El gélido viento golpeaba con impía brusquedad los vidrios de una ventana que no se encontraba íntegra. La tenue luminosidad apenas acariciaba los pulcros extremos correspondientes a los muebles de la habitación donde me encontraba. Observé hacia mi izquierda mas sólo identifiqué soledad. Dirigí entonces, la mirada en dirección opuesta: atisbé movimiento, parcialmente exhibido, gracias a las veloces sombras que se entremezclaban con una lóbrega luz, y decidí ingresar allí con el imperante objetivo de comprender qué estaba ocurriendo.
Avancé rengueando hacia el comedor, aún sumergido en aquélla insondable oscuridad, absteniéndome de inspeccionar el lugar de forma minuciosa. Mi atención se desvió una vez más hacia la puerta entreabierta desde la cual pude observar dos recortadas siluetas cuyos perfiles, me extrañé, pude identificar como familiares. Titubeé al coger la perilla sin embargo, pronto recuperé la compostura. Murmullos azotaron mis oídos, voces ahogadas por el ensordecedor viento correspondiente a una renovada tormenta eléctrica que se cernía sobre la sosiega localidad de Milton Kaynes. Pude advertir la silueta de una figura debajo del marco de la última puerta. Segundos habían transcurrido, segundos en los cuales aquél extraño desapareció.
Erigí la mirada en torno a la habitación: escasos muebles, en general, orientados a la comodidad del usuario. Una mesa colocada en el extremo derecho, un par de sillas y algunos juegos dispersos por el suelo. La situación resultaba no sólo insólita sino también alarmante. Era consciente, quizás no de manera racional, que el peligro permanecía latente sin embargo éste no procedía de los desconocidas figuras humanas. De manera repentina, una luz cegadora inundó la cocina obligándome a retroceder y proteger mi vista. Mientras permanecí en ése estado, escuché los ininteligibles murmullos de un grupo reducido de personas. ¿Dos? Quizás tres de ellas. Se aproximaban con cautela hacia donde me encontraba. ¿Serían tipos armados? No tenía sentido.
Sus voces ahora se encontraban cerca. Parpadeé una vez más, para acostumbrarme a la luz, y volví a observar alrededor. Ahora podía ver con claridad, no obstante, hubiera preferido permanecer detrás del acogedor velo de la oscuridad. Si bien sus semblantes aún eran desconocidos para mí advertí aquél vacío en mi estómago que delató la sensación de reconocimiento en mi memoria. Me eché hacia atrás cual reacción involuntaria. La mujer adulta, en cambio, me tendió una mano la cual rechacé incapaz de responder a la angustia que advertía en sus ojos celestes. Su pálido, pero hermoso, semblante lucía marchitado. Y ahora, apenado. Varias cicatrices surcaban los rosáceos pómulos. ¿Qué le había ocurrido?
Me detuve en seco al advertir ésa pregunta. ¿La reconocía? De alguna manera, lo hacía. Mi mente así lo había verificado. Quizás, de manera inconsciente, sabía quién era pero era yo quien temía formularlo en palabras. Alcé la mirada en cuanto ella insistió para coger mi mano. ¿Era capaz de hacerlo? «Joder, Newt. Es tu madre» escuché, una vez más, ésa maldita voz en mi cabeza. Quería obedecer. Pero no podía hacerlo.
Advertí el sonido del cristal quebrándose hacia mi derecha y volteé en aquélla dirección. El cañón de un Lanzador me apuntaba directamente al pecho. El segundo hombre ostentaba un arma, su gesto adusto permanecía impertérrito. Y, entonces, lo comprendí. Estaba reviviendo un recuerdo perdido. Pero ¿cómo había escapado éste del bloqueo en mi memoria?
El hombre que parecía a cargo de la operación dio un paso al frente. Vi mi propio rostro, cauto pero desafiante al mismo tiempo, reflejado en el oscuro cristal de la ventana. Descendió el arma y la colocó sobre la espalda aún sujeta a la correa. Si lograba acceder a ella… un desgarrador grito inundó la cocina, consecuente a los primeros relámpagos de la tormenta, extirpándome de mis propios pensamientos. Una voz lejana gritó en la lejanía y, alertado por el inusual grito, me volteé. Observé aturdido cómo el sujeto volvía a erigirse e instaba avanzar hacia mi madre con torpes pasos. Cual acto reflejo, me interpuse en su camino. No supe por qué, sólo lo hice.
