A/N:
Después de más de año y medio de trabajo por fin este fic ve la luz. Nada de esto habría sido posible sin la inconmensurable ayuda de la gran Marion S. Lee. ¡Muchas gracias por tus latigazos y apoyo, ceporro!
Sin duda están siendo tiempos difíciles para el fandom Clintasha pero que no se diga que vamos a resignarnos a desaparecer sin hacer ruido. Puede que nos hayan robado el canon de las manos pero al menos siempre podremos contar con nuestra imaginación para seguir adelante. Este fic de aquí es solo mi pequeña contribución a la causa. Aunque no sea mucho espero que disfrutéis esta historia tanto o más de lo que yo he disfrutado escribiéndola.
Un saludo para todos vosotros, espectadores que nos leéis por la radio.
Playlist recomendada:
Parte I. - Miles Kane - "Don't Forget Who You Are"
Parte II. - Plan B - "Writing's On The Wall"
I.
—¡Te juro que no se dio cuenta de que era su bigote hasta que el resto empezamos a llorar de la risa! —exclamó eufórico Clint, cerrando la puerta del apartamento tras él.
Natasha soltó una carcajada en respuesta, mientras se agachaba para soltar la correa de Lucky y permitir que este corriera a su cesto en el salón.
Clint dejó las llaves en el gran bol de cerámica sobre el aparador de la entrada. Natasha apoyó la correa junto al bol y le siguió a través del pequeño vestíbulo cuando él pasó a su lado, en dirección al pasillo que conducía al dormitorio principal, aún enfrascado en su divertida anécdota:
—Y lo mejor de todo es que Barney hizo todo lo posible para pasearse delante de él durante toda la mañana.
A decir verdad, Natasha no encontraba aquella historia tan hilarante, pero ver a Clint así de entusiasmado siempre conseguía que se contagiara de su buen humor.
Las intensas carcajadas obligaron a Clint a llevarse una mano al pecho y tratar de recuperar el aliento. No era común que Clint compartiera anécdotas de su pasado tan abiertamente, y más aún cuando se trataba de su hermano. Pero aquella noche era distinta. El ambiente distendido de la cena que habían compartido aún perduraba; si es que se podía llamar cena a los nachos y las cervezas de los que se habían atiborrado durante su paseo con Lucky. A pesar de todo el tiempo que llevaban juntos, ya fuera como compañeros de equipo, como pareja sentimental o recientemente como matrimonio, a Natasha aún le sorprendía el efecto de las cosas más simples, aquellas que otros considerarían aburridas o dentro de lo ordinario, tenían sobre ellos. Ella lo achacaba a la inevitable consecuencia de la clase de vida intensa que llevaban. Cuando tu día a día consiste en salvar al mundo de monstruos, alienígenas, neonazis tecnófilos o cualquier chiflado con el dedo a punto de presionar el botón del Juicio Final, era normal que dar un tranquilo paseo por la orilla del East River supusiera un acontecimiento extraordinario. Pero, por otro lado, había un recoveco en su subconsciente en el que no quería mirar y que le susurraba que, en realidad, le gustaba porque una parte de ellos que anhelaba vivir en paz.
—El loco de Barney… —concluyó Clint, con una triste sonrisa de nostalgia que sacó a Natasha de sus reflexiones.
Ahí estaba: el remordimiento. Por mucho que intentaran huir y dejarlo atrás, sus pasados siempre regresaban para apuñalarles en la espalda. Era una lucha inútil pero necesaria. La necesitaban para vivir, para demostrarse que eran buenas personas que, a pesar de todo lo que habían hecho aún había algo de humanidad en sus almas.
El tono jovial de minutos atrás había quedado ensombrecido por ese perpetuo sentimiento de amargura que siempre parecía acecharles desde las sombras. Clint se había detenido junto a la puerta del dormitorio, apoyado contra la pared a un par de pasos de ella, y evitaba por completo mirarla. Sus manos, que hasta ese momento no habían parado de hacer grandes aspavientos mientras acompañaban su narración, ahora se ocultaban en los bolsillos de su pantalón.
