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GREGORY LESTRADE

Cerró los ojos por unos segundos, un día más, las tres palabras que repetía en su cabeza, las tres palabras que lo mantenían ligeramente alejado de la locura. El frío del mes era particularmente incisivo, las calles durante la mañana aparecían heladas, sin embargo, durante la tarde eso auguraba un local lleno. La gente se refugiaría dentro de las paredes de su muy pequeño y muy íntimo restaurante para poder relajarse, quitarse los gorros, bufandas, guantes y pesadas chamarras o abrigos.

Su sous-chef lo miró en busca de ayuda al abrir la puerta de la cocina que daba al callejón trasero, desde donde el acceso a la bodega era mucho más sencillo, corrió para permitirle entrar, iba cargada con el pescado y la carne necesaria para el día; los vegetales, el pan, las especias, de eso se abastecía cada semana, pero el pescado y la carne tenían que ser del día y compradas en un lugar escogido por él mismo.

-¿Armand mantuvo el precio? –preguntó mientras examinaba los pescados, grandes y frescos, de la mejor calidad.

-Sí –respondió y se talló las manos contra los costados de su cuerpo, no era una joven débil o delicada, pero había cargado diez kilos y había caminado desde el mercado sin ayuda.- Pero te advierte que tendrás que entrar a las subastas, que no te dará trato preferencial en un futuro.

Las subastas de pescado eran para los grandes restaurantes, para los hoteles, para los grandes y encumbras chefs, él no tenía el dinero para pagar, pero la calidad era indiscutible. Suspiró, no iba a comprar pescado como cualquier ama de casa, como si lo suyo fuera un restaurante de tercera, no, por eso confiaba en que su amigo desde hacía veinte años le facilitara lo mejor sin esperar que pagara un precio exorbitante.

Había estado equivocado, claro, ya no compraba para el Chiltern Firehouse, ya no compraba muchísimos kilos, ni los ejemplares más grandes. Ahora estaba ahí, en su pequeño local de diez mesas, escondido, alejado de todos, un lugar que se mantenía con cinco personas, que tenía una clientela de conocidos, de gente que lo siguió desde la fama internacional por la simple razón de que "nadie cocina como él". Sin embargo, el rango de ganancias era limitado, pagaba los salarios que debía de pagar y para él no guardaba gran cosa.

Por fortuna la casa era suya y quedaba a tres calles del restaurante, el local igual era suyo, lo había pensado para su retiro, cuando tuviera setenta años y quisiera cocina para sus amigos y servirlos como se debía. No tenía televisión por cable, no tenía internet, no había nada en el mundo que le interesara. Sólo estaba la cocina, estar ahí por la mañana, preparar los ingredientes de un menú en el que trabajó por la noche con su sous-chef, cocinar para el puñado de personas que entrarían por la puerta entre las dos y las ocho de la noche, cerrar, sacar las cuentas del día, preparar el menú del día siguiente, darle dinero a Donovan para que llegara temprano al mercado y era todo.

Sentarse en su casa a beber vino durante toda la noche, dormir tres horas entre las cuatro y las siete de la mañana, desayunar una taza de té y caminar hasta el restaurante a las diez de la mañana no eran cosas que contara a nadie. El peor día era el domingo, siendo tan pocos tenía que cerrar el restaurante un día. Por lo que sólo se quedaba mirando el techo, acostado en su cama, hasta que volvía a oscurecer y su cuerpo se desconectaba.

En días así, cuando no tenía nada que hacer, era cuando recordaba. Cinco años no era nada, eran como un suspiro y al mismo tiempo, eran como la eternidad. Recordaba cada segundo de las últimas 24 horas de su hija, por la mañana ella se había levantado lo suficientemente temprano para decirle adiós, de otra manera no habría podido verlo, porque él salía de su casa mucho antes de que fuera hora de despertar, después ella estaría en la escuela, en la tarde iría al ballet y cuando él llegara a su casa de vuelta, ella llevaría horas dormida.

Le sonrió y no volvió a verla hasta la noche. Él llegó exhausto, se sentó en la sala con una copa de vino tratando de relajarse, la presión era demasiada y había días en que pese a su experiencia, todo se complicaba hiciera lo que hiciera. La escuchó caminar hacia él y se hizo el dormido, ella cayó sobre su estómago y comenzó a reír, llevaba su pijama y sus alas de ángel, esas que usaría en el festival de la escuela unos días después.

-Ve a dormir Angie –le dio un beso en la frente y esperó a que se levantara.

-Hasta mañana papá.

La última vez que la vio caminaba por el pasillo con dirección a su habitación, su silueta dibujada con la luz que venía desde el último cuarto, las alas de ángel que le indicó que debía quitarse. Así era como la recordaba, su pequeña alejándose de él. Por la mañana salió antes de las cuatro, había dormido sólo un par de horas, pero tenía que llegar al mercado y comprar lo mejor para el sashimi que sería su platillo estrella por la noche.

Estaba ya en el restaurante cuando recibió la llamada de la que era su esposa, una voz histérica que le costó mucho reconocer. Las palabras jamás las olvidaría, Angie está muerta, la atropellaron.

2

Lo único que lograba que hacerlo olvidar por unas horas era cocinar. Tomar cada uno de los ingredientes, medirlos, pesarlos, mezclarlos, hervirlos, cocerlos, cortarlos, picarlos, sazonarlos. Convertir lo sencillo en algo complejo, delicioso, inolvidable. Por eso mismo, por la forma que tenía de hacer trascender cualquier platillo, era que lo había seguido tanta gente. Creía que nadie lo recordaría, que después de dos años de confinamiento sería un desconocido.

Pasaron sólo dos semanas después de haber abierto el restaurante cuando comenzó a llenarse noche tras noche. Los clientes regresaban, ordenaban de su menú que nunca se repetía, podía cambiar todos los días sin que le causara gran problema, para él las opciones eran infinitas. Con la afluencia de clientes tuvo que venir alguien más, Sally Donovan tenía veintidós años y demasiadas ganas de aprender, había estado en la escuela, tenía una licenciatura, pero era demasiado joven y ningun tipo de conexión que la ayudara.

Apareció en el restaurante a la hora en la que él llegaba y no lo dejó en paz hasta que le demostró que las calificaciones obtenidas en la escuela era prueba de que podía cocinar cualquier cosa que él pidiera y de la mejor manera. Lo que en esencia podía, sin embargo, necesitaba pulirse, alejarse un poco del libro de recetas y darle un toque único a cada platillo, algo que la hiciera deseable para ser la chef de algún encumbrado restaurante.

Esa era la meta de Donovan, la de cualquiera en el negocio, pero habían pasado tres años y no parecía deseosa de irse. Tal vez encontraba algo en la tranquila vida pueblerina que no tendría en otro lado. La veía sentarse con una taza de café, con todo el tiempo del mundo, en una de las mesas que daban a la calle, mirando a la gente pasar, gente sencilla con problemas normales. Ella tomaba sorbo tras sorbo y parecía haber olvidado que tenía veinticinco años y grandes aspiraciones. Ahora sonreía como boba cada que Phil, el chico que trabajaba como mesero le preguntaba si podía acompañarla.