Sentí la agitada respiración de mi madre golpeándome la nuca. Observé al hombre que, inducido por la Llamarada, caminaba con grandes zancadas en mi dirección. Cerré los puños e intenté pensar. Lógico sería coger algún cuchillo, sin embargo, todos se encontraban a una distancia mayor que el miertero hombre. Dispersos en el suelo, los juguetes tampoco cooperaban. Me decidí entonces por la opción más inesperada. Di un paso al frente y, valiéndome del efecto sorpresa, golpeé al hombre en el hígado antes de voltear e intentar recoger su Lanzador. Descorrí el ceñidor empero había perdido valioso tiempo: aquél miertero crank logró alcanzarme y me obligó a tambalearme hasta recuperar mi postura.
Me abalancé sobre él y golpeé su quijada, escuchándola debilitarse tras un sonido agudo. Intentaba acertar una segunda tentativa cuando el shuckface adelantó su jugada y propició un certero puñetazo sobre mi pecho lo cual me dejó sin aire. En lo que demoré para recuperarme, el crank volvía a lanzarse sobre mí. Sentí cómo deslizaba mi pierna quebrada ―jodida renguera― para luego asestar un golpe sobre ella. No pude evitar el aullido de dolor que escapó de mis labios. Me recliné sobre el suelo ajeno al cuchicheo del hombre infectado. ¿Por qué cojones había intervenido? ¿Estaría disfrutando de observar cómo el sujeto de pruebas era derrocado por un simple crank?
Intenté sosegar aquél coraje que permanecía en mi pecho. No podía ceder ante el miertero virus. Al menos, ésa noche, debía intentarlo. Por ella. Por mamá. Su atención, nuevamente dirigida a mí, lograba tranquilizarme. Era jodidamente irónico. El rostro surcado de cicatrices y vestigios de coléricos golpes no concernía la serenidad de su mirada. De alguna manera, había conseguido detener aquél arrebato irascible. Suponía que ésa resultaba la destacada habilidad de una madre pero yo era incapaz de recordarlo.
Un renovado murmullo a mis espaldas desvió mi atención hacia el rincón más alejado de la cocina. El crank había arrebatado un Lanzador al vecino del búnker vecino e intentaba descubrir cómo utilizarlo. Me erigí nuevamente, aún afligido pero dispuesto a continuar. Observé a mi madre, quien buscaba refugio detrás de la puerta que, según podía atisbar, se conectaba con el pasillo. Suponía, entonces, que yo había robado el suyo. Aseguré la correa y volví a aferrarme al gélido metal. «Estoy jodido» pensé, al advertir que éste había obtenido el primer indicio sobre su uso. Me planté en el suelo, cual evidente respuesta.
Había cargado con un Lanzador. Al momento de descender del Berg en la sede norteamericana, había acarreado uno. Pasé la correa por mi hombro e intenté apuntarle al crank. La primera granada erró por escasos metros cuando el muy cabrón se arrojó hacia la derecha, protegiéndose detrás de la mesa volteada. La segunda granada que traspasó la habitación sería evadida por mí, obligándome a reclinar mi postura. Recargué el arma y presioné el gatillo: al ulterior segundo, el crank se retorcía de manera incontrolada debido a la corriente eléctrica que recorría su cuerpo. Descendí el arma y me acerqué al rincón donde se había escondido. Era consciente que el Lanzador no acabaría con su vida. Ése era mi trabajo.
Amparé mis pasos con el arma mientras desviaba el camino hacia la mesa en donde recogí un cuchillo cuya punta había sido torcida. Si bien ésta peculiaridad no restaba el hecho que su filo se hallara intacto sí me imposibilitaba para responder un ataque. «No seas gilipollas y acaba con lo que empezaste» me refuté mentalmente al mismo tiempo que volvía a erigir el Lanzador en una mano y el cuchillo, sobre la izquierda. La corriente eléctrica comenzaba a menguar lo cual me dejaba escaso tiempo para escoger una opción viable. Advertí el sonido apremiante de pasos hacia la derecha e insté deslizar hacia allí la mirada. Grave error.
El semblante de mi madre resultó una sutil composición de verídico horror, abatimiento y expectativa. Los primeros rayos que azotaban el terreno estéril que circundaba la residencia delataron el miedo en sus ojos, invariables en cuanto el jodido cabrón me cogió por la camisa valiéndose de aquél importuno. Percibí el punzante dolor sobre mi mejilla apenas menos doloroso que el puñetero golpe al hígado, antes de retroceder unos pasos. El cuchillo había caído al suelo empero el Lanzador permanecía aferrado a mi mano más hábil. Atisbé la locura impregnada en sus ojos y volví a alzar el arma, sin embargo, algo había cambiado.
No lo preví. De hecho, no hubiera podido hacerlo. La sorpresa subyugó mis facciones en cuanto advertí cómo mi madre se abalanzaba sobre aquél miertero crank. Debido a la estupefacción, éste sería derrumbado bajo el frágil peso de una mujer de rubios cabellos. La observé mientras intentaba coger el cuchillo, no obstante, el hombre había recuperado la compostura y la arrojó al suelo de manera estrepitosa. En ése momento, entendí el origen del recuerdo.
