Nota: "Reporter Blues" es propiedad de RAI y TMS (sobre una idea original y personajes creados por Marco y Gi Pagot) y yo uso su universo sin ánimo de lucro y con todo mi respeto.
Esta historia se me ocurrió hace tiempo. "Reporter Blues" es una serie que se centra en las aventuras de una periodista en los "alegres años 20". Pero luego vinieron los no tan alegres años 30. Y la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo afrontarían los personajes de la serie tal periodo? Por supuesto, el tono es bastante más oscuro y, espero, adulto.
Por ahora sólo llevo este primer capítulo y no prometo escribir el segundo en un tiempo cercano, pues mis esfuerzos se centran en terminar otras historias antes. Pero haré lo que pueda.
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Cuando Tony recibió la carta, no sintió nada.
Miró al soldado que se la entregaba, incapaz de comprender lo que hacía allí, en su vestíbulo, manchando el suelo con sus botas embarradas.
Él se mantuvo firme, su brazo extendido ofreciéndole el pliego, mientras dibujaba una expresión mitad comprensión, mitad reserva, como si esperase a que, ante su presencia, llorase, gritase o se pusiese histérica.
Pero Tony no supo qué hacer.
No entendía la razón por la que un soldado del ejército francés fuera a darle un mensaje. Ni siquiera escribía sobre el conflicto bélico. Podía escribir sobre las consecuencias de la guerra en las personas de la calle, sobre sus impresiones, sobre los problemas sociales que acarreaba; pero no sobre la lucha. Desde que Francia e Inglaterra declarasen la guerra a Alemania, Tony se había mantenido lejos de las noticias del frente.
Su cerebro bloqueó la razón de ello.
El soldado seguía en el sitio, pasando el peso de un pie a otro, esperando. Tony consideró el preguntarle, pero luego desechó la idea. El hombre presumía su conocimiento. Así que cogió la carta, esbozando una fugaz sonrisa.
— Gracias.
Él parpadeó, estupefacto.
— La acompaño en el sentimiento, señora Pichet – acertó a decir.
Luego se marchó. No sin antes obsequiarla con cierta reprobación en la mirada.
Tony le escuchó bajar las escaleras, su eco retumbando en todo el portal. Al cerrar la puerta, cayó en la cuenta de que la había llamado "señora Pichet". Nadie la llamaba así. Nadie que la conociera, al menos. No había cambiado su apellido al casarse. ¿Por qué aquel soldado había utilizado el apellido de Alain?
Alain.
Tan pronto como surgió el nombre, Tony lo relegó a la parte más profunda de su consciencia. Estaba acostumbrada a hacerlo. Al fin y al cabo, ya no formaba parte de su vida, ¿verdad? ¿Verdad?
Sintió una sensación muy desagradable en la boca del estómago.
Continuaba en el recibidor, así que decidió sentarse en la mesa del salón y leer la dichosa carta.
Pero durante varios minutos no lo hizo.
Se quedó mirando el sello oficial del ejército, frotándolo con el pulgar.
¿Por qué iba el ejército a enviarle nada?
Dudaba de que pidieran sus servicios como periodista. Sus relaciones con el estamento militar eran correctas, pero no pasaban de ahí. A pesar de su pericia como reportera, le darían trabajo a cualquier plumilla del tres al cuarto antes que a ella, sólo por ser hombre.
"Tal vez me quieran reclutar" bromeó para sí. Pero la broma duró poco. Las defensas aliadas se desplomaban en Bélgica y nada parecía poder detener a los alemanes. El ejército necesitaría hombres. ¿Cualquiera que fuese su edad? Tony pensó en Vincent. Pero no, no podía ser. Su hijo apenas había cumplido los doce. Además, ¿para qué iban a contactar con ella? Hubieran mandado el mensaje donde vivía él, a casa de su padre. Pero su padre se hallaba en…
El cerebro de Tony volvió a bloquear esta nueva idea.
Se encontraba mal, física y anímicamente enferma. Debería leerla carta y salir de dudas. Siempre había sido una mujer fuerte, decidida; una de esas personas que prefieren arrancarse el esparadrapo de un tirón, en vez de dejarlo por miedo al dolor. ¿Por qué le costaba tanto leer ese mensaje?
"Lo abro y… ¿Y qué? ¿Morir de dolor?"
¿Por qué había pensado eso?