Era una tontería, ambos eran tan jóvenes. Phil no era un fracasado trabajando de mesero, para nada, tenía un doctorado, veintiocho años y sin embargo, un día tuvo una crisis nerviosa y su presión arterial llegó casi a los 200. Lo cual era terrible, iba a sufrir un infarto. Así que dejó todo y se fue a un pueblito a una hora de Londres, un refugio de imposible cercanía con la ciudad donde todo parecía haberse detenido. Y ahora era mesero, desde hace un año. El hombre parecía feliz, de tener tiempo de intercambiar miradas con Donovan, de susurrarle cosas al oído.

Tal vez ellos, pese a estar en la edad de querer comerse al mundo, había sido mil veces más sabios de lo que él fue.

Michael Dimmock carraspeó para obtener su atención, se encargaba de la contabilidad y de todos los procesos legales que conllevaba el tener un restaurante abierto cumpliendo todos los requisitos que le marcaban. Era el trabajo aburrido, ni siquiera hacer el aseo del local, cosa de la que se encargaban entre todos era así de tedioso. Pero él parecía contento, no eran sus únicos clientes, llevaba las finanzas de varios negocios de la localidad, sin embargo, pasaba tiempo sentado en una de las mesas, tomando café y rodeado de papeles y con su computadora personal siempre encendida.

Era él más mundano de todos y ahora quería enseñarle el balance del 2015 para su declaración de impuestos. Suspiró, aquello sería muy aburrido, pero no le quedaba más remedio que prestarle atención, era parte de todo, no sólo era cocinar, si mucho más. Los números, el dinero, los impuestos eran una parte, pensó al ver a Michael desglosar sus ingresos y egresos con una simplicidad que parecía imposible. La amistad que batallaba por convertirse en amor era otra parte, pensó al mirar de reojo a Phil rozar la mejilla de Donovan, ella se sonrojó como si fuera una adolescente y él retiró la mano al instante.

La mejor parte era en definitivo cuando podía olvidarse de todo eso y meterse a la cocina. Cada platillo era una obra de arte, la más efímera de todas, pero alabable a pesar de eso. En su cocina no había pasado el tiempo, ahí era de nuevo el joven prodigio que llegó a chef en un año después de ser sólo un simple aprendiz. Ahí era de nuevo el enamorado de la joven mesera que siempre llevaba las órdenes, el que se casó con ella en secreto, el que vivió con ella sin que nadie supiera. Su mundo era extraño, los pequeños escándalos los rodeaban y ellos sólo querían amarse.

En la cocina, era de nuevo el hombre que siempre quiso una familia con muchos hijos, pero ella, quien con mucho esfuerzo se convirtió en chef como él, siempre quería esperar. Esperó hasta tener treinta y siete años, cuando Angie nació ella siguió trabajando. Y él también, así que no podía reclamarle. Aunque ella lo resintió primero, después de dos años de dejar a su hija en la guardería decidió que no podía más, que se le partía el corazón cada que la niña se quedaba llorando. Pero él siguió, siguió y siguió.

Hasta que no hubo más Angie. Su esposa se fue, se divorciaron sin volverse a ver la cara. Él estaba aquí, en este pueblito a una hora de Londres, pintoresco, lleno de turistas los fines de semana, gente que escapaba de la ciudad para cenar con uno de los más reconocidos chefs de Inglaterra, el que cocina sólo para unos cuantos.

En su cocina podía volver a cuando no era nadie, sólo un niño pegado a las faldas de su abuela, quien sonreía al verla crear de ingredientes simples, la comida más maravillosa.

El teléfono sonó y pese a estar a unos pasos de él, dejó que Molly saliera de la oficina y contestara. Había llegado la última, apenas tenía dos con ellos. Era mayor, rondaba ya los cuarenta años y dejó atrás un matrimonio triste que la mantuvo en la depresión durante mucho tiempo. Al llegar ella intentó algo con él, pero de inmediato tuvo que admitir que pese a todo su esfuerzo, ahí jamás habría nada. La chica era linda pero no podría haber otra mujer en su vida. Su ex esposa lo había sido todo, la que lo entendía, la que sabía cómo era su vida, la que nunca le recriminó por haber seguido trabajando pesé a tener a Angie en sus vidas.

Porque sabía lo que era ser el primer chef de un país, ese a quien se buscaba cuando un presidente de una nación amiga visitaba la nación, el que prepararía lo más exquisito para impresionar hasta el más poderoso. Ella sabía por qué no había estado, sabía que no era abandono, que la amaba y que amaba a su hija. Ninguna mujer podría compararse, aunque tuviera cinco años sin verla, sin hablar con ella.

Así que Molly lo dejó de intentar y siguió con ellos. Era recepcionista, atendía el teléfono para las reservaciones y asignaba las mesas, publicaba el menú en la página de internet y en el Facebook durante la noche para que la gente supiera lo que servirían. Sonreía, era amable con todos, reía y contaba algunas bromas. Era una buena chica, definitivamente.

-¿John Watson? –Dijo mientras pasaba las hojas de la agenda virtual que tenía en su Ipad, una aplicación como todos le llamaban, él sentía que el papel y la pluma serían más confiables, pero parecía que sólo él pensaba así.- Me parece que no tenemos disponible más que el sábado dentro de dos semanas.

Así era, todo lleno con dos semanas de anticipación, lo suyo habría sido un éxito si no fuera porque no lo era. Eran un sencillo lugar, diez mesas, horario entre dos y ocho de la noche, de lunes a sábado.

El nombre, Henry Watson lo hizo reaccionar. ¿Podría ser?

-Molly –dijo y aunque lo hizo casi en un susurro ella lo escuchó y le pidió un momento a la persona con la que hablaba.- ¿Podrías pasarme el teléfono?

Ella lo hizo y él dudó, estaba a punto de dejar que un pedazo de pasado se colara a su refugio, pero si era Henry Watson, el hombre de negocios que él conocía y apreciaba desde hace treinta años, no podía hacer nada más que dejarlo entrar.

-¿Henry Watson inversionista?

La risa que escuchó del otro lado, como de oso, grave y profunda, le hizo reconocer a su amigo, otra persona con la que no había hablado desde hace cinco años. Hablaron casi por media hora antes de que las responsabilidades de ambos les hicieran imposible el permanecer al teléfono. El domingo el restaurante permanecía cerrado pero les dijo que cocinaría para él y para su esposa. Algo que no hacía para nadie pero por alguna razón quería hacerlo. Sólo esta vez, se dijo.

3

Henry Watson no era como lo recordaba, estaba algo gordo y se veía viejo, claro, tenía cincuenta y tres años, una esposa de treinta y tres y un hijo de diez años. Su vida era perfecta, no podía negar la punzada de envidia que sentía al mirarlo, cinco años atrás trabaja demasiado, ahora, buscaba una casa alejada de la ciudad para vivir más tranquilo.

