Prólogo
Monumento a Thomas Jefferson, septiembre de 2258
«Se me parte el corazón cuando pienso en que tendré que abandonar este lugar, en que tendré que abandonar el proyecto… pero ahora soy un padre, ahora debo poner las necesidades de mi hija antes que las mías.»
La Doctora Madison Li suspiró y se acomodó las pesadas gafas sobre el puente de la nariz, mientras observaba a James Whitaker apagar la vieja grabadora y retirar la holocinta de su interior.
Madison permaneció de pie bajo el marco de la puerta. Había tantas cosas que deseaba reprocharle, tantas palabras sin decir; sin embargo, hizo un esfuerzo contenerse. Este no era el momento de mostrarse emocional, no, este era momento de mantener la cabeza fría y de ver el panorama general. Si James era incapaz de hacerlo, entonces la tarea recaía en ella.
Habían transcurrido solamente un par de meses desde la muerte de Catherine, y la herida todavía estaba abierta para ambos.
El Proyecto Pureza, el proyecto que representaba no solo la esperanza de una mejor vida para el Yermo Capital, sino también ocho años de ardua investigación científica, se encontraba en el umbral de la muerte; no se había logrado ningún progreso en el último año, además, la Hermandad de Acero estaba considerando retirar lo que restaba de su soldados del Monumento a Jefferson, llevándose consigo la protección tan necesaria que ofrecían al equipo de científicos e ingenieros.
Madison sabía que la partida de James era el último clavo en el ataúd del Proyecto Pureza.
Y ella no iba a permitir que eso sucediera. No podía.
—James, necesitamos hablar.
—Ahora no, Madison. Lo lamento, pero todavía tengo que terminar de empacar —respondió él mientras se ponía en pie, colocaba la holocinta en su mesita de noche y comenzaba a rebuscar algo en los bolsillos de su bata de laboratorio. —¿Sabes si Cross ya confirmó nuestra llegada con el Supervisor?
Madison suspiró de nuevamente. Era tan típico de James cambiar el tema en lugar de afrontar el problema.
—Sí. Cross me dijo que todo está listo: el plan es escoltarlos hasta Megatón, y luego hasta la entrada del Refugio, pero deberán salir poco antes del amanecer para evitar viajar de noche.
—Perfecto —dijo James sin emoción alguna en su voz, sin siquiera voltear a verla, rebuscando ahora entre los cajones de su cómoda con desesperación.
El silencio de la habitación era casi ensordecedor. Madison apretó la mandíbula, frustrada ante la indiferencia de James. Sabía que era impulsivo (siempre lo había sido), y que usualmente se perdía en sus pensamientos, pero esto era más de lo que ella estaba dispuesta a soportar.
—¿Cómo puedes ser tan egoísta? —espetó Madison finalmente, incapaz de contenerse un segundo más.
—¿Egoísta? — repitió él con voz ronca.
—Sí. Estás siendo egoísta. ¿Es que no te das cuenta de lo que sucederá si te marchas? La Hermandad de Acero lo dejó muy claro: No piensan seguir tratando conmigo o con los otros científicos. No creen que el proyecto tenga futuro alguno.
James inhaló profundamente.
—Por supuesto que me doy cuenta de lo que pasará; pero estamos hablando de mi hija, Madison, de mi única hija. Ella es lo único que me queda de… —repuso James y luego tragó saliva—. No espero que tú lo comprendas.
—Lo comprendo, James, pero tú también tienes que entenderme; al menos trata de entender lo que representa para todos nosotros tu partida —replicó Madison—. Este proyecto podría significar una vida mejor para todos los habitantes del Yermo. ¿Realmente estás dispuesto a abandonar todos nuestros años de investigación, para ir a esconderte a uno de esos refugios?
—Es obvio que no lo entiendes —dijo James en un tono severo.
—¿Por qué? ¿Por qué no soy una «madre»?
Tan pronto como aquellas palabras dejaron su boca, la doctora desvió la mirada y fijó sus ojos en el suelo. Lo había dicho sin pensar, y se arrepentía; no había sido justo para la memoria de Catherine, ni para aquél inocente bebé que ahora dormía plácidamente en su cuna, ajena a la crueldad del Yermo Capital.
Madison sintió punzada de celos y pesar. Catherine había escogido a James.
Y eso le había costado la vida.
—James, por favor, considera bien las consecuencias de lo que vas a hacer. Eso es todo lo que te pido —dijo finalmente Madison. Se acercó con cautela hacia él, y colocó una mano en su antebrazo; él no la rechazó. —¿En verdad crees que esto es lo que Catherine hubiera deseado?
