Disclaimer: Katekyo Hitman Reborn! no es mío, es de Amano Akira. Hago esto con motivos de entretenimiento.
"Lo más preciado"
Prologo
Era un escenario digno de conmemorarse en una canción de luto.
De aquellas canciones en las que las voces sonaban con una acústica digna de ángeles celestiales, y que se reproducían constantemente para tratar de aliviar las almas adoloridas de las personas que se encontraban en duelo interno. O aquellas historias narradas con tono musical, perfectas para recordar en tiempos futuros y que describían tragedias pasadas o hazañas de grandes héroes.
"Ésta sin duda alguna, es la canción de un infortunio" pensó amargamente.
Enojo y lamento se mezclaban dentro de su ser. Sus pisadas se perdían entre el sonido de las llamas apagándose y de hogares derrumbándose. Con pesar, admitía que antes imagino que algo así ocurriría, lo vio en sus peores sueños, en esas pesadillas que hacían que despertara jadeante. Pero siempre guardaba la esperanza de que se quedaran de esa forma, como unas malas fantasías que no se podrían reproducir en la realidad.
El mundo le respondió con una risa burlona.
Caminó entre los escombros, observando con tristeza el paisaje que se vislumbraba a su alrededor. No fue capaz de mirar por más de unos cuantos segundos a los cadáveres que se alcanzaban a ver debajo de los restos de lo que alguna vez fueron techos acogedores.
Le pareció que un desierto gris con toques de rojo se extendía en toda su magnificencia y se alzaba ante él.
Por donde quiera que posaba la mirada era lo mismo. Muerte y destrucción. Cuerpos aplastados, con sangre seca en su piel y ropa, con mirada aterrorizada matizada de desesperación reflejada en cientos de tipos de ojos. De niños a adultos, de adultos a viejos, de pobres animales y vestigios de plantas quemadas y pisadas.
No pudo más. Tragó de forma pesada y miro hacia el frente para ver los horizontes de la catástrofe. Y fue por eso que lo notó. En la rama escuálida de un árbol seco, un pedazo de papel incrustado. Sintiendo que sus entrañas se contraían, caminó hacia donde se encontraba éste. Sin esfuerzo, quitó el papel que después sostuvo entre sus manos y lo escudriño con la mirada.
Terminó rompiéndolo en tantos pedazos como le fue posible. En su mente resonaron, con una voz gélida y sarnosa, las palabras escritas:
"Un piccolo regalo, per le nostre guardie."*
Sin poder contenerse más, cayó de rodillas al suelo mientras un grito desolador raspaba en su garganta. La impotencia se apodero de su ser y tomó forma de ácidas lagrimas que se derramaban por sus ojos. Sus sollozos fue lo único que se alcanzo escuchar, sobrepasando el suave susurro del viento del anochecer.
Y de pronto, escuchó que otra voz le hacía coro.
Era casi inaudible, pero estaba ahí. No estaba alucinando, era cierto. Pequeños hipidos, gimoteos seguidos de quejidos.
Cuando se dio cuenta, ya estaba escarbando entre las ruinas.
El crujido de las hojas secas rompiéndose bajo el peso de sus pisadas era opacado con facilidad con aullidos lastimeros. Ignorando el claro tono de desesperación que emanaba cada nota sonora que se escuchaba, solo se dejo guiar hasta el punto de origen de tales chillidos.
Y de alguna forma sintió pena. No exactamente por la pobre creatura agonizante que le señalaba el camino, si no por las infortunadas personas responsables de originar aquello. Les había tocado que justo él fuera a revisar la locación. Él, que, a diferencia de sus nombrados compañeros no titubeaba cuando se le presentaba la ocasión de terminar con alguna miserable existencia. De hecho, era una buena forma de entretenimiento a su parecer.
Una torcida sonrisa se creó en sus labios al ver la puerta abierta de par en par de un edificio aparentemente abandonado. Negó levemente con la cabeza, entre divertido y un poco incrédulo. La puerta abierta era una clara invitación a entrar, y no iba a despreciar un gesto como ese.
