¡Holiwis!
Aquí estoy, después de mucho, muchísimo tiempo, publicando por estos lares. Y, esta vez, no es con una historia sobre Hetalia xD
Nope, hoy comienzo una historia nueva sobre unos niños a los que adoro con toda mi alma; los bebés de Haikyuu.
Si alguien ha leído algo de lo que ya publiqué, se dará cuenta de que, cómo casi todo lo que escribo, este es otro AU (Alternative Universe) en el que llevo... bastante tiempo trabajando.
No quiero decir mucho más por aquí antes de que leáis el primer capítulo, para no modificar vuestra percepción. Pero... solo quiero deciros que este fic es una cosita a la que tengo muchísimo cariño y a la que espero cojáis el mismo amor que yo le tengo.
No os doy más la monserga.
¡Espero que os guste!
Besitos~~


Querido Nadie:

Hoy me he comprado y traído a casa un test de embarazo. Esta mañana, durante las primeras clases en la universidad, me he vuelto a sentir mal otra vez. El periodo no bajó cuando debió y estoy preocupada. ¿Y si estoy embarazada?

Cuando volvía a casa, he entrado en una farmacia donde no me conocían (aunque tuviera que dar un rodeo) y me he quedado temblando junto al mostrador. ¡Que vergüenza me estaba dando todo aquello! He mirado de un lado a otro pensando seriamente si comprar pastillas para la tos o cualquier otro artículo. Pero no sabía si tendría dinero suficiente para la prueba, así que lo deseché.

Para desgracia mía, me ha atendido un hombre aunque, ni siquiera me ha dirigido la mirada. Me pregunté si a él también le daría vergüenza o estaría tan acostumbrado a vender este tipo de artículos a muchachitas asustadas como yo, que prefería ignorarnos sin tener que recordar nuestras caras. ¿Un mecanismo de defensa? Tal vez. Sin embargo, cuando me dio la pequeña bolsita, me dedicó una pequeña sonrisa triste, como si estuviera simpatizando con mi dolor.

No supe cómo tomarme aquello.

Cuando volví al apartamento, descubrí con asombro que estaba completamente vacío. Era mi oportunidad. Fui corriendo hasta el cuarto de baño y me encerré con pestillo. Rezo porque no existas y que mi retraso se deba solo al estrés por la universidad y a mi pésimo estado anímico.

Pero, no me culpes. Tengo que saberlo. Y tengo miedo. Después de todo, solo tengo diecinueve años. Estoy estudiando. Tengo toda una vida por delante.

He sacado la cajita de la bolsa y, de dentro, un objeto de plástico alargado. Parpadeé, sorprendida. Era tan pequeño, tan diminuto en comparación a lo que me habría imaginado. Según las instrucciones, tenía que quitar el capuchón y echar unas gotitas de orina en él. Después, solo había que esperar. Me reí. De repente, se me había escapado una risita tonta, aunque, en el fondo, supiera que no me estaba riendo. Creo que, en realidad, estaba llorando. De forma histérica, ya sabes, hipando con cortos estallidos, como un pequeño juguete de goma.

Intenté cerrar los ojos y respirar, tranquilizarme. Me temblaban tanto las manos que fue un auténtico milagro que no tirase al suelo la prueba o el vasito del plástico. A duras penas, he conseguido sujetar las cosas debidamente y completar todos los pasos. Después, he tenido que esperar cinco minutos.

Creo que no te puedes hacer una idea de lo largos que pueden llegar a resultar cinco minutos. Mientras estaba sentada en la taza del váter, con las piernas pegadas al pecho y sin dejar de mirar la pantalla del teléfono móvil, me imaginé haciendo un examen de tres horas. Uno de esos exámenes en los que lees una y otra vez las preguntas y no sabes ninguna de las respuestas; ese tiempo en el que la angustia se apodera del alma de uno. ¿Sabes? He intentado imaginarme lo que estaría haciendo la gente en aquel momento.

Mi madre estaría en alguna reunión de trabajo, o tal vez preparando la decoración de los nuevos ricos que la habían contratado. Koushi, mi compañero de piso, estaría en las prácticas de su carrera, tal vez en alguna clínica privada, intentando hacer del mundo un lugar mejor. Y Seiichi… ¿Qué estaría haciendo ahora, mientras yo me dedicaba a morir en silencio sin atreverme a mirar la prueba? ¿Estaría pensando en mi, tal y como yo estaba haciendo?

