atractivo y varonil, tan guapo, su olor, ese perfume que desprendía era imán para mí, me hacía fantasear.

-Una última cosa.

-Dígame.

-¿Podrías traerme una copa de champán?

-Por supuesto.

Raro, el no tomaba y ahora a las dos de la madrugada me pedía una copa. Fui por la botella y delante de él la serví, nuestros dedos rozaron y antes de que tapara con el corcho, el tomaba lentamente, su mirada quemaba mi cuerpo.

A los quince minutos, unos pasos sobre el alfombrado se acercaron a mi lugar, habló desde afuera.

-¿Candy?

-Sí, ¿qué sucede? –recorrí la cortina y estaba delante de mí, tan alto con la camisa blanca y la corbata.

-Debes ver esto, está en el baño. –señaló con la cabeza.

-¡Oh, por dios!

Imaginé algún desperfecto. No, un desperfecto en cualquier aditamento del avión no era lo idóneo y mucho menos para la primera clase. No, no ahora. Me encaminé lo más rápido que pude sin hacer ruido, abrí la puertecilla.

-¿Qué? –giré y el estaba detrás de mí, con los ojos cerrados, tan cerca que aspiraba mi cabello. Sonrió.

En ese espacio tan pequeño, invadida de su olor, su mirada consumiéndome a solo unos centímetros de mí, sabía que estaba perdida. Se acercó a mí y no dí paso atrás, me tomó por la cintura y no me resistí, cerró la puerta detrás de él y no me quejé.

Por fin sentí sus labios tan cerca de mí entreabiertos, como pensándoselo mucho, pero bien sujeto a mi cintura, la que tanto soñé que atraparía fácilmente con sus grandes manos, gemí un poco por ese aferro y fue lo que faltó para que me enganchara dulcemente en un beso que se volvió más pasional y desesperado a medida que avanzaba, que yo le permitía. Nuestras manos recorrieron por nuestros cuerpos por encima de la ropa, nadie se atrevía a ir más allá, hasta que por puro impulso, desabotoné mi saco y me lo quité, el calor en ese sitio era abrumador, su perfume me estaba intoxicando.

Hábilmente me ayudó a sacarlo y sin más, empezó por mi blusa sacando de mi falda el resto y teniendo frente a el mi ropa interior que ocultaba parcialmente mi desnudez. De un movimiento me tomó por las caderas y subió al costado del lavamanos de mármol y jugo sobre mis piernas, subiendo y bajando, encontrando mi cintura, y con sus labios mi cuello, bajando más y más hasta toparse con las copas que después despejó para entrar en el contacto directo con mi piel enardecida y dura por la excitación. Su cabello era tan suave como lo imaginé, sus labios tan hambrientos y dulces como lo sospechaba y su lengua tan hábil. Hablando de habilidad…

-¿Tienes dulces?

-¿Ah? –gemí. Aguanté una sonrisa, no podía hablar muy bien y señalé mi saco. Buscó donde siempre y delante de mí tomó uno con la boca, luego empezó su recorrido desde la clavícula de mi cuello, cada vez más atrevido y más al norte. Tuve sus fuertes manos debajo de mi falda y encontró lo que buscaba. Quitó mi ropa interior y empezó por besar mi rodilla, la tela más arriba, más. Oh, no podía creer lo que tenía pensando, solo del interludio mi humedad se incrementó, su lengua tocó mi muslo interno, luego mis pliegues y en poco más me tenía consumiéndome con la frescura del dulce, lamiendo en todos sentidos para probar hasta seguir un mismo ritmo que me humedeció como supuse él tendría planeado. Era tan excitante, nunca se me hubiese ocurrido. Temblé por completo, era en ese momento su esclava que arqueaba mi espalda con las olas profundas de placer inyectadas en mi columna. Tomó mi cintura y me atrajo a el, fue cuando sentí la dureza de su centro y lo que ahora mi cuerpo reclamaba. La pasión me aligeraba, nuestros ojos se miraban sin ocultar nada, era como si le conociera, pero era efecto del apasionamiento sin medida que este hombre me provocaba.

Desaté su corbata y los botones desabrochados me mostraron los marcados músculos que acariciaba, su espalda fuerte y ancha era a lo que me aferraba cuando impetuosamente me acometió con locura, así como su voz entrecortada clamando mi nombre bajito a mi oído, totalmente seductora; así mismo invadía mi cuerpo, haciéndome por completo suya en total sincronía de vaivenes deliciosos del hombre que más deseaba y que ahora, con mis piernas enredadas a sus caderas, me erizaba cada resquicio de mi piel, con manos, labios, susurros. No supe cómo transcurrió todo tan rápido al punto de estar ambos completamente desnudos en ese baño de avión, y conteniéndome a gritar su nombre con el infinito placer que me hacía sentir.

Ambos nos liberamos deliciosamente, y sin tapujos ni miradas incómodas, como si fuéramos una pareja más que cumplía una fantasía, salimos de ahí cuando los pasajeros, todos, dormían.

Al dar un paso para incorporarme al pasillo, tomó mi mano desde atrás, jalo mi cuerpo delicadamente, atrapó con ambas manos mi rostro y me besó largamente hasta echarle mis brazos al cuello, unidos, callados, entregados a esa caricia que poco duraría.

El resto del viaje corrió naturalmente. A nuestro destino todos bajaron y yo no pude ver como se marchaba. No esa vez. En el recorrido de inspección, vi mi libro en su lugar. Lo tomé, no necesitó leerlo. Sería recuerdo imperecedero de esa noche que quizá no fue lo correcto pero de la cual nunca me arrepentiría.

Pasando unas semanas, a punto de abordar un viaje ordinario, cargué este libro y en vista del retraso del vuelo, en la cafetería me dispuse a leer mis partes favoritas. Mi sorpresa fue grande cuando en la primera página algo apareció escrito a mano, no me había dado cuenta de ello. No sabía como había ocurrido esto, se trataba de nada más y menos que la firma del autor: Gustave B. Entrecerré los ojos para captar mejor la caligrafía, no lo podía creer. "Para mi lectora favorita, la que me conoce mejor que nadie, la que endulza los viajes, el alma y el cuerpo"

Mi quijada cayó hasta el suelo y mi corazón se agitó. Más aún al subir la vista al escuchar la voz que más me llamaba, la única que podía hacer crujir el mismo suelo debajo de mis pies si mi nombre pronunciaba.

-Sabía que te encontraría aquí. Tus ojos lo decían, mi piel lo deseaba, el roce de tu dedo al mío al tacto de la copa fue un "Sí… Me arriesgo."

Terruce Grandchester, alias Gustave B., famoso escritor que usaba un seudónimo para pasar inadvertido y yo lo ignoraba, fue para mí un pasajero más en los vuelos, un pasajero más que me había robado el corazón de una manera insospechada y tenía delante con esa sonrisa que tanto me dedicaba, ahí, para mí. Sin maleta ni un boleto de pasaje, solo el como hombre y sus más profundos sentimientos plasmados en mi mano. Sería este el viaje más emocionante, un viaje de alto vuelo.

F I N

Del baul de los recuerdos, les traigo esto que no había subido, lo escribí hace tiempo y espero lo disfruten. Por cierto, ya estamos preparando el siguiente capítulo de Dulces y Narcisos, no se lo pierdan. Como siempre, en la página de face (con el mismo nombre) estarán los adelantos, imagenes, canciones y curiosidades. Gracias por sus comentarios y la espera. Se les quiere 3