El repentino silencio que se formó cuando los alaridos se detuvieron tan abruptamente lo dejaron en un shock momentáneo. Sus ojos miraron cada rincón del lugar tratando de identificar algo que le dijera dónde estaba el "espectáculo" del cual se demandaba su presencia, así dicho por las propias palabras de sus organizadores, y el cual, según parecía, o había finalizado o las preparaciones apenas acababan de estar listas. Sea como fuese, se encargaría de proporcionar otra escena más, con su propio guión y un final que le gustara.
Conociendo las distintas artimañas utilizadas en esos casos, posó su mirada en el suelo de madera, buscando algo fuera de lugar en éste.
Bingo.
Caminó despacio hacia una esquina, se agachó y empezó a golpear esa parte del suelo. Así hasta que un rechinido se hizo presente y unos segundos después, una pequeña puerta se abría paso en el piso dejando ver un pasaje debajo de la casona. "El camino a un escondite subterráneo" pensó.
Sin perder tiempo, rechazando la idea de perder valiosos segundos en bajar una serie de escalones de una vieja escalera de madera, dio un solo salto hacia el "agujero de las torturas" quedando con la vista de un pasillo negro que se cernía enfrente suyo. Se dirigió hacia adelante, sin impórtale que tal vez sus pisadas se escucharan. Iban a morir de todos modos, así que ¿tenia de malo darles un pequeño aviso de que su existencia iba a acabar?
De repente sintió un asco profundo. Asco de las risas que empezaron a llegar a sus oídos con claridad entre más se adentraba en la oscuridad. Eran enfermas, con toques de locura y una áspera entonación que lograba erizarte la piel. Hizo una mueca mientras veía como la oscuridad acababa con una puerta entreabierta de donde provenía un haz de luz.
Le pareció extraño. Muy extraño. Él no era una buena definición de una persona sentimental o poseía una valerosa idea de la justicia. Pero sintió claramente como sus puños se cerraban, su cuerpo se tensaba y su llama se liberaba por la inesperada ráfaga de ira que tuvo.
Si, era eso. Ira.
El nombre de lo que sintió al ver aquella escena. Al ver cómo, con viva diversión, le arrancaban de un solo movimiento el ojo derecho a un niño. Si, aún se le podía considerar niño, no aparentaba tener más de once años. Lo habían sujetado del cuello, otros tantos lo agarraban de las manos y los pies para evitar complicaciones con sus intentos de zafarse. No mucho después, el infante se encontraba retorciéndose de dolor, con sangre escurriendo por su cuenca vacía y lágrimas derramándose por el ojo que aún conservaba. Todo había sido tan rápido que incluso si hubiera corrido para intentar detenerlos no hubiera sido posible. En un segundo, el niño luchaba, en el otro los lamentos volvieron a hacerse presentes mientras algo parecido a una pelota rodaba en el piso. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue que pese a todo, el cuarto estaba silencioso. El dolor del niño era apenas audible, unos pequeños quejidos esporádicos. Le impresionó, mucho más de lo que lo que luego admitiría.
Fue todo lo que se necesitó para marcar la sentencia de muerte de los presentes. Y vaya que tipo de muerte les esperaba.
"Nufufu"
Con deleite se percató que todos se habían quedado paralizados. Sus cabezas voltearon con lentitud. Sus pupilas se dilataron y reflejaron el terror que tomaba la forma de él.
"Nufufu"
Un paso, llamas de un azul oscuro que rodearon sus patéticos cuerpos temblorosos. Dos pasos, una oz que tomaba forma entre sus manos. Tres pasos, la sinfonía de terror que empezó a sonar. Cuatro pasos, suplicas de piedad, chillidos de agonía. Cinco pasos, convulsiones seguidas de una pintura roja que coloreaba el suelo. Seis pasos, el magnífico silencio de la muerte.
Su furia estaba al cien por ciento.
No podía creer lo que sus ojos veían. Por primera vez detestó que las investigaciones de Alaude fueran ciertas.