El reloj de la pantalla me mostró la hora. Ya habían pasado los cinco minutos. Cogí la varilla e inspiré, sin atreverme a mirar la pequeña hendidura circular en la que aparecería la respuesta a mis problemas.

Leí las instrucciones. Si aparecía una cruz rosa, estaba embarazada. Si no, falsa alarma.

Me repetí mentalmente: "No estoy embarazada, no estoy embarazada, no estoy embarazada".

Hice acopio de todo mi valor y miré.

Una cruz rosa.

Estaba embarazada.

Hitoka miró la prueba de embarazo por… había perdido la cuenta de todas las veces que lo había mirado. Reprimió un sollozo en su garganta con una mano y contempló, horrorizada, cómo aquel pequeño trozo de plástico había cambiado su vida.

Tonta, tonta, más que tonta, se repitió una y otra vez mientras gruesas lágrimas caían por sus ya de por sí enrojecidas mejillas. ¿Qué había hecho? ¿Por qué le había creído? No era más que una estúpida que acababa de tirar a la basura toda su vida. Dios santo… Un bebé. ¡Un bebé! Aquello tenía que ser, sin duda, una pesadilla. Intentó levantarse de la taza del váter para lavarse la cara con agua fría en el lavabo, pero desechó esa idea casi en el instante. Las piernas le temblaban como dos flanes, sin responder a sus órdenes suaves y concisas.

Volvió a soltar un gemido de dolor, roto y semejante a un aullido, y se llevó una mano al cabello rubio y corto. ¿Qué iba a hacer ahora? Cuando su madre se enterara, le cortaría la cabeza. La obligaría a abortar. Diría que es muy joven, que no era más que una niña teniendo un bebé… ¿Y de qué viviría? Oh, kami-sama, susurró derrotada, ni siquiera tenía trabajo. Su madre exigiría saber la identidad del padre para tomar medidas. ¿Cómo le decía que su novio, Seiichi, el mismo al que conocía desde el bachillerato, al que había amado con locura, sobre el que su madre le había advertido mil y una veces, al mismo al que no soportaba ni aceptaba, la había abandonado como si fuera una colilla?

Estaba asustada… No, aterrada. El corazón le latía frenéticamente, el pecho le dolía como si alguien, cuarenta kilos más pesado que ella, se hubiera sentado sobre él. No podría hacerle frente. No lo soportaría. ¿Qué iba a pasar con su vida? ¿Y con sus estudios? Negó con la cabeza y escondió el rostro entre sus manos. Sollozó amargamente maldiciendo su suerte.

Fue entonces cuando una idea, una sumamente descabellada y que le habría helado la sangre a cualquiera, acudió a su mente como la única esperanza a su problema. Se levantó, agarrándose con fuerza al mueble del lavabo, y alargó la mano para alcanzar el objeto de sus deseos. Agradeció a los dioses vivir con un hombre y que sus enseres de aseo estuvieran en el único cuarto de baño del apartamento. Alzó, con una mano temblorosa, una de las cuchillas rudimentarias que servían de recambio para la maquinilla de afeitar y se la acercó a la muñeca. El brillo metálico de la hoja afilada la hipnotizó por un momento.

Un movimiento rápido, solo eso, y se acabarían todos sus problemas. Vamos, se dijo. Inspiró profundamente y, con una seguridad desconocida en ella, se la acercó hasta la zona desnuda de la muñeca. El filo se clavó en su blanquecina piel tiñéndola, haciendo que brotaran las primeras gotas carmesí y se deslizaran por su brazo. Un chasquido de dolor la devolvió a la realidad.

No. En realidad no fue la molestia, el escozor del corte. Fueron los suaves golpes que escuchó sobre la puerta del baño.

―¿Hitoka?

¿Qué estaba haciendo? Soltó en el acto la cuchilla, dejándola caer al suelo. Un repicar llegó a sus oídos. Había estado a punto de acabar con su vida… ¿En qué estaba pensando? ¿Tan desesperada estaba?

