1. Encuentros en la noche
Derufod sentía
gran admiración y lealtad por Boromir, su señor. El
orgulloso hijo del Senescal Denethor II, era un gran capitán y
un excelente compañero en la lucha, fuerte y diestro con las
armas, rápido de mente, sabía mantener con valentía
a sus hombres en el combate y sus enemigos poco podían
hacer.
Además de sentirse complacido de pertenecer a su
guardia, Derufod le debía la vida a su capitán y eso
nunca lo olvidaría, estaba en deuda con su señor y no
sólo por salvarle la vida arriesgando la suya propia, sino por
todos lo que Boromir había hecho por él.
Derufod meditaba estas
cosas mientras cabalgaba en solitario por un páramo desierto,
se sentía tranquilo y confiado. El sol había caído
por el horizonte del Oeste y los brillantes colores del crepúsculo
tornaron el cielo desde un azul oscuro, hasta un púrpura
encendido. A su izquierda, las impresionantes Montañas Blancas
parecían de fuego con el reflejo del atardecer.
Se dirigía
por el Camino del Oeste hacia el punto de encuentro acordado entre
Boromir y su dama, ambos amantes en secreto se reunían en
fechas predeterminadas y la misión de Derufod era la de
acompañar y proteger a la dama hasta el lugar donde su señor
la esperaba.
Boromir había
confiado en Derufod aquel amor que existía entre él y
la mujer de Rohan y que nadie más conocía. Así
Derufod se convirtió en mensajero y confidente personal del
hijo primogénito del Senescal de Gondor, un cargo que jamás
había soñado conseguir.
A pesar de que la noche
sería cálida, un ligero viento proveniente de la altas
montañas, hizo que el hombre se arropara aún mejor su
gruesa capa de viaje, llevaba aguantadas las manos y aferró
las riendas con seguridad mientras su cabalgadura iba a buen ritmo.
Derufod sonrió para si mismo recordando su infancia y
comparando toda aquella vida con la posición que ahora
ocupaba.
Él había
nacido en una pequeña aldea a orillas del río Morthond
y su único futuro allí estaba en llegar a ser un
pescador de río con su propia barca. Toda su familia eran
pescadores de las riveras y él era el segundo hijo de tres
hermanos; sus padres, de origen muy humilde, tenían una choza
cerca de una arenosa orilla rodeada en algunos tramos por altos
juncos.
Su trabajo, recordaba quizás con nostalgia, había
consistido en ayudar a su padre con las redes y trampas para el río
y acompañar a su madre a los mercados llevando la pesada carga
en las cestas. Cuando se encontraba en los mercados de los pueblos
más bulliciosos, siempre hallaba la oportunidad de
escabullirse y vagar por entre tenderetes y callejas imaginando que
era un gran guerrero, un caballero de hermosa armadura y reluciente
espada y así, las gentes se volvían al pasar él
contemplándolo admirados de tanta gallardía. Cuando
jugaba con sus primos y otros niños de su edad, él era
el capitán de un grupo de valientes que luchaban contra
enemigos imaginarios. Pero fue haciéndose mayor y a la edad de
quince años se dio cuenta de que nada de aquello se haría
realidad. Se sentía inquieto y apesadumbrado, siempre
fantaseando con sus amigos, intentado convencerles de marchar lejos
en busca de aventuras.
Las primeras estrellas comenzaban a reinar y el crepúsculo tocaba a su fin, la luna se alzaba mostrando su cara luminosa y completa, su luz plateada arrojaba misteriosas sombras sobre los campos y Derufod llegó al lugar acordado. Refrenó su montura al entrar en los lindes de un bosque, no era demasiado denso, pero los árboles, viejos y de corteza nudosa, tenían la copa amplia y espesa. Se sentía fatigado por el largo trayecto, apenas si se había tomado un respiro, y su caballo no parecía mejor que él, sudoroso y con las comisuras cubiertas de espuma, sin embargo, era un buen caballo, resistente y veloz, ambos se habían encontrado en situaciones mucho más extremas, así que confiado, pero alerta, se introdujo en el bosque: sabía que ella se encontraba allí, escondida entre las protectoras sombras de los árboles, oculta por su capa oscura, silenciosa, expectante, no se mostraría hasta que Derufod se hubiese internado.
