El sol no se había dignado a aparecer cuando Legolas abrió los ojos. Su sueño era tan ligero que no podía aislarse del mundo ni siquiera por una noche. En cambio, su cuerpo estaba perfectamente descansado. Se incorporó a medias en la cama y su mirada escrutó el exterior por la ventana. Bosque Negro dormía todavía aunque se apreciaba movimiento. Una ligera brisa entró a su cuarto, se deslizó por su alisado cabello y estremeció su piel desnuda. Inspiró profundamente, ensimismado en sus pensamientos. Las sábanas susurraron sobre su cuerpo cuando salió de la cama. Apoyó las manos en el apoyo de la ventana y siguió observando, impasible. Su impecable vista vagó por el palacio, entre los árboles, y descendió hacia las casas. Su atención se volvió entonces a una vivienda en concreto: la de Tauriel. Su corazón dio un vuelco sin que él pudiera evitarlo. Entornó los ojos apenas un segundo y su oído tembló bajo una vibración. Ella estaba despierta.

El sueño de Tauriel también había sido desvelado aquella noche. No era la primera vez y creía que tampoco seria la última. Después de los últimos acontecimientos, su vida había dado un giro completo. Era la primera vez que se sentía tan perdida desde la muerte de Kili. ¿Quién le iba a decir a ella que se enamoraría de un enano? ¿Cómo podía doler tanto? ¿El amor era así? ¿En serio? Cerró los ojos un momento al evocar el recuerdo de Kili. Sus pies acariciaban la hierba y eso la tranquilizaba. La noche pronto se convertiría en día. Se alejó un poco de casa, guiada por la brisa fresca y el susurro de las hojas. Vestía solo con una sencilla túnica ligera, parecida a una bata, de color pardo. Se sentó al filo de un arroyo en las raíces de un árbol. Observó el agua cristalina pensativa. Sintió entonces la presencia de otra persona con ella. No hacia ruido alguno, pero conocía esa sensación. Era imposible confundirla.

- Parece que no soy la única que tiene el sueño ligero –bromeó con una media sonrisa.

Su rostro se desvió hacia el recién llegado. El latido de su corazón se aceleró por momentos al distinguir la esbelta silueta de Legolas y ese porte felino que le caracterizaba. Vestía con una camisa y unos pantalones holgados de plata. Los agudos ojos del elfo de un brillante y cristalino color azul la buscaron y sus miradas se cruzaron. Un vórtice invisible de emociones sacudieron sus nervios sin remedio.

- No pretendía molestarte, Tauriel –susurró el elfo, sereno.

- No molestas, tranquilo. Solo estaba paseando –le restó importancia.

- ¿Me permites sentarme a tu lado? –señaló un hueco en las raíces.

Ella sonrió tímidamente y asintió conforme. Legolas se acercó un poco mas y tomó el asiento libre. Tenerlo cerca la ponía nerviosa pero no podía permitirse el lujo de mostrarlo. Su presencia la hacia sentir bien, le transmitía una calidez que no había sentido nunca con otra persona, algo que contrastaba con la personalidad de su compañero. Legolas no mostraba sus sentimientos y sus emociones con la facilidad de un humano pero su forma de comportarse y de hablar dejaba entrever el gran corazón que tenia. Lo observó de reojo, fingiendo que miraba a otra parte. El elfo deslizaba los dedos por la superficie del agua con tanta delicadeza que ni ondulaba siquiera. ¿Cómo seria experimentar una caricia de aquellos dedos tan suaves? Sacudió la cabeza, retirando ese pensamiento. Estaba prohibido. No podía pensar así, aunque lo anhelara con todo su ser.

- ¿Ocurre algo? –habló Legolas, sacándola de su estupor.

- Mi cabeza empieza a marearme –murmuró sintiéndose estúpida.

- ¿Quieres hablarlo? –sugirió con suavidad, sin presionarla.

Tauriel no pudo resistirse a mirarlo. Allí estaba él, siendo su amigo, brindándole su apoyo. Ese rostro perfecto, esa piel tersa, suave y sin ningún defecto, que parecía esculpida por los dioses, esos profundos ojos azules, su indomable melena platina. ¿Podía haber alguien como él? Tragó saliva.