Natasha le observó en silencio por unos momentos, deseando que Clint fuera capaz de verse tal y como ella le veía. Ojalá, se repetía, ojalá hubiera alguna forma de hacerle entrar en esa cabezota suya que no tenía que seguir torturándose por los pecados de otros. Ojalá hubiera una forma de hacerle entender que, a pesar de todos sus errores, Clint se había convertido en un buen hombre y no tenía nada de lo que avergonzarse.
Sabía que era un pensamiento muy hipócrita, ya que ella había demostrado una y otra vez ser incapaz de seguir su propio consejo. Pero al menos, ella siempre podía contar con Clint para recordarle sus virtudes, del mismo modo que ella se lo estaba recordando ahora.
Sonriéndole con cariño, se aproximó hasta él y le acunó la mejilla delicadamente, clavando los ojos en los de él.
—Hasta en lo más profundo del bosque brilla un rayo de sol.
—No te pongas filosófica conmigo, Romanoff —bromeó él apartándola con un juguetón empujón en el hombro, al cual ella respondió con una alegre risotada mientras se apoyaba contra la pared opuesta del pasillo.
—Además —continuó Clint, sin apartar sus ojos de la sonrisa que ella le brindaba—. ¿Desde cuando eres tú la optimista en esta historia?
—Desde que me casé con un payaso —respondió Natasha. Encontró la cálida mano de Clint y le atrajo hacia ella con suavidad.
—Artista circense —especificó él, dejándose atrapar entre sus brazos—. Yo no llevaba zapatones ni me tiraba tartas a la cara.
—Mmm Hmm —afirmó distraída Natasha, reduciendo la mínima distancia que les separaba y capturando los labios de Clint entre los suyos.
El beso fue más breve de lo que Natasha habría deseado, apenas un simple roce antes de que Clint se apartara con un suspiro y apoyara su frente contra la suya. Aun persistían las sombras del remordimiento en él; podía sentirlo sin necesidad de mirarle a la cara.
Natasha levantó un brazo y comenzó a acariciarle el suave vello de la nuca. Era un gesto reconfortante que siempre ayudaba a que su marido se relejara y volviera con ella.
La postura de Clint se sosegó notablemente bajo las caricias de su esposa. En respuesta, su mano se deslizó por el cuello de ella hasta llegar al colgante en forma de flecha que pendía en el hueco bajo su garganta. Clint se lo había regalado poco después de la Batalla de Nueva York y Natasha no se lo había quitado salvo cuando la misión así lo exigía. Por unos instantes sus ásperas yemas acariciaron con ternura la pequeña flecha dorada antes de seguir su camino por el contorno de su clavícula izquierda. Su tacto era delicado, casi imperceptible sobre la blusa de Natasha, pero ella era más que consciente del recorrido de aquellos ágiles dedos.
No la sorprendió cuando estos se detuvieron por fin sobre aquel punto estratégico bajo su clavícula izquierda. Hacía casi cinco meses que la bala disparada por un fantasma de otro tiempo la había atravesado de lado a lado durante el polémico tiroteo en mitad de Washington.
La bala había pasado a escasos centímetros de su corazón, y había hecho trizas tendón, musculo y hueso a su paso. De no ser por el oportuno rescate de Maria Hill y la gran habilidad de los doctores que habían cuidado —o resucitado según se mire— al Director Furia, Natasha sabía que se habría desangrando inevitablemente aquel día. Aún estaba cabreada por todo ese asunto.
Pero eso había sido entonces. Ahora la piel estaba rosácea y suave, y hacía semanas que no le tiraba ni le dolía. La herida física estaba sanando, cerrada y lista para pasar al olvido dentro del catálogo de cicatrices que decoraban su cuerpo. No obstante, ella sabía que la herida que aquella bala soviética había dejado en la psique de Clint distaba mucho de estar cerrada.
—Debería haber estado allí, a tu lado, como siempre —murmuró sin dejar de repasar la cicatriz a través de la tela.
Natasha suspiró con profundidad y se apartó lo suficiente como para poder mirarle a la cara sin bizquear. Tomó la mano de su marido y le obligó a que le devolviera la mirada:
—Era imposible que supieras lo que iba a pasar. Hiciste lo que pudiste con las cartas que te tocaron, Clint —le aseguró, apretándole la mano, como si con ese gesto le fuera a ayudar a convencerse de ello—. Además, lo único que de verdad me importa de toda esta mierda de situación a la que nos hemos visto arrastrados, es que volvieras sano y salvo a casa. El resto me da igual.