Comieron en total tranquilidad, la esposa era amable, casi no había convivido con ella en el pasado pero ahora pensaba que había sido un desperdicio, sin embargo ella si había ido muchas veces a su casa, había tomado el té con su ex esposa y su hijo John, había jugado durante horas con su Angie. De todo eso se había perdido, nada de eso había vivido.

John era un niño callado, estaba sentado en otra mesa, leía un libro, después sacó un tablero de ajedrez portátil y se pudo a practicar jugadas. Henry le contó que era muy inteligente, que había participado en torneos y tenía el segundo lugar por edad a nivel regional.

Terminaron de comer y salieron a caminar por el pueblo, él les recomendó una de las casas que estaban vendiendo, conocía a los dueños, estaba en perfectas condiciones. Para principios del verano se mudaron, comían dos días a la semana en el restaurante, John los acompañaba, hubo veces que habló de Angie, de cómo ella le había enseñado lo que era el ajedrez y algunos movimientos. Eso no lo sabía, por la noche lloró porque no sabía que su hija sabía jugar.

Para él fue bueno el cambio, el ver varias veces a los Watson durante la semana le traía cierto grado de felicidad, ellos le hablaban de cosas normales, de cómo Henry tomaba el tren todas las mañanas y tardes y había encontrado un gusto al hacerlo, le daba tiempo de leer el periódico, de observar a la gente que se sentaba alrededor de él. Inventaba historias para esas personas como si las conociera y sonreía, era un juego que solía hacer con John en los viajes largos.

La señora Watson, Beth, gustaba ahora de la jardinería y había comprado una cantidad enorme de flores, además de que solía acompañar a John al parque o dar un paseo por los alrededores. El niño de diez años aun no hacía amigos pero esperaban que eso cambiara cuando la escuela iniciara en septiembre.

De su casa al restaurante llegaba en cinco minutos, pero esa mañana de agosto era particularmente agradable, así que tomó el camino largo, pasó frente a la recién remodelada casa de los Watson, era sábado por lo que la casa aparecía en silencio. Siguió su camino atravesando por un barrio de casas con patios traseros y lindos jardines, nunca antes le había prestado atención a estos lugares, tan cerca de él y tan extraños al mismo tiempo.

Había un camión de mudanzas en una de ellas, sin pensar en ello se detuvo frente a la propiedad, miró como bajaban cajas y más cajas, algunos muebles para la sala, colchones y, siendo esto último lo que más llamó su atención, un muy lindo piano de cola. Sin percatarse se encontró pensando en las persona que llegarían a vivir al lugar, ¿de dónde vendrían?, ¿en que trabajarían?, ¿tendrían niños?

Sacudió la cabeza y siguió su camino, no tenía mucho sentido quedarse imaginando sobre aquellas personas, la gente iba y venían, dejaban su vida detrás y comenzaban nuevas, era algo normal, algo que no significaba nada para él.

El día transcurría de manera eficiente. Donovan podría muy bien cocinar cada platillo sin su presencia, sin embargo a ella le gustaba ver cómo interpretaba cada receta, cada ingrediente se transformaba en algo desconocido y maravilloso, digno de ser degustado. Una simple cazuela de pollo con hongos era disfrutada mil veces más cuando se agregaba el vino blanco, las diferentes clases de cebollas, el romero y el laurel.

No era nada del otro mundo, le dijo a ella desde que la conoció, sólo tienes que hacerlo entrañable. El precioso tazón cuadrangular y la cuchara de cerámica con que lo servían lo hacían entrañable, la sous-chef lo sabía a la perfección, lo veía en la expresión de los comensales cuando Phil dejaba los platillos en las mesas, sabían que esa sensación de haber ordenado algo que no sólo tuviera un sabor delicioso sino que además les dejara una sensación de estar siendo servidos con algo más que no fuera obligación.

Al final del día, pasadas las nueve de la noche, salían los últimos clientes y ellos podían cerrar, limpiar, dejar todo listo para iniciar el trabajo al día siguiente. Si trabajaran para un gran restaurante londinense, el día ser terminaría de madrugada y empezaría de madrugada, el chef y el sous-chef jamás descansarían y ninguno tendría una vida real fuera de la cocina. Sonrió, aquella vida no la extrañaba, no querría volver a empezar, volver a olvidar que trabajaba con personas y que el mismo lo era, que se merecía algo más que sólo el inventario de la bodega o el refrigerador.

Por esa razón disfrutaba el ver como Donovan y Phil se alejaban caminando de regreso a su casa, la de él o la de ella, no tenía idea; de igual manera era agradable acompañar a Molly hasta su departamento en aquellas noches en las cuales su prometido, un tal Thomas a quién conocieron muy recientemente, no podía pasar a recogerla. Aunque había noches en que Michael Dimmock tenía que aclarar cosas con el sobre la contabilidad, sobre todo cuando tenía que entregar los bonos por cumpleaños o cumplir con ciertas fechas del calendario fiscal.

4

JOHN WATSON

El primer día de clases era muchas cosas, podía ser agradable, divertido, educativo o, por el otro lado, podría ser espantoso, desesperante y engendrar los peores deseos; como el desear golpear a su compañero de mesa.

No era la típica persona, nadie que hubiera conocido previamente se le podía comparar, aunque tampoco es que conociera a muchas personas, después de todo era un niño de diez años que no tenía ningún amigo. Eso lo había comprobado, al dejar su anterior escuela invitó a varios de sus compañeros a pasar el verano en su nueva casa, la cual tenía alberca y una casa del árbol. Ninguno de ellos lo hizo, su madre no recibió ninguna llamada para planear la visita y él, como siempre, se quedó sentado solo, jugando solo.

Sí dijera que lo entendía mentiría, según su evaluación de la situación él era una persona agradable, le gustaban los deportes y tenía una buena colección de cómics; nada que ver con su ahora compañero en el salón de clases, quien era también era nuevo en la escuela y la ciudad, pero parecía no tener ningún interés por agradar. Por el contrario, había logrado ofender a la maestra al decirle que su lápiz de labios lograba hacer que su boca se viera gigante y que por lo menos diez de sus compañeros desearan golpearlo al decirles que les gustaba Peppa Pig porque se sentían identificados con su peso.

A él sólo le había dicho que su madre tenía un complejo de Electra no resuelto y que esa era la razón por lo que se había casado con su padre. No tenía la más mínima idea de qué era eso, así que no reaccionó, simplemente lo ignoró el resto de la mañana hasta el receso. En lugar de ir a comer su lunch, se ocultó detrás de los árboles y sacó el celular que su madre le pidió mantuviera con él siempre, pero que se abstuviera de usarlo en la escuela. Tenía que saber qué le había dicho su compañero.

Una simple búsqueda de Google le hizo comprender que no entendía nada y sin embargo, las ganas de darle un golpe de lleno a la nariz de su compañero fueron creciendo. Tuvo que tolerar estar sentado a su lado el resto del día, mientras él se esforzaba por copiar los temas, el chico de rizado cabello negro garabateaba en su cuaderno o trazaba lo que parecían letras, número y rayas. Era incompresible, de verdad, era un misterio extraño y desesperante.