Apoyó el mentón en la mano y suspiró, esperando que su postura reflexiva le diese la respuesta. Recorrió el salón con su vista. Aunque hubiera sido mejor llamarlo salón-comedor-cocina, pues era una amalgama de todo: la mesa para comer, el cómodo (para sentarse, no para dormir) sofá, la minúscula cocina y la estufa de leña. La señora Léontine (su casera), había hecho lo que había podido para darle un aire elegante, aunque los muebles no eran de primera calidad. La única dependencia separada era, pues, el dormitorio. A Tony no le importaba, pues no requería mucho más espacio; como máximo había remodelado un poco la habitación principal para poder convertirla en despacho. La señora Léontine puso el grito en el cielo cuando vio la máquina de escribir en aquel horror de mesa, en una esquina del salón, pero no pudo convencer a la reportera. Eso sí, le obligó a poner algunas fotografías familiares, recordatorios de su otra vida, algo olvidada a veces: la personal. Justo al lado de la máquina de escribir se exponía la fotografía de Vincent, todo serio a sus ocho años, en la primera comunión. Vincent odiaba esa imagen, y Tony también, pero la señora Léontine, a su manera, era tan cabezota como ella. La fotografía de la pequeña Charlotte se erguía al otro lado.
No había ninguna imagen de Alain.
El único recordatorio de su existencia eran unos sobres con su remite, amontonados encima de la mesa. No los había abierto.
Como la carta entre las manos.
Cada vez que la miraba experimentaba deseos de romperla. Le irritaba su simple existencia. En realidad, era algo más que eso: la irritación escondía otro sentimiento, profundamente enraizado en su interior.
Era miedo. De hecho, era terror.
Se sentía como la primera vez que pisó París. No, de hecho, la sensación resultaba peor; al menos, conocía su propia valía al llegar a la ciudad. Pero allí, sentada en el salón, sin más asidero que su propio temperamento, Tony notaba un ominoso abismo abriéndose ante ella. Y no veía nada más allá.
Fue entonces cuando la pequeña niña en su interior, azote de machistas y prejuiciosos, decidió rasgar el sobre y terminar con la incertidumbre.
Tras las primeras palabras, sólo hubo un albo resplandor.
Más tarde (Tony advirtió sorprendida aquello, al notar una tonalidad diferente en la luz filtrándose por la ventana), escuchó unos pasos arrastrados acercándose al salón. Tony supo enseguida que se trataba de la señora Léontine, por su caminar renqueante. A la anciana le costaba cada vez más caminar, y mucho más subir las escaleras, pero lo había hecho para verla.
La reportera se mantuvo de pie frente a la ventana (cosa que aumentó su asombro, pues no recordaba haberse levantado) y no se giró para saludar a su casera.
— He traído un poco de té – habló la señora Léontine, con una voz que parecía zozobrar entre la duda y una triste persuasión.
Tony la oía con eco, como si se hallara dentro de una cueva.
— He pensado que te sentaría bien.
Tony siguió sin responder. Nubes deshilachadas surcaban el cielo de París.
— ¿Quieres unas pastas con el té? –Silencio, silencio, bendito silencio-. Tony, por favor respóndeme. Llevas mucho rato sola… desde que el soldado…
Las golondrinas volaban excitadas, preparando los nidos.
— ¿Qué quería ese soldado, mi niña?
Tony seguía observando las aves, intentando hallar algo fascinante en su vuelo que la alejase de las palabras de la anciana. Pero la señora Léontine no parecía dispuesta a claudicar y caminó hacia la reportera hasta ponerse a su altura.
— ¿Te ha entregado esa carta?
Ella se giró, despertando ante la mención. Se miró la mano: aferraba un papel con desesperación. Intentó hablar. No le salió ni un triste balbuceo. Ni el más leve suspiro. No era capaz de articular palabra.
No era capaz de reaccionar.
La señora Léontine trató de coger la carta. Al no conseguirlo, elevó el brazo de Tony para, al menos, leerla. Mientras lo hacía, la mano que inmovilizaba su muñeca clavó sus uñas, la que sujetaba las gafas de cerca tembló. La anciana miró a Tony; no paraba de suspirar y lagrimear.
— Oh, Tony… Oh, querida niña, ¡cuánto lo siento!
La reportera se encogió de hombros. No era, especuló, la manera de actuar, pero no sabía qué otra cosa hacer. No se le ocurría nada. Estaba vacía.
La señora Léontine la estrujó entre sus brazos, aún cuando era más baja y menos fuerte que Tony. No paraba de llorar y compadecerse de ella.
Tony era incapaz de responderle. Sólo podía dejarse abrazar, mientras miraba la carta una vez más, para asegurarse de su contenido.
Tras leerla de nuevo, siguió sin sentir nada.
Estimada señora Pichet:
Lamento mucho tener que escribirle para informarle sobre la muerte de su marido, el Cabo 1º Alain Pichet. Ocurrió hace dos días, en las cercanías de Sedán. Nos disponíamos a avanzar cuando escuchamos los aviones alemanes sobrevolar la zona. Varios de nuestros soldados se hallaban en campo abierto y fueron avistados por el enemigo. Su marido, como valiente hombre que era, corrió en su ayuda y murió al ser alcanzado por una de las bombas lanzadas desde el aire. Murió al instante. Su muerte ha sido lamentada por toda la compañía, pues su marido era estimado por todos nosotros.
Que Dios la bendiga y el conocimiento de que murió como un héroe por su patria la ayude a soportar estos tristes momentos.
Respetuosamente,
Capitán Henri Magritte.