Todos los guardianes habían sido mandados a diferentes puntos como "petición" de una familia. El nombre de ésta todavía era desconocido. "Una fortuna para ellos" pensó mientras sentía como sus llamas ansiaban salir y convertir todo en un torbellino.
Suspiró, una, dos veces. No podía permitirse el perder la compostura. Tenía que tener la cabeza fría y funcionar como siempre lo había hecho hasta ahora. Con eficacia, buscando posibles soluciones a los problemas. Tal vez no era la lluvia para poder lavar las penas y tranquilizar los corazones de todos, pero su tormenta arrasaría con precisión todo aquello que osara alterar su anhelada paz.
Avanzó entre aquellas parcialmente destruidas casas que había en esa parte del país. Ese lugar era conocido porque ahí vivan personas que, no eran aristócratas, pero poseían el suficiente poder económico como para vivir en una estructura muy similar a un castillo. Personas ya involucradas en la mafia, pero no en familias muy poderosas. Y ahora esas pequeñas familias quedaban destruidas, sus líderes e integrantes principales yacían muertos entre escombros; y enormes edificaciones, antes de buen aspecto ahora se encontraban luchando por mantener un poco de su antigua gloria.
Volvió a suspirar, de manera más profunda esta vez. Mientras más miraba, mas difícil le era el controlarse. No podía reprimir sus deseos de salir corriendo a encontrar a los bastardos que habían hecho eso.
Metió la mano en uno de sus pantalones y saco un cigarrillo. Era la única manera en la que se calmaba, aunque como estaba en esos momentos dudaba que incluso el cigarro funcionara. Exhalo una bocanada de humo, sus ojos cerrados, sus oídos tratando de diferenciar alguna señal de vida en el panorama de desolación.
Tuvo recompensas. El sonido de piedras caerse llamó de inmediato su atención. Volteo para atrás, y se sorprendió al ver como una pila de escombros se movía, de forma casi imperceptible, pero era suficiente. Sin perder tiempo fue corriendo hacia aquel ligero estremecer, quitando de encima los restos de materiales.
Se llevó una gran sorpresa al ver una niña de no más de 14 años con graves heridas en el cuerpo, ropa rasgada y rasguños por doquier. Sus cabellos violáceos se le pegaban a la cara, pero aún con eso logró captar su mirada. Estaba a punto de apagarse, de perecer, lo podía ver en la falta de brillo de sus ojos. Sus labios llenos de polvo se abrieron y la voz que salió de ellos luchaba por lograr ser escuchada.
- Sa… - sonaba agrietada, rota. Tuvó que reunir todas sus fuerzas para evitar pedirle que lo dejara, que no esforzara, que todo estaba destruido. Pero no pudo, no se atrevió. – Sálvalo. Por favor – La suplicaba no solo estaba presente en su tono, sino también en su mirada, en el ahínco de sus pulmones destrozados en tratar de encontrar aire, en el errático palpitar de su corazón.
En el impulso de amor y protección que lograba mantenerla con vida.
Con cautela y con todo el cuidado y respeto que tuvo, sujeto una de las manos de la joven. Ella lo miró, entre dudosa y esperanzada. Él le dedico una pequeña sonrisa, apenas una curva en los extremos de sus labios y apretó un poco la mano que estaba entre las suyas.
- Lo haré. Lo prometo.
Ella le devolvió la sonrisa, una sonrisa digna de estar en una pintura. Emanaba calidez, gratitud y un sinfín de alegría y resolución. Luego de eso, sus ojos se cerraron, los pulmones dejaron de luchar por aire y el corazón termino su palpitar. Él apretó su mano por última vez antes de soltarla y dejarla suavemente en el suelo.
Ella seguía sonriendo.
Y él se aseguraría de cumplir con su promesa.
Con precaución y velocidad en las mismas magnitudes, empezó su búsqueda. Quitando escombros por doquier y rogando encontrar a la persona querida de la joven que murió con una sonrisa en su rostro.
- Esto es lo que obtienes por arruinar mi paz – fueron sus últimas palabras antes de activar por completo sus armas. Su oponente ni siquiera fue capaz de pedir piedad.