Al final del día sólo quería ir a su casa y preguntarle a su madre sobre aquello, parecía algo malo, aunque si le dijera que había usado su celular para entrar a internet seguro lo bloquearía para impedirlo en un futuro. Estaba a punto de salir del salón cuando la mano delgaducha de su compañero lo detuvo.

Podría haberse enojado, darle ese golpe que parecía merecer, sin embargo, ese niño frente a él lo miraba con una inteligencia que era obvia para cualquiera; hasta su manera de insultar rayaba en la genialidad, con excepción de lo de Peppa Pig, pero bueno, eso lo pensaba también porque no comprendía qué tenía de lindo las aventuras de una cerdita mal dibujada.

-Eres más inteligente que yo –dijo de repente al notar que el silencio entre ambos era molesto- pero no por eso paso por alto el hecho de que lo que has dicho lo has hecho con la intención de molestarme.

-Pues tú articulas mucho mejor que la mayoría de los niños de tú edad. –Le respondió. John dio un respingo, ¿qué esperaba de ese niño? ¿Una disculpa? Aunque si se analizaba lo que acababa de decirle estaba de cierta manera aceptando que John era ciertamente mejor que el resto de sus compañeros, ¿era eso? Finalmente era cierto, lo habían dicho todas sus maestras en la escuela previa, la capacidad de John sobrepasaba la del resto, aunque sus padres se habían negado rotundamente a adelantarlo de año.

-De nuestra edad –sentenció John, su compañero de cabello rizado puso los ojos en blanco y se quejó como si aquello le provocara malestar físico.

-Tengo once, los cumplí en enero.

John estuvo a punto de echarse a reír, considerarse mayor por unos cuantos meses de diferencia era una tontería, parecía hasta inocente el considerarse mucho mejor que otros por la fecha de cumpleaños.

-Pues yo los cumplo en julio, –dijo ligeramente desesperado- el 7, espero te sea de utilidad esa información.

-Es posible que así sea.

Sonrió y John se echó a reír, ¿era acaso que un par de niños debían de conversar de esa manera? No, por supuesto que no, pero ¿cómo era que los niños de casi once años conversaban? Si tuviera amigos lo sabría, en vez de eso, estaba considerando que el niño más complejo que hubiera conocido podía ser un buen candidato para ser algo más allá que su compañero de banca.

Salieron de la escuela concentrados en su plática, su nuevo amigo trataba de explicarle algo sobre lo que él jamás había escuchado, por más inteligente que fuera ningún niño normal se preocupa por leer a un tipo apellidado Jung y sus posteriores interpretaciones.

-¿Entonces tu insulto se refería a que mi madre se casó con un hombre mucho mayor porque tiene una fijación con su propio padre?

Sherlock, porque el niño de cabello rizado e inteligencia sobrenatural tenía de igual manera un nombre único, se quedó callado valorando por un momento su respuesta. Ladeó la cabeza, abrió y cerró la boca dos veces, tragó saliva y entonces, se quedó por completo en silencio.

-Yo… no… tal vez…

-¡John!

Su madre lo estaba esperando en la entrada de la escuela, tenía esa expresión preocupada que trataba de disimular con alegría. John suspiró, habían sido unos largos cinco años. Su madre dejó el trabajo, se dedicó en cuerpo y alma a su cuidado y si valoraba un poco la situación, era también una de las razones por las que no tenía amigos. Su madre jamás dejaba que hiciera nada remotamente divertido, como andar en bicicleta o si quiera ir a un parque de diversiones.

-Tú madre es joven –dijo Sherlock al verla.

-No tanto, ya tiene treinta y tres.

Ambos se echaron a reír.

El primer día de clases también marcó una diferencia en sus actividades vespertinas, en la otra escuela, por la tarde, habría hecho la tarea y junto con su madre, disfrutado de una deliciosa cena casera. Era todo, salir por la tarde una vez que hubieran llegado a su casa estaba fuera de toda discusión, a lo más que podía aspirar John era a sentarse junto a la ventana y ver a los demás tener una vida "normal".

Fue cosa de una simple pregunta, Sherlock ¿quién está en tu casa ahora? La respuesta de su ahora amigo, porque esperaba poder considerarlo así, fue tan sincera como espeluznante. Miró a su madre con su expresión seria y le respondió tranquilamente: Mis padres están muertos y sólo vivo con mi hermano mayor y la señora Hudson.

Sherlock fue invitado a casa de John aunque tuvo que llamar a la señora Hudson para que ella no lo considerara perdido y activara un protocolo de seguridad muy complicado. Pero fuera de eso fue de lo más natural que el niño se fuera con John.

-¿Tú hermano de verdad se llama Mycroft?

Sherlock se pasó la mano por el rostro y dramáticamente pareció pensar en la respuesta, John consideraba aquello de lo más gracioso. Estaban sentados en la cocina, los cuadernos esparcidos por la mesa aunque la tarea la habían terminado una hora antes. Su madre se entretenía en la sala, dándoles un poco de espacio, pero con todas las ganas de entrometerse.

-Nuestros padres querían ser originales.

-Mucho mejor que John.

-John es un buen nombre.

-Sí, claro.

5

MYCROFT HOLMES

Convencer a la madre de John Watson de que era perfectamente seguro el hecho de regresar caminado a su casa probó ser imposible, por lo que ambos niños estuvieron jugando hasta el timbre de la casa sonó a las 9 de la noche. Sherlock también había tenido que mandar un mensaje que seguramente causaría que su hermano mayor se preocupara o la emoción más cercana a la preocupación.

Se levantó del sofá desde donde habían estado viendo una película de ciencia ficción, una que John Watson había insistido fervientemente en que vieran, porque era contra natura el que él no supiera nada del tema. Había entendido poco porque su atención se perdía, entonces John le picaba las costillas y le hacía notar la importancia de tal o cual situación. Pero al escuchar el timbre saltó, se alisó el pantalón, se arregló el chaleco y buscó su chamarra, para cuando la señora Watson abrió la puerta él estaba ya listo para partir con su mochila en el hombro.

Hubiera querido demostrar lo feliz que estaba de ver a su hermano regresar, trabajaba en un puesto menor Departamento de Relaciones Exteriores del Gobierno Británico y tenía que hacer el viaje a Londres todas las mañanas y tardes. Mientras no estaba en la escuela para Sherlock aquello no era gran trámite, no salía de la casa y nadie iba a visitarlo, sólo la señora Hudson siempre presente. Pese a la soledad, estaba seguro, nada le pasaría dentro de su hogar.

Ahora, en el primer día de clases, todo lo inesperado sucedió y notó la tensión en Mycroft, por lo que no se lanzó a abrazarlo o expresó de ninguna manera su felicidad. John no paraba de mirarlo como si se hubiera transformado en un insecto o algo igual de extraño y desconocido. Pero así era con su hermano, tenía miedo de expresarse, de mostrarse, porque tal vez no sería bien recibido.