Rememoré, quizás con mayor nitidez de la que me habría gustado, el día en que la Llamarada arribó a Milton Kaynes. Una de las habituales pugnas entre mis padres había inducido mi intervención, exasperado de los gritos que saturaban la residencia. Luego de asegurarme que Sophie permanecía en su habitación dirigí mis pasos en dirección a la cocina. La figura a quien alguna vez llamé padre se encontraba encima de una silueta recortada contra la oscuridad cercano a la pared que ofrecía un panorama único de los terrenos. Aún sin luz, había podido distinguir a mamá: con el típico cabello rubio rebelde, el rostro surcado de heridas recientes, un cuchillo afilado al alcance de su mano. A los seis años no puedes evitar preguntarte porqué los adultos son tan impetuosos. Entiendes que ellos sólo quieren lo mejor para ti ―como tu madre siempre repite― y aún así te obligan a ser partícipe de sus falencias. ¿Con qué objetivo? ¿Qué era lo que debía aprender de todo aquello? ¿A no cometer símiles errores? Pero: tener una familia, una residencia propia y alguien a tu lado ¿podía considerarse como un error?
Me había adelantado hacia el rincón donde mi padre le gritaba improperios varios a mamá. Recuerdo ésa indebida necesidad de intervenir para proteger a quien de verdad quería, arrojarme sobre el adulto y quebrar su nariz. O algunos huesos. Era consciente que mi edad, peso y agilidad no eran suficientes para infligir daños de verídica relevancia; sin embargo, estaba dispuesto a intentarlo de todas formas. Quizás, sólo hablaba estupideces. Como todos los niños que han visto peleas de adultos sentía impotencia al ver llorar a mi madre y eso inducía a idealizar alguna infantil forma de venganza. Pero no pasaría de ello.
Bueno, yo había cruzado ése límite.
Recuerdo que cogí el cuchillo que mamá había soltado al derribarse y lo apunté hacia la cabeza de mi padre. ¿Qué estaba pensando en ése momento? ¡No lo hacía! Ése había sido el problema. Los potentes rayos comenzaron a azotar el inhóspito terreno de la residencia cuando el hombre alzó la mirada, forjó una sonrisa burlona y abandonó el cuerpo de su esposa tendido sobre el suelo. Recuerdo el pánico que me embargó, sin embargo, no podía retroceder. Lo vi tender una mano en mi dirección la cual aparté con un irreverente gesto de fastidio. Él, en cambio, permanecía impertérrito. Justo como lo estoy observando ahora en ésta jodida simulación. Reiteró la tentativa empero obtuvo idéntica respuesta. En ése momento, me jodí.
Adelantó unos pasos en mi dirección y retrocedí de manera cauta. Él respondió con una sonrisa burlona y yo fruncí el ceño. Caminó dos pasos, aferré el arma contra mi palma. Noté, quizás demasiado tarde, que el cuchillo se encontraba doblado. No me importó. Ése era el cubierto de Sophie, mi hermana menor, a quien le recortaba la comida para evitar que se lastimara. Mi padre volvió a reírse, retrocedió los metros que había recorrido y erigió a mamá cogiéndola por la nuca. "¿La quieres de regreso, niño? ¿Te sientes mal por tu mami?" él preguntó. No respondí.
«¡Por supuesto que la quiero conmigo, hijo de puta!»
Repitió la pregunta, esta vez, con mayor fiereza. Entré en pánico. Advertí cómo alzaba un puño y la golpeaba, al no obtener respuesta de mi parte. Había escuchado sobre los infectados, sin embargo, nunca consideré a mi padre así. El virus de la Llamarada ―como solían llamarlo― deterioró su mente de manera vertiginosa empeorando la enfermedad que ya poseía. Pero ¿estaba dispuesto a soportarlo incluso convertido en uno de ellos?
Harto de la situación y, al reconocer que no sabía cómo utilizar el cuchillo en defensa cuerpo a cuerpo, lo arrojé ignorando la distancia o la puntería. Advertí su trayecto gracias a la luminiscencia de los rayos, percibí el sonido ahogado del filo al hallarse con su objetivo… pero nunca imaginé que éste sería el estómago de mi madre. La observé caer de cuchillas sobre el suelo, envuelta en un espeso bache de sangre fresca, mientras intentaba formular alguna frase que quedaría dispersa en el aire. Incluso mi padre había guardado silencio. Yo no podía moverme. Recuerdo el veloz movimiento hacia la izquierda que él realizó para recoger a su esposa entre brazos, rogándole que se quedara pero ella nunca alcanzaría a responderle. En tres grandes zancadas había atravesado la habitación sólo para observarla morir. Su padre había utilizado a mamá de escudo para evitar que yo le arrojara el cuchillo; me repetí que no había tenido opción. Mi mente me gritaba lo contrario.