Porque no lo iba a aceptar. Él era el encargado de que todo estuviera en orden. Una familia que ni siquiera tenía el suficiente valor para desafiarlos cara a cara no iba arruinar aquel orden.
Le molestaba. A niveles increíblemente altos.
Se atrevían a desafiarlo, a matar personas en su custodia. Sin duda alguna cuando viera a las cabezas más importante de aquella familia iba a hacer que se arrepintieran de haber nacido.
A paso firme, con las esposas en la mano buscó con la mirada a más enemigos. Lo habían hecho enojar y su sed de pelas aun no estaba satisfecha. Y si llegaba a no encontrar a nadie, ¿qué más daba destruir aquel edificio en donde aquellos lacayos de la familia se ocultaban? Borraba la existencia de que alguna vez hubo personas tan estúpidas como para tan siquiera osar enfrentarlo.
O al menos eso había pensando hasta que sintió que alguien lo agarraba de la pierna. Por instinto iba a atacar a cualquiera que se atreviera a tocarlo. Sin embargo, se detuvo al ver que, para su sorpresa, era un niño el que lo estaba agarrando. Tenía cabello negro y bastantes heridas en su cuerpo, tantas que al guardián le sorprendió que aun pudiera si acaso mover el brazo.
- Esas eran mis presas - susurró aquel chico mientras apretaba con más fuerza el pedazo de tela que tenía entre sus manos antes de caer, según pareciese desmayado. Una pequeña sonrisa de burla apareció en rostro del hombre, el chico tenía agallas.
Aburrido.
Así se sentía.
Caminaba con las manos en los bolsillos mirando hacia el cielo, con expresión en blanco y ojos mirando hacia la nada del azul.
"De seguro que Alaude se equivocó".
En esa parte no veía nada de enemigos, nada de muertos, nada que rescatar para ser héroe. Aunque en parte no se qué quejaba, no tenía ganas de enfrentar enemigos. No era porque les tuviera miedo, no. Nadie podía vencer a los Vongola. Era solo que tenia pereza de luchar.
Convenciéndose a sí mismo de que no tenía nada que hacer ahí, en esa especie de pueblo fantasma deshabitado, decidió que en definitiva iba a volver a la mansión y se iba a quejar con Alaude de hacerlo salir sin ningún motivo. Después de todo él era…
Simplemente él, grandioso, guapo, fuerte, magnifico. La lista podía seguir eternamente. Y mientras se elogiaba a sí mismo no prestaba atención a su alrededor. La consecuencia fue tropezarse con un bulto haciendo que callera de cara en el duro piso.
- ¡D- duele! - gritó mientras que se sobaba la cara tratando de aliviar el dolor. Está bien, ¿Quién había puesto algo en medio de su camino? Furioso se volteo para atrás, sintiéndose más enojado al ver que evidentemente había un bulto ahí. Uno bastante grande para no haberlo visto.
Y uno del cual no estaba seguro que era debido a que estaba cubierto con lo que parecía una manta rosa. Enojado, se paró dispuesto a patear esa cosa, estirando el pie para mandarlo a rodar lejos.
Se detuvo justo a tiempo. El "bulto" se estaba moviendo.
Confundido, se agachó y quitó un poco de aquella manta. Y sorpresa fue la que se llevó al encontrarse un pequeño niño, que a duras pasaba rozaba los cuatro años, mirarlo curioso con unos enormes ojos cafés.
Aquellas personas no tenían nada que ver con eso, no tenían el porqué haber muerto. Sólo era gente que vivía su vida entre cavilaciones comunes y preocupaciones de todos los días. Sin poder político y mucho menos económico.
Tal vez era eso lo que los hacían unos perfectos mártires a los ojos de ellos.
Especialmente los más pequeños. La inocencia y la ingenuidad que yacían latente en cada mirada y en cada expresión. Apenas empezaban a entender el funcionamiento del mundo, a comprender lo que los rodeaba, y disfrutaban de aprenderlo con ojos ansiosos llenos de curiosidad.