―Hitoka, ¿estás ahí? ¿Qué se ha caído? ―volvió a preguntar la misma voz masculina. Los golpes se sucedieron nuevamente sobre la puerta, haciendo que la chica girase la cabeza―. Hitoka, por favor, abre la puerta.

Descorrió el pestillo y se apartó lo suficiente como para que la puerta se abriera sin dificultad. Un joven alto, de cabellos color ceniza y preciosos ojos dorados apareció en el umbral con el rostro contraído por la preocupación. Observó en silencio a la chica, fijando su mirada en su muñeca y, acto seguido, en la cuchilla en el suelo. Una expresión horrorizada le dominó.

―¡Dios, Hitoka! ―exclamó acercándose hasta la chica y tomándola entre sus brazos―. ¿Qué ha pasado? ―le pasó una mano por la frente y la dejó descansando sobre su mejilla―. Estás helada y muy pálida. Dime qué ha pasado.

La joven apartó la mirada, incapaz de aguantar esos ojos dorados escrutándola como lo hacían. Sentía las manos del hombre sobre sus hombros y brazos, intentando infundirle algo de calor. La deslizó, con suavidad, hasta la mano de la chica y tiró de ella hasta sacarla del cuarto de baño. La primera y única parada fue el sillón de la pequeña salita de estar.

La sentó entre los cojines de color crema con motivos dorados y acunó las palmas de la chica entre las suyas.

―Hitoka, cariño, ¿qué ha pasado? ―volvió a preguntar, con el tono más suave que pudo encontrar―. Sabes que puedes contarme lo que sea.

Aquello fue suficiente. La gota que colmó el vaso. Hitoka rompió a llorar abrazándose al chico, escondiendo su rostro en la curvatura de su cuello. Le acarició la cabeza con delicadeza y bajó la mano hasta su espalda, trazando círculos constantes en un intento por consolarla.

―Estoy aquí… Estoy aquí… ―repitió varias veces. Hitoka se aferraba con fuerza al jersey de su espalda, sollozando como una niña pequeña. La voz susurrante del hombre era como una medicina, un calmante, un sedante para sus oídos. Poco a poco, los gemidos de tristeza y dolor de la chica se fueron silenciando hasta que no se convirtió más que en un murmullo ahogado por la tela del jersey.

Hitoka se separó y, con su cuerpo todavía dominado por los espasmos, intentó serenarse. El hombre le pasó los dedos por debajo de los ojos y se deshizo de las lágrimas que aún quedaban sobre su piel. Una pequeña sonrisa coronó sus labios.

―Koushi… ―comenzó.

―Está todo bien ―le aseguró el hombre amablemente. La chica asintió y respiró algo más calmada.

―Estoy embarazada.

Koushi permaneció en silencio lo que a Hitoka le parecieron horas. Ya está, se dijo, me dará de lado como sé que harán todos. Nadie quiere cargar con una embarazada. Sintió cómo el corazón se le hacía tan pequeño como un grano de arroz con cada segundo que pasaba. Estaba lista para levantarse y marcharse a su cuarto cuando volvió a ver la sonrisa pintada en el rostro de su compañero de piso.

―Bueno… Entonces habrá que celebrarlo ―dijo animado. Su tono jocoso bastó para que los pensamientos más confusos acudieran a ella.

―¿Celebrar? ¿El qué? ―espetó con un ligero tono de reproche en su voz―. ¿Qué acabo de tirar mi vida por la borda?

Se sentía insultada, enfadada e incrédula con respecto a las palabras del que creía su mejor amigo. Dos años llevaba viviendo con él, tiempo más que suficiente para poder llegar a conocer a una persona con, más o menos, seguridad. Koushi soltó una risa.

―No tonta. Celebro que vaya a haber en el mundo una mini Hitoka dulce y adorable a la que poder malcriar. Y porque voy a ser el tío Koushi ―dijo besándole en la mejilla―. ¿Ese es el motivo por el que has intentado cortarte? No habrás tomado nada, ¿verdad? A ver, abre la boca.

Ahí estaba, la vena médica de Koushi saliendo a la luz. O su lado materno. Porque Koushi se había convertido en su segunda madre (y porque, por mucho que quisiera, su voz suave y sus palabras se asemejaban más a los de una mamá que a los de un padre), se había autodenominado su protector ahora que se había mudado a la ciudad. No podía culparle, a veces tenía comportamientos que no distaban demasiado de los de un niño, pero eso no significaba que pudiera controlarla.