Minutos más tarde, los alertados vecinos arribaron a la residencia.
Desde aquél momento y, hasta que CRUEL me inyectó el miertero Neutralizador, había convivido con la irresoluta negligencia. Me carcomía la omisión por la muerte de mi madre: no resultaba capacitado para afirmar que el verídico autor del crimen había sido yo. Tampoco mi padre, debido a su muerte algunos meses más tarde. Ésta simulación estaba orientada a averiguarlo y saber si era capaz de coexistir con la respuesta.
Observé nuevamente al crank ―«¡Padre, imbécil! Padre»―. Sonreía con burla. Me adelanté unos pasos en dirección al cuchillo. Aún con el Lanzador en la mano, mi mente rogaba por recoger el arma blanca. Suponía que, si bien el margen de error del primero resultaba ínfimo en relación con el segundo, anhelaba recomponer la situación original respetando incluso aquél detalle. Descendí el arma y erigí el cuchillo: percibía el sudor frío en mi frente, el ligero temblor en mis manos, el corazón latiéndome de manera desesperada. Exhalé el aire lentamente mientras calculaba la distancia entre ambos: escasa. Los ojos de mamá me observaban con curiosidad por encima del fornido brazo de mi padre. Me pregunté qué sentiría una vez que finalizara la Variable. ¿Sosiego? ¿Indiferencia? ¿Culpa?
Permití que el filo del cuchillo se escapara del amparo de mis dedos y atravesara la habitación una vez más. Advertí cómo mi padre arrastraba a mi madre hacia la izquierda al igual que ocurría en el recuerdo. Percibí el atronador sonido de los rayos en el exterior. Atiné a observar cuando el adulto se deslizó a su derecha, arrastrando con él a mamá. Y ése fue el momento exacto en que me paralicé.
En una fracción de segundo, él había resbalado. Sin posibilidad de recurrir a un sostén más adecuado reposó su peso sobre mamá obligándola a retroceder escasos metros. Ella se reclinó para recuperar la compostura y, en ése preciso momento, el cuchillo atravesó el costado para posarse sobre el exterior del hígado. La observé caer, estupefacto; empero, no fui capaz de dilucidar que yo mismo había sido derribado al suelo bajo mi propia voluntad. Tampoco el vacío de mi estómago. La mecanización de mis acciones.
El Lanzador repiqueteó sobre la gélida loza pero nadie pugnó por recogerlo.
Sabía, de alguna manera, que aquello conformaba una posibilidad. Sólo que no había sido consciente de su reacción en mí. Mi madre había fallecido, era un hecho fáctico. Las prolongadas noches en las cuales había decidido no unirme al grupo de shanks que imaginaban una figura materna al otro lado del Laberinto, aguardando a por ellos, ahora parecían insulsas. El miedo que me había embargado, al momento de escoger o no recuperar mis recuerdos, bastaba para increparme. Las efímeras imágenes, que había recogido durante mi estadía en el Palacio de los Cranks, resultaban verídicas evidencias de una muerte presurosa, la culpabilidad de un crío y el recuerdo de un hombre abrumado por la Llamarada.
Y es que, de alguna manera, también yo había sido culpable de la muerte de mamá. El cuchillo jamás hubiera dado en el blanco al cual había estado predestinado. Una cadena de acontecimientos sería suficiente para estimular la catástrofe en la cual fui partícipe. "Si yo no hubiera arrojado el cuchillo, si papá no hubiera tropezado, si mamá no hubiera retrocedido dando trompicones…" las posibilidades habían sido, en su totalidad, contempladas. No obstante, el arrebato por defender lo que quería había acabado con aquello a lo cual había anhelado proteger. ¿Qué opción tenía ahora? Debía erigirme y continuar. Respiré profundamente, limpié mi rostro de todo vestigio de lágrimas e insté recomponer la compostura. Ciertamente, aquélla mañana en el Claro, me sentía ajeno a mi propio cuerpo. Como si una parte de mí quisiera echarse a llorar otra vez. Pugné contra el impulso de quedarme. Había decidido que podría cargar con el peso. Debía hacerlo, al igual que mamá, no tenía opción y, al mismo tiempo, era consciente que olvidaría todo a transcurridas algunas horas. Caminé, rengueando ligeramente, hacia la puerta norte sin permitir que los shuck Creadores me quebraran una vez más. No podía ofrecerles semejante entretenimiento.