Clint chasqueó la lengua y negó con la cabeza ligeramente. Era más que obvio que un montón de palabras no iban a cambiarle de opinión. Natasha llevaba meses intentando convencerle de que no era culpa suya. Entendía a la perfección que se preocupara por ella, era normal, después de todo, Natasha misma también se volvía loca pensando en si Clint estaría bien cuando su trabajo les obligaba a separarse. Pero, por otro lado, también era una mujer mayorcita y sabía cuidarse sola. Era más que capaz de tomar sus propias decisiones y aceptar los riesgos y consecuencias de estas. Clint sería su compañero, su mejor amigo y su marido, pero no era asunto suyo cargar con los deberes de Natasha y convertirse en su ángel de la guardia particular.
Y más aún cuando él mismo se había visto envuelto en su propio infierno de traiciones y puñaladas taperas al otro lado del mundo. Para cuando Clint se enteró de la fiesta que había preparado Hydra, ya había acabado todo. Bastante tuvo con salir de Australia de una pieza cuando la mitad de su equipo de apoyo resultó tener el "Mein Kampf" en la mesilla de noche.
Después de esa odisea que había pasado para volver a su lado vivo y en, más o menos, el mismo estado en el que se había marchado, no iba a reprocharle que no hubiera estado a su lado en Washington, desde luego que no.
Clint se pasó la lengua por el labio inferior, en un gesto involuntario que delataba su esfuerzo por organizar sus ideas antes de hablar.
—Nat…
—No, Clint —le interrumpió con brusquedad—. Estoy viva y tú estás vivo. Y estamos en casa y juntos. ¿Acaso eso no es suficiente?
No permitiéndole que volviera a caer en esos oscuros sentimientos, Natasha volvió a capturar la boca de Clint, instándole con la dulce caricia de sus labios a que le respondiera.
El beso empezó inocente, cargado de cariño y sinceridad, pero medida que pasaban los segundos, se fue volviendo más y más apasionado.
Pronto sus lenguas luchaban por dominar a la otra, y las manos de Clint comenzaban a rondar por el cuerpo femenino. Sus amplias y callosas manos se introdujeron bajo la blusa de ella, acariciando su abdomen y dejando un rastro incendiario a su paso.
Rompiendo la conexión de sus labios, Natasha inclinó la cabeza a un lado, permitiendo que Clint centrara sus atenciones en la zona sensible bajo su mandíbula. El calor de la respiración de él, unido al roce de sus dientes sobre la piel de Natasha crearon una sensación deliciosa ante la cual le resultó imposible evitar el escalofrío de placer que le recorrió todo el cuerpo.
Las manos de Natasha subieron por el cuello de él, acariciando el corto vello que crecía en su nuca, hasta enterrase en su cabello, despeinándolo más de lo que ya estaba.
Natasha le apartó un poco, lo suficiente como para enganchar con los dedos las trabillas del pantalón de él y guiarle hacia el dormitorio. No rompieron el beso hasta que la espalda de Natasha dio contra la puerta de la habitación. Los labios de Clint se desplazaron entonces hasta la oreja de ella, mordisqueando su lóbulo de manera sensual. La distracción que la boca de Clint estaba causando sobre ella era tal que a Natasha le costó atinar a girar el pomo.
La puerta se abrió de par en par, debido al peso de ambos, y golpeó contra la pared interior del dormitorio. Los dos entraran tambaleándose en la habitación. Antes de que Natasha hubiera dado un paso dentro, Clint la había alzado en sus brazos y se había girado hasta dejarla atrapada entre su cuerpo y el panel de la puerta. Incapaz de contener su entusiasmo, Clint la apoyó con brusquedad contra la madera, provocando que la cabeza de Natasha golpeara contra la superficie de esta.
—Lo siento —se disculpó, palpando la nuca de ella en un intento por atenuar la molestia del golpe. Algo en el interior de Natasha, no obstante, le dijo que aquella disculpa no era tanto por el golpe sino más bien por la conversación de minutos atrás.
