El ruido que hacían al abrir y cerrar los cajones de la cómoda fue lo que me despertó. Oí a Mamá y Papá murmurando en la habitación contigua. El corazón empezó a latirme rápida y violentamente. Me apreté el pecho con la palma de la mano, respiré profundamente y me volví para despertar a Tyler, pero este ya estaba sentado en nuestro sofá-cama. Bañada por la plateada luz de la luna que se derramaba a través de nuestra desnuda ventana, la cara de mi hermano, de dieciséis años, parecía tallada en granito. Permanecía sentado muy quieto, escuchando. Yo estaba echada allí con él, oyendo cómo el odioso viento silbaba a través de las rendijas y huecos de la pequeña choza que Padre había encontrado para nosotros en Sidmouth, un pequeño y ruidoso pueblo al sur del Reino Unido. Apenas hacía cuatro meses que estábamos allí.

- ¿Qué ocurre Tyler? ¿Qué está sucediendo? - pregunté temblando en parte por el frío y en parte porque en lo más profundo de mi ser conocía la respuesta.
Tyler se dejó caer contra la almohada y se puso las manos detrás de la cabeza. En un ataque de mal humor contempló el oscuro techo. El ritmo de los movimientos de Papá y Mamá se hizo más frenético.

- Aquí nos iban a regalar un cachorro - murmuró Tyler - Y esta primavera íbamos a plantar el jardín y hubiésemos tenido nuestras propias verduras.

Podía sentir su frustración y su ira como el calor que emana de un radiador.
- ¿Qué ha sucedido? - pregunté con tristeza porque yo también había tenido grandes esperanzas.
- Padre regresó más tarde que de costumbre - contestó con una nota profética de desastre en la voz - Entró corriendo con ojos de salvaje. Ya sabes, grandes y brillantes, como se le ponen a veces. Entró allí directamente y poco después empezaron a hacer las maletas. Más vale que nos levantemos y nos vistamos - añadió Tyler, echando a un lado la manta y volviendo a sentarse -. De todos modos, dentro de un momento saldrán y nos dirán que lo hagamos.

Dejé escapar un lamento. Otra vez no, y no nuevamente a medianoche.
Tyler se inclinó para encender la lámpara que había puesto junto a nuestro sofá-cama y comenzó a ponerse los calcetines para no tener que colocar los pies sobre el frío suelo. Estaba tan deprimido que ni siquiera le preocupó tener que vestirse delante mío. Me recosté y le observé desdoblar sus pantalones para poder ponérselos, moviéndose con una callada resignación que hacían que todo a mi alrededor pareciese un sueño. ¡Cómo hubiera deseado que lo fuese!
Tenía catorce años y desde que podía recordar, habíamos estado haciendo y deshaciendo el equipaje, yendo de un sitio a otro. Parecía que justo cuando mi hermano Tyler y yo finalmente nos habíamos adaptado al colegio nuevo y conseguido hacer algunos amigos y yo empezaba a conocer mejor a los maestros, debíamos irnos. Quizá no éramos mejor que unos gitanos sin hogar como decía siempre Tyler, vagabundos, pobres entre los más pobres, porque aún en las familias más pobres tenían algún sitio al que llamar HOGAR, algún lugar donde tenían abuelas y abuelos, tíos y tías para abrazarlos y consolarlos y hacerles sentir bien de nuevo. Nos hubiésemos conformado incluso con unos primos. Yo por lo menos lo hubiese hecho.

Eché atrás la manta y mi camisón se deslizó dejando al descubierto la mayor parte de mi pecho. Miré a Tyler y le pesqué contemplándome a la luz de la luna. Miró a otro lado rápidamente. El apuro me hacía palpitar el corazón y presioné la palma de mi mano sobre el corpiño del camisón. Nunca le había dicho a ninguna de mis amigas en el colegio que Tyler y yo compartíamos la misma habitación y mucho menos que dormíamos en el mismo estropeado sofá-cama. Me sentía demasiado avergonzada y sabía como iban a reaccionar, haciéndonos avergonzar aún más a Tyler y a mí.
Puse los pies en el helado suelo de madera. Los dientes me castañeteaban y cruzando los brazos sobre el cuerpo atravesé rápida la pequeña habitación para recoger una blusa, un jersey y una túnica. Luego, me fui al baño a vestirme.