El bosque permanecía
en silencio, sólo podía escuchar el zumbido de los
insectos nocturnos. Derufod comenzó a sentir cierta duda, era
posible que la dama no se encontrara allí, algún
percance podía haberla retenido en algún lugar o
retrasado en su llegada. Derufod intentó observar el cielo,
pero el follaje se lo impedía, sólo la luz plateada de
la luna se filtraba en algunos claros.
Entonces, detrás de
él escuchó un leve sonido, se giró con rapidez y
a la vez, tocó la empuñadura de su espada para
desenvainarla. Derufod sintió una gran tensión, algo se
movía en la oscuridad, su caballo tomó posición
de ataque al sentir la presión de las piernas de su amo.
Estaba a punto de alzar su espada cuando retuvo ese movimiento
instantáneo de defensa, pues el presunto atacante se
descubrió.
Éolywyn se
mostró retirando la amplia caperuza de su capa, su pelo dorado
brilló al caer sobre ellos algunos rayos de la serena y blanca
luz de la luna, que se colaba a través del espeso ramaje. La
dama sonreía, le había tomado desprevenido; Derufod,
aún sabiendo que no estaba solo, no pudo evitar la sorpresa,
la mujer había sabido ocultarse bien, ni siquiera su montura
se había percatado de la presencia de un jinete. El hombre se
enderezó en su montura y se acercó a ella:
-Señora
-la saludó con un gesto cortés.
-Has llegado tarde,
la luna hace rato que salió -dijo ella con voz suave,
mirándole directamente a los ojos, se erguía orgullosa
y su amplia capa negra ocultaba sus formas, pero Derufod sabía
que iba montada como un jinete, vestida como los hombres rohirrim y
así pasaba inadvertida. Para cualquiera que los observara sólo
verían a dos hombres que cabalgaban juntos. Derufod miró
a su alrededor con un ligero gesto de su cabeza y se dirigió a
ella, no deseaba excusarse ante la mujer, pero debía
hacerlo:
-Lo siento señora -dijo mirándola a los
ojos, en aquel momento le pareció algo mágica y
misteriosa -pero mi capitán se retrasó en una misión
cerca de Cair Andros. Mi señor Boromir no creyó
oportuno mandaros un mensaje, y hemos viajado durante días sin
apenas descansar; quizás es que nuestros caballos no son
tan veloces como los de la Marca.
Éolywyn no apartó
la vista de su rostro, sonreía ligeramente y tras una breve
pausa le contestó:
-Entonces habrá que poner remedio
a eso, la próxima vez traeré un caballo de mi Casa para
que te sirva en tu cometido, y si vuelves a llegar tarde..., la culpa
será del jinete.
Dicho esto se encaminó
hacia las afueras del bosque, Derufod la observó, ella volvió
a colocarse la caperuza ocultándose el rostro. Por un momento,
Derufod se sintió ofuscado, la mujer le pareció tan
orgullosa y a la vez fascinante, sin miedo de aventurarse sola
por lo caminos para encontrarse con su amado; de corazón
intrépido y una belleza casi élfica, no era de extrañar
que Boromir recorriera millas para estar con ella.
Cabalgó
junto a ella durante todo el trayecto, atento a cualquier cosa
extraña que pudiera salirles al paso. La mujer iba silenciosa
y manejaba con soltura su caballo. El pelaje de ésta parecía
de plata bajo la luz de la luna, pero sus crines y cola eran negras.
Derufod miraba a Éolywyn de reojo de vez en cuando y ella
parecía presentir sus ojos observándola, giraba
levemente el rostro y le dedicaba una sonrisa, entonces azuzaba a su
montura para aligerar el paso, ansiosa quizás por llegar allí
donde Boromir la esperaba o quizás desafiándolo.
Llegaron al lugar de encuentro antes de la media noche, Derufod observó que la dama parecía nerviosa. En la casa grande había luz, provenía de la única ventana de la fachada principal y del tiro de la chimenea botaba humo que la brisa nocturna movía como si de alguna danza se tratara. La puerta se abrió derramando un charco de luz sobre la entrada empedrada, Boromir estaba allí, su perfil alto y fuerte destacaba, avanzó con paso firme hacia ellos, Éolywyn desmontó dando un salto y corrió hacia él.
