N/A: Pues aquí llega mi primer Universo Alterno. Hacía tiempo que tenía ganas de escribir un fic en el que Harry y Draco no fuesen magos. Creo que el estilo también es diferente al de mis otras historias, espero que os guste. Como se iba alargando demasiado lo he dividido en dos partes. No tardaré en subir el desenlace. Un abrazo, Hojaverde.
DISCLAIMER: Harry, Draco, sus amigos y familiares no me pertenecen, son de JK Rowling. El resto de personajes es mío. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
---------------------
IT´S ALL ABOUT SEX
-----------
El café humeaba entre sus manos. Su calor le llegaba a través de los guantes de lana, y las volutas que coronaban el vaso de plástico se mezclaban con las que salían de su boca al exhalar el aire al frío de la mañana. Harry le habría dado un gran sorbo de buen grado si no fuera por la clara advertencia que figuraba en todas las tapas de Starbucks, y que él había comprobado empíricamente un par de veces escaldándose la lengua. Arrebujado en su abrigo y metiendo la nariz bajo la bufanda, caminó los escasos metros que le quedaban hasta la oficina donde trabajaba. Aunque, tal vez, trabajar no era la palabra correcta.
Harry había conseguido un período de seis meses de prácticas no remuneradas en el prestigioso bufete Bernies and Martin´s. Formaban parte de su proyecto de fin de carrera, pero también le suponían la oportunidad de dejar una buena impresión en la firma y hacerse un hueco en su plantilla cuando se licenciase. De hecho, sus superiores parecían tener un extraño poder para leer su mente, ya que estaban sacando de él todo un arsenal de cualidades que ni siquiera Harry sabía que tuviese. Podía mantener tres cafés en equilibrio en una sola mano, atender dos llamadas a la vez y mantener una en espera, fotocopiar toda una mañana legajos y legajos sin que se le atascase la máquina de reprografía, soportar estoicamente todo tipo de bromas de los abogados no fijos, y cumplir con total puntualidad los recados más inverosímiles de los veteranos. Harry se consolaba pensando que quizá en el segundo mes empezaría a ver algo de derecho. Probablemente, cuando la secretaria del bufete volviese de su baja indefinida.
La potente calefacción le golpeó al empujar la puerta de cristal, dándole una acogedora bienvenida. Todas las mesas estaban vacías. Como siempre era el primero en llegar, a excepción de las dos empleadas que aún estaban terminando la limpieza diaria, y que le salvaban de quedarse en la calle esperando por las llaves de sus compañeros. Después de acercarse a saludarlas, Harry se deshizo del abrigo, los guantes y la bufanda, y se sentó en la mesa de recepción, dispuesto a apurar su café y a sacudirse los restos de sueño que aún le rondaban.
Media hora después, empezaron a llegar los abogados. Harry los observaba cada día a medida que entraban y ya había aprendido a catalogarlos por grupos. Los empleados eventuales caminaban con una especie de aplomo fingido, nada extraño al pisar un suelo resbaladizo y traicionero, vestían de punta en blanco sin permitirse ni la más mínima arruga en su ropa, y trataban de imprimir seguridad a cada una de sus palabras y movimientos. Los miembros fijos de la plantilla no tenían que fingir nada de eso. Llegaban un cuarto de hora más tarde sin el ceño fruncido después de buscar media hora un aparcamiento (tenían plaza reservada en el parking privado de la parte de atrás del edificio), y se permitían prescindir de la corbata cuando no tenían un juicio o careo. Los dos socios fundadores, eran otra historia. Philip Bernies y Robert Martin existían porque sus empleados daban fe de ello, pero Harry, después de diez días en el bufete, aún no les había visto. Aunque sí había ejecutado muchos de sus encargos. Era Thomas Burton, su mano derecha oficiosa, quien se los trasmitía.
El teléfono comenzó a sonar a las 8:05 y ya no guardó silencio hasta la hora del almuerzo, en la que el contestador se conectaba de forma automática. Los abogados abandonaron sus puestos en total sincronía, organizándose en pequeños grupos para dirigirse a los restaurantes de la zona, donde compartirían comida, buen vino y todo tipo de conspiraciones. Harry nunca les acompañaba por dos motivos básicos; ese ritmo de vida se escapaba claramente de su presupuesto, y nadie le había invitado todavía . Cuando el último de ellos dejó el bufete, él sacó sus dos sándwiches del portafolios y su refresco de naranja. Generalmente almorzaba en el pequeño parque al final de la calle, pero aquel día el frío era implacable y el radiador a su espalda se le antojó mejor compañía que el helado banco de piedra bajo el árbol.