O al menos así debió de ser. Ahora la mirada cristalina de la infancia se encontraba opaca, con la muerte reluciendo en el ya oscuro tono de sus iris. Sintió un duro nudo en su garganta al ver que algunos habían muerto aferrándose al cuerpo sin vida de sus familiares.
El nudo se hizo mucho mayor cuando reconoció que el dulce filo de la hoja de una espada era el responsable de tales actos. Una espada. El instrumento que el usaba con más frecuencia de lo que le gustaría querer. Si cerraba los ojos podía incluso recrear en su mente lo ocurrido. Veía con escalofriante claridad el centello del arma, las miradas asustadas que se reflejaban en el cuerpo de ésta y las gotas de sangre que la empañaban.
Una y otra vez hasta acabar con todos y cada uno de los que, sin saber que ese iba a ser su último día, habían ido a una plaza para pasar un buen rato con sus seres cercanos.
Odiaba perder la esperanza, pero era justo lo que estaba desapareciendo en él poco a poco. Había inspeccionado con vanas ilusiones cada uno de los cuerpos yacentes en el suelo, sin encontrar un solo vestigio que le indicara que seguían con vida. A punto estuvo de marcharse con puños apretados con tal fuerza que incluso lastimaba sus muñecas cuando lo notó. Alejado de los demás, recargado en la pared del inicio de un callejón que estaba a metros de distancia de la plaza principal. Un niño, de cortos cabellos negros y piel levemente bronceada. Un charco rojo se extendía debajo de él y si no fuera por eso, uno pensaría que se encontraba plácidamente sentado descansando.
Su corazón dio un vuelvo notando el suave, casi extinguido movimiento del pecho que tenia.
Seguía vivo.
El sonido de la campana sonando. Los gritos histéricos de la gente. El cuerpo que pesadamente caía en un estrepitoso sonido en el duro ring. La sensación de incredulidad que se presentó con fuerza abrumadora. Su contrincante no se movía. No se podía mover. Oh dios, ¿qué le había hecho?
Llevó su mano hasta su cabeza, sentía que las sienes le palpitaban y su mente luchaba por borrar aquellos recuerdos y concentrarse en su misión. Con esfuerzo que le resulto insoportable, siguió caminando.
Hasta cierto punto, se podría considerar "normal" que hubiera fallecidos en esa zona. Era uno de los peores barrios bajos de toda Italia, donde las peleas abundaban y el encontrar uno que otro cuerpo tirado por las calles era común.
"Uno que otro" la propia frase lo decía. "Uno o dos" pero no todos los habitantes. Y quien sea que lo haya hecho, se había divertido de lo más grande. ¿Cortadas? No había, era claro para él (demasiado claro para su gusto) que la causa de muerte de todos había sido golpes. Los habían matado a golpes, y no precisamente de un solo, si de cientos de ellos. Quien fuera que lo haya hecho, debía de conocer bien la anatomía del cuerpo humano para saber donde golpear para evitar que la muerte fuera rápida y sencilla.
Rezó, como era normal en la gente como él, para encontrar aunque sea alguien con vida y poder ayudarlo. Después de todo, ni su llama de curación podía revivir a alguien.
Y como si sus suplicas fueran escuchadas, logró captar un pequeño sollozo por los alrededores. Sus ojos volaron de un cuerpo a otro hasta que lo encontró. Lagrimas se resbalaban de las mejillas que se encontraban contraídas en una mueca de angustia, mirando a la persona al lado la cual, de forma evidente se encontraba ya en el otro mundo.
Un susurro, un casi inaudible "No pude salvarla" seguido de un "Perdón, Kyoko" antes de que sus ojos se cerraran.
El silencio reinaba en la sala, pero ninguno de los presentes parecía percatarse de ello. Se encontraban perdidos en sus pensamientos, recordando sus propias escenas y tratando de convencerse a sí mismos que todo era real.