Los ojos de Clint estaban fijos en ella. El amor, el deseo y la calidez reflejados en ellos hicieron que Natasha sintiera como si su corazón fuera a salir volando de su pecho. Era terrorífico lo que ese maldito sentimiento podía causar. El amor era capaz de convertir a una fría asesina en una idiota sensiblera.
Natasha le apartó la mano de su cabeza y entrelazó sus dedos con los de él. Las manos de Clint eran ásperas y llenas de callosidades producto de las interminables horas trabajando con arcos y armas de fuego. Pero a pesar de su aspecto tosco, a Natasha le encantaban sus manos. Eran fuertes y firmes cuando debían serlo y, sin embargo, en aquel preciso momento, eran capaces de profesar una ternura y delicadeza inconmensurables.
Se entretuvo con sus manos por unos momentos más, acariciando sus dedos con fascinación. Uno a uno fue besando las yemas, disfrutando con el sonido gutural que escapaba de la garganta de Clint cada vez que sus labios se cernían sobre cada uno de ellos.
Levantó la mirada y clavó sus ojos en los de él mientras besaba por último su dedo índice. Clint no apartó su atención de los labios de su mujer ni por un microsegundo. Sonriendo para sí misma ante la reacción de su marido, Natasha se tomó su tiempo con aquel último beso. Su lengua hizo una breve aparición, acompañando a las insinuantes caricias de sus ardientes labios, antes de dejar que sus dientes rozaran la yema de su dedo con inclemencia. Sin poder remediarlo, Clint se estremeció de inmediato ante tal ataque sensorial.
Más que un beso aquello era una sensual declaración de intenciones.
La respiración de él estaba incluso más acelerada que antes, casi como si acabara de correr una maratón mientras le perseguía una manada de lobos hambrientos. Clint intentaba ahogar los gemidos que escapaban irremediablemente de su garganta por el placer que ella le estaba proporcionando y, pese a correr el riesgo de que él se arrancase su propio labio inferior por querer contenerlos, Natasha atrajo su mano hacia ella, hasta que pudo colocar un suave beso sobre la parte interior de su muñeca. Con sus labios apoyados sobre su pulso, Natasha era capaz de sentir el ritmo de sus latidos como si se tratase del suyo propio.
Su voz era un par de tonos más grave, sonando casi como un ronroneo cargado de deseo:
—Natasha…
No dejando que dijera nada más, asió su mano con mayor firmeza y la guió hasta ubicarla sobre uno de sus pechos, dejando más que claros sus propósitos.
—Cállate y bésame otra vez —murmuró ella, ciñendo con más fuerza sus piernas alrededor de la cintura de él y volviendo a asaltar su boca con pasión.
Clint obedeció al instante, y se dejó llevar por la iniciativa de Natasha. El beso continuó, renovado con una pasión más impetuosa si era posible. Abandonaron la puerta y Natasha pudo sentir como Clint la llevaba hasta la cómoda de tres cajones que había junto a la pared. Los marcos de fotos que había encima se tambalearon y cayeron cuando la sentó sobre la cuidada superficie de madera.
En un abrir y cerrar de ojos, su blusa había desaparecido, seguida de inmediato por su sujetador. Las manos de Clint, tan hábiles con el arco, ahora demostraban su maestría jugueteando con sus pechos. Palpando y pellizcando a partes iguales uno de sus senos mientras con su boca asaltaba el pezón endurecido del otro, Clint estaba consiguiendo que Natasha perdiera la cabeza.
Sin dejarle un momento de respiro Clint pasó la lengua por alrededor de su areola para continuar por la sensible piel de la base del busto. Natasha se dejó llevar por la exquisita sensación. No tenía idea de que fuese posible tener un orgasmo con tan sólo estimular los senos pero, si Clint seguía así, iba a comprobarlo antes de lo que se imaginaba.