Y, aún así, no podía enfadarse con él. Se preocupaba por ella y eso era lo más valioso que tenía. Esbozó una sonrisa triste y apartó las manos de su rostro, evitando que Koushi continuara examinándole las pupilas.

―Koushi, basta… ―pidió suplicante. El chico obedeció inmediatamente y volvió a apretarle la mano, esta vez, con un poco más de fuerza. La seriedad en sus ojos bastó para que tragara saliva.

―Decidas lo que decidas sobre este asunto, voy a estar apoyándote ―La seguridad con que se lo dijo, le arrancó una pequeña sonrisa. Una que no terminó de llegar a sus ojos, ligeramente opacados aún por las lágrimas―. ¿Y sabes quién…?

―¡Koushi! ―gritó, sintiendo las mejillas arreboladas.

―¡Perdón! ―exclamó alzando ambas manos en señal de paz―. Te lo pregunto por si estás en buenos términos con él y… ―Ante el silencio de ella, asintió apesadumbrado―. Vale… Seiichi ―envolvió con sus brazos a la chica y la besó en la cabeza―. No pasa nada, tío Koushi está aquí para ayudarte.

―Gracias ―susurró, secándose una lágrima que, traviesa, había escapado desde el lateral de su ojo.

Koushi se levantó del sillón y se dirigió hasta la cocina, gritándole si quería algo dulce para comer. Pero Hitoka no respondió. Estaba demasiado perdida en sus pensamientos. ¿Qué haría con el bebé? ¿Sería realmente capaz de cuidar de él? No se veía preparada. Tenía miedo. Miedo del abismo que se abría ante ella, que amenazaba con tragarla de manera inexorable.

Sabía lo que vendría a continuación. Una tarde de películas románticas, comida dulce llena de calorías perfectas para ganar unos cuantos kilos en las cartucheras y lágrimas ahogadas en pañuelos y hombros ajenos. Pero no tenía la mente para dichos asuntos. Lloraría desde el minuto cero y le fastidiaría las películas a Koushi, aunque las pusiera solo por ella.

No… Agarró su abrigo, el bolso y las llaves, y salió de casa sin escuchar los gritos de Koushi. Solamente se volvió cuando lo vio asomado en la ventana, con medio cuerpo asomado hacia fuera.

―¡Hitoka!

―Solo voy a dar un paseo, Koushi ―gritó, caminando hacia atrás, provocando que los transeúntes tuvieran que esquivarla con cara de pocos amigos―. Necesito aire.

―No hagas ninguna locura por favor ―pidió―. Y vuelve pronto.

―Tranquilo ―Le aseguro sin llegar a sonreír.

―Y cualquier cosa…

―Te llamo al móvil ―completó ella antes de alzar una mano y echar a andar calle abajo―. Ittekimasu.

Itterasshai ―susurró Koushi observando la delicada figura de Hitoka alejarse por la calle, con su abrigo de color mostaza. De verdad, en lo más profundo de su alma, esperaba que no cometiera ninguna tontería.

Hitoka continuó andando, con el bolso colgado en el hombro y las manos guarecidas dentro de los bolsillos. Hacía frío, muchísimo frío. El mes de diciembre había llegado, además, con unas nevadas muy poco esperadas, pillando por sorpresa a todos los ciudadanos. Intentó reprimir un escalofrío más le fue imposible… El viento le había calado los huesos.

Cuando se alejó de la vía principal, donde el tráfico era inmenso, el silencio propio de las zonas residenciales llegó hasta sus oídos. No es que fueran zonas poco transitadas pero sí que eran más tranquilas; y eso era lo que Hitoka necesitaba en aquel mismo instante: silencio.

Las casas, de dos plantas como mucho, se imponían una junto a la otra en perfecta sinfonía. Los colores iban desde el blanco hasta el azul grisáceo, pasando por los ocres de la tierra y los rojos de los ladrillos de construcción. Sus pasos pronto la llevaron hasta una pequeña plaza donde había muchísima afluencia de gente. Qué extraño, se dijo al ver a toda aquella multitud. ¿Estarán regalando algo? Podría ser.