Entre el sándwich de pollo y el de pavo, fue cuando escuchó el piano.
Al principio, creyó que se trataba de una grabación en CD. La banda sonora de cualquier película o una de las muchas piezas de música clásica inidentificables para él. Pero cuando la melodía cesó un segundo y retomó el anterior movimiento, supo que en realidad se trataba de un piano. El sonido parecía venir del piso de arriba. Harry sabía que había viviendas, pero no había llegado a conocer a ninguno de los propietarios o inquilinos. Embobado por la novedad en la oficina vacía, se dedicó a buscar el lugar donde la música sonase con más claridad. Lo encontró a dos pasos de la puerta del baño, debajo de la rejilla de ventilación, y no tardó en arrastrar una silla hasta allí y sentarse a escuchar, mientras terminaba su frugal comida.
La pieza era nostálgica pero tenía cierto punto de esperanza. Ninguna nota caía lo suficiente como para hundirse sin que otra un poco más alta la remontase. Después de varios minutos de atenta contemplación sonora, Harry podía distinguir hasta el golpeteo de los pedales del piano, las pausas para pasar la página de la partitura o el deslizarse de los dedos sobre las teclas. De repente el pianista tuvo dos sexos, cien cuerpos, mil caras, y las manos más maravillosas que Harry hubiese visto nunca. Sin darse cuenta, había cerrado los ojos, abierto sus sentidos y dejado que cada centímetro de piel se le erizara. Después, vino el silencio.
Harry lo sintió gélido como un rechazo.
El sonido de los teléfonos, los faxes y las voces llenaron de mediocridad la oficina durante toda la tarde y sofocaron cualquier otro intento de concierto. Sin embargo, Harry ya no pudo sacarse la melodía de la cabeza, y ese atardecer la fue tarareando hasta su pequeño apartamento en Paddington. Al día siguiente, tomó asiento debajo de la rejilla en cuanto todos se marcharon, sin saber aún si habría algo que escuchar.
Lo hubo. Y también al día siguiente, y al otro más.
Durante el fin de semana, Harry puso en marcha su faceta más detectivesca. O lo que era lo mismo, interrogar a su mejor amiga, Hermione Granger. En medio de la música estridente de un pub de Picadilly, Harry le tarareó las dos o tres melodías que recordaba y obtuvo una pequeña pista. Frédéric Chopin. Después, un Ron que empezaba a bostezar seriamente, se puso a hablar de los avances del la liga inglesa y las posibilidades de que fuese convocado para el siguiente partido y Sherlock Potter tuvo que conformarse con esperar al domingo.
Ni siquiera eso. A las cuatro de la mañana, después de que los chicos le dejasen en su casa, se conectó al Emule y pasó dos horas descargándose piezas de Chopin y escuchando una a una, hasta que dio con las que buscaba. El lunes al volver al trabajo, ya se las sabía de memoria.
El martes ocurrió una gran catástrofe en la vida de nuestro futuro abogado. No hubo para el queso ni el bacon adobe de piano.
Sólo en ese momento, Harry supo lo mucho que se había acostumbrado a ese pequeño momento de música en privado. Uno que le hacía olvidarse de las novatadas de Anthony Pearl, el gracioso de la oficina, o de la bronca que le había echado Burton por darle un número de fax equivocado. Y que hacía que durante veinte maravillosos minutos, la tensión de sus hombros se relajase, su respiración fuese más pausada y su cabreo con el mundo se marchase muy lejos, trayéndole a cambio una sonrisa satisfecha a los labios.
Afortunadamente, al día siguiente el piano estaba de vuelta. Perdiéndose en su melodía, en un arrebato incontenible, Harry sintió la acuciante necesidad de saber quién le daba esa paz. Y de detective, pasó a ser vigía.
Ni una sola persona de las que entraban o salían de ese portal escapaban a su analítico examen. Gracias a la ayuda del cartero, un joven muy amable que parecía haber captado y compartido su orientación sexual desde el primer día, pudo ponerle nombre y vida a las personas que había observado. Supo que la señora Higgins que vivía en el tercero tenía un principio de Parkinson, lo que la incapacitaba como candidata. Que el matrimonio de hindúes que vivía en el segundo también quedaba descartado, ya que ambos trabajaban a jornada completa en su restaurante y nunca estaban en casa. Y que en el ático vivía una estudiante de Erasmus, cuyo contacto más cercano con la música era la mini-cadena a todo volumen los viernes y los sábados a partir de medianoche. Sus conciertos, gracias al desinteresado patrocinio de la señora Higgins, solían contar con la participación estelar de la patrulla de policía de guardia.