Para desilusión de ella, Clint abandonó sus pechos y comenzó a descender por su cuerpo, sembrando una senda de besos humedecidos por su abdomen, hasta quedar arrodillado entre las piernas femeninas. Clint se detuvo entonces, con las manos jugueteando con la cinturilla del pantalón. Se miraron por unos intensos segundos. La mirada encendida de él se clavaba en la de ella. Sus pupilas dilatadas por el deseo, casi engullían el azul grisáceo de sus ojos. Natasha no pudo evitar pasarse la lengua por sus enrojecidos labios con anticipación. Cuando Clint la miraba así la volvía loca, hasta el punto de sentir que perdía el control de sí misma. Necesitaba tocarle ya. Necesitaba que él la tocara. Ya.
Sin previo aviso volvió a enderezarse todo lo alto que era y la bajó de la cómoda con un ágil movimiento.
No soportando el exceso de ropa de su esposo, Natasha prácticamente le arrancó la camiseta del cuerpo, y la tiró en algún lugar de la habitación. Le pasó las manos por los brazos y los hombros, disfrutando del tacto cálido y firme de sus músculos bajo sus palmas.
Sin detener sus caricias, Natasha ascendió por el cuello de su marido, palpando la cadena de la cual colgaba su alianza de bodas, hasta regresar a su rostro. Clint se inclinó ligeramente para así poder volver a capturar la boca de ella, mientras sus hábiles dedos se centraban en desabrocharle el pantalón.
Cuando por fin logró deshacerse de la maldita prenda, se apartó, finalizando el beso. La alzó entre sus brazos como si no pesara nada, volvió a subirla a la baja cómoda y se arrodilló de nuevo ante ella, aprovechando la altura del mueble para que su cara quedara justo a la altura de su sexo.
Natasha podía sentir su ropa interior empapada, y al parecer, si su engreída media sonrisa era indicativo suficiente, a Clint tampoco le estaba costando mucho darse cuenta de su grado de excitación.
La frustración creció en Natasha al ver aquella sonrisa. El muy cabrito sabía lo que le estaba haciendo y estaba disfrutando cada momento de ello.
—¿Estas así por mí? —preguntó Clint, palpando su húmedo género con la yema de los dedos.
—Ya quisieras—respondió ella. Tuvo que maldecirse por dentro cuando su voz sonó más jadeante de lo que deseaba.
Clint se ocultó entre sus piernas, rozando su nariz contra la tela de sus braguitas, inhalando su aroma.
—Yo creo que sí —susurró con un tono ronco, cargado de tensión.
Natasha se estremeció al sentirle por fin a apenas unos milímetros de su centro. Pero Clint aún parecía seguir dispuesto a hacerla suplicar. Poco a poco fue besando el interior de sus muslos, de sus rodillas y sus pantorrillas, para a continuación rehacer el trayecto en dirección inversa.
—Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás —le confesó, enganchando los dedos por la goma superior de las bragas y tirando suavemente de ellas.
La respuesta de ella se ahogó en su garganta, transformada en un gemido, cuando por fin apartó su ropa interior y comenzó a devorarla con su lengua.
De manera instintiva, una de las manos de Natasha viajó hasta la cabeza de su esposo, agarrando su pelo con fuerza. Clint captó la indirecta y aumentó la intensidad de su asalto, introduciendo un par de hábiles dedos en ella.
Natasha echó la cabeza hacía atrás, sucumbiendo a la ola de placer que su marido le estaba proporcionando. No tardó mucho en que un orgasmo la asaltara, dejándola con la respiración entrecortada y la piel enardecida, como si un millón de hormigas eléctricas corrieran por sus terminaciones nerviosas.
Cuando por fin regresó de su éxtasis, lo hizo para encontrar los ojos de Clint fijos en ella. Una sonrisa satisfecha adornaba sus labios mientras la observaba cabalgar las últimas pulsaciones de placer. Fue entonces cuando se percató del movimiento de la mano que tenía libre. No se había dado cuenta hasta ahora que Clint se había desabrochado su propio pantalón en algún momento, y había estado masturbándose con la mano que tenía libre mientras se aseguraba que ella llegara a su clímax.
Pasándole los dedos por el pelo en una dulce caricia, le puso en pie, y lo atrajo hacia ella. Su boca relucía con los fluidos resultantes de su excitación y Natasha los limpió con el pulgar antes de besarle de nuevo.
Podía sentir su erección palpitante junto a su todavía sensible sexo, encendiendo aún más si era posible su deseo. Necesitaba tenerle dentro de ella cuanto antes.