Sherlock lo sabía bien, vivir tanto tiempo con el corazón roto no era fácil y Mycroft no sólo lo tenía roto, sus pedazos habían sido esparcidos por todas partes, volviendo imposible la tarea de repararlo. Su caso era el mismo, podía responder como si nada pasara que sus padres habían muerto, podría hasta haber contado la historia completa, de cómo él lo vio todo, de cómo antes de que nadie pudiera impedirlo, se acercó a sus cuerpos y tomó la mano de su madre hasta que esta empezó a perder calor.

Eso debería haberlo marcado de por vida, hizo que durante un tiempo no quisiera ni abrir los ojos o salir de su cama. Después sólo fue un profundo silencio, ante todos, la gente en su escuela, su terapeuta, su hermano. Ahora, sólo quería dejarlo atrás, olvidar el dolor aunque fuera un poco, no pensar sólo en eso. El problema era que cada que miraba a Mycroft estaba ahí todo de nuevo, por eso terminaba evitándolo, porque no toleraba la culpa que se reflejaba en sus ojos.

-Buenas noches. –El muy educado Mycroft Holmes era capaz de impresionar a cualquiera con dos palabras, porque siempre las pronunciaba como si se tratara de un caballero inglés de la más alta cuna, además de todo, hacía una pequeña reverencia que lograba que cualquier se sintiera exageradamente importante. Por si no eso fuera poco, pese a tener treinta años cumplidos, vestía como abuelito, aunque era algo que Sherlock jamás verbalizaría, sólo lo pensaba.- Vengo a recoger a Sherlock Holmes, recibí un mensaje de su parte donde me informaba que estaría visitando al joven John Watson.

La madre de John se quedó con la boca abierta claro, era el efecto usual que Mycroft tenía en los demás, aunque claro, si supiera de su trabajo en Relaciones Exteriores, que se graduó en Relaciones Internacionales y Política Exterior antes de que él naciera, que estuvo becado por la Cancillería en Alemania y en Corea del Sur y que ahora acompañaba al Primer Ministro bajo un falso puesto de "traductor" en situaciones importantes como por ejemplo las reuniones secretas para tratar los ataques terroristas en París.

Sí eso lo supiera la señora Watson se iba de espaldas.

Claro que de eso no se hablaba, ni tampoco debía comentar esos viajes de hasta tres semanas donde Sherlock debía quedarse sólo con la señora Hudson, quien lo cuidaba como si se tratara de su nieto, aunque no lograba que se fuera a dormir temprano o que comiera algo más sustancioso que una galleta.

-¡Mycroft! –Exclamó la señora al mismo tiempo que hacía pasar a su hermano, la sonrisa amable que estaba en su rostro era una de evaluación, sabía que estaba prestando atención a todo a su alrededor y calculando el riesgo al que Sherlock se había enfrentado al ir a esta casa en vez de la suya. En su casa tendría que haber cenado, hecho sus tareas y esperado a su hermano, no tendría por qué haber cambiado su rutina en el primer día.- Pasa por favor, estás en tu casa.

Mycroft siguió sonriendo, aceptó la invitación de la señora Watson y conversó con ella por unos minutos, respondió las preguntas obligadas sobre su edad, una vaga explicación sobre su trabajo y fue todo. Sherlock sabía que se sentía incómodo, que tenía ganas de tomarlo del brazo y hacerlo salir de inmediato, pero no lo haría, claro que no, Mycroft Holmes sabía cómo complacer a la gente, hacerle creer cosas que no existían y manejarlas a su gusto.

-Sherlock, es tarde, debemos ir a casa. –Dijo y él estuvo a su lado en cosa de segundos, se despidieron amablemente y se alejaron caminando las siete calles que separaban ambos hogares. El niño suspiró, pese a todas las cosas fuera de lugar aquel día había sido bueno, John Watson era una persona interesante y su hogar y su madre eran agradables. Esperaba que su hermano no le prohibiera regresar a su casa, tal vez si le contaba que se había comida la sopa y el pollo primavera que le sirvieron eso ayudaría a que le diera permiso.

Mycroft abrió la puerta de su casa y dejó pasar a su hermano, este quiso decirle gracias pero romper el silencio ahora parecía complicado. Hizo lo de siempre, dejó sus cosas en el clóset del recibidor, fue a la cocina a beber un vaso de leche, se cambió de ropa por la pijama y apagó la luz para fingir que dormía. Aunque esta vez se quedó dormido de verdad, estaba cansado, el día con John lo había cansado.

El hombre mayor escuchó cada uno de los movimientos de su hermano hasta que todo quedó en silencio en el piso superior. Ni un solo susurro, perfecto silencio. Esto llamó su atención y cuando se asomó al cuarto de su hermano lo escuchó respirar acompasadamente, estaba dormido. Eso no era normal. Quiso no preocuparse, lo cual era imposible, así que tuvo que entrar y acercarse a su cama, tocó con suavidad su frente, estaba fresco.

No era una enfermedad, se quedó más tranquilo. Trabajó hasta medianoche y entonces, sabiendo que tendría que levantarse temprano para asegurarse de que Sherlock desayunara, se fue a la cama. No había mencionado nada pero el hecho de que Sherlock hiciera un amigo en su primer día de clases lo llenaba de esperanza, aunque fuera uno que rompiera la rutina de su hermano. La rutina lo era todo, así de esa manera él sabía dónde estaba y qué hacía. Le impedía entrar en pánico y eso era muy importante ya que la mayoría de los días tendría que ir a Londres y regresar hasta la noche.

¿Era John Watson alguien confiable? Tendría que investigar a la familia, lo haría en el tren de camino a la ciudad después de dejar a Sherlock en la escuela.

6

Oficialmente no trabajaba en Downing Street, pero tenía una oficina completamente equipada con una asistente. La asistente era una agente del MI6 que lo acompañaba cuando tenían que hacer viajes internacionales con el Primer Ministro, su prioridad era protegerlo debido a la cantidad de información confidencial que tenía en su poder. Anthea se llamaba, era cinco años menor, educada en los mejores colegios y cinta negra en tres diferentes artes marciales. Ella había estado a su lado los últimos cinco años y sabía a la perfección que tantos problemas personales cargaba.

Por eso, cuando llegó con los ojos enrojecidos supo a la perfección que había llorado mucho y que lo que fuera que lo estaba afectando tenía directamente que ver con la muerte de sus padres. De eso nadie hablaba, para la gente común Mycroft Holmes perdió a sus padres y ni siquiera había derramado una lágrima en el funeral, eran los mismos que pensaban que no tenía corazón o que era el hombre de hielo.

Ella sabía que no era así, que lloraba cuando nadie podía verlo, que extrañaba lo que era su familia antes de que todo se destruyera, que se había llevado a vivir a su hermano a un lugar que consideraba seguro porque temía que pisara la calle. Que imaginaba los peores escenarios donde su hermano pudiera salir lastimado y esos escenarios siempre eran su culpa.

