Emma y su madre estaban plácidamente sentadas en la salita, mientras saboreaban una exquisita taza de chocolate caliente. No hablaban. No lo necesitaban. Se limitaban a merendar y a mirar por la ventana. Era una tarde bastante cálida.

Disfrutaban en silencio de aquella tarde de viernes en paz, sabiendo que el marqués no volvería hasta bien entrada la madrugada. Si regresaba.

Emma deseó que, en caso de hacerlo, lo hiciera durante la noche, con el fin de evitar el patético y lamentable estado en el que, sin duda alguna, llegaría su padre.

Se escuchó el ruido de los cascos de un caballo. Con la frente arrugada se levantó y se dirigió a la ventana.

—Es padre —advirtió.

Emma corrió hacia la butaca donde había permanecido sentada hasta entonces y luego ambas se concentraron en su merienda, como si en ella hubiera algo mágico.

Así las encontró David, quien, con paso tambaleante, irrumpió en la salita. No se molestó en mirarlas, sino que fue directamente hacia el aparador, donde se sirvió una generosa cantidad de coñac. De un solo trago vació su contenido y después se giró para mirar a su hija.

—Bien, parece ser que la espera ha llegado a su fin.

Intrigada, Emma se volvió para mirarle y comenzó a forzar una sonrisa.

Se detuvo cuando vio el perverso brillo en los fríos ojos azules de su padre. De pronto sintió la boca seca, y húmedas las palmas de las manos.

No trató de secárselas en su vestido, pues sabía que ese acto delataría su repentino estado de nerviosismo. Ella sabía que su padre odiaba a los cobardes sobre todas las cosas. Emma lo era, pero trataba por todos los medios de que su padre no lo descubriera. Procedió entonces a tomar su taza y a fingir que bebía despreocupadamente, tras lo cual, con la más absoluta indiferencia, se dirigió a él.

—¿Cómo decís, padre?

—Hoy ha ocurrido algo maravilloso, algo digno de celebración. ¡Marco!

—gritó eufórico.

No tuvo más que aguardar un segundo, pues el mayordomo se presentó en la sala con la rapidez de un rayo.

—¿Sí, marqués? —preguntó, a la vez que le dedicaba una servicial reverencia.

—Ve a la bodega y trae una botella de vino. Y que sea francés ¿eh? — apuntó, guiñando un ojo al mayordomo.

Emma permaneció en su sitio, sin atreverse a mirar a su madre. Sabía que ella estaba nerviosa y asustada, como siempre que se hallaba en la misma estancia que el marqués.

Mary Margaret tenía pánico del marqués.

Emma no podía culparla. Ella misma le hubiera tenido miedo, si no fuera porque hacía tiempo que se lo había perdido, junto al respeto y al cariño.

—Ven aquí, muchacha. Esta vez te mereces un fuerte abrazo.

Emma obedeció sin rechistar, no sin cierto recelo. Su padre nunca se mostraba afectuoso. Nunca.

Sin lugar a dudas, aquello que le había hecho volver antes de tiempo debía ser sumamente importante. Se acercó a él y dejó que la abrazara, pero sin llegar a devolverle el abrazo. Bastante tenía con intentar controlar el asco y la aprensión que semejante contacto le producían como para tratar de tocarle siquiera. Suspiró aliviada cuando Marco llegó con el vino, pero tuvo mucho cuidado de no apresurarse en volver a su sitio.

Fijó los ojos en su padre, quien había alzado la copa y agitaba la mano para que se levantaran y se sumaran a su brindis.

—Por el futuro.

Bebió el contenido de la copa de un solo trago y después la volvió a llenar.

—¿Ha ocurrido algo importante, padre? —preguntó de nuevo Emma.

—Ya lo creo, hija. La Duquesa de Warfield está en Madrid, y mañana vendrá a hacernos una visita.

Emma le miró atónita. La copa de vino nunca llegó a sus labios, sino que se quedó suspendida a mitad de camino. Quiso por todos los medios controlar el temor y el desasosiego que le produjo la sola mención de ese nombre, y reprimió el impulso de estrellar la copa contra la pared y gritar como una histérica.

Regina Mills, duquesa de Warfield. Su prometida.

Tragó saliva y se esforzó por sonreír. Todo lo que pudo hacer fue permanecer sentada con la copa en alto, una sonrisa artificial y el pánico reflejado en sus hermosos ojos azules.

David aguardó a que su hija se repusiera de la impresión, pero al ver que no reaccionaba se dispuso a hablar.

—Se quedará durante todo el fin de semana, y me ha expresado su deseo de fijar una fecha para la boda. Se ha excusado por no venir antes, pero ha estado demasiada ocupada sirviendo al emperador.

«¡Sirviendo al diablo!», quiso gritar ella.

—Es una noticia maravillosa, Emma —se apresuró a decir Mary Margaret al ver el rostro pálido de su hija—. Por fin ha llegado el momento.

Emma acabó por reaccionar. Volvió la vista hacia su madre y la miró abatida, pero cuando se giró para responder al marqués era un despliegue de entereza.

—Sí, padre.


QUE OPINAN?