Disclaimer: Los juegos del hambre pertenece a Suzanne Collins.
Advertencia: Depresión. Situado después del tercer libro.
One-shot uno: No tienes las fuerzas para seguir adelante, pero no importa, cuando alguien más las tiene para mantenerte de pie.
Prim.
Con la fuerza proporcionada por el miedo me aferro a la almohada, clavando las uñas hasta que pude sentir mi palma al otro lado de la tela. Mi cuerpo tiembla, y a pesar de que intento controlarlo, es tan inútil como esperar a que todos los recuerdos desaparezcan; imágenes de Prim, pasan, dan vueltas, y se quedan, se ríen, se burlan, hablan y asustan. Me duele la cabeza. Si me desmayara otra vez, no sería tan sorprendente, pero por más que lo espero, la inconsciencia nunca llega, y sigo ahí, la tela de cama cubriéndome, y la almohada amortiguando mis dolores, recibiendo las culpas como si ella fuera la culpable.
Pero, obviamente, no lo es.
Buttercup sube a la cama, y es tan repentina su aparición que me sobresalto. El jodido gato suelta un bufido y se tiende a mi lado buscando calor. Cuando vuelvo a concentrarme en la almohada, la he trapazado con las uñas y destrozado en casi todo el borde cercano a mi cuello. Si sigo así, al cabo de una semana me tendré que conformar con sábanas para apoyar la cabeza, o simplemente no usar nada y destrozarme las mano en estos estúpidos ataques. Tal vez así mi cabeza dejaba de torturarme tanto. Pero Peeta no estaría muy contento.
Quiero ver a Gale, pero es irrelevante.
Los ataques de pánico sin como un ciclo irregular que pende de un delgado hilo, solo pensar en Prim me tiraba por el borde, y lanzaba todo el esfuerzo de Sae y Peeta por la borda. No quería eso, así que me levanto y me visto la ropa para cazar; arco, el carcaj y las flechas. Al bajar en la cocina me espera un desayuno preparado por Sae la Grasienta, pero no siento la necesidad de comerlo, así que lo dejo atrás. Ella volverá en cualquier momento, pero no quiero esperarla. Apenas si he alcanzado el umbral de la puerta cuando me topo con Peeta, quien despeinado a causa del viento, sostiene entre sus brazos dos panes recién horneados y otras bolsas. Los trazos de pintura azul en su mejilla me dicen que ha estado pintando.
No es como si me importase.
—He traído las cosas que Sae me ha pedido para cocinar —menciona, entrando a la casa y obligándome levemente a no salir. Ignora las flechas y el arco. Buttercup parece amarlo, porque se acerca y se deja acariciar por él. Peeta sonríe y se agacha, entregándole un trozo de carne fresca.
Cuando el gato pasa cerca de mí con su premio apretado en el hocico me doy cuenta que he tensado involuntariamente casi todos los músculos de mi cuerpo. No intento moverse pero poco a poco mi mente se va desenvolviendo y dejo de estar tensa en unos segundos, asimilando que el que estaba en mi casa no era peligroso, reparando los desastres y guardando las cosas que me ha traído. De un momento a otro aparece un pan en la mesa, pero no lo guarda, simplemente lo deja ahí.
Y luego, la veo, sentada en la silla junto al pan, acariciando al gato mientras sonríe dulcemente, y el animal se deja acicalar, ronroneando y alzando la cola en felicidad. Ella se está riendo, porque mi madre le ha contado algo gracioso, una anécdota o un chiste, y se ve igual a la última vez que la vi en el Distrito Trece, viva, encantadora, joven. Y duele, como ha dolido cualquier recuerdo en los últimos meses. Me gustaría creer que mi madre también tiene en su cabeza este recuerdo, pero ella ha decido escapar de todo esto, de la familiaridad de esta casa. Y la odio por eso, porque de nuevo ha preferido ignorar todo, ignorar a Prim.
Si tan solo... si ella hubiera...
Los brazos de Peeta traen mi cabeza de vuelta a la realidad, sosteniéndome para que no caiga al suelo. He estado llorando, puedo sentir las mejillas húmedas. El arco descansa en el suelo, pero ya no tengo intenciones de salir a cazar, que se desvanece por cada lágrima que recorre mi rostro. Me aferro a Peeta, porque es mi único sostén para no perder el equilibrio. Él me toma en sus brazos, susurrando palabras conciliadoras y sube las escaleras. Entra en mi habitación, y con la delicadeza correspondiente, me acuesta en la cama, me quita el carcaj con las flechas y me cubre con las sábanas. Se sienta en la orilla.
Alza una mano y toca mi frente.
—Tiene fiebre —dice mientras se levanta—. Espera un momento, voy a traer un paño mojado.
No quiero que se vaya. Afianzo mi mano a su muñeca, casi sin fuerzas disponibles, pero ese gesto es suficiente para retenerlo.
—No —te alejes.
Peeta me mira y suspira cansinamente.
Se sienta a mi lado, pero no es lo que yo quiero. Niego con la cabeza y tiro de su muñeca para que se de cuenta de lo que en verdad necesito. Peeta entiende, sin que diga palabra alguna y se acuesta a mi lado, abrazándome. Es cálido, y huele a el pan recién horneado que ha traído. No es nada distinto a lo ha pasado las últimas semanas, pero siempre logra relajarme. Hasta que llegan las pesadillas, que son una mezcla de los juegos con la guerra y los distritos. Hay gritos, muchos gritos, y una oscuridad profunda cuando no puedo encontrar a nadie.
La primera reacción que tengo al despertar es buscarlo a mi lado, pero no lo encuentro.
No me sorprende.
La fiebre me ha subido en la noche y la cabeza empieza a dolerme nuevamente. No tengo las sábanas encima, pero aún así el calor es insoportable. Necesito abrir la ventana pero no tengo fuerzas ni la voluntad para levantarme. La puerta de la habitación se abre, y como tengo los parpados cerrados no sé quién es. Al poco tiempo siento un paño de agua fría en mi frente y el inconfundible aroma del pan recién hecho.
Y me recuerdo: una de las razones por la que sigo viva, es él.