Cuando terminé, Tyler ya había hecho su maleta. Parecía que siempre que hacíamos las maletas nos dejábamos alguna cosa detrás. De todos modos, había espacio limitado en el viejo coche de papá. Doblé mi camisón y lo metí ordenadamente en mi propia maleta. Los cierres estaban tan duros como siempre y Tyler tuvo que ayudarme.
Se abrió la puerta de la habitación de Mamá y Papá y salieron llevando también las maletas en la mano.

Los miramos sujetando las nuestras.

- ¿Por qué hay que irnos otra vez a medianoche? - inquirí mirando a papá y preguntándome si el marcharnos le pondría tan furioso como sucedía a menudo.

- Es el mejor momento para viajar - murmuró Papá. Me echó una mirada llena de ira con una orden rápida de no hacer demasiadas preguntas. Tyler tenía razón. Papá tenía nuevamente esa mirada de locura, una mirada que no parecía natural que me hacía sentir escalofríos en la columna vertebral. Odiaba que papá tuviese esa mirada. Era un hombre guapo, con facciones acentuadas, un casco de pelo castaño y lacio y ojos negros como el carbón. Cuando llegara el día de enamorarme y decidiera casarme, esperaba que mi marido fuera tan guapo como Papaito. Pero odiaba cuando papá se enfadaba, cuando tenía esa mirada loca. Estropeaba sus atractivas facciones y lo afeaba, lo convertía en algo que no podía contemplar.
- Tyler, baja las maletas. Moon, ayuda a tu madre a guardar lo que quiera de la cocina.
Miré a Tyler. Tenía solo dos años más que yo, pero la diferencia era mucho mayor en nuestros aspectos. Era alto, delgado y musculoso como Papá. Yo era bajita, con lo que madre llamaba "facciones de muñeca chica". En realidad tampoco me parecía a Mamá, porque ella era tan alta como Papá. Me contó que a mi edad había sido huesuda y torpe y parecía más bien un chico, hasta que a los trece comenzó a florecer de repente.

No teníamos muchos retratos de familia. En realidad todo lo que tenía era un retrato de mamá cuando tenía quince años. Me pasaba horas sentada contemplando la cara joven y trataba de encontrar señales de algún parecido a mí misma. En la foto estaba sonriendo, de pie, bajo un sauce llorón. Sus ojos brillaban con esperanza y amor. Sin embargo, se podía ver que Madre parecía tan bonita que era fácil ver por qué Papá se había enamorado de ella, aunque solo tuviera quince años. En el retrato iba descalza y yo pensaba que tenía un aspecto tan fresco e inocente y tan encantador como cualquier cosa que la Naturaleza pudiera ofrecer.