- No creo que quieras escuchar mis problemas, Legolas. Solo seria una molestia para ti –dijo con sinceridad.

- Pruébame –se limitó a decir, clavando sus ojos azules en los verdes de ella, tan hermosos como ella misma.

Su semblante estaba muy serio pero juró atisbar un toque de preocupación por ella. Ante todo, su compañero era la persona mas sincera que había conocido jamás. Además, no habían hablado mucho desde la batalla contra Smaug y los orcos. Se habían distanciado a propósito, respetando el silencio del otro hasta que volvieran a estar receptivos. Confiaba en él plenamente. Se tomó su tiempo para pensar en las palabras adecuadas y con un suspiro, se desahogó con él. De principio a fin. Sus dudas, sus miedos, sus sentimientos hacia Kili y cómo le había dolido su muerte. En ningún momento, le habló de sus sentimientos hacia él ni lo mucho que significaba para él y tampoco se le ocurrió nombrar a su padre, el rey. Legolas le prestó toda su atención, sin hablar, simplemente mirándola fijamente, estudiando cada reacción de su cuerpo y las emociones en su mirada. Cuando terminó de hablar, Tauriel temblaba. Su desahogo había dado sus frutos, lo había soltado y a pesar de que se sentía mejor, su cuerpo había reaccionado en respuesta a sus sentimientos. Alzó el rostro para mirar a su compañero y éste pudo apreciar que sus ojos estaban vidriosos como si hubiera retenido las lagrimas.

- Dios mío, no he parado de hablar –se avergonzó con la voz quebrada.

- No tienes de que avergonzarte, Tauriel –la tranquilizó el elfo y se atrevió a acercar su mano y tomar la suya con tanta ternura que la elfa se derritió- te entiendo mejor de lo que piensas.

Ella volvió a mirarlo sin creerse el tacto de su compañero. Era tan delicado, tan suave. Sus dedos se deslizaban por sus nudillos. Parecía un sedante que calmara sus nervios. ¿Cómo era posible?

- Legolas…

- Sé lo que es amar a alguien y no saber que va a pasar después –susurró el elfo, contemplando su mano que encajaba perfectamente con la suya.

Tauriel se quedó sin palabras. ¿Qué intentaba decirle Legolas? ¿Acaso no estaría diciendo…? No era posible. Era una locura. Y encima le había dicho en su cara, aunque ya lo supiera, que había estado enamorada de otro hombre. Sus quebraderos de cabeza se esfumaron enseguida cuando Legolas sostuvo sus dedos con firmeza y se la llevaba a los labios, depositando un casto beso en sus nudillos. Otra vez volvieron a mirarse intensamente a los ojos.

La elfa sintió los latidos desenfrenados de su corazón. El azul de sus ojos brillaba tanto que era incapaz de retirar la mirada y creyó apreciar un sentimiento muy intenso en el fondo de sus pupilas. ¿Podría ser…? Como desearía que fuera eso. Que fuera verdad.

- Tauriel… -susurró Legolas con fascinación.

No sabia si era por su voz aterciopelada, la sinceridad de su mirada o su bello rostro pero cuando se quiso dar cuenta, sus rostros se estaban acercando, como si de un imán se tratase. Se atraían como nunca antes. ¿De qué sensación se trataba? ¿De dónde venia ese calor que nacía en su pecho?

Aquel momento se vio bruscamente interrumpido con el sonido de la trompeta que daba la bienvenida al sol. Efectivamente los rayos de la gran estrella hicieron acto de presencia con timidez al principio y con intensidad después. Ambos se separaron, con los cuerpos en tensión.

- Pronto será la hora de comer y habrá trabajo que hacer –dijo Legolas con la voz ligeramente ronca.

- Si, tienes razón –murmuró Tauriel, deslizando con nerviosismo un mechón de pelo tras su oreja.

Sin decir mas nada, el elfo se irguió en su asiento y esperó pacientemente a su compañera antes de reanudar el paso hacia la ciudad. No intercambiaron palabra alguna, pero sus cuerpos hablaban por si solos. Sin embargo, Tauriel tenia la extraña sensación de que el abismo que había estado entre los dos desde lo de Kili, se acrecentaba.