Había habido siete sobrevivientes. Uno por cada guardián. Y todos infantes, el más grande con apenas 11 años. Al menos, de alguna extraña forma se encontraban relativamente felices de que tanto Daemon como Alaude hubieran encontrado a parte de los causantes en plena preparación del "escenario"; a los pobres infelices les habían tocado los guardianes que no se caracterizaban exactamente por su compasión, les tocó una muerte digna de compadecerse.
- Que… - la voz le salió débil, incluso algo temblorosa, como si tuviera miedo de romper el profundo silencio que los rodeaba. Lampo se recriminó mentalmente por eso - ¿Qué haremos con ellos?
Era la pregunta que todos tenían mente.
- ¿Deberíamos llevarlos a un orfanato? - continuó hablando el guardián del rayo de forma dudosa.
- ¿Y dejarlos abandonarlos como si no hubiéramos sido responsables de lo que les sucedió? No estoy dispuesto a hacer eso.
- Entonces, ¿qué? - retó G - ¿Quedárnoslos? Sabes que eso los podría en más peligro Knuckle.
El mencionado abrió la boca en signo de protesta, pero de inmediato la volvió a cerrar mientras dirigía su mirada hacia la parte baja de la mesa. Pese al dolor de su corazón, no podía negar que las palabras de su compañero eran ciertas.
Un ligero soplido salió de los labios de Giotto sin que pudiera evitarlo. Miró a cada uno de sus guardianes, quienes estaban tan desolados que con solo verlos sintió un escalofrió en la espalda. Podían ser diferentes, tan diferentes que incluso los habitantes se llegaban a preguntar de vez en cómo era que convivían. Pero había algo que los unía, que tenían en común y ese mismo algo se veía en esos momentos. Ya sea por el orgullo de Alaude, la arrogancia de Daemon, el temperamento de G, el juramento de Knuckle, la calma de Asari o lo infantil de Lampo. Todos, a su extraña forma, detestaban el abuso de los débiles.
Apreciaban la vida.
Antes de que alguien más pudiera hablar, el sonido de un llanto retumbado en una de las habitaciones de la planta alta los sacó de su ensoñación. Como unidos por la misma secuencia de reacciones, todos se levantaron y sin perder tiempo se dirigieron hacia el cuarto.
Al abrir la puerta se encontraron con que un pequeño se había despertado y miraba tembloroso para todos lados.
Giotto lo reconoció, era aquel que había encontrado.
Caminó lentamente hacia él, evitando el hacer movimientos bruscos que pusieran en peor estado al otro. Pero no funcionó, apenas lo vio acercarse los infantes ojos se abrieron en signo de miedo y empezó a llorar con más clamor. Temblaba y se apegó lo más que pudo a la pared.
- ¡No! ¡Vete! - Chilló con pavor - ¡Vete! ¡No quiero morir, por favor! - bajó la cabeza, colocando ésta entre sus piernas, las cuales abrazaba con sus brazos fuertemente. Su carita estaba llena de lágrimas que caían sin parar y mojaron rápidamente la ropa de donde se recargó, sus ojos acuosos y rojos, sus mejillas y nariz sonrojadas de tanto llanto. Giotto sintió como si le clavaran una estaca en el pecho. - Por favor….
El niño rogó. Su chico cuerpo brincó y cerró los ojos con fuerza esperando un golpe final, pero lo único que encontró para su sorpresa fue una mano acogedora sobre su cabeza. Confundido, alzó la vista y pudo ver la sonrisa más cálida que jamás hubo presenciado. Unos ojos anaranjados lo miraron llenos de gentileza y preocupación. Su rostro, a pesar de todo se distorsionaba levemente por un dolor que no supo diferenciar que era. Viendo más allá, notó a más personas que parecían expectantes observando todo sin saber qué hacer.
- ¿Quiénes son ustedes? - preguntó, aún con la voz áspera de tanto llorar.
Agachándose un poco más a su altura, Giotto le revolvió un poco los cabellos antes de decir con seguridad:
- Somos su nueva familia.
Editado y vuelto a escribir por ElenaMisaScarlet el 29 de Agosto de 2015.