Sin perder un segundo, le saltó de nuevo a los brazos. Por desgracia, en su urgencia por tocarse a sí mismo mientras se encargaba de Natasha, Clint se había bajado los pantalones de mala manera provocando que estos quedaran enganchados a sus tobillos. Cuando intentó moverse por el repentino cambio de peso, la tela se enrolló incluso más contra sus piernas haciendo que Clint perdiera el equilibrio. Inevitablemente tropezaron y ambos acabaron en el suelo.
—Uff, ¿estás bien? —preguntó Clint, a pesar de haber sido él quien amortiguara la mayor parte del golpe con la espalda.
Natasha negó con la cabeza, haciendo que unos mechones de su cabello le rozaran la cara.
—¿Artista circense decías?
Ambos rieron con ganas. Finalmente, Natasha decidió tomar el control antes de que Clint acabara logrando que alguno de los dos se abriera la cabeza contra algún mueble.
Sin andarse con rodeos, tomó su duro miembro en su mano, guiándole hasta dejarle situado en su entrada. Con un rápido movimiento ya le tenía enterrado en ella. Sus cuerpos se amoldaron a la perfección, como de costumbre. Poco a poco empezaron a moverse, subiendo el ritmo y la intensidad a medida que aumentaba su deseo. Sus respiraciones se tornaron ansiosos jadeos que se perdían en el mínimo espacio entre sus bocas. En alguna parte de su cabeza, Natasha era consciente de las quemaduras por fricción que iba a tener en las rodillas al día siguiente por culpa de la alfombra, pero esa era la menor de sus preocupaciones en aquel momento. Al igual que en el campo de tiro, los ávidos envites de Clint daban en el blanco continuamente, llevándola hasta más allá del límite. Pudo sentir como sus músculos se tensaban en anticipación al nuevo orgasmo. Un par de repeticiones más y otra ola de placer volvió a recorrer su cuerpo.
Entre la niebla de su mente, sobrecargada por el éxtasis de su orgasmo, reconoció el grito ronco de Clint exclamando su nombre antes de sentir como se derramaba en su interior.
Con su cuerpo aun vibrando, se desplomó sobre su pecho, agotada por el esfuerzo y la satisfacción. De inmediato los brazos de Clint se ciñeron a su alrededor, apretándola más contra él. Sus respiraciones seguían aceleradas cuando por fin Natasha decidió a incorporarse sobre sus codos y mirarlo. A la escasa distancia a la que se encontraban sus narices casi se rozaban, pero aun así pudo distinguir claramente la fascinación reflejada en los ojos de su marido. Era como si, a pesar de todos esos años juntos, aún no se creyera que ella estuviera dispuesta a entregarse a él de manera tan libre y abierta una y otra vez.
—No ha estado mal —afirmó Natasha limpiándole una gota de sudor de la sien.
Clint hizo una exagerada mueca y se removió bajo ella.
—Creo que me he roto el hueso del culo.
Natasha ocultó la cara contra el cuello de Clint y rió contenta. A pesar de todas las dificultades, dudas y retos, su vida era imperfectamente perfecta.
Y no había nada en este mundo que pudiera hacerla sentirse más feliz.
IX.
— ¿Vas a seguir ignorándome todo el día?
Clint entró con paso furioso detrás de Natasha en el pequeño apartamento que compartían en Brooklyn. La puerta se cerró a sus espaldas con un violento golpe que, sin embargo, pasó desapercibido entre la tensa atmosfera.
Al otro lado del pequeño vestíbulo abierto, en el salón, Lucky pareció percibir el mal humor de sus amos. En lugar de saltar e ir a recibirles, correteando entre sus piernas con su característica alegría, permaneció inmóvil, tumbado en el sofá, sin apenas levantar una oreja en su dirección. El animal volvió a acurrucarse con la cabeza gacha en el sofá y cerró su único ojo, ignorando por completo a los dos humanos en la entrada.
—Natasha, te he hecho una pregunta —insistió dando un par de amplias zancadas e interponiéndose en su camino. Ella simplemente pasó a su lado sin inmutarse, ignorándole por completo, como si no estuviera allí.