Se abrazaron y se besaron, Derufod tomó las riendas del caballo rohir mientras los miraba parado a una distancia prudente de aquellos dos amantes secretos. Contemplaba la escena con cierto resquemor, ¿qué era lo que le ocurría, se sorprendió así mismo consentimientos contradictorios. Él sentía gran admiración y devoción por su señor, le debía la vida. Pero, a la vez, se sentía atraído por aquélla mujer, y de pronto, al verla junto a otro hombre besándola con pasión, hizo que algo en su corazón brotara, un sentimiento que no había creído tener, estaba celoso.
Sacudió la
cabeza para desechar esos pensamientos y se dirigió silencioso
hacia el pequeño establo que se encontraba en la parte
posterior. Atento a todos los sonidos, Derufod oyó como la
puerta de la casa se cerraba con un portazo ligero. Desensilló
los caballos y los dejó tranquilos que comieran en sus
pesebres; se sentía cansado por la larga cabalgata y un viaje
de varios días sin a penas descansar, pero aquello le vendría
bien, se quedaría dormido pronto. Subió las
escalerillas del establo, en el piso superior había preparada
una estancia, pequeña pero confortable, el granjero y su
esposa encargados de la casa hacían bien su trabajo: un catre
cómodo y limpio, con una buena manta; sobre la mesita había
un cuenco con queso, pan, carne guisada, algo de fruta y un par de
jarras de vino.
Después de cenar y terminar con el vino,
Derufod se dejó caer en la cama, el único sonido que
llegó hasta él era la respiración de los
caballos que parecían dormidos y él pronto terminaría
igual, se cubrió con la manta y dejó vagar su mente sin
centrarse en ningún pensamiento. Imágenes de su
juventud acudieron trayéndole recuerdos y emociones.
Él, sus dos
primos y tres amigos habían decidido escapar de sus hogares
para buscar aventuras, viajar lejos y llegar hasta la ciudad de los
senescales y enrolarse en sus ejércitos para luchar contra los
Enemigos y hacerse honorables y ricos, al menos ésta era la
idea del joven Derufod. Se organizaron bien y llevaron bastantes
alimentos, ropa de abrigo y algunas monedas, tomadas en secreto a sus
padres, para comprar menesteres por el camino. Avanzaban siempre
hacia el Este y Norte, y como tenían el espíritu
animoso nada parecía hacerlos echar de menos sus casas ni a
sus familiares. Llevaban bastantes días de viajes y en algunas
ocasiones, asaltaban el huerto de algún granjero tomando
aquello que necesitaban, entraban a hurtadillas en los ponederos de
gallinas para llevarse los huevos y ordeñaban alguna que otra
oveja para beberse la leche, aquellas eran hasta entonces sus
aventuras.
Pero ocurrió un hecho desgraciado y decisivo que
haría cambiar el rumbo de todo lo que estaban viviendo.
Sin
saber cómo ni de dónde salieron, fueron asaltados
por un grupo de proscritos ladrones y se quedaron con todas sus pocas
pertenencias, dejándolos casi desnudos y desamparados, pero
Derufod los alentó a atacar a los proscritos cuando éstos,
borrachos y dormidos, bajaran la guardia. Así hicieron y una
noche, cerca ya de la madrugada, se echaron encima de los ladrones
con palos y piedras, casi habían conseguido lo que se
proponían, pero uno de aquellos bandido hirió de muerte
a uno de los amigos, esto hizo que los proscritos huyeran y ellos se
quedaron viendo impotentes como el compañero de aventuras, el
más joven de todos, perdía la vida con la sangre que
emanaba a borbotones de la cruel herida.
Derufod no podría
olvidar nunca la mirada vacía y la palidez cadavérica
en el rostro de su amigo, era el que siempre le apoyaba, nunca
discutía lo que él proponía, siempre estaba de
su lado, le admiraba y en aquella maldita hora le había
llevado a la muerte.
Enterraron a su amigo como pudieron y tomaron
sus cosas, todos querían regresar menos Derufod, que se sentía
incapaz de volver y decirle a los de la aldea que era el culpable de
la muerte de su amigo, él le había convencido para
embarcarse en una estúpida aventura y de atacar
imprudentemente a un grupo de proscritos que eran mejores y más
fuertes que ellos. Se despidieron llorando, y Derufod siguió
adelante, sin mirar atrás, sin volver la vista a la tosca
tumba de aquel desdichado.