-¿Mycroft? –Le dijo al entrar a su oficina y cerrar la puerta. Sólo ella le podía decir así y no ser sacada del edificio a patadas.

-Necesito que amplíes la vigilancia de mi hermano hacía el niño John Watson y su familia.

La respuesta era simple, una orden clara, pero ella no quedó conforme. La vigilancia que se aplica a Sherlock Holmes era básica al ahora estar viviendo en un pueblo perdido de la modernidad, aunque quedara a una hora de la ciudad. Había dos agentes, vigilaban la casa, el ir y venir del niño a la escuela, y la escuela como tal. Ampliar la vigilancia a John Watson y familia era asignar otro par de agentes que hicieran lo mismo, seguro se reunirían a comer donas afuera de la primaria, terminarían exageradamente obesos.

-Es el nuevo amigo de Sherlock –dijo a modo de aclaración. Eso lo hacía un poco más claro para Anthea, un amigo de Sherlock Holmes era tan valioso como el diamante más puro. Invaluable. Pero había algo más. Mycroft trató de ocultarlo pero ella sólo tenía que seguir ahí, sin decir nada, esperando.

-John Watson tiene diez años, hace cinco años acudía al mismo kínder que Sherlock, fue retirado después del accidente.

-¿Se conocían?

-No –respondió secamente, se tomó un momento antes de volver a hablar.- Sherlock iba adelantado un año porque los niños le parecían demasiado pequeños y… tontos.

Anthea sonrió, sólo un Sherlock Holmes de cinco años podría decir aquello, considerar que sus compañeros eran tontos y pedir que se le adelantara un año por esa simple razón. Aunque ella sabía que bien podrían haberlo puesto en la primaria y seguiría pensando lo mismo. No era que lo supiera todo o que siquiera que supiera más que los demás, ella lo había comprobado, pero sus sentidos estaban muy alerta y averiguaba las cosas de una manera que nadie más podía.

Además de todo si tomaba un libro era capaz de leerlo y entenderlo en el transcurso de unas horas, aunque después lo más seguro era que lo olvidara. Él decía que lo "borraba", que era información inútil, probablemente era cierto, sin embargo había cosas que jamás olvidaba, que guardaba celosamente en su mente. Para ella era una contradicción, un genio que a duras penas sabía sumar y restar.

-Así que años después el destino los vuelve a unir…

No había querido decir aquello, la mirada casi ofendida de Mycroft le dejó muy claro que no debería haberlo dicho en voz alta, pero era extraño para ella como podía algo tan al azar parecer predestinado. Pero a un Holmes no le hablas del destino, por lo menos no al Holmes que tenía enfrente, porque el destino no se podía controlar, porque el destino se había llevado a sus padres por un simple cambió en la rutina.

-Puedes retirarte –La dureza en la voz del hombre le pareció excesiva, aunque sabía la razón, creía que era algo que tendría que haber aprendido a dejar ir. Ya nada se podía hacer, el pasado era eso, pasado. Sin embargo, Mycroft Holmes creía aun que podía controlar las variantes de la vida de su hermano, poner vigilancia a su único amigo, el cual llevaba conociendo un día, era un intento de evitar hasta la más mínima modificación en su rutina, en su esquema que para él significaba seguridad.

Aunque ella pensaba que la mera existencia de ese niño en la vida de Sherlock era la prueba de que no podía haber un esquema, de que cada día podía probar ser una sorpresa, una novedad y que conforme Sherlock creciera y decidiera cosas trascendentes en su vida, Mycroft se quedaría como mero espectador. Así era la vida, así eran los niños. Los niños dejan de ser niños y no hay nada que se pueda hacer.

8

SHERLOCK HOLMES

-¿Mamá?

La señora Watson consultó su reloj en cuanto escuchó la voz de John, eran las dos de la mañana. Algo pasaba. Encendió la luz sin importarle si despertaba a su esposo, era la madrugada del sábado así que no pasaba nada si le quitaba un poco de sueño.

-John, ¿qué pasa? –El niño se acercó a la cama, aceptó subirse al lado de su madre para que pudiera cubrirlo con la cobija, de inmediato ella tocó su frente y sus mejillas para asegurarse de que no tuviera fiebre, era lo que más le preocupaba, que se enfermera a esa hora de la noche y que en ese pueblo no hubiera servicio de urgencias.

-No puedo dormir.

Lo abrazó, sintió como John se relajaba un poco, no entendía lo que pasaba pero ella ya estaba pensando en lo peor, seguramente algo le dolía y tendría que llevarlo al pedíatra, pero ¿a dónde? ¿Hasta Londres?

-¿Qué pasa? ¿Algo te duele?

-No mamá –respondió el niño suspirando, estaba acostumbrado al miedo que siempre presentaba su madre, era normal para ella aunque algo cansado para él.- Sólo que…

La madre de John notó sus dudas, sabía que lo que fuera que quería decir era importante, pero no estaba seguro de poder decirlo. Le tomó unos momentos más para decidirse a hablar, lo que fuera, le estaba causando un gran pesar.

-Sherlock es mi mejor amigo –sonrió de inmediato al decir aquello y su madre sonrió como respuesta, sabía que para John había sido complicado hacer amigos y que parte de ello era su culpa así que alguien como Sherlock parecía muy adecuado para John. Mycroft, el hermano mayor, tampoco era afecto a dejar que corriera riesgos, por lo que sentarse en la cocina a hacer la tarea era algo que podían hacer juntos y lo preferían hacer juntos.- Sí él me contó un gran secreto, ¿estaría mal que te lo dijera?

-John –ella pareció considerarlo, no quería que su hijo tuviera secretos con ella pero también era importante que fuera fiel a la confianza de su amigo.- ¿Es algo importante? ¿Algo que pudiera causarle un daño a Sherlock?

Se tardó en responder, estaba pensando en la pregunta, era una pregunta importante. Ella acarició su cabeza con amor, su padre terminó por despertar y se sentó con trabajo en la cama, había escuchado la última parte y también quería saber qué era lo que le había quitado el sueño a su hijo.

-¿Recuerdan que los padres de Sherlock están muertos? –Los padres de John asintieron al mismo tiempo.- Él dice que es su culpa, que a veces lo olvida, que es su culpa, pero entonces mira a Mycroft, la manera en que se consume y entonces lo recuerda.

-¿Cómo puede ser su culpa John? –la señora Watson preguntó incrédula.

-Sherlock dice que el día que murieron fue porque él no entró rápido a la escuela, le molestaba la mano de la maestra, le sudaban las palmas y ella insistía en darle la mano. Prefería cuando Mycroft lo llevaba, él le observaba desde la esquina y a veces se iba antes de que él entrara al edificio, sabía que nadie le permitiría salir del patio así que no corría ningún riesgo.

-¿Mycroft no lo acompañaba hasta su banca en el salón? –El padre John intentó hacer una broma pero su madre lo miró mal, sabía que la preocupación de Mycroft se debía a la tremenda responsabilidad que significaba cuidar de su hermano.