—Vale, como quieras —gruñó mientras la observaba caminar pasillo abajo hacia el dormitorio.
Clint se pasó amabas manos por la cara y presionó con fuerza contra sus sienes. El dolor de cabeza le estaba destrozando.
Natasha entró en la habitación y, sin mirar atrás, cerró la puerta en las narices de Clint.
—Luego el infantil soy yo, pero ¡te estás comportando como una niña! —gritó contra la puerta.
No entendía a qué venía esa actitud por parte de Natasha. Ni siquiera recordaba qué había hecho para que ella le retirara la palabra. Lo peor era que por más que intentaba recordar, más le dolía la cabeza y en consecuencia, más aumentaba su mal humor. Soltando un profundo suspiro con el que calmar su creciente migraña, Clint relajó el cuello de lado a lado y rotó los hombros un par de veces, antes de tomar el pomo de la puerta y entrar en el dormitorio.
Natasha estaba de pie junto a la cama, dándole la espalda. Se había quitado la chaqueta parda de cuero, y estaba desabrochándose el pantalón con lentitud. No dio muestras de haberle oído entrar. Ni siquiera inició esa instintiva flexión de los músculos de la espalda que todo aquel que vive de combate en combate es incapaz de reprimir.
En los más de seis años que llevaban juntos —el último par de ellos como matrimonio—, jamás la había visto comportarse así. Ni siquiera durante aquellas primeras y duras semanas de desprogramación en S.H.I.E.L.D. Al menos en aquella época hubo una mínima comunicación entre ellos, aunque esta consistiera por parte de ella en miradas de odio y silenciosas muecas condescendientes.
Farfullando entre dientes, Clint caminó hacia su lado de la cama. Sin mirar a su esposa, se quitó la camiseta y la dejó tirada sobre la silla junto a la mesilla de noche. Se sentó sobre el edredón para quitarse las zapatillas. Mientras se desataba los cordones escuchó a Natasha caminar hacia el baño anexo al dormitorio y abrir la ducha.
Tirando las zapatillas bajo la cama, Clint se llevó las manos al cinturón del vaquero y soltó la hebilla. Por un minuto permaneció sentado, mirando hacia delante. Sus ojos estaban fijos en la pared frente a él, pero su mente estaba puesta en el continuo ruido del correr del agua de la ducha.
Por mucho que lo intentaba era incapaz de imaginar qué podía haber hecho para que Natasha estuviera así de enfadada con él. Sabía que debía preocuparle no recordar el porqué de la pelea, pero por alguna razón no le importaba en absoluto. Sentía que algo había pasado, pero por más que luchaba por recordar el qué, más difusos se volvían sus pensamientos. Era como pretender recordar un sueño: la impronta permanecía en su mente, pero no el contenido. Siempre que trataba de darles forma a esas ideas, hacer que encajaran en un concepto lógico y comprensible, estas se esfumaban; desaparecían, escurriéndose de su consciencia como un puñado de fina arena. Era una sensación frustrante.
Además estaba la constante jaqueca que, de alguna manera, parecía estar asociada a todos esos lapsus de memoria que estaba sufriendo últimamente. Todo aquello no hacía más que dificultar su proceso mental hasta el punto de obligarle a olvidar la razón por la que quería recordar.
Sin perder un minuto más vagando en sus pensamientos, Clint se levantó y caminó decidido hacia el baño en cuanto por fin dejó de oír el agua correr. Se apoyó contra el marco de la puerta, dispuesto a encarar a su mujer. No obstante, en cuanto vio el reflejo de la mujer en el espejo, se detuvo en seco.
Estudió la postura de Natasha, el movimiento de sus manos, el ligero balanceo de su cuerpo. De inmediato cayó en la cuenta que estos eran extraordinariamente firmes y calculados, demasiado perfectos y mecánicos, casi como si se estuviera guiando solo por el piloto automático. Hasta su respiración parecía artificial.
Levantando la mirada hasta posarla en el reflejo del espejo, Clint contempló con detenimiento el rostro de su esposa. Este estaba inexpresivo, vacío. Era una máscara de imperturbable apatía esculpida sobre sus bellas facciones. Sus ojos, perdidos en algún punto en el infinito, delataban lo lejos que se encontraba su mente en ese momento.