Mamá y Tyler compartían el pelo largo y brillante y los ojos oscuros. Ambos tenían la piel bronceada con bellos dientes blancos que les daba una sonrisa de marfil. Papá tenía el pelo castaño oscuro, pero el mío era rubio y tenía pecas sobre los pómulos. Nadie más en mi familia tenía pecas.
- ¿Qué hacemos con el rastrillo y la pala que nos compramos para el jardín? - preguntó Tyler, cuidando de no permitir que asomase a sus ojos ni siquiera un destello de esperanza.
- No tenemos sitio - contestó Papaito de modo cortante.
"¡Pobre Tyler! Pensé. Mamá decía que había nacido tan encogido como un puño apretado y los ojos tan cerrados como si estuviesen cosidos. Contaba que había dado a luz a Jimmy en una finca en Brighton. Acababan de llegar y estaban llamando a la puerta, cuando le empezaron los dolores del parto.
A mí me explicaron que también naci por el camino. Habían tenido esperanzas de que naciese en un hospital, pero tuvieron que abandonar el pueblo y salir hacia otro, donde Papá ya había conseguido un nuevo empleo. Salieron un día a última hora de la tarde y viajaron todo ese día y toda la noche.
- Estábamos entre ningún sitio y ninguna parte y, de repente, tú decidiste venir al mundo - me contó Madre -. Tu padre aparcó el camión a un lado de la carretera y dijo: "Ya estamos en marcha de nuevo, Eliza". Yo me metí en la cama que teníamos en el camión sobre la que había un viejo colchón y al salir el sol viniste al mundo. Yo miraba un pájaro en el momento que viniste al mundo Moon. Por eso cantas muy bien. - me dijo Mamá. - Tu abuela siempre decía que lo que una mujer mirase justo antes, durante o inmediatamente después de dar a luz, ésas eran las características que iba a tener la criatura. Lo peor de todo era que hubiese visto un ratón o una rata en la casa cuando una mujer está embarazada.
- ¿Qué podría suceder, Madre? - pregunté llena de asombro.
- La criatura será cobarde y solapada.
Me sentí demasiado asombrada cuando me contó todo esto. ¡Madre había heredado tanta sabiduría! Era algo que me hacía preguntarme y preguntarme sobre nuestra familia, una familia que jamás habíamos visto. Yo quería saber mucho más pero era difícil conseguir que Mamá y Papá hablasen mucho de sus primeros tiempos, que habían sido duros y dolorosos.
Sabíamos que ambos habían sido criados en pequeñas fincas donde sus familias se ganaban la vida pobremente y con dificultad en pequeñas parcelas de tierra. Ambos habían nacido en familias grandes y vivido en granjas descuidadas. En ninguno de los dos lugares había sitio para una pareja muy joven, recién casada y con la esposa embarazada, así pues, comenzaron lo que sería la historia de los viajes de nuestra familia, viajes que aún no habían terminado. De nuevo estábamos en marcha.
Madre y yo llenamos una caja de cartón con todos aquellos utensilios de cocina que quería llevar consigo y después se la dió a Papá para que la cargase en el coche. Cuando hubo terminado, me echó el brazo sobre los hombros y ambas lanzamos una última mirada a la humilde cocinita.
Tyler estaba en la puerta observando. Sus ojos pasaron de ser lagos de tristeza a lagos llenos de ira más profunda cuando Papá vino para darnos prisa. Tyler le culpaba por nuestra vida de gitanos. A veces me preguntaba si quizá no tendría razón. A menudo Papá parecía distinto de otros hombres, más inquieto, más nervioso. Yo jamás lo decía, pero odiaba todas las veces que se detenía en un bar al regresar del trabajo. Solía llegar a casa con un silencio malhumorado y se colocaba junto a la ventana mirando como si estuviese esperando algo terrible. Ninguno de nosotros podía hablarle cuando estaba de ese talante. Ahora se hallaba así.
- Más vale ponerse en marcha - dijo en el umbral, con los ojos más fríos al mirarme durante unos segundos.
Por un momento me quedé confundida. Era como si mi Padre me culpara de que tuviésemos que irnos. Tan pronto como me vino ese pensamiento lo alejé de mi mente. ¡Estaba siendo tonta! Papá nunca me echaría la culpa de nada. Me quería. Sólo estaba enfadado porque Mamá y yo habíamos sido lentas y morosas en lugar de apresurarnos hacia la puerta. Como si leyese mi pensamiento, Mamá habló de repente.
- Está bien. - dijo rápidamente.
- En marcha - ordenó Papá y aceleró como si nos estuviesen persiguiendo.
Tyler y yo nos apretamos en el asiento trasero entre las maletas y cajones.
- ¿Adónde vamos esta vez? - preguntó Tyler sin disimular su disgusto.
- A Bristol. - contestó Madre.
- ¡Bristol! - exclamamos ambos.
- Así es. Su padre ha conseguido un empleo allí y estoy segura de poder conseguir un trabajo de camarera en uno de los moteles.
- Bristol... - murmuró Tyler por lo bajo. Las grandes ciudades nos asustaban a ambos.
Al alejarnos de nuestro hogar por pocos meses y envolvernos la oscuridad, nos invadió nuevamente el sueño. Tyler y yo cerramos los ojos apoyándonos uno contra otro como habíamos hecho tantas veces antes.