Sólo quedaba el primer piso. Y según Aaron, el ya a estas alturas coqueto cartero, estaba ocupado por un misterioso chico del que no podía precisar más detalles porque jamás había recibido correo.
Las ansias de Harry por descubrir su identidad se acrecentaron sin límites y casi le llevaron al delito. El jueves a la hora de comer, usó la contraseña del bufete para adentrarse en el padrón londinense y ver a nombre de quién estaba el piso. Si el pianista era Joseph Perkins, nacido en Gales y de sesenta y ocho años de edad, una de sus fantasías más húmedas acababa de morir de apoplejía.
Sin embargo, aferrado a la esperanza del propietario que alquila, llegó el día en que Harry recibió una buena noticia, a pesar de ser lunes. O más bien, una imagen inolvidable.
Era alto. Más que él, sin duda. O quizá era su porte esbelto y fino el que le hacía parecerlo. El abrigo negro y de cuello alto le envolvía desde la barbilla hasta debajo de las rodillas. Harry siguió uno a uno sus botones mientras el chico cruzaba la calle, llegando a los pantalones de mezclilla y a los zapatos negros y brillantes. Pero la mirada verde no se detuvo mucho tiempo allí. Con rapidez, volvió a subir entre hilos y ojales para ver su rostro, o lo que quedaba de él al descubierto. El gorro de lana negra se calaba hasta sus orejas y ensombrecía sus ojos, aunque dejaba traslucir un poco del gris que escondía. La bufanda de color verde cubría prácticamente el resto. Sólo unos mechones rebeldes se asomaban al borde del gorro, como si buscasen desesperados un poco de la luz del sol de invierno, y revelaban otro detalle. Era rubio. Pero no un rubio dudoso, rayano en el castaño, o sospechoso de ser conseguido por las artimañas de cualquier tinte. Era rubio en palabras mayores; pálido, blanquecino, con la compañía perfecta de la piel exacta. Cuando el chico se quitó uno de los guantes para introducir la llave en la cerradura, Sherlock Potter resolvió el caso. Moviéndose en el aire como si lo trascendiese, delicada, cuidada y de dedos finos y largos…
Aquella mano era de pianista.
¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨
Harry tardó cuatro días en dar el paso. El martes pensó que no sabría que decirle y que su pelo tenía un aspecto horrible. El miércoles se vio bajito y esmirriado. El jueves, aunque se sentía notablemente más guapo, le asedió la idea de que todo aquello era un tontería. El viernes no disponía de mejor ánimo que ninguno de los días anteriores, pero Harry recurrió a su arma más mortífera. Su temerario coraje.
Los sándwiches no se vieron liberados a la hora de siempre, sino relegados probablemente a la cena. Harry no podía haber tragado más allá del nudo de nervios que atoraba su garganta y que le hizo meter la pata aquel día más que ninguno antes. A las ocho en punto se enfundó la chaqueta del mejor traje que tenía, (no fue demasiado difícil elegir entre su colección de dos), salió de la oficina y encaró el portal de sus miedos y dudas. Todas las preguntas que quería obviar se apelotonaron de pronto en su mente. ¿Y si no quiere hablar contigo¿Y si no está¿Y si quedas como un idiota haciéndolo¿Y si le interrumpes cuando está ensayando y se cabrea¿Y si te vas a casa y lo olvidas?
Antes de pararse a contestar a ninguna, timbró al tercer piso.
- ¿Siii?
- ¿Sería tan amable de abrirme? Publicidad.
Días de observación le habían valido para algo. La señora Higgins, ante un tono educado, siempre abría el portal.
39.
Los había contado uno a uno. Como en una mala adaptación del gran Hitchcock, treinta y nueve escalones le separaban de su final, o de su principio. O de simplemente un ´"gracias, pero deja ya de molestarme". Sabía que si se lo pensaba demasiado daría media vuelta y se iría a casa a escuchar la Novena Sinfonía. (De Chopin a Beethoven el salto no era tan grande). Así que caminó hasta quedar de pie sobre el "wellcome" del felpudo y, tras asegurarse de que no se oía ningún piano, timbró, obligándose a no salir corriendo.