Clint no la observaba con esa precisión de francotirador que le había granjeado su apodo, sino con los ojos de un hombre que había compartido buena parte de su vida con una mujer, y conocía hasta el más mínimo tic y gesto nervioso que esta pudiera hacer.
Y sin embargo, mirándola ahora secándose cuerpo y el cabello con esa perturbadora pulcritud, limpiada su hermosa piel de todo rastro del cansancio del día, no sabía con exactitud quién era la mujer que iba apareciendo debajo. Por unos momentos se quedó sin palabras.
—¿Vas a hablarme de una vez? —preguntó finalmente, casi en un suspiro.
De repente la máscara de impasibilidad de Natasha se quebró, y por un breve instante Clint creyó ver lo que parecía ser una sombra de desnuda aflicción pasar por sus ojos. Natasha agachó la cabeza y apoyó las manos a ambos lados del lavabo, dejando que una cascada de rojizo cabello ocultara su rostro de la intensa mirada de Clint.
Aunque solo hubiera sido por un segundo, Clint no podía borrar de la cabeza aquel gesto compungido que había visto dibujado en la cara de su esposa. Mordiéndose el labio inferior, se refrenó de apoyar su mano en el hombro de ella, apartarle el pelo húmedo de la cara y obligarla a mirarlo a los ojos. Conocía a Natasha lo suficiente como para saber que no debía forzarla a hablar si ella no quería hacerlo. Lo único que iba a conseguir con esa táctica era que se cerrara más y que, posiblemente, le partiera la muñeca por invadir su espacio personal sin su permiso.
No sabía qué hacer. Ahora podía ver la tensión en la postura de Natasha. Sus manos apretaban con fuerza la encimera del lavabo, hasta el punto de que sus nudillos estaban tomando el mismo color que el mármol. Su espalda estaba igual de rígida; el único movimiento que se observaba era el subir y bajar que acompañaba a su respiración, que se había vuelto más rápida y agitada.
Sin duda Natasha se estaba conteniendo; estaba intentando calmarse, pero por desgracia, Clint era incapaz de entender que podía haber ocurrido que fuera tan terrible para dejarla tan alterada y dolida. Siempre que habían vuelto de alguna misión especialmente dura, Natasha tendía a hacer esto mismo; se refugiaba en sí misma y batallaba con sus demonios en silencio, sin que nadie pudiera verla quebrarse. Pero, aun así, siempre se aseguraba de dejar una ventana abierta a su interior para que Clint pudiera ayudarla a recomponerse cuando llegara el momento. Sin embargo, ahora esa ventana estaba tapiada y Clint solo podía observar impotente desde fuera cómo los demonios se arremolinaban alrededor de su esposa.
Al fin, Natasha dio un profundo suspiro y recompuso la fachada de imperturbabilidad. Terminó de secarse y comenzó a ponerse el pijama, el cual no consistía en más que unos pantalones cortos y una camiseta ancha, que en su momento había pertenecido a Clint. Dejó la toalla colgando del perchero, apagó la luz y salió del baño; pasó al lado de Clint sin tan siquiera reconocer su presencia. Acto seguido Clint abandonó su posición junto al marco de la puerta y se sentó frente a Natasha a los pies de la cama.
—Natasha… —Intentó llamar su atención con un suave susurro, mientras ella rebuscaba en la bolsa junto a la cama en pos de su ordenador portátil.
Ella volvió a ignorarle por completo. Simplemente encendió la luz de la mesilla, se tumbó en su lado del colchón y conectó el ordenador, poniéndose de inmediato a trabajar en Dios sabía qué. Al cabo de un par de minutos de espera, Clint finalmente se rindió.
—Tú misma —dijo echándose en su extremo de la cama
Clint miró de reojo su mujer, intentando deducir que era lo que la atormentaba. Tras unos momentos, Natasha también recuperó su teléfono móvil y se puso a volcar datos de un aparato a otro. Era la indicación final de que pretendía pasarse toda la noche trabajando y de que no guardaba intención alguna de hablar. Clint miró al techo con tristeza.
—Buenas noches, Nat.
La única respuesta que recibió fue el eco del rítmico teclear en la penumbrosa habitación.