Como pudo comprobar cuando se acercó, dicha plaza tenía una calle que desembocaba en la avenida principal. Ahora entendía la multitud de gente. No debería de haberse extrañado. No muy lejos de allí estaba la estación de tren; seguramente la mayoría fueran viajeros que volvían a sus casas después de los trabajos o las clases.

Un cálido y dulce olor llegó hasta su nariz, penetrando en ella y despertando todos sus sentidos con una suave caricia. ¿Qué era aquello que olía tan bien? Con los ojos cerrados y la nariz alzada ligeramente hacia arriba, siguió el fuerte y agradable aroma como si fuera un perro de caza buscando a su presa. Daba igual que la gente la mirase o la señalaran los niños, para consternación de sus madres; quería llegar al origen de dicha maravilla.

―Cuidado ―Le dijo una voz femenina obligándola a abrir abruptamente los ojos. La sangre se arremolinó en las mejillas de Hitoka, quién no tardó en comenzar a balbucear alguna excusa que sonara creíble. La mujer que le había hablado no dijo nada más; se limitó a observarla tras sus gafas, con unos ojos increíblemente azules, tan fríos como el hielo, antes de darse la vuelta y entrar a un establecimiento de límpidas ventanas.

Hitoka dio unos pasos hacia atrás y contempló el pequeño establecimiento. Se trataba de un café decorado a la europea; con grandes cristaleras y paneles de madera con molduras pintadas en verde botella y dorado respectivamente. Fuera, descansaban unas pocas mesas de hierro forjado, negras, que permanecían vacías por el frío de la estación. Los toldos recogidos, de tonos verdes también, tenían unas letras doradas serigrafiadas. "Gare à la maison", rezaban silenciosas.

Hitoka no tenía demasiada idea de francés, pero le pareció un nombre precioso, muy melodioso. Aún cuando no supiera pronunciarlo.

Se acercó a las ventanas y vio unas cortinas blancas recogidas a ambos lados por unas abrazaderas del mismo material. Dentro, más mesas, esta vez de madera brillante y lustrosa, estaban decoradas con unas pequeñas lamparitas en el centro. Le pareció un lugar bastante encantador. El aroma no hacía más que abrirle el apetito y, por desgracia, no supo si se trataba de su hambre normal o del embarazo.

Fue a desistir y volver a casa, a guarecerse del frío en compañía de Koushi, cuando un cartel llamó su atención.

"Se necesita repostera".

Repostera, ¿eh? A ella no se le daba nada mal hacer postres, de hecho, era ella quien los cocinaba en casa. Koushi también era bueno, pero no como ella. En eso sí que podía colocarse una pequeña medalla. Había poca gente en el mundo que supiera hacer los dulces y los postres como ella. Y no era por echarse flores.

Permaneció unos segundos más mirando el cartel. Era una buena oportunidad de mantenerse ocupada. Y necesitaba el dinero, aún cuando no supiera qué hacer con este bebé que venía en camino. Con ese "querido nadie" al que no esperaba. Tras morderse el interior de la mejilla y sopesar la idea de estar trabajando en aquella cafetería para conseguir unos ahorrillos extra, se hinchó de valor y abrió la puerta.

El sonido melodioso de unas campanillas anunciaron su entrada en el local. Y solo un par de ojos la miraron. Los mismos ojos azules que la habían estudiado tras las gafas minutos antes. Hitoka inspiró profundamente y caminó hacia el mostrador.

Ganbarimasu, se dijo, infundiéndose ánimos, antes de enfrentarse a la mujer de los ojos de hielo.


¡Ya está! ¡Hasta aquí el primer capítulo!
¿Qué os ha parecido? ¿Un buen regreso? x'D
Sé que muchos querréis matarme por hacer que Hitokita pase por eso, pero... ¡era necesario! Ella va a ser el nexo de unión entre muchos personajes que van a aparecer en el futuro. Solo espero que no se os haga demasiada larga la espera, porque soy muy lenta desarrollando las tramas x'D
Y bueno... Deciros que tengo escritos como 15 capítulos y que los iré subiendo con más o menos relativa constancia :3
(Que entro en exámenes y hay que ponerse serios xD)
Espero que os haya gustado. Cualquier cosa, opinión, carta bomba, etc... Será super bien recibida :3
Un besito muy grande~~
Ciao~~
Nos leemos en la siguiente actualización ;3