- ¡Voy!
Los pasos se fueron acercando a la puerta y las tripas de Harry decidieron iniciar, justo en ese momento, su manifestación ante el despido involuntario del que eran víctimas. Un pequeño puñetazo antidisturbios en la boca del estómago, las hizo replegarse un poco. El chico alto, esbelto, rubio y pianista apareció tras la puerta sonriendo. Rápidamente cambió la sonrisa por una cara de profundo asombro.
- ¿¿Potter??
- Hola, Malfoy.
Sí, ya sé. Nadie había dicho que estos dos se conocían¿verdad? Pues así era desde hacía ya casi trece años. Habían sido compañeros de colegio desde la Secundaria hasta acabar el Bachillerato. Siete difíciles años de convivencia, odio y mala leche que habían acabado en una correcta despedida antes de irse los dos hacia nadie sabía dónde. Bueno, Harry llevaba ventaja. Había visto la noticia del fraude en el que estaba involucrado Lucius Malfoy, uno de los principales magnates del país, y su posterior encarcelamiento. La confiscación de la fortuna Malfoy y la decisión de su esposa Narcisa de irse a vivir a Francia. Pero nada había sabido de Draco. Nada, hasta descubrir que era el pianista que le alegraba la hora de descanso en el trabajo. Y algo más que eso.
- Vaya… es toda una sorpresa. ¿Eres comercial?
Harry se hizo una rápida composición de lugar, recordando su traje y el portafolios que llevaba en su mano.
- Oh, no… no. Soy abogado. Bueno, casi a punto de serlo. En realidad, sólo pasaba a saludarte.
- Ah… entonces pasa. No tengo nada contra los que no tratan de venderme hasta a su abuela.
Harry siguió los pasos descalzos de Draco sobre el suelo de moqueta, gratamente sorprendido de que las cosas marchasen tan bien por el momento. Echó un vistazo rápido a la casa mientras se adentraba hacia el salón. No era tan nueva ni tan grande como insinuaba el portal y la fachada, pero estaba decorada con un gusto minimalista y moderno que la hacía acogedora y espaciosa. En cuanto cruzó la siguiente puerta, la mirada de Harry se quedó embobada en el piano negro de cola constreñido en una esquina de la habitación. Brillaba con el mimo de las cosas bien cuidadas, y le acompañaba un taburete hecho con la misma madera, acolchado con un cojín bordado en rojo. Su estilo clásico chocaba frontalmente con el resto de la decoración, pero después de oírlo sonar, Harry sabía que de ninguna de las maneras aquel piano podría estar fuera de lugar en aquella casa.
- ¿Te apetece un té¿O sigues poniéndote hasta las cejas de cafeína?
Harry desvió la mirada hacia Draco y se fijó por primera vez en la enorme sudadera y en los pantalones demasiado anchos de algodón negro que llevaba puestos. Parecía un niño pequeño embutido en las ropas de su hermano mayor, y Harry no pudo más que acordarse de sí mismo y de la ropa roída y gastada que su primo Dudley le cedía año sí, año no, hasta que su sospechosa apariencia había propiciado la intervención de los Servicios Sociales. Sin embargo, la ropa de Draco, aunque no tenía marca visible por ningún sitio, estaba nueva y sólo parecía facilitar el confort en casa.
- Potter…
- Sí, perdona. Té estará bien.
Draco pareció satisfecho con la respuesta, y después de pedirle que se pusiera cómodo, se fue a la cocina a prepararlo. Al rato estaba de vuelta, llevando en las manos una bandeja con dos tazas de té y un plato de pastas.
- Bien. Ahora voy a dejar de fingir que no estoy alucinando y voy a preguntar cómo supiste que vivía aquí.
Harry sonrió aliviado al ver la fina ceja rubia levantarse con ironía. Si el verdadero Draco Malfoy hubiese tardado un poco más en salir de ese rubio dócil y sonriente, habría empezado a pensar en el Alzheimer o cualquier otro problema neurológico.
- La verdad es que lo sé hace unos días, pero no me atrevía a venir.
- ¿De veras?
- Nuestro pasado no me avalaba¿sabes?
- ¿Te refieres a nuestras peleas de gallitos en el colegio? Eso ya está superado, Potter. Los dos hemos crecido desde entonces. Qué teníamos¿trece?