-Era diferente entonces, salía con alguien, no estaba todo el tiempo trabajando.

-¿Tenía novia? –El padre de John preguntaba lo incorrecto, la mirada de reproche de la madre de John se lo hizo saber.

-Novio –respondió sin darle mayor importancia John, sólo que Sherlock fue muy específico en aquello así que quiso corregirlo.- Sherlock dice que ese día volteó a ver su madre, que por eso ella se detuvo en la puerta y su padre la esperó, que todo es su culpa, que el autobús los golpeó por esa razón, porque él no entró rápido a la escuela.

-John…

-¿Eso es lo que piensa Sherlock? –Su padre sonaba preocupado, John asintió con la cabeza. Sentía muy mal, porque su amigo le había dicho todo aquello como un secreto, no quería que nadie se enterara y no quería que Mycroft supiera que él pensaba siempre en aquello, cada que lo miraba llegar abatido, triste, sin ninguna ilusión en su vida.

-Hay algo más –la voz de John se volvió un susurro, sus padres tuvieron que prestar una atención enorme para poderlo escuchar.- Sherlock sabe que Mycroft ha ido a terapia, que le han recetado medicamentos para poder dormir y la ansiedad.

-Eso es normal John –dijo su padre quitándole importancia al asunto.

-Ya lo sé –el niño tomó un momento para decir lo siguiente- pero Sherlock sabe dónde los guarda, porque Mycroft nunca las usó y además de todo, sabe que si se toma los cuatro frascos se quedará dormido y no volverá a despertar.

Los padres de John exclamaron asustados, la manera en que su hijo lo había dicho aunado a los días que llevaban de tratar a Sherlock los hacía saber que nada de eso era una exageración. El niño parecía preso de una severa depresión y estaba considerando el suicidio.

Un niño de once años.

Aunque también sabían que si se lo había dicho a John es porque estaba pidiendo ayuda. John no sabía qué más hacer, su única opción era contárselo a sus padres y que ellos tuvieran una solución.

-John, estuvo bien que lo dijeras –su madre lo abrazó con fuerza.- Ahora es tiempo de ayudar a Sherlock.

9

El restaurante era un lugar agradable. La chica que los recibió le sonrió y le acarició la cabeza como haces con los niños pequeños, eso no le pareció bueno pero como hizo lo mismo con John lo dejó pasar. Les asignaron una mesa junto a la ventana, desde ahí se veía el ir y venir de las personas en la calle principal, se distrajo un momento con ellas sin pensar realmente en nada. Eso le sucedía con más frecuencia, sabía que era por la fecha del año que se acercaba, por el hecho de tener que cumplir con el ritual de visitar la tumba de sus padres, mirar a Mycroft cargar con más culpa que los días anteriores.

No quería ir. Este año se negaría, lo había pensado muy bien. Sus padres no estaban ahí, era sólo una representación física de ellos porque los seres humanos no lidian muy bien con la pérdida. Se lo había dicho a John y estuvo de acuerdo, le dijo que finalmente él jamás iba a olvidar a sus padres, que los tenía en su corazón. John lo entendía, ¿por qué Mycroft no era como John?

Porque John es único.

La comida es deliciosa, son pocas las veces en las que disfruta algo con ese sabor, además de que las porciones para John y para él son muy moderadas aunque no hubiera platos específicos para niños en el menú. Normalmente Mycroft no lo dejaba consumir comida oriental, le sorprendió encontrar que todas las opciones eran de este tipo, la madre de John le dijo que el restaurante no tenía un solo enfoque, que el chef lo cambiaba dependiendo de lo que se le antojara cocinar.

Pues el arroz teriyaki era una delicia, así como unos muy delicados rollos primavera. Sherlock se sorprendió comiendo más de lo que había imaginado al inicio y repitió en tres ocasiones. Los padres de John pidieron postre y tardaron mucho en terminarlo, el tiempo suficiente para que John sacara su Ipad y se pusieran a jugar alguna cosa que no captara por completo su atención. Por eso fue fácil para él ver como el resto de las personas se terminaban sus cenas y se iba, no eran más que las nueve de la noche y Mycroft pasaría por él hasta casi las once a casa de los Watson.

Cuando dentro del negocio no quedaron más que ellos entonces un hombre con uniforme blanco salió de la cocina, en su rostro había un cansancio enorme difícil de disimular pero al sonreír, esto pasó a segundo plano. Había algo en él que le llamaba la atención, tal vez era la manera en que parecía esconder todo lo que le sucedía debajo de una capa muy gruesa de obligaciones. Por ejemplo, algo en su manera de mirar le decía que por un segundo, todo lo que veía carecía de importancia para él, que si por el fuera, ya habría dejado todo esto de lado. Era extraño, era el chef, el dueño según habían dicho los padres de John, ¿cómo es que podía tener un negocio y al mismo tiempo querer deshacerse de él?

Aunque al segundo siguiente todo cambió, en cuento vio a los Watson su ánimo pareció aligerarse y se acercó con una sonrisa en los labios. Esa sonrisa lo volvía otra persona, una de las que podías asegurar que jamás dejaría de reírse, de sentirse dichoso, una que contagiaba esa felicidad sin el mayor esfuerzo. No era falsedad, no ocultaba los otros sentimientos, era mucho más que eso, ver a los padres de John lo hacía de verdad sentirse bien.

-¿Qué tal la comida? –El chef se sentó junto al padre de John, tomó una silla de una mesa contigua e inició una plática común y corriente, sin ningún particular interés para él más que el evaluar a esa persona que se le hacía tan extraña. Mediana edad, casi rondando los cincuenta años, chef de calidad internacional, tal vez trabajó en algún lugar muy reconocido, tenía ese porte orgulloso de un trabajo bien hecho y que se sabe capaz de lograr cualquier cosa que se proponga.

Hasta que una mirada a John parece que le parte el corazón. Fue cosa de dos segundos, lo miró jugar y siguió hablado con los adultos, pero en ese momento le dijo todo. Ese hombre frente a él había perdido lo más preciado en su vida y aunque trataba de seguir adelante, le costaba trabajo enfrentarse a la realidad de que otras personas tenían lo que a él le faltaba. Pero era muy bueno dejando ese sentimiento de lado para poder interactuar con otros, no estaba mintiendo, no estaba siendo falso, lograba algo que su hermano no podía y era mantener la tristeza a raya.

-¿Y tú quién eres jovencito?

La pregunta lo tomó por sorpresa porque pensó que no le prestaría atención, habían pasado tiempo sin hacerlo, ¿por qué comenzar a hablarle ahora?

-Sherlock Holmes –respondió sencillamente.- Soy amigo de John.

-Es un compañero de su escuela –complementó la madre de John.- Pasa las tardes con nosotros.

-¿Tus padres llegan en la noche?

La pregunta era una común y corriente, una que se hace como cortesía, preguntar por la familia es algo normal. Para Sherlock por supuesto era algo que quisiera que nadie mencionara pero no podía ir por la vida diciendo que era inadecuado preguntar sobre su familia.