—¡No intentes decirme lo que ella hubiera deseado! —gritó este, su rostro convirtiéndose en una máscara de furia; la menuda mujer no se inmutó ante esto, sino que se cruzó de brazos y le sostuvo la mirada. —Catherine hubiera querido que nuestra hija creciera en un lugar seguro. Y tú no tienes ningún derecho a usar la memoria de mi esposa para intentar persuadirme.
—Tú no eres el único que la amaba —espetó Madison nuevamente, y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Desvió la mirada hacia un lado, tratando de evitar que James viera su debilidad; inspiró profundamente y se obligó a continuar. —No actúes como si fueras el único que está sufriendo aquí. No te atrevas.
James la observó fijamente.
—Lo lamento, Madison. Eso fue injusto —dijo James mientras se pasaba una temblorosa mano por su castaño cabello. —Pero eso no cambia mi decisión.
Madison apretó los puños a los costados, preparándose para lo que iba a decir a continuación. Su último intento de convencerle.
—Por favor, no abandones lo que nosotros tres hemos construidos durante todos estos años. Esto no es lo que Catherine hubiera querido para ti, ni para su hija. Por favor, no nos abandones.
Después de pronuncias aquellas humillantes palabras, Madison Li abandonó la habitación.
No miró atrás.
Las colinas rocosas y los afloramientos que rodeaban Springvale, eran un pobre escondite para el túnel que protegía la entrada al Refugio 101. Lo cual explicaba en parte por qué la localización del Refugio era un secreto a voces; el hecho de que, cada año, algún morador visitara Megatón e incluso comerciara con ellos, era otra de las razones.
Sin embargo, aquellas visitas se habían detenido súbitamente en los últimos meses, y nadie sabía el por qué; por lo que fue una gran sorpresa para todo el mundo cuando el nuevo Supervisor aceptó la petición de James sin poner objeción alguna.
James contempló el sol que se ponía por el horizonte, pintando el cielo de rojo, rosa y naranja, y proyectando larga sombras sobre la tierra destrozada. Cargaba a su pequeña con el brazo derecho, envuelta en un montón de trapos amarillentos, mientras que con su mano izquierda sujetaba un cigarro.
—Eso te matará, ¿sabes? —dijo la mujer que se encontraba a su lado. Ataviada con una desgastada servoarmadura, la Paladín permanecía de pie, quieta como una estatua, mientras sujetaba un supertrineo con ambas manos. —Y tampoco es bueno para el bebé.
—Lo sé —musitó él, arrojando el cigarro al suelo. No había fumado desde que Catherine había anunciado su embarazo, pero en estos momentos la tentación era demasiado grande. —¿Crees que valga la pena?
—¿Qué cosa?
—Todo esto —respondió él, intentando abarcar la inmensidad del Yermo con un ademán—. Luchar por mejorar esto, por reconstruir el mundo. Por brindarle a las personas una esperanza, por mínima que esta sea.
—Si no lo creyera, no me hubiera convertido en Paladín —respondió ella con una envidiable certeza—. Quizá no vea un cambio mientras viva pero, al menos, sé que dejaré algo mejor para la generaciones futuras. De eso se trata todo esto, ¿no?
—Yo no lo creo, ya no —murmuró, ocultando el rostro en su mano izquierda.
—Todavía recuerdo lo que Catherine y yo nos prometimos cuando nos convertimos en Iniciadas —soltó Cross al aire—. Nos prometimos que moriríamos en el campo de batalla, luchando hasta el final, como unos jodidos héroes. Por supuesto que éramos jóvenes, y no teníamos idea de lo que hablábamos pero…
—Pero el Proyecto Pureza es una causa perdida. —James suspiró. Estaba tan cansando de que todos esperaran tanto de él, de que todo el mundo intentara utilizar la memoria de Catherine para persuadirle. —No hay nada por lo que luchar. Aquí afuera no hay nada para mí, ni para mi hija.
James fijó su mirada en Cross, esperando alguna refutación, algún reproche, cualquier cosa que no fuera el silencio.
—Mi madre solía decir: «Hay más tiempo que vida» —finalizó Cross.
Fue entonces cuando ambos lo escucharon: el chirrido de la gigantesca puerta metálica abriéndose, anunciando la esperanza de una nueva y mejor vida para James y su hija.
No tenía idea de lo equivocado que estaba.
Notas de la autora:
Hola, gracias por leer hasta aquí, este es el nuevo y mejorado Prólogo, ¡ahora con una verdadera historia de origen y caracterización! Iré re-escribiendo los otros capítulos poco a poco, aunque es probable que el primer capítulo no cambie demasiado.