- En realidad, la última vez que te partí el labio y tú me abriste la ceja, teníamos diecisiete.
- Lo que decía, cinco eternos años - Draco sonrió y mordió una pasta con tanto desenfado que Harry no se sintió con ánimos de discutir que ya se llevaban muchísimo mejor que antes - De todas formas, aún no me has contestado.
- Humm… ¿me creerías si te dijese que fue por el piano?
Diez minutos después, descargas de Emule ignoradas por completo, Draco sí pudo creérselo y lo encontró incluso divertido.
- Así que abogado… Jamás lo hubiese pensado de ti. Se te daba bien el fútbol, por mucho que a mí se me retorciese el hígado al verte. Y tenías un buen gancho de derecha también.
- No me gusta el boxeo, y el puesto de futbolista se lo llevó Ron, así que…
- Sí, lo sé. No sigo el fútbol, pero Theodore es fanático del Arsenal y alguna vez me ha arrastrado a algún partido. Pero, aún así¿por qué abogado y no taxista, o bombero?
- Por lo visto, tenías grandes esperanzas en mi futuro universitario…
- Los resultados hablaban por sí solos, Potter. El único cerebro activo de vuestro trío era Granger.
Harry tenía que reconocer que Draco tenía razón. Aunque no necesariamente en voz alta.
- Pero yo era el más cabezota y me metí entre ceja y ceja ser abogado. Supuse que si la ley me había ayudado en el pasado, yo podía ayudar en el futuro a niños que sufriesen una injusticia parecida. Y antes de que preguntes, no me libré de la cárcel ni nada parecido. Sólo fueron los Servicios Sociales.
- ¿Malos tratos?
- Sí. Mis tíos no fueron todo lo "paternales" que deberían. Pero eso ya es pasado. Ahora soy un abogado que podrá demandar a personas como ellos.
- No sé por qué me sorprende, Potter y su agudo sentido de la justicia.
- Malfoy y su profundo snobismo. ¿No había un instrumento más pequeño, señor pianista?
- Era el favorito de mi madre y el que aprendí a tocar desde pequeño.
- ¿Y qué tal en el conservatorio¿Ya has acabado?
- Nunca he ido. Las clases las recibía en casa.
- Pero, tocarás en alguna orquesta…
- ¿Orquesta? Espera un momento… ¿crees que soy pianista profesional?
- Bueno, yo… supongo que sí.
La carcajada de Draco resonó cantarina en las cuerdas del piano.
- El piano venía en el fideicomiso de mi madre, Potter. Me gusta tocarlo en mi tiempo libre, que es precisamente en tu hora del almuerzo. El resto del día trabajo a turno partido en el Virgin de Picadilly.
- ¿En la tienda de música?
- Sí. Tiene sus cosas buenas. Me paga el apartamento, tengo un descuento del 30 en todos los artículos y está cerca del Soho.
Harry no se daría cuenta en ese instante, pero "cerca del Soho" se quedó grabado a fuego en su memoria, por si ese detalle hacía falta más adelante.
- ¿Fuiste a la universidad?
- ¡Claro! Dirección y Administración de Empresas, Premio Extraordinario de mi promoción. El problema fue que en mi segundo año encerraron a mi padre, y al licenciarme ya no quedaba ninguna de sus empresas para hacerme cargo. Como ves, muchas cosas han cambiado en cinco años.
Harry pensó que sí debían haber cambiado media hora después, cuando salió de casa de Draco prometiéndole subir el lunes siguiente a la hora del almuerzo para oírle tocar sin techos ni rejillas de por medio. Y sin ser él quien lo había propuesto.
¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨
La primera vez que Harry vio a Draco tocar el piano, tuvo un principio de erección que le hizo sentir mortificado. Las dos veces siguientes decidió cerrar los ojos y concentrarse en la melodía, reduciendo la vida propia de su entrepierna a un agradable cosquilleo en el estómago. Harry siempre había sabido que el trabajo constante daba los mejores frutos, y al cuarto día le miró, le escuchó y babeó mentalmente sin tener que cruzar las piernas ni ponerse el portafolios en el regazo. Que por la noche usara su imagen para conseguir lo que tanto reprimía a mediodía, era otra historia.