-Están muertos.

Muchas veces decir algo cierto no es decir lo correcto. Aunque el dolor no era propio lo vio reflejado en el hombre, el chef había perdido a alguien muy cercano, Sherlock no tuvo la menor duda de ello. Pero él no hablaba de eso, cosa que para él no tenía la más mínima importancia, se lo había contado a John al segundo día de conocerlo y por eso mismo recomendaron que no siguiera en terapia, porque no estaba reprimiendo lo sucedido y parecía aceptar adecuadamente la realidad.

Después de eso la conversación terminó unos minutos después, cuando Mycroft lo recogió su humor se había vuelto intolerable, quería decirle a su hermano lo sucedido, que con tan sólo una respuesta había causado que alguien se sintiera miserable, que sabía que no era lo adecuada para decir, pero también, que esa era la realidad que tenía que vivir. Que sus padres estaban muertos, pero que no necesitaba ocultarse en un pueblo para sentirse seguro, que lo haría de la misma manera donde fuera si él, su hermano, estuviera con él, si hablara con él.

No pudo dormir, por la mañana se suponía que tomaría el tren, comprarían un ramo de flores, irían al cementerio. No lo haría, se levantó a las seis de la mañana, se vistió a la carrera y salió de su casa. Ya lidiaría después con la crisis que sufriría su hermano, por ahora sólo podía pensar en que odiaba ir al cementerio, odiaba las lágrimas que no derramaba porque Mycroft tampoco lo hacía, odiaba escucharlo hablarle a dos piedras en el pasto. Odiaba todo eso.

¿A dónde iría? ¿A casa de John? Sería el primer lugar dónde Mycroft lo buscaría. Por fortuna, los agentes que normalmente custodiaban todos sus movimientos no estaría este día, porque hoy estaría con su hermano; así que pudo salir de su casa sin que nadie se percatara de ello, caminó hasta que el rumbo se le hizo conocido, cerca de esa calle estaba el restaurante en el cenó la noche anterior.

Lo encontró sin mayor dificultad, estaba cerrado puesto que no tenía horario para desayunos, sin embargo él estaba ahí, lo veía por una de las ventanas de la cocina, el único lugar del restaurante que tenía iluminación, parecía muy ocupado, tenía por lo menos seis pasteles en el mostrador y parecía estar horneando mucho más.

Está poniendo en acción sus emociones, pensó Sherlock, aquello le haría muy bien a Mycroft.

Tocó a la puerta del almacén con fuerza, la suficiente para hacerse oír por el chef, tardó un minuto en irle abrir, al verlo, pareció sorprendido y aunque lo reconocía, no entendía qué estaba sucediendo.

-Sherlock, ¿verdad? –Preguntó para romper lo extraño del momento.

-Sí.

Las habilidades de Sherlock para relacionarse con alguien eran muy malas, lo primero que se le ocurría decir era algo parecido a ¿quién murió de tu familia que ahora horneas pasteles? Pero recordó la expresión del hombre el día anterior y evitó preguntar algo así tan directamente.

-¿Qué haces aquí?

Aquello era una pregunta directa, ¿qué mas podía hacer sino responder?

-No quiero ir a Londres con mi hermano.-El chef sonrió al escucharlo, de verdad, parecía que con sólo hacer eso todo estaba bien, era casi el mismo efecto que tenía John en él, con John todo era mejor.

-Pasa –le dijo abriendo más la puerta- me darás el teléfono de tu casa para llamar a tu hermano.

Sherlock entró a la cocina, el calor era bastante intenso, al parecer contaba con tres hornos dentro y los tres funcionaban al mismo tiempo para poder seguir horneando, sobre la mesa de trabajo había múltiples recipientes, harina por todos lados y más barras de chocolate de las que había visto juntas.

-No he limpiado mi espacio de trabajo –dijo el chef al notar su mirada sobre todas las cosas fuera de lugar.

-¿No fue a casa chef? –Preguntó Sherlock tratando de ser lo más educado posible evitando decir algo como que era muy obvio el que no había dormido, su rostro mostraba unas ojeras muy marcadas y su barba sin rasurar oscurecía sus mejillas.

-No.

Se sentó frente a los pasteles de chocolate que tenía ya preparados, parecía que iba a decorarlos mientras salían los nuevos. Tenía una especia de betún listo ya en un recipiente, Sherlock podía a veces no querer comer nada, pero tenía cierto gusto por el chocolate que compartía con Mycroft, compartían dulces cuando era más pequeño, aun cuando su madre les prohibía comerlos.

-¿Por qué no quieres ir con tu hermano a Londres?

Habían pasado treinta minutos y llevaban ya decorados dos pasteles, le había dejado ayudarlo aunque era bastante malo aplicando el betún, rellenando las duyas y dibujando patrones sin mucho sentido.

-Ahí no hay nada, sólo un par de piedras a las que no les quiero llorar.

La respuesta era dura pero sincera, notó que el chef no se afectó tanto como la noche anterior, siguió con la decoración del pastel mirándolo sólo de vez en cuando.

-¿Es aniversario luctuoso de tus padres?

Sherlock sólo asintió con la cabeza, era muy formal la manera en la que se había expresado, no quería arruinar sus palabras bien escogidas con algo que saliera de su boca.

-Es extraño Sherlock –le dijo, al mismo tiempo daba vuelta al pastel para decorar la parte que le faltaba- pero también hoy perdí a mi hija. Hace ya seis años, habría cumplido once este año. También debería ir a Londres, pero como dices, es una piedra en la tierra, mi hija no está ahí ni en ningún lugar de este planeta.

-¿Por eso horneas? -El chef asintió, fue a comprobar los tres pasteles que saldrían en cuestión de minutos.

-¿Desayunaste algo Sherlock?

-Claro que no.

-Te prepararé algo –Sin esperar respuesta el chef fue a tomar ciertos ingredientes del refrigerador, huevos y champiñones.

-No me gusta el huevo –indicó Sherlock al ver que se disponía a prepararle un omelette.

-Prueba este y me dirás si de verdad no te gusta. –El chef le dedicó una de sus sonrisas y Sherlock se sintió por un momento atrapado en una realidad que no le pertenecía, en ese momento no había escapado de Mycroft para evitar ir a Londres ni se había colado en la cocina de un extraño. No tardó más que quince minutos en tener el platillo listo y servido frente a él, tuvo que aceptar probarlo, la mirada del hombre era como la de su madre, quien sin decir nada lo convencía de hacer cosas que él hubiera preferido no hacer.

La verdad es que era una delicia, si el chef lo conociera se habría dado cuenta de que lo era aunque él no dijera nada, se lo terminó en cuatro cucharadas. Tal vez adivinó que le había gustado mucho, porque sonrió y le sirvió un vaso de jugo, el cual también era delicioso.

-Sherlock –el niño miró al chef- sacamos esos pasteles del horno y vamos a ver a tu hermano.

-Muy bien chef –respondió él aceptando que no iba a poder esconderse de Mycroft todo el día.

-Dime Greg.