No sabía si era el movimiento grácil y sutil de sus manos, los ojos entrecerrados mirando apenas la partitura, o el suave balanceo orquestado por sus hombros, pero Harry tenía que reconocer que Draco le tenía embobado. Le parecía la cosa más sexy del mundo y el "Virgin" de su camiseta que le atravesaba el pecho la entelequia más grande del universo. No podía entender cómo en el colegio no había perdido ni un segundo en algo que no fuera despreciarlo. O como en el instituto no se le habían revolucionado las hormonas al cruzarle la cara mientras le aprisionaba con su cuerpo contra el suelo. Aunque Harry tenía que reconocer que, hasta llegar a la universidad, había hecho muchas tonterías. Desde intentar pasar los exámenes sin abrir un libro, pasando por usar el dinero de la herencia de sus padres para costearse las zapatillas más caras de Nike o los vaqueros Diesel más "molones", hasta salir con chicas.
Pero si él había dejado la adolescencia atrás, Draco parecía haber hecho lo mismo. Seguía siendo orgulloso y presumido (le había cogido un par de veces mirándose en la tapa encerada del piano), pero a excepción de los momentos en que interpretaba una pieza siempre estaba sonriendo. Era divertido, ingenioso y había dejado atrás esa ambición desenfrenada que le hacía estar siempre al acecho de la siguiente zancadilla, bien para ponerla o para evitar la que recibiría. En vez de un gesto tenso, su cara se veía relajada y con permiso para filtrar todo tipo de emociones, una vez rota su máscara y lanzada al olvido.
Cuando el viernes Harry cruzó la puerta del piso de Draco, supo que el antes tan añorado fin de semana se le iba a hacer eterno. Escuchó con atención las dos piezas de Bach y Debussy, y luego sacó sus sándwiches, maldiciendo al reloj que le decía impertinente que le quedaban sólo veinticinco minutos para volver al trabajo.
- Siempre con esos remedos de bocatas. Tengo comida en casa¿sabes?
Harry observó la lasaña precocinada que Draco traía en las manos, recién salida del microondas.
- ¿De veras?
- Bueno, con mi horario y el ensayo de piano, no es que me quede mucho tiempo para exquisiteces - Draco partió la lasaña para que se fuera enfriando y echó un vistazo al reloj en su muñeca, que resultó ser igual de maleducado.
- Apuesto a que no sabes cocinar.
- Apostarías bien, Potter.
Harry se quedó por un momento suspendido en el trozo de lasaña cuya temperatura tanteaba Draco con los labios.
- ¿Es que no piensas llamarme nunca Harry?
- Humm… ¿Te gustaría?
- No especialmente, pero mis amigos me llaman así.
- Vaya, vaya… De enemigos irreconciliables a amigos íntimos.
- Sólo amigos, Malfoy.
"Y un cuerno, Harry".
¿Era el reloj otra vez?
- Hablando de amigos… ¿Qué ha sido de tu pandilla de matones?
- Menos Theo, todos se han marchado. Greg y Vincent a Estados Unidos con una beca universitaria gracias al fútbol americano. Blaise a trabajar en la empresa de su padre en Manchester, y Pansy se fue con él también, después de descubrir que sin Blaise aquí se moría.
Harry se rió divertido.
- Mujeres…
- Te asombrarías de saber cuántos hombres hacen melodramas así.
Los dos se miraron durante un largo silencio. Harry sabía que era su turno en la conversación, y "cerca del Soho" presentó sus credenciales a discurso electo. Sin embargo, Harry eligió morder un trozo más de pan de molde y jamón, y darle un sorbo a su refresco de naranja. Después dijo lo primero que se le paso por la cabeza.
- Mmmm… Ya llega el fin de semana.
Draco pareció un poquito decepcionado, pero luego sonrió.
- Habla por ti, yo mañana trabajo.
- ¿Hasta muy tarde?
- Hasta las 21. Lo único bueno es que después ya me quedaré por la zona a picar algo y tomar unas copas.
- Suena bien. ¿Con Nott?
- No. Theo tiene novia y sólo se despega de ella para ir al fútbol. Es un grupo de chicos con los que salgo a veces y que tú no conoces.
- Oh…
- De esos que hacen melodramas.
- Ah…
- Harry…
- ¿Sí?
- ¿Te gustaría venir?
"Cerca del Soho" hizo un mohín de protesta y se negó a volver a presentarse. Pero Harry ya había tomado buena nota de sus intenciones.
- Claro, me encantaría.
- Recógeme en la tienda, entonces. A las nueve.
Continuará…
